Aquel chiquillo tan alto como un árbol
— ¡El mundo es un completo misterio!—gritó Melchor a todo pulmón alzando los brazos al cielo parado sobre el tronco del árbol caído junto a la banca. Sonrió ampliamente cerrando los ojos, formándosele, irremediablemente, aquel par de infantiles margaritas.
Era pleno verano y el sol golpeaba implacable los techos del pueblo, la brisa se hacía mínima, la ropa se pegaba al cuerpo, los perros vagos buscaban descanso bajo la sombra de los robles y los patos graznaban en el lago cuidando de sus hijos.
El niño nuevo lo miró desde abajo, sentado en una roca, con las rodillas peladas y la boca abierta.
Todos habían escuchado hablar del niño loco que vivía en el parque pero nunca creyó verlo de tan cerca, ni menos que le diera un discurso sobre ser detective.
— ¿Por que no dices nada? ¿Te comió la lengua el gato?—Antonio frunció el ceño confundido, tenía entendido que el dicho decía: ¿Te comieron la lengua los ratones?; pero no estaba seguro. Observó pensativo al muchacho de cabello negro y ojos color agua y le pareció en niño mas sorprendente de todo el pueblo, si él decía que era gato probablemente era así, se veía tan seguro y grande.
— ¡Yo también quiero ser detective!— dijo emocionado mientras se ponía de pie. Una intensa energía lo recorría nacida desde las palabras de aquel chiquillo cubierto de tierra y hojas.
— Tú no puedes ser detective— respondió Melchor ante aquella declaración— para ser detective debes ser muy inteligente ¿Eres muy inteligente?
El creciente fuego en el pecho de Antonio pareció apagarse, miró sus zapatillas azules pensando si era inteligente y descubrió que no. En el preescolar no era el mejor, todo lo contrario era el último de la clase, incluso sus maestros decidieron que repitiera el año para que así madurara y no llegase atrasado en cuanto a habilidades al primer año de escuela. Era un muchacho inquieto, demasiado inquieto, odiaba tener que sentarse tantas horas y realizar tareas tan monótonas, prefería salir al patio y correr hasta que las piernas no le dieran más, añoraba el recreo y sus juegos y por sobre todo amaba el parque.
— No soy inteligente— respondió con apenas un hilo de voz, siempre lo rechazaban de todos los juegos. Lo que sucedía era que nadie quería jugar con él ya que siempre ganaba, ya fuera en fuerza, agilidad o velocidad.
— ¿Y entonces en que eres bueno?— masculló entre dientes el chico de los ojos agua al notar la tristeza en las palabras del otro muchachito.
— ¡Soy muy rápido y fuerte!— gritó con emoción sintiendo una llama de esperanza quemarle el pecho. Melchor meditó un segundo tocándose, como siempre, los labios con dos dedos.
—Eso no me sirve— sentencio luego de un largo silencio— yo también soy rápido y fuerte, además no necesito un guarda espaldas aún. A menos que tengas alguna habilidad interesante...— hizo una pausa esperando que el otro muchacho dijese algo que le hiciera cambiar de opinión. A los ojos de Melchor aquel chiquillo tan alto como un árbol, de ojos grises y cabello castaño oscuro, se veía tan desamparado y triste como un cachorro. Deseaba darle techo y comida, algo así como caridad, pero no podía, eso seria cargar con alguien que le sería inútil. Lo que hacía, según él mismo, no era un simple juego de niños—... Veo que no, me voy. Adiós.
Volteó a la izquierda y se fue caminando por sobre el tronco del árbol.
— ¡Espera!— ladró el más alto— ¡Hay algo que se hacer!
— ¿Que?— quiso saber Melchor apenas volteándose para mirarlo.
—Se cuando la gente miente...—al menor pareció interesarle aquella habilidad, bajó del tronco de un solo salto y se acercó dando las zancadas más grandes que podía. Solo al estar realmente cerca descubrió que entre él y el chico de ojos grises había casi veinte centímetros de diferencia.
—Demuéstralo.
—Dime algo, cualquier cosa.
—Me llamo Melchor.
—Verdad— Melchor se sorprendió inmediatamente pero no lo demostró, aquello era muy fácil, debía probarlo un poco más.
—Tengo un hermano llamado Gaspar.
—Verdad también.
—Hace mucho que no me hago en la cama.
—Eso...— dijo Antonio conteniendo la risa—... es mentira— a Melchor se le encendió la cara y juntó las cejas molesto.
—Te equivocas— contesto autoritario.
—Eso también es mentira— agregó sin poder parar la risa, abrazándose el estomago por el dolor que producían las carcajadas. El más pequeño bufó molesto y sin importarle lo enclenque que era en comparación con aquel mastodonte le dio un certero empujón que lo dejó sentado en la tierra.
— ¿Como te llamas?— preguntó cuando el otro paró de reír asustado por la rudeza del muchacho.
—A...Antonio— murmuró.
—Yo soy Melchor y soy el líder de la pandilla. La pandilla somos tú y yo, y a menos que yo lo diga nadie más jugará con nosotros— Antonio asintió hipnotizado por su seguridad. Era tan brillante y carismático que ni siquiera se le ocurrió contradecirlo. Ese día, tanto Antonio como Melchor, hicieron su primer amigo.
···~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~···
Se mojó los labios resecos por el polvo y sintió el sabor metálico de la sangre invadirle la boca. Se tocó con cuidado de no causarse más dolor y halló una discontinuidad en la carne ¡Ese hijo de puta me rompió el labio!
Se dirigía a casa dando pasos apenas, le dolía la cara y la espalda. Dobló por la calle principal de su barrio y se condujo cuesta arriba hasta el pasaje donde se encontraba su casa.
Se concentró unos segundos en pensar en Tomás, lo visualizo de pequeño con la cara sucia y el pelo desordenado. Se vio a si mismo. Se vio distinto. Vio a Emilia parada en el umbral de la casa verde, con la ropa a medio sacar y la mirada perdida en algún lugar más placentero que este pueblo. Eso era lo que ella buscaba, lo mismo que él y todos los otros adictos del pueblo buscaban, un lugar mejor en esta tierra. Un escalofrío le recorrió la espalda y de un segundo a otro la boca se le secó por completo, intento llevar su mente a otro lado, trató de visualizar la guarida, aquel lugar que con sus propias manos había construido basándose en los planos de un libro sobre construcción que encontró un día en el librero de su casa, se esforzó por dibujar en su cabeza cada madera, cada ventana, cada clavo y recoveco. Piensa en la guarida, piensa en la maldita guarida.
Hizo lo que pudo, pero al final de cada recuerdo, al terminar cada grabación mental de su infancia estaba ella, aquella aguja amiga dispuesta a eliminar todos sus problemas de solo un pinchazo. Todo el día se resumía a eso, en pensar en ella al tratar de no hacerlo. El temblor de sus manos, que hábilmente logró controlar durante casi todo el día, se volvió extremadamente obvio y tuvo que metérselas en los bolsillos para no llamar la atención de las amas de casa que tranquilamente regaban sus jardines. Claro que a ellas les preocupaba mucho más el constante sangrado de la nariz que cualquier mano trémula.
Se mordisqueo las uñas nervioso. Lo miraban, las mujeres lo miraban y el no podía evitarlo. ¡La guarida Melchor, la guarida!
Sacó las llaves del bolso pero se detuvo antes de insertarla. Estaba a solo treinta minutos a pie del barrio esperanza, treinta miserables minutos de la casa verde, a treinta minutos de terminar con todo aquel infierno.
Finalmente insertó la llave y giró la chapa.
— ¿Melchor?— Escuchó a su madre correr desde la cocina, se encontraron en medio de la sala, ella abrió los ojos a más no poder y voló para auxiliarlo, él simplemente la ignoro pasando por su lado como si fuera aire. Entró a la cocina y se sirvió un vaso de agua.
— ¿Que te pasó en la cara?— preguntó ella con voz temblorosa parándose en el umbral para que este no saliera.
—Nada— contestó impasible.
— ¡Pero si tienes la cara llena de sangre!
—Me caí.
—Imposible, tienes la cara hecha un trapo— él bufó irritado.
— ¿Y para que quieres la verdad? ¡De cualquier forma no vas a creerme! ¿Que quieres saber Magdalena? ¡Dime! ¿Que es?— gritó ronco y fuerte— ¿Quieres saber si fui a drogarme? ¿Es eso? Entérate que no, no he ido a hacerlo, pero ganas no me faltan, así que déjame pasar antes que decida botarte de un empujón y correr a pincharme.
Magdalena bajó la mirada aturdida, estaba acostumbrada a los malos tratos de su hijo, era normal para ella escuchar amenazas en su boca y no recordaba cuando fue la última vez que la llamó mamá y no Magdalena, aun así siempre se sorprendía, cada una de las veces.
Se movió para dejarlo pasar pero no lo suficientemente rápido, chocaron sus brazos y ella fue propulsada un poco hacia atrás. Antes de perderlo de vista en la escalera le ofreció algo de comer. No recibió respuesta.
Melchor entró al baño con la respiración entrecortada, salivando y sudando a mares. Cerró la puerta con pestillo y prendió la ducha. Se sacó la ropa con más torpeza que de costumbre, le hubiera gustado verse el labio, pero del espejo solo quedaban trozos triangulares que nada reflejaban, lo rompió la primera semana luego de regresar del hospital, le daba asco la imagen que ahí vislumbraba, su cuerpo huesudo, su piel seca, su pelo grasiento, sus ojeras de niño enfermo y sus ojos sin vida. Él sin vida.
Metió el tembloroso cuerpo bajo el agua hirviendo, se sentía sucio, siempre se sentía sucio. Restregó la esponja hasta que la piel se le puso roja, repitió la tarea por todo su cuerpo con parsimonia y monotonía, pero cada milímetro de su cuerpo se la recordaba, en cada pequeña parte de si mismo se encontraba ella, él le pertenecía por completo a ella. Lanzó con rabia la esponja contra la pared. La nausea y el mareo se apoderaron de él nuevamente y tuvo que ponerse de cuclillas para no caer, las rodillas le temblaban como gelatina y apenas podía mantener las manos quietas. Escondió la cabeza entre las piernas para reducir la sensación que todo le daba vueltas y trató de concentrar su atención en el agua cayendo sobre su espalda. Eres más fuerte que ella Melchor, ninguna droga va a dominarte.
Vomitó justo después de terminar su mantra. No había comido nada en todo el día, aun así seguía manteniendo la capacidad de vomitar. Dejó caer su cuerpo pesado al piso de la ducha y apoyó su espalda en los azulejos.
— ¿Por qué? ¿Por qué sigue sucediendo? La doctora dijo que se detendría a la semana. ¿Por que no se detiene? ¡¿Porque mierda sigo temblando?!— gritó mientras lloraba desconsolado.
Al otro lado de la puerta Magdalena lloraba también.
Cristina miraba el techo inmersa en sus pensamientos ¿Para que había ido? No solo fue una reunión decadente y depresiva, también terminó en golpes ¿Por qué para los chicos todo tenía que terminar en golpes? No los entendía.
Masticó el chicle en su boca, armó un bolsillo con su lengua y sopló hasta reventar la burbuja rosada, volvió a mascar.
¿Cuando fue que cambiaron tanto? ¿En que momento exacto se distanciaron? ¿Fue cuando se mudó Tomás? No, un poco antes, todo partió con la crisis y los despidos. Como podía ser que algo tan ajeno a su tierna infancia los hubiera distanciado tanto. Melchor fue el primero en alejarse, prefería estar en casa con su padre que con nosotros en la guarida, luego Tomás se mudó y solo quedamos yo y Antonio. Antonio...
Sopló hasta reventar otra de sus burbujas de goma y tomó el teléfono. Abrió el WhatsApp y buscó a Pati entre sus conversaciones.
Me sentaron delante de Valencia ¡Estoy maldita!
Escuchó un portazo fuerte provenir de la casa de al lado, su pared vibró y un poco de pintura se despego del techo.
—Parece que alguien no tuvo un buen día— la aguda campanilla de la alerta de mensajes le robó la atención, Pati le había contestado.
Jaja... Estás destinada, eres su media naranja.
La mitad de su dosis querrás decir.
¡Que cruel eres!
Es la verdad... es un adicto y yo no quiero tener que ver con adictos.
Todo el mundo sabía que Melchor Valencia era su vecino pero pocos recordaban lo relacionados que estuvieron de niños. Entre esos pocos se encontraba, para la mala suerte de Cristina, su profesora jefe, quien amablemente le pidió que se sentara cerca de él para apoyarlo en su reintegración, y a Cristina, como siempre, le fue imposible decir que no. Me vale su reintegración ¿Por qué tengo que relacionarme con un asesino?
Este año va a ser terrible.
¿Lo dices por Valencia o por Nicole?
¡Ni me la recuerdes! Hoy me llenó la cabeza de leche a vista y paciencia de todo el salón. Tuve que ir a los baños de la multicancha a limpiarme.
Lo se, me contaron que te vieron con Antonio desnuda en el baño, no te preocupes no creí nada de lo que dijeron, incluso traté de desmentirlo.
¡Estúpido pueblo de chismosos!
La puerta de su cuarto se abrió de sopetón, era su madre con el delantal de cocina puesto.
—Cristina Raquel Marambio ¿Podrías soltar ese aparatito y bajar a cenar? Esta es la sexta y última ves que te lo pido— cerró la puerta con el mismo ímpetu que había escuchado del cuarto de al lado.
Iré a comer, hablamos.
Bajó rezongando. No tenía hambre, oler todo el día a leche logró maniatarle el apetito, pero, si no quería levantar sospechas de lo que sucedía debía hacer un mínimo esfuerzo para aparentar normalidad. Tomó asiento junto a su hermana Gloria, como siempre, y le pegó una mirada rápida a Teresa sentada frente a ella, otra de sus hermanas. Cristina era la quinta de cinco hermanas, el cachito de la familia, malcriada y sobre protegida por todos.
Embutió el tenedor en el puré y se lo llevó sistemáticamente a la boca, tragando sin saborear nada.
— ¿Que tal tu primer día cariño?— preguntó su padre sentado en la cabecera junto a su madre y su hermana Mónica. Ella se encogió de hombros y apoyó la cabeza en su brazo derecho para mirarlo.
—Igual que cualquier otro.
—Habrá pasado algo interesante, tú mamá me contó que regresaste tarde y cubierta en leche— agregó con tono preocupado, la chica volvió a encogerse de hombros y enderezo el cuerpo, la posición le estaba dando nauseas.
—Ya sabes que soy muy torpe papá, resbalé en la cafetería y tropecé con alguien que traía una caja con leche.
—Titi, si algo esta sucediendo sabes que puedes contarnos— dijo Sonia, otra de sus hermanas, mirándola con ojos perspicaces.
— ¿Algo como qué?— hizo una pausa dramática y cambió su expresión a una de sorpresa— ¿No estarán pensando que lo hago a propósito para llamar la atención?— inquirió con clara molestia en el rostro.
—No Titi, pero el año pasado tuviste mucho accidentes extraños y pensamos que...— Mónica hizo una pausa—...pensamos que quizás podrías estar teniendo dificultades con tus compañeros.
Cristina alzó una ceja y sonrió de medio lado ante tanta estupidez, resopló y rió por lo bajo.
— ¿Problemas? ¿Con quien?
—Cariño a tus hermanas también las envidiaban en la escuela por ser bonitas— terció su madre.
—A mi me lanzaron pintura una vez— agregó Gloria.
—Por favor... nadie se esta metiendo conmigo, dejen de ser paranoicos.
Se hizo un silencio en la mesa interrumpido por el choque del servicio con la loza y el golpear de los vasos contra la mesa. Cristina mentía, todos lo sabían, no porque se le notará, sino porque Cristina siempre mentía. Aprendió a ser independiente de muy pequeña, en una familia tan numerosa costaba mucho obtener atención independiente que ella fuese o no el tesorito familiar, por lo tanto evitaba llegar a casa con problemas y tendía a solucionarlos por su cuenta y sin ayuda. Mentir para ella era una manera de disminuir el peso sobre los ya atareados hombros de su madre. El tiempo la volvió hermética, introvertida y extremadamente mentirosa.
— ¿No pasó nada más hoy?— interrumpió Teresa con picardía, era la cuarta hermana y la más infantil, más incluso que Cristina.
— ¿Qué?— un dejo de molestia casi imperceptible salió de la boca de la menor.
—Bueno tu noviecito regresó a la escuela ¿Que tal el reencuentro?— los labios de Teresa formaron una malévola sonrisa, molestar a Titi era su trabajo de medio tiempo.
— ¡Verdad!— la emoción el la voz de su madre se palpaba en el aire— ¿Como le fue a Melchor?
—Bien, supongo.
— ¿Supongo? ¿No estas al tanto de lo que pase con tu novio?
—No es mi novio— respondió monótona a Sonia.
—Pero si de pequeña decías que te ibas a casar con él— tercio Mónica entre suaves risitas que a Cristina le parecieron estúpidas.
—Eso era antes que el se enamorara del crack.
— ¿Creí que era heroinómano?— soltó Gloria como si hablaran de una marca de té.
—Sí cariño— respondió su padre— es heroinómano.
— ¿Tú lo atiendes papá?— preguntó Sonia.
—Se lo ofrecí pero no quiso.
— ¡Suficiente!— gritó Cristina— no hablen de eso como si fuera lo más normal.
—Tranquila Titi— agregó Gloria.
— ¡No me digas Titi! Sabes que no lo soporto. No se cual es el problema de ustedes, nombran como mi novio a un chico adicto que además fue acusado de asesinato...
—Lo absolvieron...
— ¡No importa! ¡¿Que tipo de familia subnormal le gustaría que su hija se relacionara con un drogadicto asesino?!— levantó el plato a medio comer de la mesa y lo dejó sobre el mesón de la lavaplatos.
—Buenas noches— dijo antes de salir con dirección a su cuarto bajo las miradas atónitas de los presentes. Cerró la puerta con fuerza y más pintura se desprendió del techo. Pensó en tomar el teléfono pero no quería hablar con nadie. Sacó su regadera del baúl junto a su cama y la llenó con agua del baño, regar las flores de su balcón siempre le componía el ánimo. Su cuarto era el más pequeño pero tenía un gran ventanal con balcón que daba a la ciudad, cada ves que se sentía triste o deprimida se sentaba ahí y admiraba las luces nocturnas apagarse poco a poco mientras remojaba en agua sus plantas. Bañó las hojas de todas sus flores con paciencia y esmero, les removió la tierra y cortó con unas tijeras las hojas secas. Terminado el trabajo suspiró cansada. Miró de soslayo el balcón vecino ubicado a no más de un metro de distancia. Ese era el balcón de Melchor ¿Cuantas veces no se había quedado hasta altas horas de la noche conversando con él de balcón a balcón? Casi podía verlo sentado en el piso con las piernas colgando entre los fierros de la baranda y en la cara una enorme sonrisa que le cerraba los ojos. Supéralo Cristina, eso ya pasó, el chico de al lado no es el mismo Melchor que conociste, y tú no eres tampoco la misma Cristina.
Dio media vuelta y cerró el ventanal.
Luego de meditarlo la noche entera y conversar largo y tendido con la almohada Antonio tomó una decisión. Al día siguiente justo después de que la campana para el almuerzo diera su talan se tomó el tiempo necesario para dar toda la vuelta a la escuela y llegar a patio trasero sin ser detectado por nadie. No uso el camino típico, que sería cruzar el patio interior, subir las graderías, pasar por en frente de la cafetería y bordear la multicancha, no, él uso el pasillo que conducía hasta los parrones, rodeó todo el edificio en una caminata eterna de quince minutos y dio finalmente con el patio posterior de la escuela. El lugar estaba abandonado a la mano de dios, la hierva crecía sin que nadie la cortara, los arbustos se tragaban los senderos y la pileta, disfuncional hace mas de treinta años, se llenaba poco a poco, año tras año, de más y más musgo.
Se paseó con lentitud buscando al muchacho de ojos color agua, estaba seguro de que se encontraba en aquel lugar, si no era ahí ¿Donde más?
Calmó sus dudas cuando le divisó en el fondo del lugar sentado en el pasto con la espalda apoyada en un árbol. Tenía la mirada perdida y se veía exhausto, como si no hubiese dormido en toda la noche, su labio lucía una costra de sangre y tanto el ojo derecho como el pómulo estaban morados. Antonio se acerco con sigilo, parecía un animalito salvaje, moverse muy rápido podía asustarlo. Se sentó a su lado y compartieron el más infinito de los silencios. Aquel chico raquítico y descolorido había sido su primer amigo, su mejor amigo y también su primer amor.
A pesar de decirse constantemente que su "condición" era una situación pasajera nacida por las hormonas, la adolescencia y el descubrimiento de la sexualidad, había momentos en los cuales se sinceraba con sigo mismo y aceptaba, aunque fuese solo por un momento, que su gusto por los hombres era algo propio desde siempre y que todo comenzó a desatarse lentamente en el mismo momento que rodó por aquella saliente en el parque y se encontró con aquel muchacho risueño de ojos color agua sentado sobre un árbol caído. Aun recordaba el sentimiento de admiración que le profesaba a Melchor, la sensación de seguridad cada vez que salía en busca de aventuras con él, la calidez de sus ojos y la invitación a jugar que siempre le ofrecía su sonrisa. Se suponía que el era el chico alto como un árbol y fuerte como un elefante, pero cuando estaba con Melchor se sentía frágil y débil, protegido por la estela carismática del pelinegro. Te he echado de menos Chie.
—Te tiemblan las manos— dijo ocasionando que el muchacho huesudo las ocultara inmediatamente entre las piernas.
—Tengo frío— mentira, pensó Antonio.
—Hacen como cuarenta grados...— evidenció pero no recibió respuesta. El sol se posicionó en lo más alto del firmamento, la campana sonó en la lejanía pero ninguno tuvo la intención de siquiera moverse, la calma y soledad del lugar era agradable y llenaba de paz interior a sus visitantes, por lo menos a uno de ellos.
Melchor mordió la uñas de una de sus manos con nervio, comenzaba a salivar y a sudar nuevamente, la piel se le puso de gallina y el cuerpo le tiritó levemente, cerró los ojos y llevó su cabeza a sus rodillas. ¿De que madera era el suelo de la guarida? ¿Que madera elegí? ¿Roble? ¿¡Y eso que importa!? Déjate de estupideces, hazlo una ves más, la última, es muy duro suprimirla de una sola vez, paulatinamente costara menos, solo una vez más.
— ¿Te acuerdas del fantasma que había en el pasillo del preescolar?
Melchor alzó la cabeza confundido ¿Que demonios importaba eso ahora? De cualquier forma ¿Por que estaba aquí? ¿Para que había venido? El deseaba estar solo, concentrarse en sus problemas sin ser molestado ¿Por que no lo dejaban en paz? Él, su madre, los médicos ¡Todos! Solo y en paz.
—Nos escabullimos de noche para ver que sucedía— prosiguió— y nos separamos para revisar todas las salas ¿Recuerdas? Al final no encontramos nada y nos reunimos pero no encontrábamos a Cristina por ninguna parte...
Las imágenes se proyectaron con claridad en la mente de Melchor, estaba oscuro, era casi invierno y el frío se calaba en los huesos. El había cumplido los ocho años hacía un par de días. Todos usaban abrigos gruesos y guantes. Varias semanas antes escucharon al conserje hablar con los profesores, decía que se escuchaban ruidos extraños en los pasillos de la escuela durante la noche, al rededor de eso se formó una historia infantil sobre fantasmas y era el deber de los Aprendices de Sherlock averiguar la verdad. Se escaparon una noche de sus respectivas casas con el fin de sondear completamente la escuela, o por lo menos el área del preescolar. A él le tocó revisar la cafetería, una habitación inmensa que le tomó más de quince minutos recorrer completamente. Habiendo completado la tarea regresó desilusionado al punto de encuentro. Antonio y Tomás lo esperaban ya ahí tan desilusionados como él, pero de Titi nada.
—La buscamos por horas— agregó el castaño sin tener la seguridad si lo escuchaban o no— parecía que se la había tragado la tierra y tú te preocupaste muchísimo, finalmente se nos ocurrió buscar en el lugar más obvio, el baño de niñas.
Melchor la dibujó, metida en uno de los cubículos, acurrucada sobre la tasa con las piernas abrazadas sobre su pecho, tenía la cara roja y mojada, los sollozos se le escapaban y no quería mirarlos a la cara, decía que había fallado en su misión, que solo era una niña llorona y que no merecía ser un miembro de los Sherlock.
—Se había encontrado con el fantasma y corrió a esconderse al baño aterrada— Antonio rió por la imagen de la orgullosa Titi limpiándose las lágrimas con el brazo— ¿Te acuerdas que fue lo que le dijiste?
No lo recordaba, no recordaba que era lo que le había dicho. Era solo un niño, uno que hablaba de más y no tenía idea de la mitad de las cosas que predicaba.
—Le dijiste que estaba bien asustarse y que no debía sentirse fracasada, que cosas como esa no se enfrentaban sola, que para eso estábamos nosotros.
Él pelinegro comenzó a reír fortuitamente y casi imperceptible.
—Luego se me tiró al cuello y me dijo que se casaría conmigo.
Antonio sonrió— no importaba que hicieras, ella siempre quería casarse contigo— hizo un silencio meditando lo que diría luego, había estado leyendo artículos sobre drogas y abstinencia y creía poder ayudar en algo a aquel perdido muchacho— creo que te haría bien ocupar tu mente en algo, es mejor para tu estado que te concentres en otras cosas...
— ¿La muerte de una drogadicta por ejemplo?— se anticipo a las palabras del mayor.
—No tienes porque asustarte, nosotros estaremos ahí.
—No sabes de lo que hablas, no sabes siquiera con quien hablas. No me conoces.
—No, pero te pareces mucho a un niño que conocí, el siempre me decía que el mundo era un misterio. Lo hago por ese niño.
—¡Deja de hablar como si lo supieras todo!— gritó Melchor levantándose de improviso y sujetando a Antonio por la camisa, obligándolo a parase también. Completamente erguido el castaño sobrepasaba casi por una cabeza al otro muchacho. Aquel chiquillo seguía siendo tan alto como un árbol.
—Aprendí del mejor— soltó como burla e inmediatamente se desprendió de su agarre— ahora te toca a ti convencer a Cristina— Melchor torció el gesto desconcertado— yo la he metido en demasiados problemas últimamente, es tiempo que alguien más tenga la culpa.
Guardó las manos en los bolsillos y se fue silbando.
Tomás miraba aturdido el techo de su cuarto al mismo tiempo que acariciaba a su gato, llamado, al igual que él, Tomás. En su estéreo sonaba Rage against the machine y a través de la ventana se colaban los ruidos apagados de los transeúntes habituales del centro. Una brisa entró desordenándole el cabello, avisando que el otoño llegaría pronto y con él el segundo aniversario de la muerte de su hermana. Emilia. Suspiró pensando en ella ¿Se decepcionaría si supiera que se había rendido? ¿Entendería que hizo todo lo posible? ¿Había hecho todo lo posible? Sí, lo había hecho. Incluso intentó reclutar a un adicto ¡Un adicto! En algún punto perdió los límites del asunto y tenía que recuperarlos pronto, el primer paso era olvidarse, dejarla ir, dejar ir a Emilia.
¿Cuando todo se había convertido en una obsesión? Ya casi no podía recordar la cara de su hermana, sus gestos sus modos, sus frases, su voz, todo se deshacía en su memoria con el pasar de los días, poco a poco, lento e inevitable. Sin embargo muy dentro de él, ella, aunque irreconocible, seguía viva, tan viva como hace dos años. Los retazos de Emilia que aun quedaban en su pecho eran suficientes para atormentarlo ¿Quien se la había quitado? ¿Por qué? Emilia era inofensiva, débil, tonta, perdida, pero inofensiva ¿Quien tomaría la vida de una muchacha tan insignificante? Todo le sonaba un simple juego del azar, una mala broma del destino ¡No! No puede ser coincidencia. De tanta drogadicta inútil ¿Por qué ella? Tiene que haber alguna razón ¡Hay algo que no he visto, algo que ella no alcanzo a decirme!
Tocaron a su cuarto, era el ama de llaves, Lorena, una mujer mayor de carácter pacifico, piel arrugada y cabello cano, que había trabajado con la familia desde antes que Tomás naciera.
—Tomasito, lo buscan— dijo ella abriendo solo un poco la puerta.
— ¿Quien es Lorena?
—Un muchacho, dice ser un compañero de la escuela ¿Lo dejo pasar?
—Sí, que espere en la sala, bajo en un momento.
Bajó preguntándose quien podría ser aquel extraño visitante. Entró a la sala y vio al muchacho sentado bebiendo limonada. Era Antonio ¿Que hacía aquí?
Tomás el gato se coló por entre sus piernas para recibir al invitado, ronroneó y se paseó hasta conseguir la atención del visitante quien no pudo evitar acariciarle detrás de las orejas.
— Que gordo está Tomás.
— Es un perezoso, no hace más que comer, dormir y dejarse acariciar.
— Es el único de la pandilla que no ha cambiado.
— Eso parece.
— ¿Recuerdas cuando lo encontramos?
— Sí, fue esa vez que nos infiltramos en la escuela. Confundimos los arañazos de su madre con un fantasma... cosas de niños.
— Cristina terminó llorando.
— Cristina siempre terminaba llorando, lo hacía para que Melchor la mimara.
— No era necesario que llorara para que Melchor la mimara, lo hacía para que todos la mimáramos.
— Nunca debimos aceptar una chica en la pandilla.
— No, nunca.
Ambos rieron con fuerza, Titi era quien más recuerdos cómicos traía al grupo, sus pataletas, sus reclamos, sus llantos falsos, sus mentiras de magnitudes astronómicas.
— Te fuiste muy rápido, volteé a guardar mi cuaderno y cuando me volví ya no estabas— acarició al gato con ensañada habilidad hasta que este se recostó patas arriba.
— Tenía algo que hacer— mentira, pensó Antonio.
En parte era verdad, Tomás creyó que era preciso volver temprano a casa así tendría mucho más tiempo que invertir en la investigación de su hermana, se detuvo a medio camino acongojado, recordando repentinamente que ya no existía la investigación sobre su hermana, no era indispensable que llegase temprano, no necesitaba más tiempo porque la verdad era que ya no había nada más que hacer. Redujo la velocidad y retorno derrotado a casa.
Antonio notó la tristeza inconmensurable en la mirada de Tomás, por lo que recordaba de cuando eran niños, para Emilia, Tomás lo era todo, jugaba con él, lo sacaba al parque, le compraba cosas con su mesada, su comportamiento rayaba en la maternidad más que en la hermandad, ha de haber sido un golpe duro su muerte ¿Cuantas veces no pensó en acercarse a dar el pésame? Nunca lo hizo.
— Voy a ayudarte— sentenció firme deshaciendo la atmósfera de nostalgia que lo envolvía. La mirada se le transformó inmediatamente pasando de la ternura del recuerdo a la fiereza de la nueva tarea. Así era como Tomás lo recordaba, alto, fuerte y fiero, el más grande y valiente de los cuatro, el que siempre iba primero en el grupo protegiéndolos, y que nunca dejaba nadie atrás. Anto, el chico que podía decir si estabas mintiendo o no, el más rápido de toda la escuela, el que, pasase lo que pasase, siempre se encargaba de unirlos como grupo nuevamente.
— Ya desistí de aquello Anto.
— Pues tendré que trabajar solo...— dijo encogiéndose de hombros— bueno, yo, Cristina y Melchor.
— ¿Aceptaron?— preguntó incrédulo luchando por apagar la pequeña luz de esperanza que repentinamente se encendió en su cabeza.
— No aun, dales tiempo. Están confundidos, necesitan pensar— la decepción se reinstalo burlona.
— Confías mucho.
— No confío, tengo la seguridad— se levantó con parsimonia de su silla y dejo el vaso vacío de limonada sobre la mesa de centro. Se despidió cariñosamente de Lorena quien recién lo había reconocido y Tomás salió a despedirlo.
— Tom— dijo antes de retirase— no te preocupes inevitablemente nos volveremos a juntar.
— ¿Por que lo dices?— preguntó el menor con sorpresa ante tan potente declaración.
— Porque nos necesitamos tanto como hace once años. No fueron las ganas de descubrir el mundo lo que nos atrajo, fue la necesidad de no estar solos, y ahora, estamos más solos que nunca.
Tomás lo observo con ojos nuevos, alguien completamente distinto se erguía frente a él. Antonio Gonzáles, el muchacho de rasgos guapos, de cabello castaño oscuro y ojos grises por el cual todas las chicas del pueblo suspiraban, el capitán del equipo de fútbol, el novio de la muchacha mas linda de la escuela, había adquirido, en algún punto del camino a la adultez, una misteriosa sabiduría sobre el comportamiento humano, nacida quizás de su capacidad para detectar mentirosos o de su necesidad de encontrar almas tan acomplejas como la suya. No era un chiquillo tan alto como un árbol, era un hombre.
—Ten paciencia Tom, ten paciencia— se fue dejando aturdido al dueño de casa. El gato lo siguió hasta su cuarto, donde el muchacho apagó el estéreo, se sentó en la cama con la sensación de que un camión le hubiese pasado encima y sonrió. Ten paciencia Emilia, ten paciencia.
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