Antihéroes
NOTA DE LA AUTORA: NO SE ASUSTE, CAMBIÉ EL FORMATO, NUEVAMENTE. EN CURSIVA VA EL PASADO; EN NORMAL EL PRESENTE.
PD: FELIZ NAVIDAD
Camilo salió del cuarto con un ojo abierto y el otro pegado. Podía asegurar que la mitad de su cerebro aún dormía, y no esperaba menos, nadie era capaz de trabajar veinte horas seguidas en un plano y no tener algún tipo de daño cerebral permanente.
O casi nadie.
Visualizó a Felipe en la terraza, a medio vestir, fumando tranquilo.
Suspiró como suspiran las madres preocupadas y sintió algo de terror al hacer el paralelo con su propia madre. Solo le faltaba llevar una manta para arroparlo, pero cuando vio la frazada sobre el sillón, le hizo una desconocida y siguió su camino.
No iba a cruzar ese límite, no esa noche por lo menos.
Se acercó a Felipe, sigiloso y adormilado. Le gustaba observarlo sin que él supiera, era en esos momentos en los cuales podía ver más cosas.
Felipe poseía esa tipo de personalidad compleja compuesta de múltiples niveles. Era imposible saber qué estaba pensando, y si tenías la suerte de que él te lo comunicara, debías sentirte horrado.
Se acercó callado, para luego abrazarlo por la espalda y besarle la mejilla.
― Son las cuatro de la mañana―susurró en su oído, y le robó el cigarro.
― Quiero que me cremen.
― Carambolas. ¿Qué me perdí? ¿Tienes cáncer terminal o algo?
El humo se le escapó mientras hablaba, y le devolvió el pitillo. El tabaco de Felipe siempre sabía muy fuerte, mientras que él los prefería mentolados.
― Quiero que me cremen, y nada de grandes eventos, algo privado. Tú, mi madre, la familia de Gaspar, si quieres puedes invitar a Gaspar también.
― No, creo que no quiero ver a Gaspar en tu funeral. Conociéndolo como lo conozco, tu muerte será su culpa. ¿Invito a tu padre?―Felipe solo torció la boca, Camilo sonrió―. Entonces es eso. Amor, es momento de que lo dejes ir.
― No puedo entender que no estés enojado―gruñó Felpz, apretando los puños.
― No es mi padre, no tengo razones para estarlo. Estoy acostumbrado a ese tipo de comentarios.
El padre de Felipe era un ex militar, lo habían dado de baja por una lesión en la columna, y se había dedicado el resto de su vida a arreglar autos en el único taller de Los robles. Era tan reservado e introvertido como su hijo, con un conjunto de valores tan marcados como anticuados.
Estaba de más decir que no se llevaban bien, con suerte intercambiaban palabras. Si se llamaban para desearse un feliz año ya era demasiado, comer juntos un domingo podría considerarse como una especie de milagro. El padre de Felipe lo había echado a la calle en cuanto se enteró de su condición, y desde ese entonces nada volvió a ser lo mismo entre ambos.
Camilo podía, hasta cierto punto, entender a Felipe. Él también se había visto en la necesidad de dejar el hogar por razones que se relacionaban directamente con su sexualidad, pero, en contraste, aún mantenía una conexión con los suyos. Los invitaba a comer, los visitaba en navidad, asistía a los cumpleaños, llevaba a sus hermanos de viaje, conversaba largo y tendido con su padre por teléfono.
Quizás por eso había pensado que podía lograr que tanto Felipe como su padre hicieran las paces, por eso lo invitó a almorzar.
La intención era buena, más la realización bastante defectuosa.
Pasaron toda la velada discutiendo por todo y nada. Política, religión, el precio del petróleo, a quién pertenecen las Malvinas, la invasión de Ucrania, la teoría de la relatividad, y si Murphy era un genio o solo un cabrón. Tanto Camilo como la madre de Felipe se habían visto completamente relegados a un segundo plano, ocupando el mismo nivel de importancia que la decoración.
No quería decir que se arrepentía un poco, pero luego de ver el abismo que separaba a Felipe de su padre, se sentía algo sobrecogido.
― ¿De verdad? ¿No te molesta? Lo invitamos a almorzar y tiene la desfachatez de comportarse como siempre. Cree fervientemente que nosotros, viviendo juntos por un año, somos alguna especie de enfermedad mental. Si estuviera en sus manos ya me hubiera internado en un loquero.
― Amor...
― ¿Amor qué?
― Es tu papá, no puedes no invitarlo a tu funeral. A todo esto, ¿por qué estamos planeando tu funeral?
― Porque somos una pareja, una de verdad, tenemos que solucionar este tipo de cosas. Quiero que me cremen, soy donante de todo lo que se pueda donar, no quiero estar conectado a un ventilador para sobrevivir y nada de medidas extraordinarias, si se detiene mi corazón déjenlo así.
Camilo sonrió. Felipe poseía una gama impresionante de facetas, desde callado y pensativo, a infantil e intransigente. La mayoría del tiempo deseaba golpearlo, pero en momentos así, solo le nacía acurrucar ese testarudo cuerpo entre sus brazos, y susurrarle al oído que todo iba a estar bien.
Y justamente eso hizo.
― Tranquilo, va a pasar, todo pasa. ¿Gardenias o crisantemos?
― ¿Cuáles son esas blancas con amarillo que hay frente a tu trabajo?
― Calas.
― Calas entonces. Nadie vestido de negro. ¿De acuerdo?
― Te escucho atento.
Mordió su oreja y luego le acarició el cabello, el sueño lo volvía regalón. Seguir abrazándolo por el resto de la noche hubiera sido un placer, pero estaba exhausto y lo único que deseaba era volver a la cama y dormir para siempre.
― No te quedes mucho afuera, está helando.
Felipe acarició su brazo y asintió.
― Cada día suenas más como tu madre― masculló mientras Camilo entraba a la casa.
― Pendejo―respondió este, retirándose digno.
Antes de regresar al cuarto miró a Felipe de nuevo. Lo amaba, pero a veces pensaba que amarlo no era suficiente. Se necesitaba algo más que amor para poder llegar a ese hombre, y Camilo podía asegurar que no poseía ese algo.
Volvió a la cama con la idea en mente, cubierto por la sensación inequívoca de que el amor no podía curarlo todo. Dio vueltas en la cama, absorto en sus pensamientos, y solo concilió el sueño cuando lo sintió recostarse a su lado.
Podía adivinar que aquello no duraría para siempre, pero más valía disfrutarlo mientras era verdad.
I
La escena del crimen contenía un par de detalles que al capitán de policía, Antonio Gonzales, le resultaban bastante curiosos.
Primero estaba el hecho de que la caja registradora del mostrador se encontraba vacía, pero la caja fuerte, justo a los pies del escritorio, no. La chapa no mostraba signos de haber sido forzada, pero en la puerta se dibujaban un par de golpes casi azarosos. No había rastros de lucha en la oficina donde se había cometido el crimen, pero si en el pasillo, lugar en el cual, aparentemente, nada interesante ocurriese.
Era por lo bajo sospechoso, y aquello no lo dejaba tranquilo.
Cuando entrabas a la pequeña oficina, daba la impresión de que ahí se había orquestado una escena teatral y no un robo a mano armada. En una esquina, una cantidad considerable de sangre teñía el piso, desde la cual se desprendía un camino rojo que finalizaba un poco antes de llegar al escritorio.
Gonzales suponía que la víctima se había arrastrado casi un metro con el fin de alcanzar el teléfono, pero considerando la cantidad de sangre vertida y las palmas marcadas al término de su recorrido, había perdido la conciencia antes de lograrlo.
Además del suelo, una pared también se cubría de sangre, baja cuantía, lo que hacía pensar que no se trataba de las balas atravesando el cuerpo de la víctima, sino consecuencias de la lucha de este por alcanzar el escritorio.
Más allá de aquella esquina salpicada de rojo, todo lo demás en la habitación lucía impecable orden, como si el ladrón en cuestión hubiese entrado y disparado, nada más.
Eso era lo extraño, lo increíble, un ladrón no entra y dispara, un ladrón entra, amenaza y dispara.
¿Era acaso que la víctima había escapado desde la tienda hasta la trastienda y justo dentro de su oficina el ladrón lo alcanzó? ¿Podía ser que tanto la víctima como el victimario se conocieran? ¿Podía ser que no se tratara de solo un simple robo?
Gonzales no era experto en crímenes de ese estilo, Los Robles era un pueblo relativamente tranquilo, robos ocurrían, también rencillas que terminaban con un par de heridos, pero tres disparos en el cuerpo de un ser humano, eso definitivamente se salía de lo común.
Aun así, y siendo consciente de sus limitaciones frente al tema, a Gonzales algo no terminaba de calzarle.
Analizó la habitación por última vez, ya se había fotografiado todo, se había levantado la evidencia más obvia, solo quedaba esperar por los peritos especializados, que llegarían el día siguiente o el siguiente a ese, mientras tanto cerraría el local para mantener todo intacto.
Salió hacia la calle, donde algunos vecinos curiosos se acercaban a preguntar a sus subordinados qué era lo que sucedía. Ordenó a Retamal y García que dispersaran a los mirones y le solicitó a Sánchez que se cerciorara de que alguien hiciese guardia a las entradas.
La intensa luz de una de las patrullas le molestó en los ojos, dando recién cuenta de que ya era de noche. Había pasado una cantidad no menor de tiempo revisando la cafetería y al final no había sacado conclusión alguna.
Se acercó a su auto, recordando que en ese minuto su mayor problema no era un loco armado suelto, sino más bien un adolescente entrometido.
Anto le esperaba sentado en el asiento trasero, con una manta sobre los hombros y la ropa empapada en sangre. La única razón por la cual no se encontraba prestando declaración en la estación era por la conexión sanguínea que compartían, en cualquier otro caso se hallaría esposado a una silla siendo interrogado.
Pero, ¿quién se atrevería a interrogar al hijo del jefe?
El capitán Gonzales abrió la puerta del auto, para luego apoyarse en ella. Anto le miró de reojo por un instante, sin cambiar su postura.
Hacía dos horas, la idea de que su padre lo mataría luego de enterarse de lo que había hecho pasó por su mente, pero no pudo retenerla el tiempo suficiente como para que esto le preocupara. Ahora, la idea regresaba, pero seguía sin importarle.
Todo se sentía confuso, le costaba un poco respirar, como si un peso enorme le aplastara el pecho. Le dolía la espalda y los brazos, le molestaba el olor a sangre seca y la sensación pegajosa de esta en sus manos. Estaba cansado, pero extremadamente despierto, tanto que dudaba si sería capaz de dormir otra vez. Temblaba, y sentía unas ganas tremendas de llorar.
Las imágenes se repetían una y otra vez en su cabeza. ¿Había hecho lo correcto? ¿Había actuado como debía? ¿Podría haber hecho algo más por él? ¿Podría haber...?
― ¿Estás bien?
La voz de su padre sonó mucho menos dura de lo que esperaba y supuso que se dirigía a él como un testigo y no como su hijo. No le desagradó la idea de mantener la conversación distante, fría y superficial, eso lo mantendría alejado de sufrir el colapso nervioso que tanto necesitaba.
―Sí―respondió escueto―. Me duelen los brazos.
― ¿Qué ha pasado?
De nuevo ese tono suave y meloso, casi irreconocible en el vozarrón grave del capitán. Quizás por eso era tan buen policía, quizás a través de las palabras era capaz de hacer confesar a cualquiera.
Antonio no lo reconoció, por lo que él sabía, cuando su padre se enojaba ardía Troya. Esa faceta aterciopelada lo desconcertaba, trayéndole recuerdos de su infancia.
Si lo pensaba detenidamente, hacía mucho tiempo que no lograba comunicarse con él, si se hablaban era para pelear, culminando en el cese de la conversación. Le parecía irónico que de pronto se viera obligado a ser completamente honesto con la misma persona a la cual llevaba mucho tiempo mintiéndole.
― Yo solo entré y lo encontré en el suelo―masculló mientras la imagen se repetía frente a sus ojos, vivida y colorida, todo en un tono rojo sangre salpicado del blanco de la camisa de Felipe―. Llamé una ambulancia, te llamé a ti, busqué pulso, revisé su respiración, comprimí la herida del abdomen y del pecho, esperé ayuda.
De pronto sus acciones carecían de sentimiento, como si fuese un robot realizando en orden los quehaceres de una lista, uno a uno, de forma automática, sin preocuparse.
Su padre era quien le había enseñado primeros auxilios, hasta ese día no estaba seguro de haberle escuchado con suficiente atención.
― ¿Había alguien más?
― No lo sé. Entré por el costado, la tienda estaba vacía, la caja estaba abierta, corrí a la oficina y lo vi, no me tomé tiempo en registrarlo todo.
Gonzales hizo una pausa para analizar el perímetro. Algunos de sus compañeros aún trataban de dispersar a los mirones, otros entraban y salían del café cargando bolsas plásticas con evidencia, todos se tomaban un par de segundos para mirarlo a él y a su hijo, alejados del tumulto, discutiendo el ataque.
Regresó la atención a su muchacho, sabiendo de antemano que era momento de preguntar cosas que no estaba seguro de querer saber.
Le costaba separar su papel de padre con el de policía, pero prefería ser él quien lo interrogara primero y no un cabo cualquiera.
― ¿Qué hacías acá, Antonio?
Hubo un instante de debilidad que Anto no pudo suprimir, un segundo en el cual las lágrimas se le escaparon, rodando por su cara y humedeciendo la sangre seca de su mejilla derecha. No era llanto, solo dos lágrimas solitarias.
Se sintió débil, como si fuera más líquido que sólido. No deseaba llorar frente a su padre, pero no parecía que esa fuera una decisión suya, sino más bien de su cuerpo, y a él no le importaba quien estuviera en frente.
― Cristina me dijo que no viniera, pero no pude evitarlo, quería verlo―susurró, entendiendo que desde ahí no había vuelta atrás―. ¿Cómo está?
En momentos como ese, cuando una víctima o un familiar requerían una palabra de apoyo, el capitán Gonzales solía pensar en su mujer. Ella había nacido con la ternura y la delicadeza para cuidar de cualquier persona, quizás por eso ella era una madre ejemplar, mientras que él a duras penas lograba cruzar palabra con sus hijos.
Marta le hacía tanta falta en ese momento, ella hubiese sabido que decir.
― Hiciste todo lo que pudiste, Anto, y lo hiciste bien.
Antonio asintió mientras otro par de lágrimas se escapaba.
Comenzó a nevar nuevamente y Gonzales tomó la decisión de dejarlo descansar un poco. Ya habría tiempo para preguntar, para indagar, para descubrir. En ese minuto su hijo necesitaba un momento a solas y si estaba en sus manos regalárselo, lo haría.
II
A veces Camilo no se entendía.
Tomaba decisiones firmes y concretas, como el adulto que era, pero tan pronto como alguien de opinión más fuerte se asomaba en las fronteras de sus decretos, toda esa decisión se disolvía como el hielo bajo el sol.
Por ejemplo, había jurado nunca más entrometerse con Felipe Briceño, pero bastó solo una llamada de Gaspar Valencia para recular por completo.
Eran las seis de la mañana, tenía una presentación importante en dos días, debía viajar en menos de una semana, ¿y qué hacía?, pasaba toda la noche en la sala de espera del hospital y llamaba a la oficina solicitando un permiso por los días venideros.
Ambiguo, como todo en su vida.
Estiró los brazos por sobre la cabeza, se restregó el rostro, y revisó en sus bolsillos si quedaban algunas monedas con las cuales comprar otro café.
Si encontraba fuerzas para levantarse, ese sería el décimo café, aunque a su favor, la máquina se ubicaba justo en frente suyo, como esperando ser utilizada.
Halló el cambio exacto en su pantalón, así que en menos de dos pasos ya estaba presionando el botón de «expresso grande». Necesitaba todos los estimulantes posibles si deseaba sobrevivir a un día como el que se le venía encima. No recordaba la última vez que tanto café había invadido su sistema, ¿sería durante su proyecto de título? ¿O quizás se trataba de ese primer trabajo en el departamento de obras públicas? No lo recordaba, pero, no importaba a esas alturas.
Un doctor salió por las puertas de la mampara de pabellón, llamó a un par de familiares, los invitó a pasar.
Camilo reconoció ese rostro, era el rostro de las malas noticias, ese que acompañaba la frase: hicimos todo lo que pudimos. Conocía ese rostro y tenía miedo de reconocerlo en el médico que lo buscara a él.
¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué no regresaba a su casa? Hacer guardia a la puerta del pabellón como un buitre no serviría de nada, menos cuando Felipe y él apenas compartían un pasado.
Su café estuvo listo en menos de un minuto, sacándolo de sus pensamientos el pito agudo de la máquina.
Regresó con el vaso caliente a aguardar tranquilo en la silla de la sala de espera. No recibir noticias era mejor que recibirlas, porque dado el estado de Gaspar y la descripción de la situación, cualquier noticia recibida sería mala.
El teléfono vibró y supo de antemano que era Gaspar, tal como había sido los últimos noventa mensajes.
« ¿Nada?», pregunto por Whatsapp.
« Nada», respondió Camilo.
« Avísame cualquier cosa»
« Claro, ¿vas a venir?»
« No puedo. Por favor mantenme informado»
Él y Gaspar nunca se habían llevado del todo, divergían demasiado en personalidad, mientras Gaspar parecía ser una fiesta andante, Camilo era tímido y reservado, si Gaspar no se tomaba nada en serio, Camilo pensaba treinta veces cualesquiera de sus acciones.
Gaspar era el tipo de personas que más detestaba, aquellas que pensaban en arreglar el mundo solo con sus manos sin tener ninguna habilidad para ello.
Como decía siempre Felipe: en un afán de salvar el planeta, Gaspar es capaz de quemarlo.
Detuvo esa línea de pensamiento. ¿Por qué hablaba de Felipe en tiempo pasado? No se estaba despidiendo de él, no estaba dando un emotivo discurso en su honor.
Esperaba, eso era lo que hacía, esperaba por algún cirujano piadoso que le informara sobre la situación de Felipe.
« ¿Familiar de Felipe Briceño? Bueno, qué decirle, es un joven con suerte, las tres balas entraron en su cuerpo sin hacer ni el más mínimo daño. Puede pasar a verle, mañana está de alta»
Esa oración lo reconfortaba, alegraba su cerebro pesimista, empecinado en comenzar a planear lo que diría en su funeral.
«Nunca entendí a Felipe, ni yo ni nadie. Era hermético y complejo, por eso debías conformarte si te decía que le importabas, no pretender más allá de eso».
No, mejor no hablaba en su funeral, mejor ni se aparecía. Quizás solo no debía pensar en enfermos, balas y funerales.
Observó su café preguntándose si podría leer el futuro de Felipe en el fondo de este, aunque habían tres grandes problemas en su plan: no era café de grano, no era el café de Felipe y no sabía leer la borra del café. Pequeños contratiempos en su táctica para definir el futuro de Briceño.
― Familiares de Felipe Briceño.
Un hombre vestido de verde salió desde dentro del área de pabellón, aún llevaba puesto el gorro y de su cuello colgaba una mascarilla.
― Acá―Se apresuró a contestar Camilo, procurando no derramar su café durante la apresurada caminata―. Soy su―dudó―, primo.
― Lo siento, solo familiares de primer grado.
― Él no tiene más familiares, somos solo nosotros y su madre que tiene Alzheimer. Por favor, llevo seis horas esperando― mintió.
El hombre frunció el ceño y suspiró cansado, no estaba de ánimos para hacerse problemas.
― Su primo se encuentra en condiciones delicadas, hubo una pérdida de sangre importante, sumada a las lesiones de bala, solo queda esperar.
Conocía esas palabras, todas ellas, eran parte del idioma español, pero, por alguna razón, no lograba encontrarles sentido.
― Disculpe doctor, no entiendo. ¿Se va a poner bien?
― La verdad es que no tiene pronóstico actualmente, no estamos seguros de que va a suceder.
― No, a ver, usted lo operó. Uno opera para salvar vidas―explicó como si el hombre no estuviera al tanto de su propia función―. Yo soy arquitecto y si hago planos es para que se construya una casa, ¿me sigue?
― Sí, señor, lo entiendo, pero entiéndame usted a mí. Nosotros operamos para ver la magnitud del daño, y en este caso...
― ¿En este caso qué?
― Una bala dañó su pulmón derecho, por lo que hubo que sacar una parte. Otra de ellas lastimó su riñón, no hubo manera de salvarlo, no estamos seguros cuánto afectó a permanencia la pérdida de sangre a su otro riñón, puede que quede en diálisis. Tuvimos que sacar una parte de intestino, quedó con una colostomía y la tercera bala rozó su columna, puede quedar con algún grado de déficit motor.
― ¿Parapléjico?
― Puede ser, es evolutivo, el neurólogo puede orientarlo mejor al respecto. Pero eso es mucho más adelante, lo primero es ver cómo sale de la cirugía.
― ¿Mucho más adelante? ¿Puede no volver a caminar pero no tengo que preocuparme aún? ¿De qué tengo que preocuparme entonces?―calló. Reconoció entonces la cara de las malas noticias impresa en el rostro del cirujano―. ¿Él va a morir, cierto?
― En el estado en que se encuentra lo más probable es que no pase la noche. Si tiene más familia, debería llamarlos ahora.
― Claro―masculló― ¿Puedo verlo?
― En unos minutos, van a pasarlo a la UCI y podrá verlo. Pero necesitamos saber un par de detalles y que firme algunos papeles.
― No puedo, no soy nada sanguíneo de él, solo un amigo. Siento haber mentido, pero él no tiene mucha familia, si no me da las noticias a mí, no hay nadie más a quien pueda dárselas ¿Puedo verlo de todas formas?
― Sí, no se preocupe.
El doctor desapareció tras la mampara, al tiempo que la familia que recién había entrado salía llorando.
La garganta se le hizo un nudo y de pronto el blanco de las paredes se le antojó de una pulcritud violenta.
No deseaba estar ahí, no deseaba tener nada que ver con Felipe, no deseaba tomar decisiones en relación a su cuerpo inerte o moribundo.
Cerró los ojos en cuanto la habitación empezó a darle vueltas, y procuró sujetarse en uno de los muros para recuperar la compostura. Felipe no iba a morir, no podía ser tan cabrón de morirse justo cuando él estaba a cargo.
Ajustó esa línea de pensamiento, Felipe era un cabrón, un hijo de puta insensible, capaz de hasta morirse en su inmensa irresponsabilidad con los otros y sus sentimientos.
«Quiero que me cremen, y nada de grandes eventos, algo privado»
Su voz sonó lejana y fría, como él en sus peores momentos.
Se soltó tres botones de la camisa e inspiró con ganas. Debía ser optimista como nunca antes, no iba a afectarle tanto. Felipe estaba grave, no muerto.
Esperó unos minutos, hasta que un enfermero lo hizo pasar. Le siguió el paso hasta la cama de Felipe, la número cuatro. Pensó en la fatalidad que significaba el cuatro para los chinos, ignoró deliberadamente aquel detalle.
Se colocó un delantal plástico azul y un par de guantes de látex.
Felipe yacía enterrado en tubos, vías y sondas. Rodeado por máquinas de colores, que producían agudos ruidos intermitentes.
No lo reconoció.
Su piel, hinchada y brillante, lucía un tono amarillento, y sus manos se pintaban de cardenales por las múltiples punciones. El tubo saliendo de su boca daba la impresión de vulnerabilidad, una que nunca había visto en Felipe, mientras que la bata desordenada dejaba ver más descuido del necesario.
Sintió pena, esa que solo Felipe lograba desencadenar, esa que se mezclaba con la necesidad de cuidarlo y protegerlo, más como una madre que como un amigo.
Arregló su ropa y le acarició el cabello.
Era momento de despedirse, lo presentía.
― Voy a llamar a tu familia, ¿de acuerdo? Solo resiste un poco más.
Salió del cuarto y se quitó el delantal plástico. Explicó al enfermero que iría a hacer una llamada y luego salió de la UCI.
Marcó rápido, sin siquiera abrir su bandeja de mensajes repleta.
Gaspar no se demoró ni diez segundos en contestar.
― Tienes que venir―explicó calmado justo después de escuchar su voz al otro lado de la línea―, puede que sea la última vez que lo veas.
III
Hacía años que Guillermo se había acostumbrado a despertar temprano y matar sus mañanas libres leyendo el periódico con un buen café.
Antes de divorciarse, su tiempo libre lo dedicaba a pelear con Florencia sobre todo y nada, desgastando su buen humor antes de poner un solo pie en la escuela. Luego de trece años, con suerte recordaba lo que era despertar con malas caras y reproches basados en suposiciones.
Incluso le parecía extraño que alguien viniera a golpear su puerta antes del mediodía, como si las mañanas las pasara en un mundo paralelo.
Se acercó a abrir mientras se colocaba una chaqueta. Su casa quedaba ubicada en una de las zonas más altas del pueblo, justo de cara a la corriente de viento que los cruzaba, abrir la puerta, con la nieve cayendo, siempre significaba una pequeña tormenta dentro de casa. Además, no le gustaba recibir visitas vestido con pijama.
Le sorprendió ver a Gaspar en su puerta, aunque no era la primera vez que un Valencia irrumpía en la tranquilidad de sus mañanas.
Gaspar no traía buena cara, más bien lucía trasnochado y agonizante. Supuso que estaría enfermo, a punto de coger una gripe, o una gastroenteritis, nada grave para matarlo pero lo suficientemente fuerte para descomponer su rostro.
― ¿Vas a dejarme pasar?―preguntó Gasp, apoyado en el marco de la puerta como si la casa fuese suya.
Por un segundo Guillermo creyó ver a Baltazar y su actitud de mierda. No costaba demasiado notar el parecido físico entre ambos, y si intercambiabas dos o tres oraciones con el chico, notarías que compartían la misma actitud pedante y violenta.
A veces agradecía que nunca lo tuvo de alumno, otras pensaba que quizás hubiese podido hacer algo por él.
― Por favor―señaló, dejando el camino libre para resguardarse en el calor de la casa.
― No tengo mucho tiempo para conversar, necesito un favor de tu parte.
Era la fiel copia de su padre, sin lugar a dudas. Impetuoso, irrespetuoso y siempre anteponiendo sus necesidades antes que las del resto del universo.
― ¿No deseas un café primero? He hecho un montón, y a mi edad esas cosas causan indigestión―sugirió, intentando recuperar terreno en su propia casa.
― No, gracias. Como decía, necesito un favor tuyo.
Guillermo se acercó al sillón, acomodándose para no caer en cuanto Gaspar abriera la boca. La experiencia le decía que las peticiones de los Valencia siempre conllevaban alguna estupidez, más si sonaban como una orden.
Por ejemplo, la última vez que Baltazar pisó su casa, fue para dejarle claro que si se acercaba solo un metro a Magdalena, lo mataría. Por lo que recordaba, fue bastante persuasivo con su recomendación.
― Por favor, toma asiento―solicitó, mientras señalaba el sillón frente a él― ¿Qué tipo de favor?
― No tengo tiempo para sentarme, debo tomar un bus a la capital en una hora más―dijo, sin quitar la expresión preocupada―. Te daré dos opciones ¿De acuerdo? O te vas a vivir a mi casa por todo el tiempo que yo esté fuera, o te traes a mi madre y a mi hermano a vivir contigo durante mi viaje. Tú decides.
Algo no cuadraba en la petición de Gaspar, y ese algo consistía en todas las palabras salidas de su boca.
¿A qué venía tanta soltura frente a la relación que Magdalena y él sostenían? ¿Por qué necesitaba que se quedara alguien con ella? ¿Por qué le pediría semejante favor a él?
― ¿Disculpa?―preguntó, solo para cerciorarse que lo que había escuchado era correcto.
― No tengo tiempo para explicártelo a cabalidad, Letelier. ¿Vas a cuidar de mi madre sí o no?
― Claro que sí, pero eso no es decisión mía ni tuya.
― Ya verás que tan decisión mía y tuya es, Letelier. Por el momento te quiero lo más cerca de mi madre y de mi hermano que puedas―. Gaspar se tomó un minuto para sopesar los dichos que salían de su boca, no podía creer sus propias palabras, pero, como decía su abuela: la necesidad tiene cara de hereje―. Esto no quiere decir que tienes pase libre con ella, pobre de ti que duermas en otro lado que no sea el sillón, pero estoy en proceso de asumirte, y si haces esto por mí, sumarías muchos puntos.
― ¿Qué está pasando, Gaspar? ¿En qué andas metido?
― No me hables con tonos de reproche, Letelier. Tú y yo no somos más que desconocidos.
― Cuando metes a tu madre en problemas dejas de ser un desconocido, Gaspar. Dime, ¿qué hiciste?
Gaspar lo observó con suspicacia. No le temía a Guillermo, ni siquiera le importaba. Era apenas un peón que podía usar a su antojo, y los peones, por definición, no cuestionaban al rey.
Decidió ser honesto, si iba a solicitar su cooperación prefería tenerlo como aliado.
― Han entrado a robar a la cafetería, le han disparado a Felipe.
― ¿Felipe Briceño? Por dios, este pueblo cada año está peor. ¿Cómo está él?
Gaspar no supo que contestar. Podía mentir e intentar creer que todo saldría bien, podía ser positivo y mantener su pensamiento en un lugar seguro y alegre, o podía dejar de mentirse a sí mismo y aceptar que si estaba corriendo hacia la capital como alma que lleva el diablo, era porque dudaba de la resistencia de su mejor amigo.
― Grave, mucho. Está en el hospital general de la capital, lo han trasladado en helicóptero. Necesito ir a verle, pero no pienso dejar a mi madre sola ni a mi hermano―. Relajó su cuerpo y dejó que su lado más débil saliera a la luz, Guillermo era un llorón, los llorones solo se podían conectar con otros llorones―. Sé que no te caigo bien, y tú a mí me caes como una patada en los testículos, pero, aunque me cueste reconocerlo, eres la única persona que se preocupa de mi madre como yo lo hago.
― ¿Qué tiene que ver el robo contigo?
― Espero que nada, pero no puedo asegurarlo.
― Tu madre no lo va a aceptar.
― No voy a proponérselo como una opción, Letelier.
― Esa es una costumbre muy arraigada en tu familia, deberías considerar un poco la humildad.
Guillermo sabía que se extralimitaba, lo tenía más que claro, y con cada cambio en el rostro de Gaspar, su disgusto quedaba más en evidencia, pero no podía evitar recordarle su arrogancia.
― La humildad es para quienes temen a sus propias capacidades.
― Tu padre siempre decía eso.
A Gaspar le pareció que Guillermo enterraba una espada en su pecho, profundo y certero. Nada en el mundo lo enervaba más que la comparación entre su padre y él, absolutamente nada.
― Bueno, es mi padre después de todo―, masculló, amainando sus ganas de mandarlo a comer mierda y llevarse a Magdalena y Melchor consigo a la capital.
― Sí, pero a tu padre nunca le importó otra persona que no fuera sí mismo. No te preocupes, yo cuidaré de ella, ve tranquilo. Aunque, convencerla de este plan es responsabilidad tuya, Magdalena no es tonta.
― Claro que es mi responsabilidad, qué de bueno puede ver en pasar tanto tiempo junto a ti, tienes menos gracia que la publicidad de los cementerios. Venderte no va a ser fácil―arremetió Gasp, solo para sacarse el disgusto de sentir como Guillermo asumía poder sobre él.
― Igualito a tu padre―contratacó por orgullo.
― Por lo menos él tenía pelotas para hablarle a mi madre sin tartamudear, y conste que lo detesto―sentenció, sin siquiera arrugarse.
― Touché.
― Lo sé.
Salió de la casa sin despedirse, pero regalándole a Guillermo una mirada amenazadora y agradecida. Necesitaba un apoyo, y según él, Letelier era el iluso perfecto para ocupar el lugar de subordinado.
Solo faltaba arreglar un pequeño tras pie, pero eso sería mucho más fácil de lo que creía. Lo importante de ser un buen líder era delegar tareas.
Había dejado a Melchor en manos de Cristina, a su madre en manos de Guillermo y solo le quedaba un pollo del cual preocuparse.
Sacó su teléfono con cuidado de que la nieve no lo mojara, buscó entre sus contactos a Enrique y marcó. Ese chico tenía una familia, era tiempo de que volviera con ellos.
― ¿Has sabido algo de Felipe?― contestó Quique, tan jovial como siempre.
― No más de lo que ya te he dicho. ¿Dónde estás?―preguntó Gaspar, sin irse con rodeos.
― En su casa, te he empacado algunas cosas. Ropa y otras estupideces.
― Genial, déjalo cerca de la puerta, te necesito en otra parte. Supongo que tus planes de desaparecer no progresarán más allá...
― No, nadie le dispara a un amigo mío y vive mucho como para contarlo.
― Muy bien, mantén esa energía contigo, porque necesito que uses todos tus dotes de padre ausente y mandes a Tomás de vuelta a su casa. A mí no me escucha, y mi madre no es lo suficientemente enfática cuando se trata de dar una orden. ¿Enrique? ¿Hola?―. Revisó la pantalla, le había cortado―. Hijo de... su madre.
Marcó otra vez, suponiendo que no sería tan desgraciado de dejar el teléfono sonando para siempre.
― Te he cortado a propósito, y voy a hacerlo de nuevo.
― Oye, espera, ¿no lo entiendes?, ese niño corre peligro en mi casa, deberías preocuparte, quizás no tanto porque es hijo tuyo, como porque es hijo de Emilia. Vamos, necesito que lo saques de ahí, sé que tienes herramientas para hacerlo.
― Gaspar, no te metas más en mis asuntos, ya fue suficiente con...
― ¿Lo quieres con una bala en los sesos? ¿Es eso? Porque ambos sabemos que las amenazas de Fernando tienen varias etapas de desarrollo, Felipe fue el primer paso y no quiero saber cuál es el segundo―aclaró, rememorando algunos de los métodos más escabrosos por los cuales Fernando hacía escarmentar a aquellos que lo retaban―. Tomás es inocente, nadie sabe su relación con Emilia o tú, no permitas que el fuego cruzado lo alcance.
Enrique gruñó al otro lado de la línea. La mención de Emilia era una forma vil y baja de llamar su atención, y si pudiera, le enseñaría a Gaspar modales, pero había llegado a la conclusión de que nadie era capaz de enseñarle algo a Gaspar.
― ¿Qué se supone que puedo hacer por él? No somos nada.
― Sigue tu instinto paterno―guardó silencio y sopesó sus palabras―, o mejor no lo sigas tanto, algo me dice que no eres un padre modelo. ¿Enrique? ¿Hola?―. Revisó la pantalla otra vez, le había cortado―. Hijo de... su santa madre.
Intentó llamar, pero nadie contestó. Quería confiar en su poder de persuasión, pero, en caso de que eso no fuera suficiente, tenía a Letelier de respaldo. Ese hombre era en extremo prudente, cuidaría de su madre, su hermano y Tomás si era necesario, aunque prefería que el chico volviera a su casa.
Guardó el teléfono en su bolsillo y regresó al mundo donde su mayor problema era Felipe y su agonía. Debía apresurarse, debía verlo antes de que lo peor pasara.
IV
Antes de tocar la puerta, Enrique se detuvo a pensar treinta segundos en su padre. Lo imaginó a medio afeitar, con ese cabello desordenado teñido por las canas y la extrema delgadez que un cáncer de riñón le había dejado. Trató de suponer qué haría él si estuviera en su posición y decidió que ninguno de sus consejos sería de ayuda, mal que mal la relación siempre había sido a la inversa, con Enrique siendo el padre y su padre siendo el eterno adolescente.
Hablaban bastante, a pesar de haber sido un padre defectuoso, por lo menos dos veces al mes. Quique llamaba para saber de su salud, si necesitaba dinero o si algo bueno había pasado en su vida, mientras que su padre siempre le preguntaba si ya se había asentado, en que estaba trabajando y si pensaba visitarlo pronto.
Era una relación agradable, independiente al pasado que arrastraban.
Intentó conjurar los dichos de su padre de nuevo, y consiguió algo muy parecido a un consejo.
«Yo a ti no te zurré lo suficiente como para que entendieras que las cosas no se hacían a tu pinta, debí zurrarte»
Su padre nunca lo golpeo, dentro de todo era una persona decente, padre negligente, pero decente a fin de cuentas. Quizás si necesitaba una paliza, quizás siempre la necesito.
Dio tres golpecitos a la puerta y se sintió incómodo. De pequeño siempre daba cuatro golpes en la puerta, porque tenía la idea fija de que, si no golpeaba cuatro veces, la persona al otro lado de la puerta pensaría en él como un ladrón o un asesino. Era estúpido, lo sabía, pero era parte de su trastorno obsesivo.
A veces le gustaba imaginar que el trastorno obsesivo compulsivo solo se trataba de una manía por la limpieza, como todos pensaban, y no de una enfermedad psiquiátrica llena de ideas ridículas que asediaban su mente, pero solo era un lindo sueño.
Magdalena abrió antes de que se decidiera a dar el cuarto golpe, recibiéndolo con una cara preocupada.
Por lo general ella se comportaba amable y caritativa, pero Enrique le causaba resquemor, basada en la idea de que la mayoría de los problemas en los cuales se encontraba metido su hijo se debían, sin lugar a dudas, a aquella malsana amistad. No se equivocaba, aunque ignoraba la maldad inherente en su propio retoño.
― Gaspar ha salido―explicó ella antes de que Enrique lograra pronunciarse.
― Lo sé, no vengo a hablar con él. ¿Se encuentra Tomás?
― ¿Qué necesita de él?―inquirió, sin la menor idea de cuál podría ser la conexión entre ellos dos, y manteniéndose firme entre el cuerpo de Enrique y la entrada a su casa.
― Tenemos una conversación pendiente.
― ¿Sobre qué?
― Sobre mí heredándole la mitad de su material genético.
Quique sabía que Magdalena era una buena mujer. Melchor solía referirse a ella como una molestia, y cualquier padre que sea una molestia, es, en resumidas cuentas, un buen padre, pero la actitud defensiva que estaba tomando le estresaba, por lo que no le quedó más alternativa que ponerla en su lugar.
Ella boqueó un par de veces como un pez fuera del agua, y dudó si creerle. Ese hombre no tenía nada que ver con Tomás, no podía tener algo que ver con él.
― ¿De qué habla?
― De lo que ha oído. Llámelo, necesito hablar con él.
Magdalena dejó la puerta junta y fue escaleras arriba a buscar a Tomás, aún con la cabeza alborotada y la impresión a flor de piel.
Enrique se tomó la molestia de pasar, hacía un frío atroz, y nevaba bastante. Se sacudió los copos antes de cruzar el umbral y dejó su abrigo colgado dentro del armario de la entrada.
Esta era la segunda vez que pisaba la casa de Gaspar, y volvía a tener la misma sensación de calidez que en la primera ocasión.
Tomás bajó corriendo y se quedó petrificado en el penúltimo escalón. Hacía solo un par de horas que le había confesado a Melchor sus ganas de saber más sobre el hombre que era su padre, y ahí estaba, parado en la entrada, con semblante serio y ceño fruncido. Podría llamarse coincidencia, como podría llamarse señal divina.
Tragó saliva para aclarar la garganta, a ver si de esa forma se le ocurría qué decir, pero Quique fue más rápido.
― Te vas a la casa de tus padres, ahora.
Sonó como una orden, y exactamente eso era, una orden. Su padre solía decir que no lo zurró bastante, pero lo que realmente quería decir era que nunca fue capaz de disciplinarlo, de imponer reglas, de ser un padre molesto. Así que eso sería lo primero que haría como padre, ser jodidamente molesto.
― ¿Qué?
Tomás frunció el ceño también. ¿Qué quería decir con eso de volver a casa? ¿Pensaba acaso que tenía alguna especie de poder sobre él para llegar de la nada y comenzar a dar órdenes? Que ridículo.
― Ya me escuchaste, arma tu maleta, te vas de vuelta a la casa de tus padres.
― ¡Claro que no! ¿Quién te crees? No te conozco de nada.
De pronto ya no tenía ganas de averiguar quién era ese tal Enrique, no deseaba conversar con él o preguntarle por Emilia, por el momento solo lo quería lejos.
― Pero si no bajas tus cosas en dos minutos vas a terminar conociéndome. Ve por tu maleta.
Quique sospechaba que ese no era el mejor acercamiento, no si la idea era armar una relación incipiente con la sangre de su sangre, pero esa no era ni remotamente la idea. Su única misión consistía en mantener al mocoso lejos de los problemas, a salvo de Fernando y sus hienas sonrientes, esa era su deuda con Emilia, hacer buenas migas e ir juntos de excursión no se encontraba dentro del plan.
― No voy a hacerlo― explicó con tono sarcástico y una sonrisa sardónica.
Enrique soltó un resoplido, casi una risa. Una pequeña burla hacia la patética postura intransigente del chiquillo. Tomás no lo dejó pasar, era demasiado agudo para eso, y decidió que no sería más parte de esa conversación, pero antes de que pudiera volver al segundo piso Quique arremetió.
― Eres igual a tu madre. Un pendejito de papá al cual le faltaron un buen par de correazos.
― ¿Disculpa? ¿Cómo me llamaste?
― ¿Eres sordo también?―preguntó sonriendo― Pedazo de características que te gastas. Supongo que estarás orgulloso.
― ¿Estás tratando de jugar al papá? Porque de verdad no estoy interesado en tener más familia.
― ¿Jugar a la familia? Por mí no me entero nunca que existes, pero ya ves, no hay mucho que hacer al respecto. Ahora, vas a subir, vas a tomar todo lo que sea tuyo, lo vas a meter en un bolso, vas a agradecerle a Magdalena lo generosa que ha sido contigo y te vas a ir a tu casa, ¿me has entendido?
― Claro que voy a subir, y tú vas a irte de inmediato, si no quieres que llame a la policía.
― ¿Estás amenazándome?― se mantuvo calmo, a pesar de lo desagradable que le resultaba tratar de discutir con un adolescente intransigente. Por cosas como esas nunca quiso tener hijos, no servía como educador.
― Tómalo como una recomendación.
― Ya veo, estás llevando a cabo una interpretación magnifica de Emilia Riquelme en sus mejores años. No quiero ser aguafiestas, pero me conozco todas sus pataletas de memoria, y si no se las aguataba a ella, menos te las voy a aguantar a ti.
Tomás sintió como le hervía la sangre. ¿Cómo podía él referirse a Emilia con tanta libertad? ¿Quién se creía? No tenía idea de nada, no lo conocía, no sabía por lo que estaba pasando. ¿Qué pensaba? ¿Qué llegaría a solucionar sus problemas y a dar órdenes como el señor de la casa? Por ningún motivo, bajo ninguna circunstancia.
― No sabes nada, no me conoces.
― Conocía a tu madre, con eso es suficiente.
― ¡Ella no es mi...!
A Enrique le importó poco lo que Tomás tuviera para decir, si iba a jugar el papel de padre, no estaba en la postura de ser uno de esos progenitores de la nueva era, preocupado por las emociones y la comunicación. Iba a ser una de esos padres autoritarios, llenos de reglas y disciplina, porque eso le había faltado de niño, eso era lo que siempre había deseado tener.
-Tu madre huyo de sus padres porque era una estúpida consentida- continuó explicando, mientras dejaba un poco de lado su característica tranquilidad-, huyo porque tenía dieciséis y creía que la vida era fácil, pero cuando se vio en problemas, en serios problemas, no vino a buscarme, no hizo las cosas por su cuenta. Fue por ellos, llegó llorando donde ellos.
- Ella...
- ¡Callado! ahora hablo yo-le regañó, asustándolo-. Emilia era una manipuladora que solo quería atención de todo el mundo, y a pesar de su actitud egoísta tus padres tuvieron la decencia de apoyarla. Te dieron un apellido, te educaron, te alimentaron...
- Mintieron...
- Eso es lo que hacen los padres, mienten, por tu bien, esas personas a las que no les hablas se preocuparon de ti, no sé qué más esperas. ¿Qué más quieres? Nadie es perfecto, y tanto tu madre como tus abuelos hicieron lo que en su momento creyeron más correcto, y lo hicieron pensando en ti. Si estaban equivocados, si te hicieron daño, puedes enojarte, pero no puedes odiarlos, menos cuando hay cariño de por medio.
- No los odio―replicó, intentando mantener su dignidad intacta.
- Claro que no los odias, los estás castigando, porque eres igual a tu madre, egoísta y manipulador, porque ellos te criaron de la misma manera permisiva que la criaron a ella-explico ofuscado, sintiendo la sangre subírsele a la cabeza-. Si fueras mi hijo de una sola cachetada te hubiese puesto en tu lugar.
- ¡No soy tu hijo!-gritó Tomás igual de iracundo.
- ¡Ojalá no lo fueras!-bramó liberando el mal carácter que siempre mantenía a raya, ese que había heredado de su madre- Emilia hizo un gran esfuerzo para que nunca fueras mi hijo, para que nunca me conocieras, y lo hizo porque sabía lo mal padre que sería. Por eso tú eres su hijo. Ellos estuvieron ahí cuando Emilia quedó embarazada, ellos cuidaron de que tuvieras una buena vida, ellos se preocuparon de protegerte ¡No eres imbécil, sabes que es así! Es momento que te comportes como un adulto. No tienes diez, tienes diecisiete ¡Madura! Yo no soy como tus padres, no soy como Emilia, no voy a compadecerte por lo terrible que es tu vida, eres un malcriado y detesto a los niños malcriados. Así que ordena tus cosas y no me hagas subir por ti.
- No eres nadie para darme órdenes.
- ¡Por tus cosas, dije! ¡Ahora!
Se miraron desafiantes. Tomás se tomaba muy mal que otras personas le dieran órdenes. Ni sus abuelos, ni Emilia le daban órdenes. Nunca.
Quizás por eso hizo caso.
Furioso, como nunca antes, subió las escaleras dando pisotones. Enrique no estaba en posición de obligarlo a volver a casa, pero tampoco deseaba darle la razón en que era un mimado. No estaba viviendo con Melchor solo para atormentar a sus padres, también lo hacía porque estaba enojado. Podía ser, visto desde otra perspectiva, que al final su mudanza temporal no sirviera para nada, pero eso no significaba que aquella «inútil acción» no le ayudara a calmar su creciente ira.
Enrique hablaba y ordenaba desde la ignorancia, no había ninguna razón válida para tomar ninguna de sus palabras en cuenta, aun así, Tomás no pudo evitar sentirse, solo un poco, culpable.
Abrió la puerta de Melchor, donde se encontraban tanto su amigo como Magdalena.
― Muchas gracias por todo―masculló―. Vuelvo hoy a mi casa.
V
Gaspar gozaba de una increíble capacidad de orientación. No sabía perderse, y le bastaba realizar solo una vez una caminata para dejar grabado en sus sesos el recorrido.
Supuso que a eso se debía el hecho de encontrar la UCI tan rápido como lo hizo y sin recordar del todo su rumbo. Solo una vez estuvo en el hospital de la capital, hacía unos tres años, por un amigo que cayó de una altura considerable, internándose de inmediato en el ala de pacientes con riesgo vital. De ahí que sabía cómo hallar a Felipe, o eso esperaba, la otra explicación contenía material místico y una conexión mágica que no estaba dispuesto a analizar en ese minuto.
Divisó a Camilo, parado junto a la máquina de café, tan delgado y pálido como la última vez. Le observó un par de minutos, asumiendo la veracidad de los hechos que hasta hacía unos instantes se le antojaban inverosímiles.
Era real, por completo.
Felipe estaba en el hospital, grave, al borde de no ver otro día. Y era su culpa.
Sintió que se le apretaba el pecho y tomó todo el aire posible para poder expandir los pulmones. Sintió un leve mareo, y el suelo con las paredes comenzaron a verse iguales. El peso de sus decisiones le invitó a hundirse en el arrepentimiento, a asumir su responsabilidad.
Felipe moriría, y nada podía hacer al respecto.
Camilo miró en su dirección y alzó la mano, pero Gaspar le ignoró, necesitaba un minuto para pensar. Dio media vuelta y desanduvo unos metros, procurando hacerse el sordo al escuchar la voz ronca del capitán Gonzales solicitando que se detuviera.
Bajó la tercera escalera a la derecha, atravesó el pasillo de dermatología y cruzó por frente de la cafetería. Giró a la derecha, luego a la izquierda y se detuvo al dar con una pequeña puerta que daba a la capilla.
Entró en silencio, a pesar de ser la única persona dentro, y tomó asiento en la primera fila, sintiendo como si su cuerpo hubiese rendido una maratón de varios kilómetros justo antes de llegar al banquillo.
Algo de luz entraba por el vitral del techo, en el cual se apreciaba el momento exacto en que el alma de Jesús ascendía junto a la de su padre, iluminando un enorme crucifijo de madera.
La paz de la capilla silenció la mayoría de sus pensamientos, dando paso a todas las emociones contenidas desde que se enterara del asalto.
Gaspar Valencia solo había sentido miedo de verdad un puñado de veces en su vida, pero en ese mismo momento, se encontraba aterrorizado.
El mundo se le vino encima de pronto. Felipe no podía estar agonizando, no sonaba como un hecho, ni siquiera como una suposición. Era una mentira, y lo sería por todo el tiempo en el que se negara a verlo, o a hablar con alguien que supiese de su estado.
De niños solían decirse que toda mentira era verdad hasta que alguien los descubría, o hasta que uno confesaba. Era momento de jugar ese juego.
Felipe no estaba en el hospital, nunca le habían disparado. Felipe estaba en otra parte. De vacaciones quizás, celebrando semi-desnudo en una playa paradisiaca, rodeado de gente entusiasmada por lo hermosa que es la vida.
Entró en pánico.
No tenía idea de que se hacía en casos como ese, momentos en los cuales lo único que puedes hacer es esperar. No sabía esperar, nunca le habían enseñado a ser tan paciente.
Cada momento tenso en su existencia se enmarcaba en alguna especie de maquinación, algún plan alternativo. Antes de meterse al problema, Gaspar ya lo había resuelto.
¿Pero, en casos como ese, que podía hacer además de rezar?
Ni siquiera era capaz de echarse a llorar, su padre se había tomado la molestia de interiorizar la oración «los chicos no lloran» a punta de cachetadas. Así que una acción que a cualquiera le podía parecer tan natural, para él resultaba un lujo difícil de alcanzar.
Respiró profundo, juntó las manos entre sus rodillas y oró.
―Padre, sé que no soy tu hijo preferido―masculló, apoyándose en lo único que le entregaba algo de tranquilidad en tiempos de zozobra―, no entro ni en la lista de los mejores mil, y entiendo que no quieras escucharme, pero, lo cierto es que nunca he tenido un padre más que tú, nadie más a mi lado para aconsejarme, nadie más que me ayude en momentos de necesidad.
»Padre, he cometido errores, pero he aceptado mi castigo obediente. He pecado de soberbio, asumiendo, sin embargo, mi propia humanidad tan pronto como he fallado. No merezco ni un segundo de tu tiempo, pero en pedir no hay engaño, y engañarte a ti en imposible.
»Padre, te ruego que no te lo lleves. No estoy cuestionando tu plan perfecto, claro que no, y si me lo preguntas entendiendo por qué lo quieres a tu lado, es un buen tipo y dentro de tu inmensa misericordia sabes que sus pequeños pecados no son nada en comparación con sus grandes virtudes, pero padre, yo lo necesito más que tú.
Guardó silencio sopesando su discurso. Las palabras se le daban bien, pero convencer al creador era una tarea mucho más compleja de lo que parecía.
―Padre, él no cree en ti, pero no es su culpa, ni la tuya. La culpa la tienen todos aquellos que te siguen sin comprender tu infinita sabiduría y tu inconmensurable amor, aquellos que se creen capaces de lanzar la primera piedra. Por eso, padre, no te lo lleves aún, no antes de que conozca tu poder en la tierra de los mortales, dame una oportunidad de mostrárselo.
Calló con la intención de darle un tono dramático a su discurso, si sus dotes de orador eran un regalo divino, ¿qué mejor que usarlo con una divinidad?
―Padre, sabes que solo fanfarroneo, me conoces, pero la última vez te rogué por Melchor y cumpliste, así que me siento en racha. Sé que al final harás lo que sea mejor, pero, si puedo ayudarte con esa decisión, te aseguro que lo mejor es que no te lo lleves. Amas a todos tus hijos, incluso a Felipe y su homosexual trasero, por eso no vas a llevártelo. Y me amas a mí, incluso a mí, por eso no vas a quitármelo, padre. Por favor, no lo hagas.
Cuando asistía a la universidad, la mayoría de sus compañeros lo creían estúpido por acercarse a la capilla todos los martes en la tarde a rezar, o por detenerse un segundo antes de comer para agradecer. Era un acto que no encajaba con su personalidad petulante y confiada, causando más de algún debate teológico que terminaba en nada.
Ni las opiniones más avezadas lograron mermar la fe de Gaspar, ni las críticas, ni su padre, ni la pobreza, ni la cárcel, ni Melchor, y en momentos como esos, solo la volvían más y más fuerte.
―Padre―dijo mirando directo a la cruz―, tus planes son perfectos, y los aceptaré sean cuales sean, pero, si fueses tan misericordioso de hacerlos fáciles de aceptar, estaría muy agradecido.
Rezó un par de padres nuestros y diez aves María, lo calmaban. Luego se persignó y salió de la capilla como si nada, completo y compuesto, tan impenetrable como siempre, solo para toparse con Gonzales y su subordinado esperándolo en la puerta.
La última vez que se habían encontrado tan de cerca, Gaspar se había volteado para cooperar con el arresto. Esta vez era distinto, o eso esperaba Gaspar.
Observó al tipo que acompañaba al capitán y no le dio confianza, como si pudiera leer sus negras intensiones sin siquiera intercambiar palabra. Todo el mundo le parecía sospechoso a esa altura. Cualquiera podía ser un secuaz de Fernando, cualquiera podía estar a sus órdenes.
― Gaspar Valencia, necesitamos hacer algunas preguntas sobre Felipe Briceño―explicó Gonzales monótono.
― ¿Preguntas personales o sobre el disparo? No sé nada sobre el disparo, pero si sobre las personales.
Sonrió de medio lado, y alzó la barbilla. Tenía historia suficiente con Antonio Gonzales como para saber lo fácil que era sacarlo de quicio.
― ¿A qué te refieres?
― Ya sabes, la razón por la cual tu hijo lo encontró, o más específicamente, por qué tu hijo fue a la cafetería ayer.
― No...
― También puedo decirte hace cuanto que tu hijo te esconde cosas...
Gonzales se tensó. Miró furtivo a su acompañante y luego observó a Gaspar.
Dentro de él batallaba la parte que era policía con la que era padre, decidiendo si, enterarse de la verdad por un extraño era mejor o peor que escucharla de la boca misma de Antonio.
Aún no lo interrogaba a fondo. Solo un par de preguntas someras sobre datos duros, la hora, la forma, sus acciones, su presencia durante el hecho. Suponía que la relación entre su hijo y Briceño era del tipo romántica, pero no lo había preguntado, y mientras nadie se lo dijera con todas sus letras, prefería no creerlo.
Gaspar también observó al acompañante de Gonzales, insinuándole al capitán lo innecesario de tener público ajeno a la situación.
― García, danos un minuto― sentenció Gonzales.
El hombre frunció el entrecejo, confundido por la falta de seriedad de su jefe.
― Capitán, no creo que...
― Solo un minuto, García.
Gaspar sonrió con suficiencia e hizo un gesto para mostrarle el camino. García intercaló su mirada entre ambos y se retiró erguido y preocupado, a casi diez metros de ellos.
― Habla― ordenó Gonzales.
― ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué tu hijo es el marica más grande que ha visto el pueblo, solo después de Camilo Ramírez? Mírame y di que no lo sabías y te juro que me rio en tu cara por lo inocente e iluso que...
Gonzales lo empujó contra la pared y presionó su brazo contra el pecho de Gaspar, resistiéndose a las ganas asesinas que lo embargaban.
Gaspar miró a García, quien dudaba entre acercarse a ayudar y mantener su posición de observador.
― Estamos solos, Valencia, si te mato acá mismo García se pondrá de mi parte.
― No te muevas― susurró Gaspar, sin quitar la mirada de García. Gonzales se desconcertó―. La persona que le disparó a Felipe, o por lo menos la que dio la orden, es un tipo peligroso, con ojos y oídos en todas partes, incluyendo tu inmaculado cuerpo de policía.
― ¿De qué hablas?
― Escúchame bien, cuando Felipe despierte te lo confesaremos todo, absolutamente, pero por el momento el agua está demasiado turbia, y los buitres esperan que cometa un error. Tu hijo es una excelente pantalla, mantenlo así, vuélvelo personal, de esa forma no sabrán que lo sabes.
― No estoy para tus juegos, Valencia―. Apretó un poco más fuerte el cuello de Gasp.
― Tranquilo, no exageres con la dramatización―. Volvió a avistar a García, quien seguía a una generosa distancia―. La persona para la cual trabajaba está buscando venganza, o puede que sea un incentivo para que vuelva a sus filas. Lo importante es que no puedo confiar en nadie, pero tú eres el hombre más correcto que conozco, tu mujer es un ángel y tus hijos gozan de una moral intachable. Eres la única persona en la que hipotéticamente podría confiar, espero no equivocarme.
― No creo nada de lo que dices.
― Deberías―. Gaspar lo empujó, soltándose de su agarre―. ¡Esto es abuso de poder!
Arregló su ropa, peinó algunos mechones desordenados y acarició su cuello. Retomó camino de vuelta a la UCI, y al pasar junto a García le fulminó con la mirada.
― Dile a tu jefe que controle ese carácter de mierda que tiene. Y dedíquense a hacer su trabajo, peleles. Tengo un amigo al borde de la muerte por su ineficiencia.
No esperó respuesta, marchando con clase y estilo. No confiaba en García, y dudaba de la inteligencia de Gonzales en casos como estos, pero estaba desesperado.
Hizo el mismo camino de vuelta, atravesando los mismos pasillos y deteniéndose justo frente a la máquina de café. Camilo lo esperaba, casi en la misma posición, sosteniendo un vaso vacío en las manos.
Le miró con reproche, mermando todo el valor que Gaspar había logrado reunir. Nunca se habían llevado, ni cuando eran críos, ni en la escuela, ni cuando Felipe y él vivían juntos. Para Camilo, Gaspar era una maldición putrefacta que destrozaba cuanto tocaba, y el hecho de que fuera su torturador personal durante los primeros años del colegio, no ayudaba a mejorar la opinión que tenía de él.
― Siempre le dije que terminarías matándolo― masculló, echando el vaso a la basura.
― Bueno, siempre fuiste un sabelotodo, ¿no?
Camilo bufó. Los viejos hábitos nunca se perdían.
Gaspar se acercó a la mampara para poder verlo, Camilo lo detuvo antes de que desapareciera.
― Él quería que lo cremaran y...―explicó.
― Y que la ceremonia fuera pequeña y privada. No hay que invitar a su padre, y tampoco a mí. Lo sé.
― Tampoco quería medidas extraordinarias.
― Lo recuerdo, pero creo que no me importa en estos momentos. Si eres capaz de desconectarlo te invito a que lo hagas.
Camilo guardó silencio. Por lo general respetaba las peticiones de las personas, y mantenía sus promesas, pero en ese instante, no pudo.
Gaspar abandonó a Camilo a su suerte, no estaba de ánimos para continuar discutiendo. Temía lo peor y deseaba ver a Felipe por última vez antes de que aquello sucediera.
Entró a cuidados intensivos como si fuera el dueño, se hizo con el papel de hermano del Felipe y solicitó permiso para acompañarlo todo el resto del día. Compartió un par de palabras con la enfermera sobre su estado y finalmente se vistió con un delantal de plástico para poder acercarse a su cubículo.
Sentía que lo había visto peor. Quizás después de una borrachera, o luego de que su padre lo echara de casa, no podía asegurarlo, pero la imagen de Felipe descolorido y lánguido no causaba en él temor, sino más bien ternura.
Se sentó a su lado, tomó su mano y le acarició la cara.
― Lo siento, de verdad― susurró―. Por todo, desde que te conozco, siempre te he metido en problemas que no te merecías. Lo siento. Pero eres fuerte, más que yo, sé que vas a salir de esta airoso, así que, voy a ser egoísta una vez más: no te rindas, ¿de acuerdo? No me dejes solo, moriría muy rápido si no estás para supervisar mis estupideces.
Se acomodó en la silla a hacer lo que más mal le salía, pero que a Felipe se le daba con suprema naturalidad, esperar paciente.
VI
Cuando Dolores abrió la puerta, no supo si pellizcarse para despertar, o llamar a Lorena para que corroborara lo que sus ojos veían. El sábado había transcurrido con letargia, y tan silencioso como el primer día en que Tomás se fuera. Dolores no esperaba que esa situación cambiara, no esperaba nada especial de ese día en particular.
Y de pronto apareció en su puerta la silueta de Tom, cargando en una mano su guitarra, y en la otra un bolso con ropa.
La miró con furia y desprecio, tal como Emilia solía mirarla durante sus discusiones.
A dolores no le importó.
Detrás de él encontró los ojos verde intenso de Enrique. Su aspecto físico no distaba tanto de como ella lo recordaba. Alto, pelirrojo, serio. Aunque ya no desprendía esa aura desafiante de su juventud, se podía oler que era un tipo de carácter peligroso.
Emilia lo había traído a cenar un par de veces cuando era una chiquilla. Dolores no lo aprobaba, pero Mili rara vez se interesó en las opiniones de su madre. La tensión en la mesa durante esas ocasiones siempre fue palpable, pero Enrique nunca demostró falta de educación o tino, era más bien una guerra tácita entre Emilia y sus padres. Quique solo se quedaba a un lado, observando el despliegue de fuerzas.
Hubo un minuto de silencio entre los presentes. Incluso Luis, se levantó de su sillón para ver que retenía tanto a su esposa en la puerta, quedando impactado al ver, segundos después, a las visitas.
Enrique dio un pequeño empujón a Tomás, tan breve y suave, que el chico apenas pudo sentirlo. Tom le regaló una mirada de furia, y frunció el ceño. Odiaba tener que hacer caso, de la misma forma en que necesitaba no darle la razón respecto a la motivación de sus acciones.
― No me toques.
― Entra.
Sintió ganas de gritarle que no tenía derecho a darle órdenes, pero, como bien había aprendido durante el recorrido de vuelta a la casa de sus abuelos: a Quique le resbalaba lo que le dijeran, y perder los estribos frente a él, de cierta forma, solo le entrega en bandeja una nueva forma de burlarse de ti.
Ingresó a la casa con la barbilla en alto, sin saludar a Dolores e ignorando a Luis. Solo se tomó un minuto para rascarle la panza a Tom y luego desapareció dentro de la morada.
La mujer sintió como le costaba respirar de pronto. Entre la emoción y la pena, las palabras quedaban atrapadas en su garganta, luchado entre ellas para decidir cuál era más importante. Tragó, para luego encarar a Enrique, sin la certeza si debía agradecerle o cerrarle la puerta en la cara.
Quique no se lo hizo mucho más fácil. Mantuvo su posición erguida y vigilante, le dedicó un par de segundos a Luis, con la función de dar cuenta de cómo los años habían pasado sobre su expresión cansada.
Bufó, giró y se marchó.
― ¿Qué intenciones tienes con Tomás?― preguntó Dolores, sospechando que la aparición del padre biológico de su nieto no era solo un acontecimiento aislado.
― Espero no tener que traerlo nuevamente solo porque ustedes son incapaces de controlar un púber. Por lo demás no estoy interesado en volver a verlo. Hago esto por tu hija, ella hubiese querido que estuviera con ustedes.
Dolores cerró la puerta. Así sin más, sin decir adiós, esperando no volver a verle. Nunca le agradó y nunca le agradaría.
Si su hija había cometido el error de enamorarse de un tipo así, era cosa de ella, no iba a soportarlo ni un solo segundo.
Luisse acercó y puso sus manos sobre los hombros de su esposa, transmitiéndole supesar. Enrique no era buena noticia, pero por lo menos tenían a Tomás devuelta.
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