La iniciación

Multimedia: vistas de la cueva Coricia.

Una vez ante la negra boca de la cueva, algunos de los presentes se dedicaron a preparar las imprescindibles antorchas. Luego, cuando estuvieron listas, todos entonaron un cántico y penetraron en el interior. Este se fue haciendo visible a medida que más luminarias desembocaban en él apreciándose, en principio, una gran sala abovedada, de unos doce metros de altura, de cuyo techo colgaban puntiagudas formaciones calcáreas. Del suelo brotaban estalagmitas, semejando figuras humanas o quizá demoníacas, que la superstición del vulgo equiparaba a compañeros divinos de la Gran Madre.

Una roca con un hueco en su centro, hacía las veces de altar. La piedra verde abundaba dondequiera se posase la mirada. Ese mineral se usaba principalmente para elaborar objetos sagrados como figuritas de la diosa, amuletos o para confeccionar collares y adornos. Talladas en las bulbosas paredes, una especie de estanterías estaban destinadas a las ofrendas y todos los festejantes fueron entregando las suyas a las sacerdotisas que, con una sonrisa agradecida, las iban colocando en las peanas. Poco a poco estas se llenaron de figurillas votivas trabajadas en distintos materiales: obsidiana, piedra verde, esteatita, lapislazuli, alguna de bronce y las más humildes de arcilla o barro.

Abajo, sobre el mismo suelo, se dejaban las satinadas jarras para las libaciones, los kylix, los platos ceremoniales. la cerámica más apreciada. Mientras, la multitud se deshacía en murmullos expresando con rezos sus deseos y esperanzas para que la Gran Diosa atendiera sus peticiones.

Después, llegó la hora de satisfacer el hambre y la sed de Gea y Temis, como suma sacerdotisa, derramó sobre el hueco del altar una libación de abundante leche, mezclada con miel. El líquido rebasó la oquedad y deslizándose por la roca, impregnó la tierra embebiéndose en ella.

-¡Recibe, oh Señora nuestra, este alimento puro, todas las ofrendas que ponemos hoy en tu mano y concédenos por siempre tu protección! -oró la Pitonisa.

Temis repitió la misma operación con vino perfumado procedente de una ornamentada vasija y, a continuación, la multitud se acomodó en el suelo en un gran círculo y las sacerdotisas fueron sirviéndoles en sus copas rituales, de la misma jarra con el fruto de la vid. Los recipientes se arrojaron después en un hoyo, haciéndolos añicos para que no volviesen a ser utilizados.

Había llegado la hora de la iniciación. Febe debía marchar sola con Temis y Agláe hasta lo más profundo de la gruta, lejos de las miradas de todos, donde se sometería a los misterios divinos, sumergida hasta el vientre en las aguas sagradas del lago interior. A la luz de una antorcha sostenida por Agláe, la novicia se internó en lo oscuro, donde todos creían que la diosa iba a recibirla en persona.

Quien sabe qué secretos rituales se desarrollaron allí, pero tras un tiempo de espera, volvieron las tres al espacio iluminado. Febe, vestida con una túnica corta, aparecía coronada de flores y con la Pitón que había pertenecido a Temis, enrollada en su cuerpo. La gran serpiente blanca se deslizaba pacíficamente por el cuerpo de la nueva Pitonisa, como queriendo acariciarla y todos, trastornados en un éxtasis sagrado, estallaron en himnos y cánticos de alborozo.

Muchos acudieron a besarle las manos, mientras otros encendían el fuego sagrado en el centro del círculo, disponiendo los espetones para el asado de las presas destinadas al sacrificio. Estas fueron ofrecidas sobre el mismo altar por los propios dueños y la sangre pronto empapó el suelo. Las entrañas fueron arrojadas a las brasas como ofrecimiento a Gea y el olor de la grasa chisporroteante se esparció por todo el espacio.

Luego, mientras daban gracias a la diosa, las carnes se colocaron sobre las llamas y comenzaron a dorarse. Temis animó a todos a festejar el día, con voz alegre:

-¡Salgamos fuera, queridos siervos de Nuestra Señora, bailemos, que suenen las flautas en honor de ella, comamos y regocijémonos! ¡Tenemos toda la mañana, la tarde y el regreso quedan aún lejos!

***

A esa misma hora, el ejército de Criso ya estaba listo para ponerse en marcha. De los seiscientos hombres que lo conformaban, una tercera parte iba pesadamente armada, muchos con armaduras de cuero o lino grueso reforzado con placas metálicas, esclavinas u hombreras de bronce, muñequeras y grebas. Solo los cuarenta arqueros y los remeros, en retaguardia, se cubrían con una túnica corta exponiendo su torso desnudo. Su armamento ofensivo, también era más liviano: jabalinas medianas y espadas cortas, además del escudo, frente a las largas lanzas y escudos de gran muesca, preparados para cubrirse colectivamente, de los guerreros que iban en la cabecera. Muchos llevaban cascos de fuerte cuero mientras los ocho Seguidores, al frente cada uno de un regimiento, iban tocados con yelmos fabricados a base de colmillos de jabalí coronados por cimbreantes penachos, en lo alto de sus respectivos carros de guerra con un yugo para dos caballos.

Dos de estos carruajes, cada uno con su correspondiente auriga, se colocaron al frente de toda aquella masa. En uno, Dakeru dejaba ver su más fiero semblante. Al lado, Criso en su reluciente armadura de placas que le cubría desde el cuello hasta más abajo de la rodilla, armado con una pavorosa lanza, dio el último grito para alentar a sus tropas y el ejército se puso en marcha. Solo quedó una fuerza de treinta remeros al cuidado de los barcos.

La intención era llegar al pie de la colina mediana que, como el espolón de una nave, se alzaba sobre la llanura y sus cultivos, albergando en su cima la primera aldea, la cual sabían ausente de fortificaciones. Desde ella bajaba un amplio camino que las carretas aldeanas habían apisonado y asentado en años de trabajos agrícolas. Los carros de guerra comenzaron a transitar de forma relativamente cómoda por él, siguiendo la orilla izquierda del río, en tanto la tropa se desplegaba entre los olivos, las higueras o las numerosas vides. Las altas espigas de trigo y cebada verdeaban todavía, a punto de amarillear.

Dakeru señaló a su príncipe el paso donde confluían las llanuras de Ámfisa y la que estaban atravesando. El lugar señalado, al noroeste, así como las colinas adyacentes, se estaban cubriendo de tropas locrias. Un mortífero y celoso ejército, detenido y expectante, parecía advertirles sobre cualquier tentación de invadir sus tierras. Sin embargo, los de Criso iban en dirección opuesta, tenían su propio territorio que conquistar.

Tras algo más de media hora de marcha, dejaron atrás las tierras cultivables y llegaron a unas ondulaciones resecas cubiertas de un yerbazal raquítico. Estaban ya prácticamente al pie de la colina que era su objetivo e incluso podían ver en lo alto, saliendo de las míseras cabañas, algunas figuras temerosas. Estas, venciendo su aprensión, se atrevían a echar un vistazo sobre aquel brillante despliegue, impresionados también por el sordo y retumbante caminar de todos aquellos pies sobre la tierra.

El ejército se detuvo aquí y Criso, junto con Dakeru, Apolonio y algunos Seguidores, después de bajar de los carros, caminaron hasta las colinas bajas que acompañaban a la altura donde se levantaba el caserío. El panorama de toda la llanura, desde allí, era espléndido.

Uno de los Seguidores, empenachado, de aspecto fiero y, al parecer, ansioso por entrar en combate, exclamó, señalando el poblado:

-¡Apenas opondrán resistencia, Criso! ¡Acabaremos con ellos antes de que puedan entonar un solo himno a su diosa!

Criso miró al integrante de su nobleza cortesana y le preguntó sonriendo, con cierto sarcasmo:

-Cálmate y dime, Akiraguo, ¿te parece muy grande esa fortaleza?

-No es una fortaleza, príncipe -contestó el Seguidor-. Ni siquiera está amurallada...Solo son cuatro casuchas miserables.

-Exacto, Akiraguo -dijo Criso-. Pero formará parte de Crisa, la ciudad que pienso fundar en este mismo lugar. Esa ciudad abarcará el terreno de la aldea y toda esta colina que ahora pisamos y estará rodeada por fuertes murallas. Ahora dime, ¿piensas trabajar tú en la construcción de esos muros?

El Seguidor balbuceó algo ininteligible y luego bajó la cabeza, avergonzado. Criso se volvió hacia quienes le rodeaban.

-¡No, amigos, esos aldeanos amontonarán piedra sobre piedra para construirlas, serán ellos los que cultivarán y cosecharán para nosotros! ¡Necesitamos sus brazos, sus mujeres! ¡Recordad, venimos a colonizar y no a despoblar! -dijo esto último mirando especialmente hacia Apolonio, pues conocía bien al sacerdote y la saña fanática que desplegaba en ocasiones.

El servidor de Apolo parecía impaciente ante aquella demora y la calma que exhibía su príncipe y este le interrogó:

-¿Qué piensas, Apolonio? ¿Tienes mucha prisa?

-¡No sé a qué viene tanta conversación, Criso! ¡Debemos seguir hasta el santuario, acabar con esos cultos subterráneos y capturar a todas esas doncellas que los propagan como una peste! ¡Deben terminar como siervas de Apolo!

Criso suspiró con algo de resignación, pero admitió que era tiempo de accionar.

-De acuerdo. Dividiremos al ejército. Yo me quedaré aquí con la mitad de las tropas para subir a la colina y tomar la aldea. Dakeru, tú y Apolonio seguiréis con el resto de los hombres hasta el poblado del santuario. Quiero ver pronto a esas sacerdotisas en mi presencia, pero recordad lo que he dicho: evitad en lo posible la violencia, pero si hay que dejar claro el rey y el dios a los que van a servir todos de aquí en adelante, no vaciléis...

Esta última indicación hizo sonreir cruelmente al sacerdote y se apresuró a bajar del cerro con Dakeru siguiéndole a duras penas. Poco después, mientras una gran columna de hombres subía al altozano donde aguardaba Criso con algunos de sus nobles, la parte restante de las tropas se ponía en marcha en dirección al santuario de Gea.

***

Makhawón, el porquero tullido, no había subido a la cueva y se había quedado guardando la piara de la aldea. Fue el primero en avistar los centelleantes morriones y los espejeantes escudos de la tropa, justo al mediodía. La tierra resonaba con el ruido de las pisadas broncíneas y este rumor encogió el corazón del pobre aldeano, que dejó el cuidado de los cerdos y corrió cuanto pudo, cojeando, hasta el centro de la aldea, dando grandes voces.

En el poblado solo habían quedado algunos viejos o incapacitados como Makhawón. Casi nadie había querido perderse los festejos en la gruta, de modo que todos quienes no fueron capaces de emprender aquella caminata, se congregaron en medio del caserío, escuchando con angustia las informaciones desgranadas por el porquero. Finalmente, un anciano de largas barbas blancas, el cual oficiaba de jefe aldeano en estas ocasiones, llamó a Phoikinos, un jovencito de unos doce años que cuidaba a su madre enferma.

-¡Corre! -le ordenó el anciano-¡Ve al santuario y avisa a Theodora, a Opiros y a Poliwo! ¡Diles que los soldados están llegando, deben invocar la protección de la diosa!

Theodora era una sacerdotisa de edad algo avanzada, regordeta y con dificultades para respirar. Por eso, generalmente se quedaba al cuidado del santuario en ausencia de las otras iniciadas. Opiros y Poliwo eran dos fieles sirvientes que acompañaban a Theodora y a la diosa. Gea no se podía quedar sola.

El niño cruzaba ya, en veloz carrera, el arroyuelo procedente del manantial, cuando las tropas cretenses aparecieron por las primeras cabañas. Rápidamente se desplegaron por el lugar inspeccionando el interior de los habitáculos, pero solo encontraron allí ancianos e impedidos. Fue Makhawón, completamente aterrorizado, quién informó a las tropas de que los jóvenes y adultos se habían desplazado a la cueva Coricia, junto con casi todas las sacerdotisas.

Apolonio se puso frenético al escuchar esto y exigía a Dakeru:

-¡Al santuario, al santuario! ¡Aquí solo hay unos cuantos desgraciados!

El lawagetas concordó en esto y, dejando un destacamento en la aldea al mando de uno de los Seguidores, los invasores restantes cubrieron con prontitud el escaso trecho entre el caserío y las edificaciones del santuario.

En el recinto de este, Theodora, llena de pánico, recibía las inquietantes noticias de boca de Phoikinos. Con el alma en un puño, la iniciada, a pequeños pasitos apresurados, llegó hasta la capilla para cerrar la puerta con un débil cerrojo de madera en un intento, que ella misma reconocía inútil, de impedir el paso a cualquier asaltante.

Pero Apolonio no era un invasor cualquiera. Llegó, seguido de la soldadesca, a tiempo de ver a la matrona retirarse hacia algún escondite.

-¡Atrapadla! -gritó.

Unos soldados corrieron tras ella y al momento la arrojaron de rodillas ante el sacerdote.

-¡Estúpida! -le espetó mientras pateaba con violencia el cerrojo y la propia puerta, la cual cedió con estrépito- ¿Creías que podrías detenernos con una mísera tablazón?

Luego dio instrucciones al grupo de soldados acompañantes.

-¡Desplegaos! ¡Vosotros, revisad los demás edificios por si hay alguien! ¡Y vosotros tres, derribad esa puerta interior, a la izquierda de la imagen, debe dar acceso a la cámara con todos los tesoros de la diosa!

En efecto, tras derribar la puerta del cuarto trasero, las valiosas ofrendas reunidas allí despertaron la codicia de los saqueadores.  La soldadesca se lanzó sobre ellas como aves de presa, entre los gritos y lágrimas de Theodora, que alzaba los brazos desde el suelo, intentando inútilmente despertar la compasión de aquellos desalmados indiferentes. Igual de inermes y desesperados se encontraban Opiros y Poliwo quienes, ocultos tras unas rocas, contemplaban impotentes el grotesco espectáculo.

Cuando la cámara del tesoro se vació, Apolonio recibió a los soldados que venían de inspeccionar el resto de las viviendas.

-¿Qué habéis encontrado? -preguntó el sacerdote.

-Solo hay dos enfermos en la hospedería, a punto de cruzar la laguna Estigia -se rieron los consultados- ¿Qué hacemos con ellos?

-Inútiles para Criso. Quemadlos con todos los edificios -fue la brutal sentencia dictada por Apolonio y que fueron prontamente a cumplir. Luego el sacerdote se dirigió a otro grupo cercano de soldados:

-¡Vosotros, aquí, prended fuego al santuario, a ver si se quema esa vieja rechoncha de madera!

-¡No, por tus dioses, ten piedad de la Santa Madre...! -imploró Theodora, mesándose los cabellos. Y al ver que llegaba Dakeru, se dirigió a él, llorando:

-¡Tú, principe, no permitas que arda la sagrada imagen! ¡La maldición de la diosa caerá sobre vosotros si cometéis ese acto espantoso...!

Dakeru se hizo cargo de inmediato de la situación. Las llamas comenzaban a elevarse ya de las edificaciones y alaridos de dolor salían de una de ellas. En el fondo de su ánimo aún existía un poso de superstición y un estremecimiento de temor lo atenazó ante la amenaza profética de la sacerdotisa. De pronto arrebató de un manotazo la antorcha con la que alguien de la tropa pretendía iniciar el incendio de la capilla, la arrojó al suelo y se dirigió luego a Apolonio con voz severa.

-¡Está bien de fuegos por hoy, nadie va a quemar a ningún dios o diosa en mi presencia! ¡Esta imagen será trasladada a Crisa! Vosotros, traed unos cordajes y la carreta... -terminó, alejándose después tras dejar el encargo al grupo de incendiarios.

Los encargados de la tarea se fueron y no tardaron en volver con todo lo necesario para el traslado. Bajaron la pesada imagen desde su trono al suelo y la arrastraron un trecho para sacarla de la capilla. Aquello fue demasiado para Theodora, quien se lanzó sobre el xoana, fuera de sí al ver humillada a la Gran Diosa.

-¡No, no os la llevaréis! -gritaba sin cesar de abrazar a la estatua-.¡Seréis malditos para siempre!

-¡Aparta, anciana, o te arrepentirás! -aullaba la soldadesca, intentando desasir sus dedos, pues estos se aferraban como garras a la madera policromada.

Todo era inútil. No había manera de separarla de su diosa. Cansado y furioso, Apolonio, llegando desde atrás le levantó el cuello y, con un tajo salvaje, se lo cortó sin miramiento alguno. La sangre tiñó la imagen y el sacerdote esperó con la barbilla de su víctima izada hasta que Theodora se desangró y quedó exánime.

El silencio entre los presentes era absoluto. Solo fue interrumpido de repente por un alarido de rabia y los pasos en carrera de Opiros. El sirviente, incapaz de contener su ira, abandonó la protección de su refugio rocoso y se abalanzó sobre el sacerdote, corriendo por la explanada con un cuchillo en la mano.

Los guerreros quedaron paralizados ante esta furiosa irrupción, pero Apolonio reaccionó fulminantemente. Arrebató su larga lanza a uno de los soldados y la desvió hacia el sirviente cuando este ya se encontraba a su alcance. La hoja le penetró a Opiros por el pecho y salió roja, chorreante de sangre, por su espalda, frenando en seco su carrera. Las rodillas del cuidador del santuario se doblaron exánimes y cayó al suelo sin vida.

La soldadesca irrumpió en un grito de admiración mientras Poliwo, el segundo sirviente, se mordía los puños, desesperado, en su precario refugio. Apolonio se alzó de su posición un tanto forzada y se dirigió a las tropas.

-¡Bien, ahora sabrán quién manda en estas tierras! ¡Quiero a esas sacerdotisas para que sirvan a Apolo, aunque debamos ir a buscarlas al mismo Hades! ¡En marcha hacia la cueva Coricia!

Estas fueron las últimas palabras que escuchó Poliwo desde su escondite. El buen sirviente decidió apresurarse y tomar un atajo hacia la gruta, subiendo por la Fedríade oriental. Se escabulló sin ser visto y, con gran amargura en su corazón, se puso en marcha para avisar a la Señora y relatar a todos los que estaban con ella lo sucedido.

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