8 | Los designios de Dios están para cumplirse

Arranca el motor. Tae se apresura a subir.

—¿Quién es Jimin? —pregunta, con un deje de curiosidad—. Debe ser alguien muy importante para que os planteéis cruzar así la ciudad.

Pues...

—Solo es el idiota presumido que hasta ayer fue nuestro compañero de piso. —Su Ji se me adelanta—. Se enfadó con Kookie y, gracias al cielo, nos bendijo con su marcha pero nuestro niño es demasiado bueno y no le quiere dar la patada en el culo que se merece.

—Su Ji, por favor...

—¿Qué, Kook? —Se encoge de hombros—. Las cosas como son.

Tae nos observa alternativamente, antes de centrarse en mí. Carraspeo, nervioso.

—¿La bufanda era para él? —se interesa.

Me rasco la nuca. Ay, vaya.

—Sí pero no para lo que piensas.

—¿Ah, no?

No me cree. ¿Por qué no me cree?

—No me iba a confesar —añado.

—Si te gusta, ¿por qué no?

—Porque soy una carga —respondo con sinceridad—. Por el TOC.

—¿Eso te ha dicho? —Arquea la ceja.

—Más o menos.

—Ese chico es tonto.

Circulamos por el barrio de las nuevas viviendas, a vuelta de rueda, y yo decido dejar ahí el tema de Jimin y me concentro en revisar a nuestro alrededor. Reina demasiada paz. Las calles están desiertas y el silencio hace que el motor se escuche como un auto de carreras. Torcemos a la derecha. Luego a la izquierda. Miro por todos los cristales. Teniendo en cuenta el caos que había en la zona del centro comercial y las avalanchas desquiciadas que nos hemos ido cruzando después por todas partes, el silencio que se respira es anormal.

—Creo que es mejor que paremos. —Las pupilas de Tae se mueven, al igual que las mías, a lo largo del perímetro—. Esto no me inspira confianza y menos aún de noche. —Baja la ventanilla, con la intención de observar el manto de oscuridad que lo cubre todo y que se mezcla con un humo que a saber de dónde procede—. No sabemos lo que encontraremos más adelante. Nos conviene tener buena visibilidad.

Mi amiga frunce el ceño. No le hace ninguna gracia detenerse porque está asustada y quiere terminar lo más rápido posible para largarse a un lugar seguro. La entiendo; en cierto modo, yo me siento igual. Además, la perspectiva de retrasarme en llegar hasta Jimin no me gusta nada. Pero Tae tiene razón. Proseguir a oscuras es demasiado peligroso.

—¿Y dónde paro? —protesta ella—. No voy a dejar mi precioso vehículo que, por cierto, aún no he terminado de pagar, en medio de cualquier parte.

—Allí se ve algo. —Le señalo el edificio de la esquina, en donde un letrero con la palabra "hostal" nos saluda con un parpadeo de luces amarillas muy brillantes. —Si hay luz, supongo que estará abierto.

—Buena idea —corrobora Tae.

—Oh, sí, fantástica. —Nuestra compañera replica pero obedece y detiene el coche en la puerta—. Hospedarse en una pensión con la perspectiva de que trompetas de las destrucción puedan estar sonando por medio Seúl es un plan perfecto. Tenéis unas mentes privilegiadas.

—Me quitaste las palabras de la boca. —Tae se echa a reír—. Yo siempre pienso en modo privilegiado pero ahora realmente creo que me estoy superando.

Su Ji le devuelve una ojeada de resignación a la que él responde con una enorme sonrisa que muestra su dentadura al completo y ante la que no puedo evitar carcajearme.

—Va, va. —Hasta ella se desarma; lo sé porque se nota el esfuerzo que pone en mantenerse seria—. Pues ánimo, mente privilegiada. Ve a mirar. Yo te espero aquí.

A pesar del cartel luminoso, la persiana de alambre grueso está echada sobre el cristal de la puerta y tiene los candados puestos. Tae mete el ojo entre los barrotes. En el interior hay luz pero el mostrador luce desierto. Tampoco se escucha nada.

—No parece haber nadie —deduce—. ¡Ey, hola! ¿Hola?

No obtiene respuesta. Salgo del auto. Me estoy preocupando de verdad. La calma es demasiado inquietante.

—¡Eoooo! —Tae zarandea la verja—. ¡Por favor, oiga! ¡Queremos hospedarnos! ¡Oiga! ¡Si está ahí, abra o al menos responda! ¡Le pagaremos el doble!

—Mejor déjalo... —titubeo—. Da la sensación de todos se han ido y... Y...

—Tienes razón, peque. —Se detiene—. Estoy armando demasiado alboroto.

—No iba a decirlo de ese modo.

—Tu dime siempre lo que pienses. —Su expresión sincera se me clava, directa—. Yo sabré encajarlo. Eso no lo dudes.

Quiere que sea yo mismo. Que me abra sin miedo y que le dé mi punto de vista porque puede aceptarlo y, después de lo del TOC, le creo, claro. El problema soy yo o, mejor dicho, mi inseguridad. Llevo demasiados años bajo el yugo de la desaprobación.

—¿Entonces qué hacemos? —Su Ji asoma la cabeza por la ventanilla—. ¿Nos vamos o seguimos con el brillante plan del resort turístico en medio de la extinción?

No llegamos a responder. Un grito de auxilio, desesperado y gutural, retumba procedente del interior del bloque. Me quedo petrificado. Parece una mujer y llora. Llora con angustia.

—¡No, no, no! —gimotea—. ¡Que alguien me ayude! ¡Ayuda! ¡Sácamelo! ¡Sácamelo!

Tae se mete en el portal que tenemos al lado, rompe con el codo el cristal del hacha de emergencias que se encuentra junto al extintor y vuela escaleras arriba, en dirección al origen del lamento. De verdad, me impresiona. No entiendo cómo se las arregla para reaccionar tan rápido. Sus pies se pierden por los peldaños.

—Tae...

Me cuesta procesar que realmente se está yendo solo. ¡Se está yendo solo!

—¡Tae! ¡Espera, Tae!

Me apresuro a seguirle, con Su Ji a la zaga. Estoy temblando de pies a cabeza y no tengo nada claro por qué rayos me estoy exponiendo sin necesidad pero lo hago. Y, para colmo, la escalera parece sacada de un cuento de terror.

Los focos parpadean como si estuvieran averiados, lo que genera una oscuridad intermitente de lo más inquietante, los pisos están sumidos en esa extrema quietud tan desconcertante y algunos de los apartamentos están abiertos y tienen las llaves puestas, como si sus propietarios hubieran escapado precipitadamente justo antes de entrar. El suelo luce plagado de algo oscuro parecido al hollín, hay papeles, bolsas y telas tiradas, y zonas que nos hacen resbalar y que prefiero no inspeccionar. Ya bastante tengo con recordar las tripas de la chica del aparcamiento esparcidas por el cemento.

—Kookie, esto no me gusta. —El timbre de Su Ji refleja miedo—. No deberíamos haber entrado. Volvamos al coche.

—Tae ha subido.

—¿Y qué que haya subido? —protesta ella.

—Que no le voy a dejar solo.

—Ya estás haciendo lo mismo que con Jimin —me indica—. Nunca quieres dejar solo a nadie pero luego te tragas que te dejen solo a ti.

—Eso no es cierto. —Me detengo a coger aire y, de paso, la regreso a ver. El pánico se ha adueñado de sus ojos—. Por ejemplo, tu no me has dejado. Mírate, yo subo y tu también lo estás haciendo.

—Eso es porque soy especial. —Mi comentario genera el efecto deseado porque parece relajarse, al menos por un segundo—. Y tu eres mi preciada familia.

Lo sé. Su Ji no tiene a nadie. Su madre falleció de cáncer cuando era muy pequeña y su padre rehizo su vida con otra mujer y la mandó a vivir con su abuela, a la que enterró hace un par de años. En ese entonces ya nos conocíamos y habíamos congeniado muy bien. Yo también estaba muy solo. Mi padre acababa de decidir que no podía convivir con mi enfermedad y me había echado para que me buscara la vida y "torturara a otro con mis estúpidas manías", palabras textuales. De ahí surgió el pacto de ayuda mutua que nos llevó a compartir casa y, poco a poco, a tenernos confianza plena y a considerarnos como hermanos.

—¡Eo Ying! —Una voz masculina resuena sobre nuestras cabezas, en el último piso—. ¡Ya déjalo! ¡Baja y razona! ¡Razona!

—¡Pero necesito sacarlo! —responde el mismo timbre angustiado que hemos escuchado en el exterior—. ¡Sacarlo! ¡Porque no quiero! ¡No quiero!

Corremos hasta el octavo piso, el último. Nos topamos con la espalda de Tae, que se ha detenido y observa con los ojos muy abiertos y el hacha en la mano la escena que se abre ante nosotros.

Una joven que parece de nuestra edad, con un largo cabello rubio que le cubre media cara observa el impresionante vacío que hay por el hueco de la escalera, sentada en la barandilla, con los pies colgando y el rostro roto en lágrimas. Y, detrás de ella, otro chico alto, de mirada afilada y cabello más oscuro que la penumbra que nos rodea, parece desesperado por captar su atención.

—Eo Ying... —El eco del nombre de ella retumba—. No lo hagas... Piénsalo...

Un regusto amargo se me sube a la garganta. Creo que se quiere suicidar.

—Íbamos a organizar la mejor campaña de marketing, ¿verdad, Nam Joon? —murmura ella—. Se suponía que la idea era encandilar al director con nuestro proyecto pero, en lugar de pensar en el modelo que usaremos, en su ropa o en la frase que romperá el récord de ventas, no puedo dejar de darle vueltas al designio.

—¿De qué hablas? —El tal Nam Joon parece no entender nada—. ¿Qué designio?

—He sido elegida.

—Joder... —El gesto de Tae, a mi lado, muda del impacto a la desconfianza—. Otra más. —Aprieta el mango del arma—. Maldita sea; otra más.

La joven se cubre el rostro entre las manos. El pecho se le convulsiona. Se siente como si el alma se le estuviera desgajando por momentos.

—Dios me ha elegido para la liberación —gimotea—. ¡Pero no quiero! ¡Iré al infierno! ¡Iré allí porque estoy faltando a la misión de la redención!

Mierda. Es cierto. Le está pasando como a Tae Moo. Como a los demás. ¿Podrá entrar en razón? No funciona con ninguno. Cuando se impregnan de ese extraño estado de misticismo se comportan como yo cuando estoy con obsesiones pero aquella muchacha parece mantener cierto control. Quizás consiga reconducirlo.

—Oye. —Me animo a probar suerte—. Admite que vas a ir al infierno pero al menos no lo pongas tan fácil. Haz esperar a Dios un poco más.

—Pero me habla. —Los ojos de Eo Ying me buscan, abiertos como dos canicas grandes y redondas en medio de la mata de cabello—. Me dice lo que tengo que hacer, a quién debo liberar y cómo.

—No le contestes —replico—. Di STOP y haz como que no está.

—No es tan sencillo.

—Claro que no —admito; eso bien que lo sé—. Pero hazlo. Imagina un STOP de circulación. Y repítelo todas las veces que hagan falta.

—STOP... —me obedece—. STOP... No está... STOP... No está... No está... STOP...

La cosa parece funcionar porque deja de mirar el vacío y de balancear los pies. Lo está visualizando.

—Kook tiene razón. —Tae se lanza a reforzarme—. Ignóralo. Total, ¿cómo puedes estar tan segura de que es Dios el que te habla? ¿No sería una incoherencia si él mismo contradijera la palabra de su hijo?

—Supongo —duda—. Creo que trató de hacernos entender pero ya está cansado de nuestros pecados.

"Amaos los unos a los otros" —recita Tae; se nota que ha pasado mucho tiempo rodeado de los asuntos religiosos de su padre el pastor porque controla la Biblia que da gusto—. Yo prefiero quedarme con esa parte.

—Yo... —La joven se debate unos minutos que a mí me parecen horas—. También... —decide, y añade—: STOP.

Nam Joon se le aproxima, con cuidado, y le extiende la mano. Eo Ying titubea pero la acepta y, para el alivio general, baja de la barandilla y se sacude las lágrimas. Ya está, ¿verdad? ¡Ya está!

—Has atinado de pleno, peque —me susurra Tae—. Eres muy inteligente.

Desvío la vista al suelo, con más vergüenza que otra cosa. No es para tanto. El que ha estado increíble ha sido él.

—Herejes.

La palabra, fuerte y desquiciada, retumba detrás de nosotros, en la escalera, acompañada del sonido del gatillo de un arma que me deja en blanco. En blanco y aterrado.

—Los designios de Dios están para cumplirse.

Un disparo me explota los tímpanos. Siento un empujón. Tae acaba de apartarme. Chocamos contra la pared. Se suceden otros tres tiros más. Su Ji grita y se encoge en el rincón del escalón. Escucho un murmullo tenue, algo pesado desplomarse en el suelo, y entonces veo los pantalones del uniforme policial pasearse ante nosotros.

No puedo creerlo. Es el mismo tipo que un rato antes nos ha explicado lo de la zona roja. Lleva dos pistolas, está solo, tiene la ropa plagada de salpicaduras de sangre y su expresión muestra una mueca exultante y hasta casi solemne.

—Ser bendecido es un gran privilegio —dictamina—. Yo he liberado a todos mis compañeros y gracias a mí ahora disfrutan de la dicha que otorga el Creador.

Le da con el pie al cuerpo inerte de Eo Ying. Es ella la que ha caído. El muy sádico le ha vaciado el cargador en la espalda. Ahora yace cubriendo al que fuera su compañero de trabajo, que, tirado debajo, no para de convulsionar, impactado.

—Dios dicta justicia y los elegidos deben cumplirla. —Tira el revólver inservible y levanta el otro sobre la cabeza del chico, que no es capaz de reaccionar—. Y, en cuanto a ti, pobre pecador, no temas. Yo te perdono. —Acciona el gatillo—. A fin de cuentas, siempre quise hacer esto.

¡No! Me levanto como puedo pero, para mi asombro, es Su Ji la que se me adelanta y se le engancha a la espalda.

Dios mío.

—¿Cómo te atreves a amenazar a Nam así? —exclama, en una mezcla frenética entre enfado y terror—. ¡Maldito enfermo! ¡Estás loco! ¡Loco!

—Su... —El aludido se incorpora, medio en shock—. ¿Su Ji?

Apenas me da tiempo a comprender que se conocen. No hay opción para pensar en nada. El policía se deshace del agarre de mi amiga y, con el forcejeo, el arma se dispara sin control. La bala se estella contra el flexo de la luz y lo estalla. Miles de cristales caen sobre nosotros. Tae aprovecha la confusión para caerle por detrás y le propina una fuerte patada.

—¡Corred! —nos apremia—. ¡Vamos! ¡Corred!

Volamos escaleras abajo, saltando y tropezándonos con los peldaños e incluso con nuestros propios pies, a la desesperada. Los zapatos del policía nos persiguen.

—¡No podéis escapar de la voluntad divina! —Dispara por entre el hueco de los pisos—. ¡No se puede huir!

Continúa vaciando su cargador, a las bravas, sobre nosotros y, cuando ya estamos en la primera planta y apenas nos queda un tramo para llegar al portal y, con ello, al coche, el chico nuevo cae de bruces. ¡Mierda! Su Ji se tropieza con él y también termina en el suelo. ¡Ay, no! Corro a asistirles. Tae me cubre y se posiciona frente a la escalera, con el hacha en la mano. Y, entonces, lo siento.

Frío. Mucho frío. Y miedo. Un miedo atroz.

—Retro... —Apenas me sale la voz—. Cede... Retrocede... Tae...

—No, alguien tiene que encararlo.

La risa lejana, traviesa y espeluznante, me cala en los huesos.

—No... —insisto—. Tae, no...

Parece que la suerte está conmigo. Uno de los apartamentos se abre y una señora de mediana edad, con un moño de andar por casa y un rosario en la mano, nos apremia.

—Venid, rápido —susurra—. Por aquí.

La puerta tras nosotros se cierra justo cuando los pies del policía pisan el hall.

Estamos salvados y, por fin, hemos encontrado un refugio.

Al menos, eso parece.

El grupo de tres ha encontrado un nuevo miembro.
Y también un refugio aparentemente seguro.
Pero, ¿hay algo seguro cuando la locura parece haberse adueñado de todas las mentes?

No te pierdas la próxima actualización.

N/A: no se olviden dejarle un votito a mi autoestima de escritora frustrada. Se lo voy a agradecer eternamente.

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