ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴄᴀᴛᴏʀᴄᴇ

ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴄᴀᴛᴏʀᴄᴇ
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━━━LA SANGRE CLAMA SANGRE.

Apolo estaba furioso.

Sus pasos retumbaban como truenos por los pasillos dorados del templo, cada uno más fuerte que el anterior, y sus manos temblaban de ira contenida. Su mirada ardía con una furia que rivalizaba con el sol que él mismo gobernaba. La noticia había llegado, y la ira que lo invadía solo aumentaba con cada segundo que pasaba.

—Apolo, espera —Artemisa corría detrás de él, tratando de hacerlo entrar en razón, pero no se detuvo.

Atravesó las puertas de la habitación sin detenerse, abriéndolas , las bisagras crujieron en protesta. El aroma metálico de la sangre y el silencio pesado de la habitación lo envolvieron.

—¡Apolo!

Ignoró las quejas de sus hermanas, sus ojos se posaron en Antheia, el tiempo pareció detenerse. Ella yacía inconsciente en la cama, su respiración era un susurro débil, apenas perceptible. La sangre empapaba las mantas, y la pálida luz de la luna iluminaba su frente perlada de sudor.

Por un instante, la ira de Apolo se desvaneció, reemplazada por el pánico. Sintió su corazón hundirse al comprender que estaba muriendo.

—Apolo, no puedes entrar así —reprendió Ilitia, tratando de bloquear su paso, pero el dios no la escuchó.

Su furia inicial se transformó en un miedo helado que le recorría las venas.

Nunca pensó que podría llegar a sentirse de aquella manera, pero cuando se trataba de Antheia, había aprendido que ella era capaz de hacerle sentir cosas que nunca pensó que sería capaz de experimentar.

Durante años había esperado verla sufrir hasta hacerla suplicar la muerte, le había dicho que si lo hacía enojar, no dudaría en matarla y ella le había advertido que sería incapaz de vivir sin ella. Y ahora, viendo a las Moiras jugar con su hilo de vida, sabía que aunque no la amara, nunca podría permitir que muriera.

Se arrodilló junto a ella, su mano temblorosa se posó sobre la frente de su esposa, sintiendo el frío sudor que la cubría.

—Está muriendo —susurró, como si decirlo en voz alta lo hiciera más real.

Sin pensarlo, colocó una mano sobre su corazón y otra sobre su vientre. Cerró los ojos y canalizó su poder, su energía divina fluía a través de él como un torrente. Luz dorada emanó de sus manos, envolviendo el cuerpo de Antheia en un cálido resplandor. La habitación se llenó de la intensidad de su poder, haciendo que Ilitia y Artemisa retrocedieran.

—¡Vamos, vamos! —murmuró Apolo, presionando más, derramando cada fragmento de su divinidad en ella.

La luz dorada se hizo más brillante, casi cegadora, mientras la esencia del dios inundaba el cuerpo de su esposa, luchando por aferrarse a la vida que se le escapaba. Ella se estremeció bajo su toque. Su respiración, que había sido un susurro, se volvió más fuerte.

Artemisa se acercó, colocando una mano en el hombro de su hermano, e Ilitia observó en silencio, su expresión serena. Pero él apenas las notó; solo tenía ojos para Antheia, quien lentamente comenzaba a reaccionar.

Parpadeó, sus ojos se abrieron lentamente, desorientados y doloridos. La luz alrededor de ellos comenzó a desvanecerse, dejando la habitación en penumbra.

La sostuvo con fuerza, su respiración temblorosa.

Antheia lo miró, pero la ausencia en sus ojos le partió el corazón. Aunque la había traído de vuelta, sabía que el daño era profundo.

Miró a un costado, a su lado, ahí estaba. Envuelta en mantas su pequeña. Apolo no se había percatado hasta que ella volteó a verla. Era tan pequeña, apenas se le veía el rostro, perdido entre las mantas.

Escuchó en Antheia un sollozo, antes de por fin escucharla murmurar:

—¿P-Por...qué...?

—¿Por qué qué?

—¿P-Por...qué me...salvas-te?

Apolo negó con la cabeza.

—No lo sé. Pero no podía dejarte morir.

Los labios de Antheia temblaron en un pequeño puchero por contener el llanto. Su esposo la observó en silencio, sintiendo un enorme agujero en su pecho.

Artemisa dio un paso adelante, pero él levantó una mano, deteniéndola. Quería estar solo con Antheia.

—Déjennos solos —susurró sin mirarlas.

Ambas diosas se miraron, Ilitia no tenía problemas con ello y salió rápidamente. Pero Artemisa parpadeó confundida. Era tan extraño. Su hermano siempre acudía a ella como pilar de apoyo, ¿y ahora la echaba?

Miró a la pequeña familia. Por primera vez se daba cuenta de ese hecho. Hasta entonces Apolo nunca había mostrado un interés real hacia Antheia, la veía más como un objeto y ahora por fin había encontrado un punto de unión.

La diosa suspiró. Ojalá él se hubiera dado cuenta de esto mucho antes. Salió sin decir nada, dejándolos solos.

Antheia se abrazó al pequeño cuerpo a su lado, sollozando. Las lágrimas caían silenciosas por sus mejillas, empapando las mantas en las que su hija yacía. El llanto ahogado escapaba de sus labios, aunque tratara de contenerlo. Por primera vez en mucho tiempo, Apolo se sintió sin palabras. Permaneció a su lado, observándola, sin saber si tocarla para darle consuelo, sería bien recibido.

—Antheia, mírame —susurró, pero ella mantuvo el rostro enterrado en la manta. Su mano temblorosa se movió hasta alcanzar la de ella, pero Antheia se estremeció al contacto, como si el simple roce le causara dolor. Él la soltó de inmediato, su corazón encogiéndose ante su reacción—. Yo...

—Fue mi culpa —gimoteó—. Debí haberte escuchado. No debí haber ido.

El dios bajó la vista. Una parte suya, sí. Quería culparla.

Quería tomarla de los hombros y sacudirla por haber sido tan imprudente.

Pero no podía.

No cuando él era el que tenía poder de los dos y podría haber sido tan fácil haberla obligado a quedarse. Podría haberse negado con más ahínco, haberla encerrado en su habitación.

Había ocurrido en su templo. En sus dominios.

¿Cómo podía culparla a ella, una mortal indefensa, cuando él, un dios, no se había dado cuenta a tiempo?

—No. No lo es —dijo con firmeza—. No es tu culpa. Nunca lo será. —Ella no respondió. Solo se abrazó más al pequeño bulto—. Antheia...

—Los quiero muertos.

Lo dijo con tal veneno en su voz que Apolo no estaba seguro de haberla escuchado bien.

—¿Qué?

—Si no es mi culpa —susurró—. Entonces quiero a los culpables muertos.

—Artemisa los mató.

Aunque si le preguntaban, al dios le encantaría haberlos matado él mismo. No le parecía suficiente.

—No. No están muertos. No los culpables.

Apolo frunció el ceño, sin comprender.

—¿De qué estás hablando?

El rostro de Apolo se endureció al escuchar las palabras de Antheia. Cada frase que pronunciaba iba destapando una furia tan intensa que sentía como si su sangre se convirtiera en fuego líquido. Apretó los puños, sus dedos temblando mientras intentaba procesar lo que acababa de escuchar.

Le contó todo.

Su madre no había estado contenta con su visita. Y al parecer, el esposo de ella tampoco.

Su madre la había visitado en el templo.

Su madre sabía que ellos no tenían una buena relación.

Los hombres buscaban a la esposa del dios del templo. No buscaban robar. La buscaban a ella.

Se levantó con un movimiento brusco, y el aire en la habitación pareció cargarse de energía. Dio unos pasos en la habitación, sus ojos fijos en un punto distante mientras trataba de procesar lo que ahora sabía. Finalmente, giró sobre sus talones, con una furia contenida en sus ojos, y clavó su mirada en ella.

—¿Estás segura?

—Averigualo. Si no fue ella directamente, ella le contó a alguien. Nadie más sabía que estaba en ese templo, solo ella. —La última palabra se le rompió en la garganta, y Apolo sintió que algo dentro de él se desmoronaba.

Cerró los ojos por un instante, intentando contener la rabia desbordante que amenazaba con consumirlo. Respiró profundamente, tratando de mantener el control, pero sus manos temblaban con la necesidad de actuar, de hacer justicia.

Si era cierto, era un crimen serio. Asesinaron a sus fieles. Intentaron asesinar a su esposa y eran culpables de la muerte de su hija.

Un asesinato dentro de su templo, en sus dominios, era una ofensa que ningún dios, menos él, podía ignorar. Y un crimen de sangre requería retribución, una venganza a la altura de los que habían cometido esa traición.

Su mente tejía una red de consecuencias. Sabía lo que implicaba un acto así: las Erinias no necesitarían una invocación para oír sus súplicas; acudirían por su propia cuenta para castigar a quienes lo habían osado desafiar. Y aunque tenía poder para convocarlas, no quería quedarse de brazos cruzados.

No, esto era personal.

—¿Deseas algo en concreto? —murmuró, y la promesa de venganza en su voz era tan gélida como el filo de una espada.

Antheia ladeó la cabeza. Tenía el rostro sin expresión alguna, como si ya no fuera capaz de sentir algo.

—Quiero que ellos sufran. Que sientan cada momento de lo que me hicieron, que experimenten el miedo, la impotencia. Que sepan lo que es estar a un paso de la muerte, atrapados en su propia vulnerabilidad, que rueguen por su muerte.

Con un último vistazo a su esposa y su hija muerta en brazos, Apolo salió de la habitación.

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Apolo, siendo un dios, era capaz de mucha ternura y compasión, si se lo proponía. Pero también de una crueldad y depravación que no conocía límites para aquellos incautos e insensatos que no temían las consecuencias de ofenderlo.

Ser el receptor de su ira era algo que una persona inteligente evitaría. Una vez, un sátiro llamado Marcias había osado vanagloriarse mejor músico que él, Apolo no había tolerado tal ofensa y lo había retado a un duelo que, desde el principio, Marcias no podía ganar. Y cómo ganador, Apolo tenía decisión de imponer el castigo: le arrancó la piel con sus propias manos.

Observó todo el día a los habitantes de Volos. No le importaba que allí hubieran inocentes, porque a su criterio, no había inocentes. Ninguno de ellos había acudido a los gritos de terror y auxilio de su gente.

Nadie escaparía.

Escuchó atentamente sus conversaciones. Aprendió quienes habían participado y por qué, no sabía si le repugnaba más que los motivos fueran odio, vergüenza y desprecio, o el oro.

Aprendió que Minusa no amaba a Antheia. La veía como una carga que pensaba que había logrado deshacerse hace mucho tiempo. Una carga que la avergonzaba, una carga que despreciaba por no haber servido para atar a Eros a ella.

Aprendió que no le había contado nada a su nuevo esposo. Un hombre que la maltrataba constantemente y encontraba cualquier excusa para herirla. Aprendió que Minusa le temía a Asher. Le temía y lo amaba.

Y Asher había descubierto su mentira. Ahora sabía que su "virtuosa" esposa se había entregado a un dios y fecundado una niña. Se había enojado. La había atacado y ordenado desaparecer su vergüenza.

Pero Minusa temía la ira del dios, mucho más de lo que temía a su esposo, por eso había ido a ver a Antheia en busca de respuestas. Quería ver qué tan profundo era su amor por ella.

Y Antheia había sido honesta. Le había contado sus problemas maritales. Le dio exactamente lo que la mujer deseaba: el conocimiento de que la preocupación de Apolo por su esposa era mínimo y llegó a la conclusión de que no habría represalias.

Minusa tenía cuatro hijos. El mayor, absorbido por las enseñanzas de su padre, no había dudado en buscar asesinos y ladrones de caminos que por unas cuantas monedas habían accedido bajo la promesa de poder quedarse con el oro del templo y, como si fuera poco, asesinar a al sacerdote y profanar a las doncellas.

Antheia no conocía a su hermano, por lo que no podría relacionar el asalto al templo con su madre.

Excepto que fueron tan estúpidos de dejar en claro que buscaban a la esposa del dios del templo.

Y habían condenado su existencia.

Cuando el sol se escondió y la oscuridad cubrió la ciudad, una sombra de muerte cubrió entera la tierra de Valos.

Sosteniendo su enorme arco de oro, lanzó una flecha hacia la ciudad. La flecha voló rápidamente, llevando consigo una enfermedad dolorosa y mortal que se esparció rápidamente por la ciudad, afectando a todos los que se hallaban a su paso.

Empezó como una fiebre repentina y abrasadora, rápida y letal, los infectados caían en segundos, retorciéndose de dolor. La sangre brotaba de sus ojos, llagas y pústulas rompieron la piel, sus carnes se volvieron tan oscuras como la noche; humo salía de su boca, nariz y ojos.

Los gritos de terror y desesperación llenaron el aire suplicando alivio a los dioses. Pero ninguno de los Altos Señores acudió en su ayuda. Les dieron la espalda, algunos deseando no oír el clamor y otros disfrutándolo.

Apolo observó la escena con una sonrisa despiadada. Esos gritos se sentían como música después de haber escuchado el llanto de su esposa. Su corazón estaba lleno de ira y su alma estaba sedienta de venganza.

Su mirada se desvió hacia las afueras, oculta en la noche, la pequeña villa de la familia era ajena al caos que se había desatado. Los gritos, desviados por el dios del este, no llegaban a sus oídos.

Se detuvo frente a la casa, observándola sin mucho interés antes de que ésta comenzara a incendiarse.

La familia salió corriendo, aterrorizados, quedando paralizados ante lo que se desplegaba a su alrededor. Fuera, fue como si el tiempo se hubiera paralizado en ese instante. Ningún sonido, ni siquiera de los animales o el viento en el campo. Sus corazones se detuvieron y sus ojos se llenaron de lágrimas por el pavor.

Una figura descomunal, superando con facilidad a los árboles más grandes de la región, se alzaba con una presencia que parecía borrar el cielo mismo. Su cuerpo era una masa de músculos perfectamente definidos, cubiertos por una piel dorada que brillaba como el sol en pleno mediodía, haciendo imposible mirarlo directamente a los ojos sin sentir que el alma misma ardía bajo su mirada. Su cabello, como llamas líquidas, y en sus manos sostenía un arco de luz pura, mientras flechas de fuego se materializaban a su alrededor, flotando como si aguardaran una orden. El suelo temblaba bajo sus pies, y el aire a su alrededor era sofocante, cargado de una energía que quemaba al respirar.

Un halo de luz blanca y dorada lo rodeaba, y los mortales que lo rodeaban se cubrían los ojos con la mano.

En su furia divina, era el amanecer y el crepúsculo, la belleza que quema y destruye, un dios cuya ira era tan deslumbrante como insoportable.

La familia entera se desplomó de rodillas, como si el peso de su presencia los aplastara contra la tierra. La pareja intentó levantarse, pero sus piernas temblaban incontrolablemente, y la fuerza simplemente los abandonó.

El sonido de sollozos era lo único que interrumpía el silencio agónico. Hasta que él habló. Una voz profunda, antigua y sobrenatural.

—¿Qué han hecho? —Cada palabra vibró en sus pechos, amenazando con aplastar sus corazones.

El aire alrededor se volvió pesado, cargado de una energía electrificada que erizó cada vello de sus cuerpos y los paralizó en un terror instintivo.

—M-Mi... mi señor... —balbuceó el hombre, su voz quebrada y apenas un susurro mientras temblaba de pies a cabeza—. P-por favor... no... no sabemos... ¿Qué... qué hicimos?

—¡Saben! —bramó haciendo que la tierra temblara—. Saben y no les importó.

El silencio que siguió a su sentencia fue peor que cualquier sonido.

La mujer cayó al suelo, cubriéndose la cara con las manos, mientras el hombre intentaba hablar, pero las palabras morían en su garganta, atrapadas entre el terror y el remordimiento.

Apolo inclinó la cabeza, sus ojos dorados, ardientes como el sol naciente, se fijaron en la mujer. Ella sintió su mirada como una llama viva, penetrando su alma, quemando cada mentira y cada excusa que había construido para justificarse.

—Has traicionado la sangre que corre por tus venas —dijo Apolo, su voz como un trueno lejano que anunciaba tormenta

La mujer intentó hablar de nuevo, pero un solo movimiento de la mano de Apolo bastó para silenciarla. Las gotas de sudor frío le recorrían el rostro, contrastando con el calor abrasador que parecía emanar del dios.

—¡¿Qué hicimos para que ofenderlo?! —espetó el hijo mayor, su voz temblando entre desafío y miedo, mientras sus ojos se clavaban en el suelo, incapaces de enfrentar la mirada divina—. ¡Mi glorioso señor, no hemos hecho nada de lo que se nos acuse!

Apolo se giró lentamente hacia él, y por un momento, el hombre pensó que podría haber convencido al dios. Esperanza que se rompió al mismo tiempo que el sonido horripilante de los huesos quebrándose bajo la piel del joven.

Se retorció en el suelo, revolcándose en el barro y sollozando. Minusa gritó de pánico, sus hijos pequeños aferrándose a sus faldas en un llanto desesperado.

—¿Le mientes al dios de la verdad?

El suelo bajo sus pies se fracturó, emitiendo un crujido que reverberó como un eco de condenación. El aire se llenó de un calor sofocante que hacía arder la garganta con cada inhalación. La ira del dios no disminuía; al contrario, parecía crecer con cada segundo que pasaba, como una tormenta solar lista para consumir todo a su paso.

Minusa intentó proteger a sus hijos pequeños, abrazándolos como si su frágil humanidad pudiera resguardarlos de la divinidad implacable. Sus labios se movían, musitando plegarias incoherentes, pero Apolo no era un dios al que pudieran apelar con súplicas vacías.

Asher, el esposo, intentó recuperar el valor, apretando los dientes mientras trataba de erguirse.

—¡Por favor, mi señor! —rogó Asher, alzando las manos—. No sabíamos... no sabíamos que esto le ofendería tanto.

—¿No sabías? —repitió Apolo con una voz cargada de un veneno contenido, su tono burlón y cruel—. ¿No sabías que asesinar a sacerdotes en mi templo, que profanar a mis doncellas, que atacar a mi esposa sería una ofensa? ¿O creíste que, porque yo no miraba en ese instante, mis leyes podían ignorarse?

Asher cayó de rodillas, su cuerpo traicionándolo, incapaz de soportar la presión divina que lo aplastaba. Las palabras murieron en su garganta, y lo único que pudo emitir fue un débil balbuceo incomprensible.

Apolo no se detuvo. Su mirada volvió a Minusa, y su voz resonó como un trueno que sacudió la casa en sus cimientos.

—Eres peor que él. —La acusación cayó como una sentencia inapelable—. Has traicionado a tu propia hija, tu carne, y por tu mano la sangre de inocentes ha sido derramada. Has cometido el pecado más grave de todos y tú castigo será el peor.

Minusa cayó al suelo, su cuerpo sacudido por sollozos desesperados, mientras intentaba cubrirse con sus manos, como si eso pudiera protegerla de la ira del dios.

—¡S-se lo ruego! —gritó con desesperación, su voz ahogada entre lágrimas—. ¡Perdóneme! No quería que esto ocurriera.

—¿Perdonarte? —La voz de Apolo era un filo cortante, su rostro una máscara de fría furia—. ¿Crees que un dios perdona tan fácilmente? Pensaste que Antheia no significaba nada para mí, pero olvidaste que nadie tiene permitido tocar las pertenencias de un dios. Han profanado mis territorios, masacrado a mis fieles, aterrorizado a mi esposa y asesinado a mi hija. Nada de lo que digas podrá salvarte.

Levantó una mano, y la luz que lo rodeaba se intensificó, cegadora, quemando las sombras alrededor. Los niños lloraban, abrazándose unos a otros, mientras la desesperación de Minusa alcanzaba su punto máximo. Asher intentó abalanzarse hacia el dios, en un acto de desafío final, pero fue detenido en el aire por una fuerza invisible, su cuerpo levantado como si no pesara nada.

—Por tu mano, esta sangre fue derramada. Por tu cobardía, este dolor se desató. Y ahora... pagarás el precio.

Con un simple gesto, lo dejó caer al suelo como un muñeco roto, su cuerpo inerte, sin vida. Minusa gritó desgarradoramente, abrazando el cadáver de su esposo mientras las lágrimas corrían por su rostro.

Apolo se inclinó hacia ella, sus ojos ardiendo con un brillo aterrador.

—¿Lloras más la muerte de tu esposo que la de tu hijo? Ciertamente no mereces ser llamada madre.

Miró a los dos niños. Uno de catorce y uno de diez. Se aferraron unos a otros, sus ojos inundados de lágrimas.

—No culpo a los niños por los pecados de los padres —declaró, su voz resonando como el eco de un trueno lejano—. Pero no por ello escaparán del castigo.

La mujer, desesperada, se arrastró hacia él, con las manos extendidas en un gesto de súplica.

—¡Por favor, mi señor! ¡No por mis hijos! ¡Ellos no tienen culpa! —rogó, las lágrimas cayendo al suelo.

Apolo la observó con un desprecio helado, su presencia divina tan inmensa que parecía que el mundo se encogía a su alrededor.

—¿Y qué hay de la hija a la que quisiste condenar? ¿De las vidas que sus acciones destruyeron? No hay piedad para quienes desprecian la justicia de los dioses.

Minusa solo pudo sollozar, balbucear palabras vacías de perdón y arrepentimiento. Palabras que Apolo no estaba interesado en escuchar.

—Tus hijos son la extensión de tus actos. Heredan tu malicia y tu cobardía. Si no aprendieron de ti, aprenderán del destino que les daré. —Apolo alzó su arco--. Has sellado su destino con odio y rencor. La sangre que corre por sus venas está contaminada con tu traición y necesita ser purificada.

Los niños se miraron el uno al otro. Algo les invadió, una sensación extraña y creciente que no podían entender. Sus piernas comenzaron a temblar, y sus espaldas se doblaron hasta que sus manos se pegaron al suelo. Un suave pelaje brotó de sus cuerpos, sus rostros se alargaron y sus dientes crecieron hasta convertirse en filosos colmillos.

Minusa observó entre fascinada y horrorizada la transformación. Frente a ella, lo que antes habían sido sus dos pequeños hijos, ahora habían dos perros. Uno de pelaje negro como la noche, el otro blanco como la luna llena. La miraban sin reconocerla, se inclinaron en obediencia ante el dios.

—A partir de este momento, vivirán bajo la voluntad de la única que puede purificar la mancha que llevan. La única de tu descendencia que no fue contaminada con tu crianza. Ella los guiará, como lo hizo el destino con aquellos que ya no pueden regresar a la humanidad que perdieron —continuó Apolo, observando con una frialdad distante.

Permaneció inmóvil, mirando fijamente a la mujer, cuyos ojos temblaban ante la mirada de ira que el dios del sol le dirigía. El aire vibraba con la tensión mientras levantó su gigantesco arco, apuntándola con sus flechas.

Antes de que pudiera reaccionar, el aire se regó de una brisa suave y aromática, una luz resplandeció a su lado, y el dios se giró irritado hacia quien acababa de llegar.

Ahí, en medio de la oscura noche de Volos que había sido iluminada como el día, Minusa observó entre lágrimas la figura divina de dos dioses.

El recién llegado, hermoso como ningúno, de largos cabellos negros y ojos rojos como la sangre, le heló el cuerpo aún más si era posible. El odio en su mirada era palpable, y Minusa supo que haber sido su amante ahora la condenaba con mayor magnitud.

—¿Qué haces aquí, Eros?

Eros no se inmutó ante la pregunta. Sus ojos se movieron lentamente de Apolo a Minusa y luego de regreso al dios del sol.

—Esta mujer me pertenece —dijo sin emociones—. No tienes derecho a castigarla.

Apolo se mantuvo inmóvil, sus ojos fijos en el dios que había osado poner en duda su voluntad. La atmósfera en el lugar se volvió densa, cargada con la tensión de la amenaza implícita.

La mujer sollozó, tratando de contener su alivio. ¿Había equivocado sus creencias sobre los verdaderos afectos del dios del amor? ¿Acaso la amaba tanto que estaba dispuesto a ignorar sus pecados?

—¿Defiendes sus acciones? —cuestionó Apolo con ira contenida.

—No. Pero seré yo quién le imparta su castigo.

Las esperanzas de Minusa se rompieron.

Ambos dioses se sostuvieron la mirada, las palabras no necesarias flotando entre ellos como una nube cargada de electricidad. Apolo se tensó, su orgullo visible en la línea de su mandíbula, su pecho levantándose con cada respiración, como si el mero acto de ceder fuera una ofensa a su naturaleza. Sin embargo, al final, su mirada cedió, un atisbo de frustración cruzando sus ojos dorados.

—Está bien, que así sea.

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Antheia no había soltado el pequeño bulto que era su hija envuelta en mantas. Sus ojos vacíos la miraban sin verla. Se mecía como si estuviera arrullándola y cantando una canción de cuna.

Aquello le rompió el corazón a Apolo.

Se adentró en la habitación sin deseos de hacerlo realmente. Se sentó a su lado, esperando encontrar las palabras correctas que no la hicieran caer más en la locura que ya estaba.

Había regresado con el alma teñida de ira. Había sido rápido, implacable, y la cólera que aún palpitaba en sus venas no se había disipado por completo, ni siquiera cuando cruzó el umbral de la habitación donde Antheia se encontraba. Los ecos de la violencia que acababa de desatar seguían resonando en su pecho, pero al ver a su esposa allí, abrazando a su hija fallecida como si fuera lo único que le quedaba, algo en él se quebró.

Antheia no había notado su presencia. Ella seguía meciéndose lentamente, sus dedos rozando la manta en un vaivén monótono. Apolo deseaba gritar, reclamarle que dejara de hundirse en esa oscuridad. Pero algo dentro de él, una voz que venía de lo más profundo de su ser, le decía que su furia no tenía cabida ahí. No en ese momento.

Se acercó, como si temiera que cualquier movimiento brusco pudiera quebrar la delicada calma que lo envolvía. Se sentó junto a ella, sus ojos dorados fijos en su rostro, buscando alguna señal, aunque fuera mínima, de que la mujer que alguna vez había sido tan fuerte seguía ahí.

—Antheia... —susurró, su voz más suave de lo que habría querido, más cálida de lo que sus emociones le permitían.

—Mírala —dijo ella en igual tono—. Yo la hice en mi vientre. ¿No te parece un milagro?

Un silencio profundo siguió a sus palabras, pesado y denso.

Él había esperado que al regresar, algo en ella cambiara. Quizás un atisbo de reconocimiento, un rayo de esperanza, algo que indicara que aún quedaba una chispa de la mujer que conocía. Pero allí estaba ella, más distante que nunca, más aislada en su propio dolor.

Se inclinó ligeramente hacia ella, acercándose más, sin saber si era lo que debía hacer, pero sintiendo que no tenía más opción que estar cerca. Quería que lo viera, que lo notara, que comprendiera que él aún estaba allí, a su lado, pero las palabras le fallaban. No podía decir nada que no fuera vacío; sus propios sentimientos se retorcían como una maraña de confusión.

Se inclinó hacia ella, su mano extendiéndose hacia la de Antheia. La tocó, pero la sensación fue fría, distante. La calidez de su toque no alcanzaba a disipar la niebla de dolor que la envolvía.

—Antheia —repitió esperando que su voz la despertara de su ilusión—. Cumplí tu deseo. Los culpables pagaron con su vida.

La joven lentamente levantó la mirada.

—Nunca será suficiente —murmuró.

—Lo sé.

Apolo cerró los ojos, sintiendo un nudo formarse en su garganta. Sabía que nada de lo que dijera podría aliviarla.

Nada podía aliviarlo a él.

Verla así, tan rota, con el cuerpo carente de la vida que ambos habían creado, le hizo darse cuenta de una realidad que hasta entonces no había comprendido del todo.

Esa niña era su hija.

Su primogénita.

Ahogó un sollozo, sin importarle en absoluto lo que Antheia pudiera decir o hacer, se arrodilló en la cama, tomándola en fuerte abrazo contra su pecho.

Ambos lloraron por la vida que habían perdido y que no se habían dado cuenta que amaban, hasta que fue demasiado tarde.

Ya solo queda el epílogo y terminamos el primer arco.

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