ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ɴᴜᴇᴠᴇ
Advertencia de contenido: capitulo +18 explícito.
ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ɴᴜᴇᴠᴇ
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━━━EL MIEDO ES EL PRIMER INSTINTO BÁSICO DE LOS HUMANOS.
Apolo la tomó por la nuca, aferrando su mano en el cabello, obligándola a verlo hacia arriba.
—Hablas de lo que provocas en mí, pero tu cuerpo tiembla al tenerme cerca —respondió con voz ronca—. No necesito obligarte a hacer nada.
Metió una mano entre sus piernas, haciéndola soltar un jadeo de sorpresa.
—Apenas te he tocado y ya estás mojada.
Intentó apartarlo, pero solo pudo sujetarse a su ropa al sentir sus dedos acariciándola.
—Suéltame —dijo sin verdadero esfuerzo. Tenía las mejillas ruborizadas y los labios entreabiertos, tratando de ocultar los gemidos con cada caricia.
—A pesar de esa capa orgullosa e indiferente que te has empeñado en mostrar a todo el mundo, no puedes esconder de mí lo necesitada que has estado de mi toque —susurró con una sonrisa oscura y triunfante.
Le temblaban las piernas, apenas sosteniéndose en su agarre. Sus dedos se movieron trazando círculos perezosos alrededor de su entrada, provocando que se retorciera contra él sin poder contenerse a pesar de su esfuerzo por mantener la compostura.
—N-No...no es... —intentó justificarse, pero su mente comenzaba a nublarse por el deseo.
Apartó la mano de ella, y Antheia lo agradeció internamente. Tenía los dedos mojados por sus jugos, y se rió ante la vista.
—¡Eso no prueba nada! —espetó intentando soltarse de su agarre, pero él la agarró más fuerte del cabello.
—Por los dioses, eres la más insoportable de todas mis mujeres, nunca dejas de ser una piedra en el camino —se quejó molesto—, nunca paras de irritarme, siempre estás peleando por todo.
—¡Solo quiero respeto! —exclamó indignada.
Tiró con más fuerza de su cabello, hasta que soltó un gemido de dolor que se transformó en uno de excitación.
—¡Y yo solo quiero silencio de ti! —Sonrió con perversión, aplicando fuerza sobre ella para arrastrarla al suelo, de rodillas ante él—. Te ves mejor así y, como te niegas a mantener esa boca cerrada, sé que hay un uso mucho mejor para ella. —Mientras hablaba, apartó la tela de su quitón.
Sin que pudiera evitarlo, la invadió ese cosquilleo en el vientre al que se había acostumbrado con tanta facilidad y que la llenaba de una emoción que no debería sentir. Entreabrió la boca levemente mientras miraba de un lado a otro entre los ojos del dios y su erección.
Una sonrisa de satisfacción y orgullo apareció en su rostro mientras la obligaba a darse cuenta de su posición actual.
Atrajo su cabeza hacia su miembro palpitante, presionando la punta contra los labios. El cosquilleo se intensificó en su vientre, quería tanto obedecerlo y volver a estar entre sus brazos donde había descubierto el placer más grande, pero su orgullo era igual al de él y se negaba a seguir sucumbiendo a su voluntad, así que mantuvo los labios cerrados.
Un gruñido de frustración salió de él, irritado por la continua negativa a someterse a su voluntad.
—Siempre tan jodidamente terca.
Soltó su miembro, agarrándole la mandíbula con fuerza, un grito ahogado salió de su garganta mientras se empujó en ella. Odió la manera en que de inmediato la boca se le hizo agua, gimió en contra de su voluntad. Amaba tomarlo de aquella manera, pero odiaba la sonrisa burlona en su rostro al verla de rodillas ante él.
Enterró la mano en su cabello, guiando sus movimientos, mientras la punta golpeaba la parte posterior de su garganta. La saliva escurrió por sus labios, sus ojos picaban con lágrimas por la brusquedad, pero se aferró a sus caderas, clavando las uñas en los muslos. Miró hacia arriba, viéndolo entre las pestañas y gimió ante la vista.
Tenía la cabeza estirada hacia atrás, los labios entreabiertos y sintió su propia humedad bajando entre las piernas.
Cuando finalmente la soltó, Antheia se derrumbó en el suelo, jadeando, luchando con la respiración. Era una vista hermosa y lasciva para sus ojos. Los rastros de saliva y su semilla escurriendo por los costados de la boca, el maquillaje ensuciando su rostro por las lágrimas, la capa se había caído y estaba tan desnuda como había llegado al mundo.
—¿Ves lo fácil que es hacer que esa lengua rebelde se calle? —dijo colocándose en cuclillas a su lado, pero no había ira en su rostro, solo lujuria. Colocó el pulgar alrededor de sus labios, limpiando los restos de su deseo.
El desprecio y pasión hacia él recorrió cada fibra de su ser, entrelazados en uno solo, estaba al rojo vivo y quemando en su vientre, sintiéndose tan necesitada como él. Quería ser capaz de arañar su rostro y borrar esa sonrisa; en su lugar, se arrojó contra él, besándolo.
La sorpresa duró apenas un instante y se disipó de inmediato. Lo reemplazó la urgencia de sentirla cerca. Sujetándola por la cintura, la arrastró a horcajadas sobre sus caderas, la urgencia palpitando en su entrepierna. Devoró su boca con el hambre de las semanas que habían pasado lejos el uno del otro.
Moviéndose sobre él, enredó los dedos más en sus mechones dorados para recuperar algo de estabilidad. Buscaba desesperada un poco de satisfacción al ardiente calor que estaba sintiendo. Clavó las uñas en sus hombros y él la empujó contra el piso.
La besó profundamente, mientras se acomodaba entre sus muslos, frotándose contra su centro desnudo.
—Te odio —jadeó en su boca, aún sin dejar de besarlo y envolviendo las piernas alrededor de su cintura.
—Tranquila, el sentimiento es mutuo —gruñó mientras se frotaba contra su entrada.
Sus besos bajaron por su mandíbula y cuello, dejando un rastro caliente a su paso. Mordió y chupó su piel con desesperación, marcándola en cada espacio de piel que encontraba. Se sentía tan bien tenerla de nuevo así, era como una droga de la que no podía pasarse sin su dosis regular.
Continuó bajando hasta sus senos, donde se llevó uno a la boca. Gimió contra su carne sensible, saboreando su piel, succionaba y acariciaba, tratando de obtener más de ese hermoso sonido de su boca. Sus manos la modelaron, pasando la lengua alrededor del pezón, antes de morderlo ligeramente, y ella se sacudió, arqueandose debajo suyo.
Su boca bajó más, pasando la lengua por el valle de sus senos al vientre y luego por el costado del muslo, sintiendo el calor de su sangre latir bajo su tacto divino.
Su respiración se volvió más pesada, deseosa. Le sujetó las caderas para mantenerla quieta, con los dedos profundizando en la carne suave, mientras los besaba, dejando enrojecidas marcas en su camino. Levantó un muslo sobre el hombro, dándole esos desesperados y hambrientos en la parte interna. Su aroma le llenó los sentidos, mezclado con el propio, lo estaba volviendo loco por dentro.
Se sentó, arrastrándola consigo, enredó las piernas en su cadera.
Un jadeo brotó de sus labios, sintiendo prendida fuego, cuando empujó la punta contra su dolorida entrada. Agarrándola de las caderas con una fuerza demoledora, se hundió en ella, haciéndolos soltar un ensordecedor gemido a ambos.
Esa primera estocada lo llevó al borde, se sumió en un torbellino de placer y cayó sobre ella, apoyando las manos en el suelo, intentando concentrarse. Jadeando, apoyó la frente contra la de ella, los ojos cerrados, su miembro palpitaba dentro de su apretada cavidad, sintiendo cada centímetro de su calor, su humedad, su perfección.
La sensación de estar nuevamente dentro de ella fue tan maravillosa que sintió su enojo crecer.
¡¿Por qué?! ¿En qué momento se había vuelto tan dependiente de Antheia?
La odiaba tanto por tener ese control sobre él.
Bombeó fuerte y rápido. No hubo gentileza en ello, desde la entrada hasta la base en cuestión de segundos.
El estiramiento alrededor de su circunferencia ardía de la mejor manera. Lo odiaba, pero le encantaba cómo se sentía tenerlo dentro suyo. Era tan agresivo e indiferente. Sus manos alrededor de su cintura fueron como una cadena, aferrándose a ella, desesperado por cada una de sus reacciones.
Clavó los dedos en sus bíceps mientras se arqueaba hacia él, presionando la frente contra su hombro para amortiguar el gemido que le salió de la garganta.
El sonido húmedo y la piel al golpearse llenó la estancia, el olor a sexo flotando entre ambos. Su miembro se curvaba perfectamente para frotarse contra sus paredes, haciendo que sus rodillas se sintieran débiles.
Tocó una parte tan profunda que era como si fuera imposible volver a recordar cómo vivía sin él. Lo odiaba, odiaba como hacía que se olvidará de todo lo que significaba mantener una mente clara, dejándola hecha un completo desastre. Pero de alguna manera se sentía desesperada porque nunca se detuviera, por mucho que la ira creciera en su interior. Necesitaba más.
Intentó aferrarse a él, buscando su rostro para besarlo, pero Apolo colocó una mano en su cuello, manteniéndola prisionera contra el suelo.
—No —susurró—. Quiero escucharte. Suenas tan bonita cuando el único sonido que sale de tí son gemidos.
Su cuerpo temblaba, los músculos de su vientre se tensaron. Sin soltarla, se acomodó mejor, subiendo una pierna sobre su hombro y comenzó a embestir a un ritmo que la hizo sollozar. La punta golpeaba el cérvix una y otra vez, provocando punzadas de dolor que se derretía en placer.
La primera ola del orgasmo la golpeó, intentó controlar el dolor en el vientre. Se aferró como pudo, arrastrando las uñas por su espalda, pero la vista de su esposo sobre ella, temblando por su propio clímax, el sudor en su frente, los ojos cerrados y los labios entreabiertos la llevó al límite.
—Mírame —dijo entre jadeos. Llevó una mano a su rostro—. Mírame, quiero ver tus ojos.
Abrió los ojos. Un dorado tan intenso que le dio la sensación de estar viendo directamente al sol. La furia y el deseo combinados en ellos. Apoyó la frente contra ella, sin dejar de mirarla al tiempo que se derramaba dentro suyo.
La besó profundamente, desesperado por reclamar su último aliento, mientras los últimos espasmos lo recorrían.
Los dos se quedaron allí, tratando de recuperar el aliento, abrazados como si el otro fuera una tabla de madera en medio del océano, la única forma de sobrevivir. Él maldijo contra su boca, dejándose caer completamente sobre ella.
Se sintió demasiado extraño. Antes había algo en el aire, algo entre ellos que les dejaba fingir que se llevaban bien hasta el alba, cuando la magia se rompía y volvían a ser dos seres obligados a permanecer juntos cuando solo se detestaban.
Pero en ese momento, no pudieron. No cuando moverse era lo último que querían. Solo querían estar así, tan cerca que se sentía como ser uno mismo, respirando el mismo aliento, sintiendo el retumbar de sus corazones, el calor de sus cuerpos.
Ella pasó los dedos por sus mejillas y la mandíbula. Apolo cerró los ojos ante el contacto, pero el gesto se veía tan relajado, en lugar de molesto como era habitual cuando lo intentaba tocar.
Todavía estaban enojados. La situación era un completo desastre. Pero por un instante, quisieron fingir que había algo más allí.
Pasaron varios minutos antes de que uno de los dos se moviera. Cuando abrió los ojos, soltó un bufido.
—Eres una maldita pesadilla —dijo, con una voz tan suave que casi sonaba como un susurro. Ella soltó una leve risita, y pasó las uñas sobre sus hombros.
Él fue el primero en moverse, pero no se levantó. En su lugar, se recostó sobre su pecho, su cabeza apoyada en su hombro, y pronto se quedaron dormidos.
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Antheia no sabía qué esperar cuando se despertó.
Era de noche, entraba una brisa fresca por la ventana. Estaba acostada en el suelo, apenas envuelta por una sábana de lino, pero no tenía frío.
¿Cómo tenerlo cuando estaba acurrucada, completamente envuelta en brazos del dios del sol?
Era como dormir al lado de un brasero a leña.
Tenían las piernas enlazadas, con un brazo arrojado alrededor de su cintura, abrazado contra su espalda desnuda y el rostro enterrado en su cuello. Se movió ligeramente, todavía adormilada, pero él soltó un gruñido bajo.
—Ni se te ocurra moverte —murmuró contra su cuello, la voz ronca y somnolienta. Su brazo se apretó alrededor de su cintura, reteniéndola a su lado—. Estoy cómodo.
Se quedó quieta, ella también estaba demasiado cómoda. Estos eran los pocos momentos donde llegaba a pensar que algo cambiaba en él, pero era solo una ilusión. Al final, cada mañana todo volvía a la normalidad.
Con cuidado, giró la cabeza, mirando el rostro dormido de su esposo. La luz de la luna filtrada a través de las cortinas realzaba los contornos de su rostro, iluminando suavemente su piel dorada.
Era tan injusto. La sangre del linaje de la diosa del amor corría por sus venas, ¿por qué no podía tener un matrimonio al menos cariñoso?
Sus ojos se llenaron de lágrimas. No le importó si lo hacía enojar. Se volteó como pudo, ignorando el ceño fruncido de Apolo, pero no le dijo nada, así que siguió. Se acurrucó contra su pecho, derramando lágrimas silenciosas, acarició su pecho y él la envolvió en sus brazos.
Cerró los ojos, y trató de imaginar que había amor entre ellos. Quizás no era una solución a todos sus problemas, pero era mejor que ser consciente que cuando saliera el sol, volvería a ser una carga para él.
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Hiperbórea era una tierra mítica situada más allá del viento del norte.
Era un lugar de eterna primavera, con una naturaleza exuberante y un clima templado y agradable durante todo el año. Los habitantes de Hiperbórea, los hiperbóreos, eran un pueblo pacífico y devoto que vivía en una armonía idílica, adorando a Apolo con una devoción magistral. Incluso lo veneraban más que a Zeus.
Leto se había intentando refugiar en esta tierra mítica para dar a luz, huyendo de la persecución de Hera. Apolo siempre tuvo una conexión especial con Hiperbórea debido a este vínculo maternal y la devoción de sus habitantes hacia él.
Cada año, cuando llegaba el invierno, viajaba a Hiperbórea. Buscaba escapar del frío y oscuridad, para buscar la luz y el calor que ofrecía ese lugar. Y sus habitantes lo recibían con celebraciones y rituales en su honor. Pasaba tres meses entre ellos, descansando y rejuveneciéndose en este paraíso terrenal. Estando allí compartía su conocimiento y dones con los hiperbóreos, fortaleciendo su conexión divina con ellos.
A su regreso a Grecia, con la llegada de la primavera, estaba renovado y listo para retomar sus deberes como dios.
Apenas una semana después de los juegos, Apolo se estaba preparando para marcharse a Hiperbórea, y tal como hacía cada año, se llevaría a sus musas con él.
Había sido una semana tranquila, más de lo que Antheia había esperado. No se habían dicho nada, solo se veían en las noches, pero estaba segura de qué algo había cambiado luego de haber dormida aferrada a él, llorando por lo que podrían tener si al menos lo intentarán.
Apolo nunca le dijo si se había dado cuenta de su llanto, pero la tocaba con más cuidado, le acariciaba el rostro y la abrazaba tiernamente luego de hacer el amor. Se quedaba con ella en el amanecer y desayunaban juntos, en silencio, pero se hacían compañía.
Luego él se marchaba y no volvía a saber nada hasta la noche. Nadie la molestaba, se sentía como si fuera invisible. Y quizá lo prefería así antes de ser molestada como era normal en el palacio.
Por eso no estaba segura de cómo sentirse ahora que sabía que él se iría tres meses a una tierra cálida y exótica con sus nueve amantes.
Estaba de pie en la entrada, observando a los sirvientes que irían a Hiperbórea. La brisa fresca de la mañana agitaba su cabello, pero ella apenas lo notaba. Su mente estaba atrapada en una maraña de dudas.
Si Afrodita leyera sus pensamientos, diría que era resentimiento y celos al imaginarlo en esa tierra mágica, rodeado por las musas. Pero no. Era más bien decepción.
Comenzaba a sentirse resignada y muy decepcionada, porque si Apolo fuera siempre como era cuando estaban a solas en su habitación, Antheia podría imaginarse a sí misma amándolo.
Pero no era así, y no tenía nada más que tristeza. Nunca podría tener un amor como el que de niña anhelaba: como el de la señora Psique y su padre.
Respiró profundo al ver a las musas desfilar frente a ellas hacía la salida. Le dieron una mirada burlesca antes de esperar en la puerta a Apolo.
«¿Sería tan diferente si yo pudiera acompañarlo?» se preguntaba una y otra vez, aunque sabía que esa posibilidad era nula.
Mientras miraba, Apolo se acercó a ellos. Al lado de Antheia estaban el resto de todos sus amantes, todos listos para despedirlo con lágrimas en los ojos y palabras de amores perdidos. A ella le parecía ridículo, a veces, Apolo ni se acordaba el nombre de la mayoría.
Y aún así, se despidió de cada uno con más afecto que lo que ella podría esperar. Ni siquiera le dirigió la mirada. Pasó por su lado, ignorándola.
Respiró profundo. Ella ya sabía que sería así. Nada había cambiado.
Decidió que no valía la pena.
Se estaba por retirar, pero justo antes de cruzar el umbral, Apolo se detuvo abruptamente. Un silencio se extendió por el templo cuando todos los presentes, incluidas las musas, lo miraron expectantes.
Se giró, y por un momento, su mirada se cruzó con la de Antheia.
—Antheia está a cargo —declaró con voz tensa—. Obedezcan o tomaré cualquier falta de respeto como una falta hacia mí.
Los murmullos de sorpresa y disgusto llenaron el aire. Las musas intercambiaron miradas incrédulas. Antheia, por su parte, sintió que su corazón se aceleraba aún más, una mezcla de emoción y nerviosismo apoderándose de ella.
—Vámonos —dijo siguiendo su camino.
Caliope dio un paso hacia él retorciendo sus manos con nervios.
—Pero, mi señor...usted..ella...
Apolo la miró con frialdad.
—He dicho vámonos —repitió con voz dura.
Calíope trago saliva y asintió. Las demás la imitaron y lo siguieron a la salida.
El resto la miraron, nerviosos ahora que ella tenía el verdadero poder. Debería ser el día más feliz hasta ahora desde que estaba casada con él, pero solo sintió paz.
—Vuelvan cada uno a lo suyo —fue lo único que dijo.
La multitud se dispersó lentamente, murmurando el descontento y la confusión.
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Los días pasaron con una lentitud que resultaba aburrida. Liria era su única compañía. Ella y Kayron.
Estaba sentada en el jardín, con el sol en alto en el cielo, bañando todo con su luz dorada. Antheia se divertía al ver como Liria miraba embelesada al sátiro que les tocaba una canción con su flauta.
Liria le había presentado al joven sátiro y esperaba que pronto le dijeran que iban a casarse. No podía ser de otra manera, el aire parecía más dulce ante el amor que evidentemente ambos se profesaban.
Una sombra interrumpió su contemplación. Al levantar la vista, vio a Erian acercarse con una expresión de desagrado. Antheia se levantó lentamente, intentando mantener la compostura.
—Señora —dijo la ninfa sin mucho ánimo—. Su almuerzo está listo.
La joven no había vuelto a estar en contacto con la ninfa desde ese primer día en el palacio, pero ahora, debían haberla enviado a avisarle puesto que parecía que varias de las sirvientas del palacio se tiraban el trapo cuanto servirla se trataba.
—Gracias —dijo con tono suave.
Sin embargo, al ponerse de pie, un mareo repentino la invadió. El jardín comenzó a girar a su alrededor y sintió sus piernas debilitadas. Intentó estabilizarse, pero sus esfuerzos fueron en vano.
Liria y Kayron se dieron cuenta de inmediato de su estado. Liria corrió hacia ella, con el rostro pálido por la preocupación.
—Señora, ¿está bien? —preguntó, sosteniéndola con firmeza.
—Solo un poco mareada —dijo Antheia, tratando de sonar calmada—. No es nada.
Kayron se acercó y le ofreció su brazo para apoyarse.
—Vamos, es mejor que se siente un momento.
Mientras se sentaba, el mareo comenzó a disiparse, pero ya no tenía hambre.
Erian se marchó, evidentemente molesta por haber servido en vano.
—Tal vez necesita descansar más —dijo Liria preocupada—. Ha sido una semana intensa.
Antheia asintió, reconociendo la verdad en sus palabras. La tensión emocional y la carga de responsabilidades podrían haberle pasado cuentas.
—Iré a descansar un poco —anunció, levantándose con más cuidado esta vez.
Liria y Kayron la siguieron de cerca mientras regresaban al palacio.
Al llegar a su habitación, se recostó en el lecho y cerró los ojos, intentando encontrar algo de paz, pero el mareo no se iba del todo.
En algún punto se quedó dormida, y cuando despertó horas más tarde, el sol ya comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados. Tenía la boca tan seca que parecía tener arena en la lengua. Le dolía la cabeza, se incorporó lentamente, notando la sensación de debilidad aún presente en el cuerpo. Se frotó los ojos, intentando despejar la neblina en su mente.
Se levantó con cautela y se dirigió a la mesa cercana, donde siempre había una jarra de agua. Sirvió un poco en un vaso y bebió lentamente, sintiendo cómo el líquido aliviaba su garganta seca.
Un golpe suave en la puerta la hizo girarse.
—¿Cómo se siente? —preguntó Liria, entrando con cautela.
—Mejor, gracias —respondió, tratando de sonreír para tranquilizar a su amiga—. Solo necesitaba descansar un poco.
Liria asintió, pero no pudo ocultar la preocupación en su mirada.
—Señora, tiene visitas —dijo la ninfa.
Antheia miró a la puerta y en ese momento entró la señora Leto, quién se acercó a ella rápidamente.
—Me informaron que estabas mal.
Leto acarició con suavidad el rostro de la joven, su expresión llena de preocupación maternal. Los ojos de Antheia se llenaron de lágrimas, conmovida por el gesto inesperado de afecto de la madre de Apolo.
—Estoy bien, señora Leto —dijo, su voz apenas un susurro—. Solo fue un mareo.
Leto la miró con escepticismo, pero sonrió con calidez.
—Permite que te revisen, al menos para alejar mi preocupación.
Se dejó guiar por Leto hasta el lecho, donde se recostó con cuidado. La madre de Apolo se sentó a su lado, sosteniendo su mano con ternura.
—Voy a llamar a Peán para que te revise. Normalmente Apolo se encarga de estas cosas, pero antes de él ya existíamos —dijo bromeando.
Antheia se rió. Fue una buena manera de distraerse al menos unos segundos. Mientras esperaba, Leto le ofreció más agua y le acarició el cabello.
El tiempo pareció alargarse hasta que Peán llegó, acompañado por una suave brisa que anunciaba su presencia. Era un dios con apariencia mayor y ojos serenos.
Se inclinó ante ambas antes de comenzar su examen. Con sumo cuidado, tomó el pulso de Antheia, observó sus ojos y le hizo algunas preguntas sobre su mareo y el dolor de cabeza.
—Tengo una sospecha, pero necesitaré confirmar con algunas observaciones más —dijo con una sonrisa tranquilizadora—. ¿Podrías acostarte nuevamente?
Antheia hizo lo que le pedían, sintiendo un leve nerviosismo. Leto se acercó, apoyando su mano en el hombro para brindarle consuelo. Peán le palpó el abdomen, presionando en distintas zonas antes de apartarse riendo.
—Bueno, creo que esto es más del área de Ilitía o incluso Artemisa.
Antheia miró a Peán con una mezcla de confusión y curiosidad. A Leto parecían brillarle los ojos.
—¿Es lo que creo, Peán? —preguntó con emoción.
Peán se inclinó hacia la joven y le sonrió con calidez.
—Felicidades, estás embarazada.
Sintió como si el tiempo se detuviera por un momento. La noticia la dejó atónita, incapaz de procesar de inmediato la magnitud de lo que acababa de escuchar.
—¡Al fin seré abuela! —exclamó Leto, sus ojos llenos de lágrimas de felicidad—. Este niño será una bendición para todos nosotros.
Antheia finalmente dejó que la noticia se asentara en su mente y en su corazón.
Un hijo.
Hacía meses que esperaba esa noticia, se había convencido que era lo que más necesitaba y lo que le daría la felicidad.
Y ahora...
Ahora no estaba tan segura.
Debería sentirse feliz. Eufórica. Emocionada.
¿Por qué tenía ganas de llorar y que le dijeran que era un error?
¿Por qué de repente tenía tanto miedo?
No se suponía que debía sentirse así. No es lo que le dijeron que sentiría.
«También te dijeron que tu boda sería el día más feliz de todos» pensó con rencor.
Tragó saliva. Nada era cómo debería haber sido.
—Gracias, señor Peán —dijo, su voz temblaba—. Gracias por informarme.
Peán asintió con una sonrisa y se retiró discretamente, dejando a las dos mujeres para que compartieran ese momento íntimo.
Leto no paraba de hablar sobre lo feliz que estaba y lo feliz que estaría Apolo.
¿Realmente lo estaría?
En trescientos años no había querido tener hijos. En trescientos años ninguna de sus amantes había quedado embarazada.
Ella era la primera. Y él la odiaba.
Leto tomó sus manos entre las suyas y la miró con compasión.
—Imagino que debes estar asustada. Yo lo estuve y soy una deidad. Pero estarás bien, tú no tendrás que pasar por algo igual, estarás bien atendida y cuidada. Ya lo verás, cuando nazca y lo tengas en brazos serás inmensamente feliz.
Antheia asintió sin decir nada.
Leto sonrió y acarició su rostro una vez más antes de levantarse.
—Descansa, querida. Te enviaré comida y agua —dijo antes de marcharse.
Y se quedó sola.
Se tocó el rostro. ¿Qué estaba mal con ella? ¿En qué momento había empezado a llorar?
Eran lágrimas de felicidad, ¿verdad?
Llevó las manos a su vientre.
Un hijo.
¿Sería buena madre? Ella suponía que sí, Afrodita había pasado los últimos cinco años preparándola para ese momento.
Madre.
Su madre la había entregado al nacer. Ni siquiera la había mirado una vez, mucho menos le había puesto un nombre.
Eros detestaba hablar de ella cada vez que intentó preguntar. Odiaba que hubiera entregado a Antheia con tanta facilidad.
—Llegué demasiado tarde. Yo quería cuidarte, que fueras solo mía. Te habría criado en mi palacio, lejos de toda la maldad del mundo. Nadie te hubiera hecho daño.
Eso había dicho la única vez que se atrevió a hablar.
Eros la amaba, pero le temía más a Afrodita y se resignó con facilidad. No peleó por ella.
Psique fue el límite de Eros. Gracias a ella se liberó de ese miedo y le pudo hacer frente a su propia madre.
Pero ya era demasiado tarde para Antheia.
¿Cómo podría ser buena madre cuando ninguno de sus padres la había amado lo suficiente para dar la vida por ella?
¿Cómo lo haría cuando su único modelo la había vendido como moneda de cambio en una venganza?
¿Y Apolo? ¿Sería buen padre?
Zeus no lo era.
¿Estaría feliz? ¿Por fin la querría?
¡Esto era un completo desastre!
Se cubrió el rostro con las manos.
Quería taparse con las mantas y dormir, quizá así se despertaría y se daría cuenta que era una fea pesadilla.
Un leve golpe en la puerta la sacó de su agonía.
Sin esperar una respuesta, Liria entró en la habitación con una bandeja de comida. La ninfa detuvo su andar al ver el rostro de Antheia, y su expresión se tornó preocupada al notar las lágrimas en los ojos de la joven.
—¿Señora? —preguntó con suavidad, acercándose con la bandeja y colocándola sobre una mesa cercana—. ¿Está todo bien?
Antheia trató de recomponerse rápidamente, pero su voz temblaba cuando respondió.
—Sí. Solo... un momento para asimilar la noticia.
Liria se sentó a su lado en el lecho, sin decir nada durante un rato, permitiendo que Antheia se tomara su tiempo.
—Pensé que quería ser madre, que lo deseaba con todo mi corazón, pero ahora que lo estoy, siento...siento que no estoy lista.
Se sentía incómoda al haber puesto sus pensamientos en palabras altas.
—Quizá todo es muy nuevo, señora. Espere unos días a que todo se calme y pueda pensar más tranquila —dijo tomando su mano y sonrió con tristeza—. Y si aún así sigue sintiéndose de la misma manera, le ayudaré.
Antheia la miró sin comprender.
—¿Ayudarme? —Liria hizo una mueca con los labios, mirando su vientre. Y Antheia supo a qué se refería—. ¿Qué? ¡No! Yo...no, eso no. No podría —dijo angustiada.
—Solo piense en todas sus opciones y haga lo que crea mejor para usted.
—¡Apolo me mataría!
—No tiene que tomar ninguna decisión ahora. Solo piense en ello. Y si lo desea, siempre podemos ir a Delfos y consultar el Oráculo.
Antheia tragó saliva. No sabía qué hacer.
—Por ahora coma algo y descanse. Han sido demasiadas emociones en un día —dijo entregándole la bandeja y poniéndose de pie. Se detuvo en la puerta, dándole una sonrisa—. Si sirve de algo, yo creo que usted sería una madre maravillosa.
¡La bendi hace su aparición!
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