ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴅᴏꜱ

ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴅᴏꜱ
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━━━CANTA, OH MUSA, LA HISTORIA DE UNA DIOSA QUE VAGÓ POR TIERRAS LEJANAS.

En los rincones del mundo antiguo, donde el sol se oculta tras altas montañas y los vientos susurran secretos olvidados, Antheia caminó sola, adentrándose en las tierras de Macedonia y sus alrededores. Estaba demasiado lejos de su hogar, pero no importaba. No sentía cansancio, al contrario, había descubierto que le gustaba viajar, aunque sí lo sentía un poco solitario.

Siendo hija del dios del amor, para ella, tener compañía y cercanía resultaban tan necesarios como respirar. Extrañaba tener alguien con quién hablar en todo momento.

La soledad para una criatura como ella nunca es buena, su mente se mantenía inquieta, llena de ideas que no terminaban de asentarse. El paisaje alrededor comenzaba a transformarse lentamente. La tierra firme se tornaba húmeda, y la vegetación se volvía más densa, casi envolvente. Antheia supo que se estaba acercando al pantano del río Estrimón, un lugar que había escuchado sólo en historias.

Caminaba despacio, sus sandalias apenas rozando la tierra fangosa. A su alrededor, altos juncos susurraban con el viento, y aunque el paisaje podía parecer sombrío para otros, ella lo encontraba extrañamente hermoso.

Había algo atrayente en aquel lugar, una calma agradable. No sentía la presencia de sus perros, pero no le preocupaban, nunca estaban lo suficiente lejos cuando los necesitaba. Se detuvo junto a un árbol cuya corteza estaba cubierta de musgo, y dejó que el murmullo del río cercano calmara su mente.

De repente, un sonido captó su atención. Un aleteo suave pero firme. Levantó la vista hacia la copa y vio un destello blanco entre las ramas. Frunció el ceño y se inclinó ligeramente hacia adelante, tratando de discernir qué era.

Un pájaro descendió con elegancia, posándose en una rama baja frente a ella. Era más grande de lo que esperaba, con un plumaje blanco y sus ojos, lejos de ser negros, tenían un tono plateado que reflejaba la luz del sol poniente.

Antheia se quedó inmóvil, fascinada por la criatura. Era hermoso, lo más hermoso que hubiera visto jamás. No era la primera vez veía un cuervo, pero por alguna razón, este le pareció el más espectacular de todos.

—Eres precioso —murmuró, su voz apenas un susurro.

El ave ladeó la cabeza, estudiándola con curiosidad. Luego, soltó un graznido bajo, casi musical, que resonó en el aire como si estuviera tratando de comunicarse. Antheia dio un paso más cerca, pero el cuervo no se movió. Era como si estuviera esperándola.

Miró a su alrededor, esperando ver más como él. Pero no vio nada.

—¿Qué haces aquí, tan lejos de otros como tú? —preguntó la diosa, sabiendo que el animal no respondería, pero incapaz de contener la curiosidad que bullía en su interior.

El cuervo extendió las alas y alzó el vuelo, girando en un elegante arco alrededor de ella y una pluma se desprendió de su cuerpo. Antheia extendió las manos, tomándola en el aire con cuidado.

Al tocarla, sintió un leve calor que se extendió por su mano y hasta su pecho. Una sensación de calma y seguridad.

—Gracias —susurró, mirando al cuervo con ternura.

El ave graznó una vez más y, se alejó en la neblina.

¿Neblina?

¿En qué momento se había llenado de tanta neblina?

—Creo que te has ganado un nuevo amigo.

Se giró ante la repentina voz a sus espaldas.

Había una mujer a unos pasos, apoyada contra un árbol seco. Llevaba una túnica blanca tan sedosa que parecía ondear, como si la tela fuera agua; escondida bajo una capa marrón algo gastada. Su cabello negro le caía en cascadas enmarcando el rostro pálido, y sus ojos negros resplandecían con un toque purpura. La rodeaba un resplandor verde como si fuera un aura. Parecía surgir de la niebla misma y en las manos llevaba unas antorchas en cada mano.

—¿Quién eres? —preguntó Antheia,.

La mujer sonrió ligeramente, una sonrisa que no alcanzaba a suavizar la dureza de sus ojos.

—Puedes llamarme la Portadora de la Antorcha, la Caminante de las Estrellas, la Vagabunda Nocturna, la Perturbadora de los Muertos, la hija de Perses y Asteria, la Triple Diosa, la...

—Ah, eres Hécate —la interrumpió.

Hécate quedó con las manos alzadas, sosteniendo las antorchas con cierto aire dramático que a Antheia le resultó gracioso.

—Arruinas mi presentación.

La neblina que rodeaba el pantano parecía intensificarse. La luz de las antorchas iluminaba el rostro de la diosa, revelando una expresión que oscilaba entre la molestia y la curiosidad.

—¿Arruinar tu presentación? —Antheia levantó una ceja, sin poder evitar una sonrisa— No sabía que un nombre tan largo necesitara tanto dramatismo.

La sonrisa de Hécate se amplió, como si estuviera complacida por la respuesta.

—El dramatismo es parte del encanto, querida —dijo, bajando las antorchas a un lado. La luz de las llamas danzaban en la niebla, creando sombras inquietantes que se mezclaban con el entorno—. Eso debes saberlo muy bien, considerando con quién estás casada.

La expresión de Antheia se agrió.

—¿Sabes quién soy?

—¿Quién no? Estuve en tu boda, aunque no en primera fila —le dio una mirada completa—. Veo que ya no hay nada humano en tí.

—Cambié. Hace unos diez años.

Hécate tarareó una respuesta por lo bajo que Antheia no logró escuchar.

—Pronto caerá la noche. Ven. Acompáñame y bebamos una copa de vino.

Emprendió la marcha hacia el interior del pantano, sin esperar a que la otra diosa la siguiera.

Antheia observó la figura de Hécate desaparecer entre la neblina espesa, y un leve suspiro escapó de sus labios. A pesar de la atmósfera extraña que rodeaba el pantano y la inquietante presencia de la diosa de las encrucijadas, algo en su interior la empujaba a seguirla.

La compañía de alguien, por más misteriosa que fuera, era un alivio, y si era sincera, estaba demasiado aburrida como para desperdiciar la oportunidad de una charla cordial.

Antheia aumentó el ritmo para alcanzarla, y cuando estuvo a su lado, la miró de reojo. La diosa de la magia no parecía interesada en conversar, sino que caminaba con una serenidad inquietante, como si estuviera acostumbrada a moverse entre las fronteras de los mundos. El resplandor verde que la rodeaba parpadeaba en la oscuridad.

Finalmente, después de unos minutos de caminar en silencio, Hécate se detuvo frente a un pequeño claro en el pantano. En el centro, una mesa de piedra estaba cubierta con una tela blanca. Sobre ella, copas de vino y una jarra tallada en obsidiana descansaban, acompañadas de una extraña vegetación que se retorcía como si tuviera vida propia. En el aire flotaba un aroma denso, mezclado con tierra húmeda y un toque dulce que parecía provenir de las flores cercanas.

—Toma asiento —dijo Hécate, señalando una de las piedras planas junto a la mesa. Su voz tenía una calidad hipnótica, no igual a la suya o la de Afrodita, sino más bien como un encantamiento antiguo.

Antheia dudó por un momento, observando las sombras que se estiraban a su alrededor. El lugar tenía algo extraño, casi místico. Aún así, se sentó, y sin más, Hécate sirvió el vino. Aceptó la copa que le ofreció, observando la bebida de color rojo profundo antes de beber.

El sabor era dulce y picante, como una mezcla de frutos rojos y hierbas olvidadas, con un retrogusto amargo.

—No es como los vinos de Dioniso, pero igual es delicioso —comentó Hécate con tono casual, haciendo girar la copa en sus manos.

Se acomodó en la piedra, dejando que el resplandor verde de su aura iluminara la mesa de piedra. Antheia observó cada movimiento con atención. La túnica blanca, ahora sin la capa podía verlo mejor, estaba adornada con diseños de plata, similares a runas u otros símbolos extraños.

—¿Qué haces aquí, en este lugar tan apartado?

Hécate, que había estado observando las sombras que danzaban alrededor del claro, giró lentamente hacia ella, una sonrisa pequeña en sus labios.

—Este lugar es uno de los muchos que me pertenecen. No todos los caminos llevan a él, pero algunos lo encuentran, como tú. Los caminos de la magia son... impredecibles —respondió, su voz como un susurro que parecía envolver a Antheia, invitándola a adentrarse aún más en el misterio.

Antheia frunció el ceño ligeramente. La diosa de las sombras no parecía tener prisa por revelar demasiado, lo cual solo aumentaba la intriga en la diosa de la belleza.

—¿Por qué me has traído aquí, Hécate? —preguntó con más firmeza, sin poder evitar que una sombra de desconfianza cruzara su rostro.

Hécate se encogió de hombros.

—Yo no te he traído, pero el destino tiene sus maneras de llevarnos a los lugares más insospechados, querida. Y este pantano es un lugar lleno de secretos, de sombras. No es raro que espíritus y seres extraños se crucen aquí, en la frontera entre el mundo mortal y el inmortal. Entonces dime, ¿por qué tú te has adentrado en él? —preguntó, su voz suave como un susurro del viento.

Antheia bajó la copa despacio, sintiendo el peso de la pregunta en su pecho. No había una respuesta sencilla. Podía decir que buscaba respuestas, que quería recuperar el control sobre su vida y su destino. Pero había algo más en su corazón, algo más profundo y oscuro, que la impulsaba a adentrarse en estos territorios desconocidos.

—Busco... algo que me complete —respondió finalmente. No estaba segura de lo que estaba diciendo, pero sabía que las palabras que salían de sus labios no eran del todo ajenas a su alma.

Hécate la observó en silencio, como si estuviera leyendo más allá de las palabras. Sus ojos se entrecerraron y, por un momento, pareció que el entorno a su alrededor comenzaba a distorsionarse, como si la realidad misma cediera ante la magia de la diosa.

—¿Algo que te complete? —Hécate repitió, la sonrisa ahora más amplia—. Interesante. Porque en mi mundo, lo que buscamos no es siempre lo que nos completa, sino lo que nos destruye.

—Tal vez lo que busco... sea algo que me cambie —dijo Antheia, sin pensar demasiado en lo que estaba revelando.

Hécate la miró fijamente por un momento antes de levantar su copa de nuevo.

—Entonces, estás en el camino correcto. Soy la diosa de las encrucijadas, puedo ayudarte a encontrar lo que buscas.

Antheia frunció el ceño.

—¿A cambio de qué?

Hécate dudó en responder. Miró a la joven frente a ella. Era hermosa, sin duda, pero tan inexperta en el mundo de los dioses. Miró la pluma que aún mantenía firmemente atrapada en una mano. Dedos delicados, suaves. Sin cicatrices ni marcas.

Los Olímpicos la destrozarían sin piedad.

—Ya veremos.

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Antheia permaneció cerca de Hécate unos meses, lo suficiente para que en poco tiempo se volvieran amigas sin darse cuenta.

Hécate rara vez hablaba de sí misma, pero la más joven la observaba con atención. La diosa de los tres rostros parecía estar en paz consigo misma, algo que Antheia envidiaba en silencio.

A menudo, la conversación se mantenía ligera, centrada en hechizos, secretos de la luna y los misterios del inframundo, pero también compartían silencios profundos. Los días se deslizaban entre sus dedos como aire y Antheia comenzó a acostumbrarse a la quietud que reinaba cerca de Hécate. Se mantenía a su lado, atrapada por la fascinación que sentía por la diosa. Era un espíritu libre, que desafiaba la rigidez de las normas divinas que había aprendido bajo el cuidado de Afrodita. No solo en sus conversaciones, sino en su manera de moverse, Hécate parecía ser un susurro de poder: silenciosa, pero imposible de ignorar.

Una tarde, bajo el cielo que empezaba a teñirse de tonos anaranjados, Hécate alzó la vista del fuego que crepitaba entre ellas, viendo el enorme canasto de flores blancas y lilas a un lado de Antheia. En cierta manera, le resultaba un poco hilarante, porque la joven diosa parecía más de joyas que flores, pero ella le había dicho que los últimos años había desarrollado un gusto particular por las flores.

Estaba sentada usándolas para crear una corona, elegía cuidadosamente las más bonitas y luego con dedos hábiles, las tejía por los tallos. Se notaba que era una actividad que le gustaba mucho porque lo hacía con una sonrisa mientras tarareaba una melodía por lo bajo.

Hécate tenía tantas dudas. Antheia no se parecía a lo que ella pensó que sería la descendencia de Afrodita.

—Te gustan mucho las flores, ¿no? —Las sombras danzaban en su rostro y su voz surgió, grave y serena.

Antheia se detuvo. Sus dedos rozaron los pétalos.

—Porque parecen perfectas. Cada una tiene su lugar, su color exacto, su propósito —respondió tras un momento de vacilación.

Hécate inclinó la cabeza, estudiándola como si pudiera ver más allá de las palabras.

—¿Sabes? Siempre pensé que te gustaban más las joyas.

Antheia se rió.

—Oh sí, me encantan las joyas. —Levantó la corona en alto, como admirándola a la luz del atardecer—. Pienso ponerle algunas perlas y algunas joyas que tengo en Delfos.

—Para eso tendrás que regresar con tu esposo, ¿estás lista para eso?

La sonrisa de Antheia desapareció. Por un segundo, Hécate se odio por ello. Antheia era más bonita cuando sonreía y ella acababa de arruinarlo. Luego se sintió confusa ante ese pensamiento, pero decidió ignorarlo.

—No. Supongo que tendré que conseguir otras joyas —dijo por lo bajo.

—Yo puedo conseguirlas para tí.

Hécate no sabía de dónde salieron esas palabras, pero de verdad quería ayudarle.

—¿Harías eso por mí? —preguntó Antheia con una sonrisa pequeña.

La diosa mayor solo asintió. No se sentía capaz de responder con palabras, porque sentía que diría algo que, por primera vez en su existencia, la haría sentir avergonzada.

Pero valió la pena verla emocionada. Antheia casi no tenía amigas de verdad, no que ella lo sintiera real al menos. La última que había tenido había dado su vida por protegerla unos años antes, y ahora era la flor que sostenía en sus manos.

Hécate miró los pétalos. Sentía una mezcla extraña de sentimientos. Por un lado, sentía agradecimiento. La ninfa había hecho lo necesario para salvarla, y gracias a eso, ahora podía conocer a Antheia. Pero por otro, sentía envidia y una gran cantidad de celos. Celos del cariño con el que Antheia trataba los pétalos, de la devoción que sentía por la ninfa para hacerla su flor representativa. De cómo siempre buscaba tenerla cerca, una corona, una pulsera, un simple adorno, cualquiera que fuera, en su ropa o cabello con tal de sentirla cerca.

Hécate sentía los mismos celos cuando pensaba en que en algún momento, Antheia debería volver a su hogar al lado de Apolo, su esposo. No podría impedirlo por siempre, pero pensaba que entre más se tardara, mejor.

No comprendía como Apolo no había hecho ni siquiera el intento de buscarla. Antheia no era alguien que pasara desapercibida, se hacía notar. Era imposible no notarla.

Estaba segura que Apolo no había venido a buscar a Antheia porque su orgullo era más grande que su deseo por ella.

Bueno, no sería Hécate la que instigaría a la diosa a seguir sus "deberes de esposa" y volver con él. Si él no la valoraba, él perdía.

Porque Antheia era una criatura maravillosa. Era vivaz, de una mente aguda y sarcástica, encantadora como una magnolia. Siempre sonriente, solía bailar solo con el susurro del viento y el trinar de los pájaros como música. Hécate se encontró sonriendo cada vez más, riendo con sinceridad. Nunca había tenido una amiga tan cercana, pero le agradaba.

Hécate había encontrado en ella una compañía que desbordaba luz a pesar de la oscuridad que la rodeaba. Y aunque la joven parecía estar en constante movimiento, como un río que no dejaba de fluir, Hécate ya no sentía la necesidad de pedirle explicaciones.

Había algo natural en su presencia, como si el destino las hubiera cruzado para enseñarles, a ambas, a mirar más allá de lo evidente. Su juventud chocaba con la calma oscura de la mayor, pero algo en esa combinación las hacía sentir más vivas, más entendidas.

Antheia no pedía nada más que estar, y Hécate comenzó a ver la belleza en esa simplicidad.

Y cada día que pasaba, resentía cada vez más la falta de interés de Apolo en su esposa. No lo comprendía. ¿Por qué le costaba tanto entenderla? ¿Por qué no podía ver el potencial que Antheia escondía bajo su piel?

Hécate tenía la teoría de que le temía. Él sabía lo que podría llegar a convertirse si le daban la oportunidad.

Cuando menos se dio cuenta, ya habían pasado un año juntas. Estaban sentadas frente a un lecho de río, Antheia se había metido hasta casi la mitad del cuerpo en el agua. Las corrientes heladas jugueteaban con las puntas de su cabello, que flotaba como un halo oscuro, estaba absorta en observar cómo pequeños peces nadaban a su alrededor. Hécate permanecía en la orilla, con los pies rozando el agua y una expresión serena que ocultaba sus pensamientos.

—Siempre me pregunté si los peces tienen miedo de nosotras —comentó Antheia de repente, rompiendo el silencio. Alzó la vista hacia Hécate, sonriendo de lado—. Quiero decir, ¿qué piensan cuando ven a algo tan grande como nosotras invadiendo su espacio?

Hécate soltó una leve risa, grave y melódica. Era raro que se permitiera reír, pero con Antheia, el gesto parecía surgir sin esfuerzo.

—Dudo que piensen algo tan profundo. Tal vez solo se preguntan si somos una amenaza.

—¿Y lo somos? —Antheia ladeó la cabeza, observándola con una mezcla de curiosidad y diversión.

Hécate sostuvo su mirada, sintiendo una chispa inusual en su interior. Era un sentimiento que había intentado ignorar durante meses, pero que ahora la asaltaba con más fuerza.

—Tú podrías serlo, si quisieras —respondió enigmáticamente, su voz apenas un murmullo.

Antheia arqueó una ceja, claramente intrigada, pero decidió no presionar. En cambio, extendió un brazo para dejar que el agua fría le resbalara por la piel. Permaneció en silencio por unos instantes, observando las ondulaciones del agua, como si estuviera en sintonía con cada movimiento de la corriente.

Hécate, desde la orilla, la estudiaba con una mirada que fluctuaba entre la fascinación y una sombra de algo que apenas se atrevía a nombrar. Sus movimientos eran fluidos, casi hipnóticos, y la forma en que el agua pegaba el vestido a su piel.

—¿Crees que alguna vez podré ser como tú? —preguntó Antheia de repente, sin apartar la vista del agua. Su tono era ligero, casi despreocupado, pero Hécate notó el peso de la pregunta escondido en la suavidad de su voz.

La diosa de los caminos oscuros frunció ligeramente el ceño. Era raro que Antheia mostrara vulnerabilidad, pero cuando lo hacía, la sinceridad de sus palabras era como un eco en el pecho de Hécate, difícil de ignorar.

—¿A qué te refieres con "ser como yo"? —inquirió Hécate, inclinándose hacia adelante, dejando que sus manos rozaran la superficie del agua.

Antheia giró el rostro hacia ella, sus ojos resplandecían como si contuvieran la luz de un crepúsculo interminable.

—A tener esa... paz —murmuró, buscando las palabras—. Esa certeza en ti misma. La forma en que caminas por el mundo como si nada pudiera tocarte realmente.

Hécate parpadeó, sorprendida. No esperaba una confesión tan directa, y por un momento no supo qué decir. Su silencio hizo que Antheia bajara la mirada, como si lamentara haber dicho demasiado.

—La paz no es algo que se hereda ni algo que te pueda regalar —dijo finalmente Hécate, su voz suave pero cargada de una intensidad que parecía calar profundo—. Es algo que te ganas, día tras día, enfrentándote a ti misma. A tus miedos, a tus dudas, a tus sombras. —Hizo una pausa, permitiendo que sus palabras fluyeran como el río—. No es fácil, pero... creo que tú tienes todo lo necesario para encontrarla.

Antheia volvió a alzar la vista, observándola con una mezcla de asombro y algo que parecía esperanza. La frialdad del agua ya no le importaba; su atención estaba completamente centrada en la mujer que tenía frente a ella.

—¿De verdad lo crees? —preguntó con una pequeña sonrisa, más tímida de lo que Hécate estaba acostumbrada a ver en ella.

Hécate la observó en silencio, sus ojos reflejando un despertar de afecto que a Antheia le erizaba la piel. Ambas compartían el lenguaje que solo se encuentra cuando el corazón deja de buscar y empieza a aceptar.

—Lo sé.

Un silencio cómodo se instaló entre ambas, solo roto por el sonido del agua y el canto lejano de los pájaros. Antheia dejó escapar un suspiro, como si una parte de la tensión que llevaba consigo desde hacía tanto tiempo se deshiciera en ese momento.

—Gracias. —Sus palabras fueron sinceras, llenas de un cariño que a la diosa le pareció desconcertante, pero no desagradable.

Hécate apartó la mirada hacia el horizonte, donde el sol comenzaba a ocultarse detrás de las montañas, pintando el cielo con tonos de púrpura y dorado.

—Mira, tu amigo volvió.

Antheia levantó la mirada con una sonrisa enorme adornando sus labios. El cuervo se posó en su hombro y picoteó su mejilla con cariño. Siempre volvía a ella.

Hécate se sintió un poco tonta al sentir envidia de un cuervo. Quería poder acariciarla con la misma soltura con la que el ave lo hacía, pero Antheia tenía sus votos muy firmes. Nunca los rompería sin razones. Y ella jamás la insitaría a hacerlo si no quería.

—Has generado un vínculo con él —comentó tratando de despejar los pensamientos que a veces la invadían, pensamientos en los que podía sentir sus labios contra los suyos.

—¿Eso crees?

—Sí, es devoto de tí, parece que te eligió en el mismo instante en que te vio —dijo tomando su mano con suavidad. Le encantaba la sonrisa de Antheia—. ¿Ves? Por fin tienes un animal conectado contigo.

Antheia miró al cuervo que seguía posado en su hombro, picoteando su piel con suavidad. Sin pensarlo, acarició su plumaje oscuro con una suavidad casi reverente.

—No lo había pensado de esa manera —respondió Antheia, sus dedos jugando con las plumas del cuervo, que parecía disfrutar de la atención. Miró a Hécate con una expresión pensativa, una leve sonrisa en sus labios—. Pero tal vez tienes razón. Yo también sentí algo cuando lo vi por primera vez.

Había algo profundamente conmovedor en la forma en que Antheia interactuaba con el cuervo.

—Creo que también sabes lo que eso significa —agregó con un tono más sensible. No quería tener que decirle aquello, preferiría poder mantenerla a su lado por siempre, pero eso no era lo que el corazón de Antheia deseaba, así que pese a que las palabras le supieron a veneno, no se detuvo—. Tienes que seguir con tu camino.

Antheia dejó escapar un suspiro. Sabía que Hécate tenía razón, pero había estado tan a gusto los últimos meses.

—Lo sé.

El cuervo en su hombro inclinó la cabeza, soltando un graznido suave, como si percibiera la melancolía que empezaba a envolverla. Hécate la observaba en silencio, sin apartar su mano de la de Antheia, buscando transmitirle con ese contacto algo de la fortaleza que sabía que necesitaría.

—Pero no quiero irme —admitió, su voz apenas un susurro.

Hécate quería decirle que entonces no se fuera. Aún así se obligó a hacer lo correcto.

—No estás hecha para quedarte. —Sus palabras eran suaves, pero firmes, como una corriente que empuja hacia el mar sin importar cuánto se resista el río—. Tu destino te está esperando para comenzar, ahora conoces los caminos que se abren a tí y sabrás cuál tomar para llevarte a ese final que tanto deseas.

Antheia meditó sus palabras. Miró una última vez al cuervo, y no importaba que el animal no hablara, él lo entendía. La acompañaría hasta el final de sus días.

—Prométeme una cosa, Hécate. —Volvió la cabeza hacia la otra mujer, su tono cargado de algo que la diosa no pudo identificar de inmediato. Quizás era esperanza, o tal vez miedo.

—Lo que desees —respondió Hécate, inclinando ligeramente la cabeza.

—No me olvides. —Había una fragilidad en sus palabras que contrastaba con la determinación en su mirada.

Hécate no respondió de inmediato. En cambio, se adentró en el agua y se acercó a Antheia, colocando una mano sobre su mejilla con una ternura que rara vez mostraba. Sus dedos rozaron la piel cálida de la joven diosa, como si quisiera memorizar cada detalle de ese momento.

—No podría olvidarte, incluso si quisiera. —La voz de Hécate era un susurro cargado de sinceridad—. Siempre tendremos este vínculo entre las dos, y siempre podrás regresar a mí y te esperaré con los brazos abiertos.

Un silencio envolvió a ambas, roto únicamente por el graznido del cuervo, como si el ave marcara el final de la conversación. Antheia tomó aire, profundo y firme, antes de dar un paso atrás. Sus ojos se encontraron con los de Hécate una última vez, llenos de una gratitud que no podía ser expresada en palabras.

—Es hora de que me vaya. —Su voz era suave, pero sus palabras llevaban el peso de una decisión irrevocable.

Hécate asintió lentamente, apartándose solo lo suficiente para permitirle espacio. Sin embargo, no apartó la mirada mientras Antheia salía del agua y comenzaba a caminar hacia el bosque, con el cuervo aún sobre su hombro, como un guardián silencioso.

Cuando Antheia desapareció entre los árboles, Hécate se quedó quieta, incapaz de moverse. Su mirada seguía fija en el lugar donde la joven había estado momentos antes. Cerró los ojos y dejó que el viento acariciara su rostro.

—Adiós, amor mío —murmuró, más para sí misma que para el mundo.

Vivan las novias!

No se preocupen, Hécate volverá a aparecer en otros capítulos.

Quiero hacer una pequeña aclaración. Antheia está basada en una diosa griega real, Antheia si era real y parte de sus dominios se verán reflejados aquí, solo que yo le he dado mis toques para poder hacer esta historia. 

Al principio cuando buscaba nombres, quería algo que tuviera que ver con que elegí que naciera en primavera y me salió que Antheia significa florecer, y pues, lo elegí porque me pareció bonito, sin saber que en realidad era de una diosa de verdad, hasta que más tarde, me apareció un video en youtube sobre ella y acabé descubriendo que en algunas versiones, era parte de las tres gracias (no siempre, pero a veces sí).

Explicación sacada de google:

Era una diosa menor que representaba el renacimiento primaveral, la vegetación, los jardines, los pantanos, las flores, el amor, la amistad, la comunidad y las relaciones puras. Se le rendía culto también como divinidad del amor humano, del matrimonio y de la familia.

Era el símbolo de muchas virtudes y bondades, entre estas la generosidad, confianza, empatía, amistad, amor y honor. Ella era la deidad de la amistad, del compañerismo, de la comunidad, de lo colectivo, de las relaciones puras y sinceras, de esas que han hecho que la humanidad aún continúe con fe por los senderos más tormentosos, pues siempre habrá en quien confiar.

Uno de los temas que más la caracterizan son las promesas, esas que con ahínco se realizan y que con compromiso se cumplen al pie de la letra. Este hecho es especialmente fundamental en las amistades, pues conlleva lo que es la confianza, la cual debe prevalecer ente dos personas.

Antheia era conocida como al deidad de los matrimonios, la compañía y el buen consejo. Se dice que su nombre e imagen alcanzaron la perfección al contemplar estas características, por lo que se le representa como una diosa triple, que no solo floreció sino que escaló a un estado de consciencia espiritual que muy pocas habían logrado.

Era una asistente de Afrodita e hija de Zeus. Como ven, mantuve muchas cosas de la diosa original, cambiando una que otra, como que acá es hija de Eros, que se casó con Apolo y que será diosa de muchas cosas.

Sí, de por sí ella tiene muchos dominios y tendrá más, esto acá se ve porque ella siempre tiene ansias de más, quiere ser reconocida por sí misma y que la adoren, esto en parte porque siempre ha estado a la sombra de otros dioses, y más estando casada con Apolo que siempre la minimiza, y que ha visto por él, que es posible ir tomando varios dominios. Quiere a toda costa que él la vea como su igual y por eso busca todo el tiempo más y más.

Así que vayan viendo como ella literal es: ah mirá, puedo hacer esto...listo, ahora soy diosa de eso XD

La realidad es esa. Eso que tanto busca que la complete, es que Apolo la vea como su igual. Y ya vieron, Hécate se lo dijo "puede que lo que busca, no la haga sentir completa, sino que la destruya". Lamentablemente, lo va a aprender por las malas. 

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