ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴅɪᴇᴢ

ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴅɪᴇᴢ
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━LA LEALTAD ES LO MÁS IMPORTANTE, MÁS QUE NINGUNA OTRA COSA.

En Hiperbórea, los días se sentían eternos. Apolo pasaba las mañanas con sus seguidores, enseñándole y siendo adorado. Por las tardes paseaba por los jardines de su templo, a veces acompañado, pero generalmente prefería estar solo.

Pasaba el tiempo meditando. Sus pies descalzos rozaban el césped como único recordatorio de dónde estaba realmente, no podía evitar que su mente vagara de regreso al Olimpo, a las últimas noches que pasó con Antheia. Recordaba su rostro, la suave curva de sus labios, la calidez de su cuerpo, los suspiros silenciosos y los gemidos bajos tan seductores que podrían poner de rodillas a cualquier hombre.

Lo testaruda y orgullosa que era, claramente hija de su padre, firme y regia, una actitud propia de una reina o una diosa. Afrodita la había criado bien, sería una digna esposa suya una vez que ascendiera.

¡Pero maldita sea su sangre!

De haber sido otro su progenitor, no hubiera dudado ni un instante en ser un amante cariñoso. Antheia era todo lo que había soñado, pero siempre acababa viendo esos ojos rojos como la sangre.

Los mismos ojos que lo miraron con desprecio ese día en que ella no suplicó ni se doblegó, sino que lo enfrentó. Con sus emociones crudas y a flor de piel, como una tormenta que se desata después de demasiados días de calma tensa.

Los mismos que habían derramado lágrimas sobre él luego de haberla reclamado tras largos días de ausencia.

Los mismos llenos de dolor por las humillaciones a las que la había sometido.

El sol estaba alto en el cielo, derramando su luz dorada sobre todo lo que tocaba, pero no sentía su calidez. Sentía un frío interno, un vacío que se profundizaba con cada pensamiento sobre Antheia, una horrible sensación de culpa. Se detuvo a medio camino y se sentó en un banco de piedra.

¿Qué le ocurría? 

¿Acaso ese infame de Eros había disparado otra flecha contra él?

No. No era igual a aquella vez. No sentía ese amor enfermizo y desenfrenado que lo había poseído hasta casi la locura.

Esto no era amor. ¿Compasión, quizá? ¿Piedad?

Antheia era idéntica y a la vez tan distinta a Eros. 

Mismos ojos, mismo orgullo, misma vanidad, misma crueldad. Pero mucho más amable, más dócil, más…humana.

Soltó un suspiro. Recordaba las palabras que Eros le dijo la noche de su juicio.

No sabes lo que estás haciendo, Apolo.

¿Había querido advertirle? ¿De qué? De que no le hiciera daño o se arrepentiría. Pero ¿de qué se arrepentiría con exactitud?

«Del dolor que sus lágrimas te provocarían» pensó amargamente.

No quería tener que admitirlo, pero a pesar de todo, una pequeña, una ínfima parte suya la encontraba agradable. Y peor, encontraba desagradable verla llorar.

Se suponía que ella era un premio consuelo, una venda sobre la herida sangrante que el amor había dejado en su corazón. Una venda que deseaba quitarse todo el tiempo, pero siempre volvía a abrirse la herida y debía volver a colocarla. 

Cerró los ojos, intentando bloquear las imágenes que lo acosaban, pero todo era en vano. Los recuerdos seguían aleteando en su mente como mariposas atormentadas. Su rostro, sus lágrimas, su orgullo indomable, todo parecía tan vívido, tan palpable, que se sintió como si estuviera aún con ella, como si el frío de Hiperbórea no pudiera separarlo de la realidad.

Movió los pies sobre el césped, dejando que el fresco lo anclara en el presente. Podía sentir la vida fluyendo a su alrededor, la energía que irradiaba de la naturaleza misma, pero era como si todo eso se perdiera en la tormenta interna que lo consumía. No podía evitar pensar en cómo se había empeñado en quebrar a Antheia, en cómo había utilizado cada oportunidad para recordarle su lugar, para asegurarse de que ella nunca olvidara quién era él y quién era ella. Había  intentado reducirla a nada, convertirla en una sombra, que sufriera por toda la eternidad la ausencia del amor que tenía asegurado por ser de quién era hija.  

Pero ahora comenzaba a sentirse culpable. Pero todo lo que había logrado era descubrir que, debajo de su exterior quebrantado, había una voluntad de acero.

Levantó la vista al cielo, dejando que los rayos del sol bañaran su rostro.

No quería sentir compasión de ella, era lo último que deseaba. Quería ser capaz de disfrutar plenamente del sufrimiento que le provocaba, pero cada vez que ella lo miraba con esos ojos llenos de desprecio y dolor, una aguja se clavaba en su alma. 

Nada tenía sentido.

Permanecía sentado en el banco de piedra, sumido en sus pensamientos. El sol continuaba su viaje por el cielo, la luz dorada envolvía el jardín con un resplandor cálido y constante, pero para Apolo, la calidez parecía haber desaparecido, reemplazada por un frío persistente que no podía ignorar. Sus pensamientos se entrelazaban con el dolor y la confusión, su mente un torbellino de emociones encontradas.

Los pasos a su espalda lo irritaron.

—Dije que quería estar solo.

Las manos suaves y calidas se apoyaron en su hombro, acariciando con dulzura.

—Últimamente me alejas mucho.

—Calíope no estoy de humor.

La musa se sentó a su lado, sin dejar de tocarlo.

—Antes solíamos pasar horas enteras juntos, hablando de todo y compartiendo hasta los pensamientos más profundos -se quejó-. Ya no te siento igual, temo que esa mujer te esté cambiando y apartando de mí.

Apolo la miró con una mezcla de frustración y agotamiento. Lo último que quería era tener que aguantar sus tonterías.

—Dije déjame sólo -ordenó remarcando cada palabra.

Calíope permaneció en silencio por un momento, su mano todavía en él. La apartó bruscamente, poniéndose de pie. Con el orgullo herido, se dio la vuelta para alejarse.

—Calíope.

—¿Qué?

El silencio apenas roto por los pájaros y la brisa cálida del verano los envolvia.

—¿Qué quería Iris?

Calíope tragó saliva. ¿Sabía de las visitas de la diosa?

—Me he estado escribiendo con vuestra hermana. Ella también está preocupada y desea saber cómo está, dado que no le responde sus propias cartas.

Apolo medito la respuesta y asintió.

La musa se marchó rápidamente. Y el dios la miró por encima de su hombro.

Calíope ocultaba algo.

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La noticia se esparció por todo el templo como un río que fluye desde la montaña.

¿Y cómo no? Si la señora Leto había proclamado a todo el que estuviera cerca para escuchar la feliz noticia. Había ordenado un festejo en su honor, un gran agasajo con exquisitos manjares y el mejor vino de todos, traído desde el templo de Dioniso.

Antheia entró en la sala principal, caminando con la frente en alto y una sonrisa soberbia, orgullosa; tratando de esconder los nervios y el miedo que sentía.

La música era divertida, digna del Olimpo. Vio a varias diosas sentadas en unos almohadones y se acercó a ellas.

—Ven, Antheia querida —dijo Leto con una enorme sonrisa—. Sientante con nosotras.

Devolviendo el gesto, tomó asiento a su lado. Observó a cada una. Hera estaba a su derecha, sosteniendo una copa de oro y mirando con desgano a Leto. Debía ser desagradable para ella compartir espacio con la amante de su marido, pero ninguna de las dos parecía querer iniciar una discusión. Frente a Antheia estaba Artemisa, y a su lado, Hestia y Atenea. Las tres le dieron sonrisas suaves, pero notó los ojos brillantes como estrellas de la hermana de Apolo. Parecía realmente contenta.

Antheia recordó que una de los dominios de la diosa era los nacimientos y los niños pequeños.

Debían de gustarle. Siempre y cuando no fuera ella o sus seguidoras.

—Qué alegría que estés aquí, Antheia —dijo Artemisa—. Las Parcas han sido generosas contigo. Felicidades.

Antheia asintió, sintiendo cómo su garganta se cerraba ligeramente al intentar hablar.

—Sí, es verdad -respondió con una sonrisa que esperaba fuera convincente—. Las Parcas han decidido que sea bendecida... una vez más.

—¡Y no podemos estar más felices por eso! —exclamó Leto, alzando su copa en un gesto de celebración.

Las demás diosas levantaron sus copas, algunas con sonrisas genuinas y otras con expresiones más reservadas. Hera levantó la suya con una elegancia casi distante.

—Que este nacimiento sea la simiente de un matrimonio feliz —dijo mirando a Leto fijamente.

La mujer le devolvió la mirada, se notaba su irritación, pero sonrió cortésmente.

—Así sea.

Hestia, siempre la mediadora, añadió:

—Que la paz y la armonía reinen en su hogar.

Antheia se permitió relajarse un poco mientras la conversación se reanudaba. La música llenaba el aire con un ritmo alegre, y por un momento, pudo disfrutar del ambiente festivo. Sin embargo, la presión en su pecho no desapareció del todo.

Desplazó la vista por la sala, notando la envidia en los rostros de la mayoría. Inconsciente, llevó una mano a su vientre. No le gustaba nada lo que veía.

En ese momento, entró Afrodita, seguida de la señora Psique. La llegada de ambas fue como un destello de luz para Antheia, siempre se sentia más segura con ambas cerca.

—¡Ah, mi dulce Antheia! —exclamó Afrodita con una sonrisa que era todo encanto y promesa—. Me enteré de las maravillosas noticias. No podía dejar de venir a felicitarte en persona.

—Gracias, mi señora —respondió, esforzándose por parecer contenta—. Es un honor que haya venido.

Afrodita se acercó más, tomando la mano de Antheia con delicadeza. Sus ojos, azules como el cielo despejado, escrutaron los de Antheia con una intensidad que la hizo sentir expuesta.

—Espero que esta nueva bendición traiga aún más amor a tu vida —dijo Afrodita suavemente. Luego, soltó la mano de Antheia y se dirigió a Leto con un saludo encantador, ignorando la mirada afilada que Hera le lanzaba.

Psique se inclinó ligeramente hacia Antheia, susurrando de manera que solo ella pudiera escuchar:

—Estoy feliz por tí, amor mío. —La diosa le acarició el rostro con ternura y un deje de preocupación—. ¿Estás feliz?

La más joven sintió sus ojos llenarse de lágrimas. La señora Psique era la primera que le preguntaba aquello.

—Sí —respondió, pero era obvia la mentira.

Psique hizo una mueca con los labios y le beso la frente.

—Todo estará bien.

Se sentó a su lado sin soltar su mano, bajo la mirada molesta de Afrodita. A ella siempre le habían molestado las muestras maternales de Psique hacia Antheia. La semidiosa era suya, no tenía porque actuar como si fuera su madre.

Miró a su alrededor y adoptó una falsa expresión inocente.

—¿Y el padre? —preguntó—. ¿No está celebrando la feliz noticia?

Antheia sintió ganas de vomitar. Leto le había enviado un mensaje con la diosa Iris hacia una semana y aún no habían recibido ninguna respuesta.

—Sabes que Apolo está en Hiperbórea hasta el final del invierno —espetó Artemisa entre dientes.

Afrodita bufó.

—Precisamente, sé que esta allá estoy preguntando si está feliz.

Las diosas se miraron entre sí, conscientes del conflicto latente en cada palabra. Antheia, sintiendo el peso de todas esas miradas, bajó la cabeza, intentando encontrar la compostura. Su corazón latía con fuerza, casi al mismo ritmo que la música festiva que parecía cada vez más fuera de lugar.

Artemisa frunció el ceño ante la provocación de Afrodita. Sin embargo, antes de que pudiera responder, Leto tomó la palabra, intentando recuperar el control de la situación.

—Apolo ha sido siempre un dios responsable y dedicado a sus deberes —dijo Leto, su voz resonando con autoridad—. Estoy segura de que celebrará esta bendición a su regreso.

Afrodita sonrió, pero no era una sonrisa amable. Había algo afilado en sus ojos.

—Oh, no lo dudo, querida Leto. Después de todo, Apolo es conocido por su... devoción. —Las palabras estaban impregnadas de un tono que dejaba claro que Afrodita se refería a algo más que a las obligaciones divinas.

Hera, que hasta entonces había mantenido una actitud distante, intervino con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.

—Estoy segura que estará feliz. Su primera criatura es algo para celebrar

Antheia sintió que su pecho se apretaba más.

«¿Será así?».

Ella también había confiado en que un bebé le abriría las puertas de su afecto, pero ahora que estaba aquí, no estaba tan segura.

Psique, notando el sufrimiento de Antheia, apretó su mano con más fuerza, brindándole el apoyo silencioso que tanto necesitaba. La semidiosa respiró hondo, intentando encontrar su voz.

—Queridas mías, este es un momento de celebración —dijo Hestia, su voz tranquila y serena—. No olvidemos que estamos aquí para celebrar una nueva vida, un nuevo comienzo. Las Parcas han sido generosas, y deberíamos brindar por ello, no buscar disputas.

Hestia levantó su copa, y aunque su gesto era pacífico, había una firmeza en su mirada que no admitía discusión. Una a una, las diosas siguieron su ejemplo, levantando sus copas en señal de acuerdo, aunque algunas lo hicieron con más entusiasmo que otras.

Antheia, sintiendo el apoyo de Psique y la intervención de Hestia, logró recuperar un poco de su serenidad. Alzó su copa junto con las demás, aunque el peso de la preocupación aún la oprimía.

—Por la vida y el amor —dijo Hestia, y las diosas repitieron la frase antes de beber.

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—¿Cuánto más durará esto? -—preguntó caminando con ayuda de Liria.

—Solo unos cuantos meses más —respondió tratando de darle ánimos.

Las náuseas eran horribles. Apenas llevaba casi tres meses de gravidez y ya quería que acabara.

Su rostro estaba pálido, y el brillo en sus ojos se había apagado, reemplazado por una mezcla de agotamiento y tristeza. Las náuseas no le daban tregua, y cada paso que daba se sentía como una batalla perdida.

—Unos cuantos meses más... —repitió en un susurro, como si necesitara recordarse a sí misma que el final estaba a la vista—. Ojalá fuera tan simple.

Llegaron a los jardines interiores del templo, donde la brisa fresca de la tarde y el aroma de las flores parecieron ofrecer un leve consuelo. Antheia soltó un suspiro, agradecida por el alivio momentáneo de estar al aire libre.

—Gracias, Liria —dijo Antheia finalmente, girándose hacia ella—. Creo que estaré bien aquí por un rato. Necesito un momento a solas.

Liria asintió con respeto y preocupación, pero hizo lo que se le pidió. Se inclinó ligeramente y se retiró, dejándola sola en el jardín.

Antheia se acercó a una fuente de agua, mirando su reflejo en la superficie tranquila. Apenas podía reconocerse. Las ojeras bajo sus ojos, el brillo perdido de su piel. Por suerte aún no se le notaba, habría entrado en pánico si de repente su bonito cuerpo comenzara a deformarse tan rápido.

Tenía hambre todo el tiempo, y muchas ganas de comer moras. Suspiró, molesta.

Tocó suavemente la piel bajo los ojos, sentía la suavidad de las ojeras que, por alguna cruel ironía, parecían haberse convertido en una parte permanente de su rostro. ¡Se sentía tan fea!

Y si se sentía así con menos de tres meses, no quería imaginar cuando llegara al noveno mes.

Se apartó con un bufido de disgusto, llevándose una mano al vientre que, aunque aún no mostraba señales evidentes, ya sentía como una carga. No entendía cómo las mujeres podían encontrar felicidad en esto, sentía como si tuviera una sanguijuela alimentándose de ella.

Comenzó a acariciarlo inconsciente, pero tan pronto como se dio cuenta de lo que hacía, retiró la mano bruscamente, como si el simple contacto la quemara.

—¿Qué estás haciendo conmigo? —murmuró, luchando contra la amargura que se apoderaba de sí—. Eres una cosa pequeñita y estás destruyendo todo lo que es importante para mí.

Se detuvo en seco, cuanto la culpa explotó en su pecho.

—Lo siento —susurró—. No debería culparte, no es tu culpa, yo quería esto. Es solo que sin mi belleza, ¿qué soy? Nada. ¿Cómo voy a hacer que tu padre me adore si me quitas mi arma más fuerte? Deberías ayudarme, ser mi aliado. —Apoyó un dedo en su vientre y pinchó—. ¿Me estás escuchando? Compórtate, ya no me hagas sentir miserable, quiero verme hermosa y no me estás dejando serlo. –Soltó un bufido—. Apolo me odia, y no sé cómo reaccionará a tí. Tienes que ayudarme, estar siempre de mi lado. Somos un equipo, los dos contra él. Me necesitas y yo a tí, así que colabora conmigo, ¿sí?

—¿Conspirando contra un dios? Que peligrosa.

Antheia levantó la vista, y se encontró a Hermes caminando hacia ella con una sonrisa divertida.

—Conspiro contra mi esposo —respondió encogiéndose de hombros—. Lo normal entre las esposas.

Hermes se rió, sentándose a su lado.

—Creo que has estado escuchando los consejos de Hera.

—No te preocupes, yo no cazo a las amantes de mi marido —dijo rodando los ojos—. Si al menos me tratara con respeto y fuera discreto, me daría igual con quien pasa sus ratos libres. No tengo afecto para él como para que me importe, pero ni siquiera intenta disimular.

Hermes asintió.

—Apolo a veces no ve lo que tiene enfrente hasta que lo golpea en el rostro. —Tomó su mano con suavidad—. Pero no tienes nada de qué preocuparte, no hay mujer que te iguale, radiante belleza.

Bajó la vista hacia su reflejo en el agua.

—¿Qué belleza? Me siento tan fea como un cíclope.

—Es solo tu percepción —dijo tomando un mechón de cabello y colocándolo detrás de la oreja—. Sigues igual de hermosa que siempre. —Bajó la vista hacia su vientre—. Supe de las buenas noticias, felicidades.

Antheia apartó la mirada.

—Por favor, no más felicitaciones —pidió angustiada—. ¿Cómo puedo sentirme feliz en este estado? Me siento horrible, me veo horrible y Apolo ha ignorado todo mensaje ante la noticia como si no le interesara. ¡No tengo razones para estar feliz!

Hermes la miró con pena.

—No saldrá de Hiperbórea hasta que acabe el invierno y aún faltan un par de días para ello.

—¡Podría haber enviado alguna señal sobre sus pensamientos al respecto!

—Debe tener sus razones, estoy seguro. Nadie podría ignorar algo así.

Antheia se quedó en silencio, mirando su reflejo en la fuente con un aire de cansancio.

—Estoy siendo tonta, ¿verdad? —Cerró los ojos y respiró profundo—. Es un dios, tiene deberes importantes y este bebé seguirá aquí dentro otros seis meses. No tiene sentido molestarme por algo que no puedo cambiar.

Hermes ladeó la cabeza y asintió.

—Así es. Ya volverá y calmara todas tus dudas. Estoy seguro que estará feliz.

—Confiaré en tu palabra.

Hermes apoyó la mano sobre su vientre con cariño y sonrió.

—Tiene muchas ganas de vivir.

Antheia ladeó la cabeza, curiosa por sus palabras y enternecida por el gesto.

—¿Puedes saber eso?

—Siento su energía de vida, para los dioses es fácil de percibir. Y tiene mucha energía —explicó soltando una risa.

—¿Y cómo no? Si vive teniendo hambre —dijo con ironía—. Le gustan mucho las moras.

—¿Sí? La próxima vez que te visite, te traeré algunas deliciosas del este.

Antheia sintió una bonita sensación cálida.

«Ahora imagina que maravilloso sería tener un esposo así».

Apartó ese pensamiento. La compañía del dios la hacía sentirse menos sola. Hermes, con su mano aún sobre su vientre, sonreía de manera reconfortante. Sus palabras y la suavidad con la que la miraba hacían que el tiempo pareciera detenerse por un momento.

Sin embargo, el sonido de pasos ligeros y un susurro quebró la atmósfera. Liria se detuvo al ver la escena que se desarrollaba ante ella. Su rostro mostró una mezcla de preocupación y pánico al encontrarlos tan cerca.

—Mi señora, su cena está lista —dijo, su tono urgente cortando el aire entre los dos.

Antheia se apartó ligeramente de Hermes, su expresión se volvió más seria mientras miraba a Liria. Hermes, notando el cambio en el ambiente, se levantó con una sonrisa comprensiva y tomó la mano de la joven.

—Nos vemos pronto, querida —dijo besándole los nudillos—. Cuídate. No dudes en buscarme si necesitas algo.

Con esas palabras, Hermes se retiró del jardín, dejándolas solas.

Ambas regresaron al interior del palacio en un tenso silencio.

—Dime.

—Los vieron juntos —susurró—. Están hablando de ello en el salón.

Antheia levantó la barbilla, no tenía nada que ocultar.

Entraron en la estancia que daba a la zona de amantes, y el murmullo llenó el aire, un susurro constante de comentarios que, aunque apagado, no dejaba lugar a dudas sobre el juicio que se cernía sobre ella. Sintió las miradas de los presentes como flechas afiladas.

—Antheia —dijo una joven interceptándola, con una sonrisa falsa.

Thalira de Mileto. Así había aprendido Antheia que era el nombre de la joven que había azotado meses atrás.

Antheia enarcó una ceja. Era la primera vez en semanas que alguna de ellas se atrevía a hablarle. Y que fuera justo Thalira la que lo hiciera solo le hacía pensar que no era muy inteligente o era demasiado confiada.

—Señora Antheia —replicó.

Thalira miró a las demás con burla y luego regresó a ella.

—¿Aún te tendremos que seguir llamando señora?

—Cuida tus palabras, Thalira —reprendió Liria frunciendo el ceño.

—¿Quién eres para defenderla? —espetó insolente—. ¿Acaso no sabe defenderse sola?

—Que rápido has olvidado tu castigo —gruñó Liria—. Que no se te olvide con quién hablas, recuerda lo que dijo el señor Apolo.

—El señor Apolo se replantearía su orden si supiera las cosas que se esposa hace en su ausencia.

El silencio en el salón se volvió denso tras las palabras de Thalira, como si el aire se hubiera vuelto más pesado. Las miradas burlonas se dirigieron hacia Antheia, esperando ver cómo reaccionaría.

Liria dio un paso hacia ella, molesta. Antheia puso una mano, deteniéndola.

—¿Qué es lo que he hecho, según tú? —preguntó Antheia con una calma calculada.

—Todas lo vimos, lo cercana que eres al señor Hermes, lo cálido que es con tu bebé. —Dio una mirada cargada de desprecio a su vientre—. ¿Si quiera es del señor Apolo?

—¡¿Cómo te través a insinuar algo así?! —gritó Liria.

—¿Acaso miento? —cuestionó riendo, incrédula. Miró a las otras mujeres que estaban alrededor, esperando una reacción, que obtuvo en forma de risitas—. Hasta nuestro señor los ha visto juntos, es tan obvio que salta a la vista. Quizá por eso no le interesara saber de tu bastardo —espetó con asco.

El golpe la hizo cayar de inmediato. Tenía la cara roja donde Antheia la habia bofeteado.

—No deberías jugar con fuego si no estás preparada para las consecuencias. La última vez fueron unos latigazos, pero se ve que no aprendes. Cuida lo que dices o te cortaré la lengua —siseó furiosa.

Thalira se frotaba la mejilla, sus ojos enrojecidos no solo por el dolor físico, sino por la humillación que acababa de sufrir. La expresión en su rostro era una mezcla de envidia e ira. Los murmullos de los presentes se apagaron de inmediato, y el silencio se adueñó del lugar, roto únicamente por la respiración acelerada de las mujeres.

—¡¿Por qué debería cuidarme?! —gritó—. La que debería cuidar lo que haces eres tú. Yo no soy la que anda pavoneandose de gran señora mientras retoza en los jardines con otro hombre como una vulgar prostituta.

El estallido de palabras de Thalira resonó en el salón como un trueno, y antes de que Antheia pudiera reaccionar, la empujó con tal fuerza, que la hizo tambalear y cayó al suelo, sentada, con un golpe sordo. La frialdad del mármol se sintió brutal contra su piel. Un dolor agudo que se expandió desde la base de su columna hacia todas las direcciones. La sensación fue similar a un estremecimiento eléctrico, recorriendo sus nervios con una violencia que parecía despojarla de todo pensamiento.

Un jadeo colectivo inundó la sala, todas horrorizadas y asustadas. Una cosa eran las palabras, otra era atacarla directamente.

Thalira gritó cuando Liria se lanzó contra ella, agarrándola del cabello y tirándola al suelo. Las mujeres se apresuraron a separarlas, en un estruendo de insultos, gritos y golpes por todas partes.

Como pudo, Antheia intentó ponerse de pie. Había sido un golpe tonto, típico de un niño pequeño, pero en serio le había dolido.

Miró hacia donde todas se habían amontonado intentando separar a ambas mujeres. No podía ver bien lo que ocurría, le tapaban la vista, pero hubo entonces un fuerte grito desgarrador y todas gritaron horrorizadas.

Se apartaron y vio la sangre en el suelo, Thalira se agarraba el rostro herido mientras lloraba. Liria a su lado, se puso de pie, tambaleante y con una daga en la mano.

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Antheia no necesitaba ser vidente para saber qué aquella acción desencadenaría algo peor.

La sangre había sido derramada con lágrimas de envidia y rencor. Una mujer despechada, celosa y herida son una peligrosa arma, como el veneno letal de un escorpión.

Thaliria era la clase de persona que podía ser la chispa para encender un terrible fuego que consumiría todo a su paso si no se detenía a tiempo. Esa había sido su intención cuando la castigo la primera vez, pero Apolo había desautorizado su castigo y ella pensaba que podía seguir actuando como quisiera sin consecuencias.

Y ella de verdad estaba convencida que el bebé en el vientre de Antheia no era de Apolo, así que se sentía en la total libertad para actuar a voluntad.

—Estará encerrada en el calabozo hasta que Apolo regrese —dijo Leto sirviéndole una taza de té.

A su lado tenía a Afrodita, quien enarcó una ceja.

—¿No vas a castigarla tú?

—La ninfa le ha cortado el rostro y nadie la ha tratado —respondió—. Allá abajo hay ratas, pasará un par de días en la oscuridad, sin comida ni agua, desangrándose hasta que mi hijo regrese y decida su castigo. El miedo la mantendrá en constante pánico sin saber qué será de ella. —Sonrió de una manera que le heló los huesos—. Créeme, para cuando Apolo vuelva, deseara una muerte rápida.

Afrodita se rió.

—Tortura mental. La mejor de todas.

Ambas bebieron de su té. Antheia no lo hizo. Tenía un mal presentimiento.

Un nudo en la boca del estómago que se extendía por su cuerpo como un gusano retorciéndose.

Leto me puso una mano sobre la suya.

—Todo estará bien, querida.

—¿Y las demás?

—¿Qué pasa con las demás?

Antheia miró a Afrodita esperando que ella dijera algo, pero no lo hizo. Regresó su mirada a Leto.

—Se lanzaron injurias contra mí -dijo con obviedad—. Thaliria fue la única que lo dijo alto y claro, pero ella también dijo que todas lo pensaban, todas estaban murmurando.

—No voy a castigar por rumores si no hay culpables claros, Antheia —sentenció con firmeza—. Thaliria te insultó y te atacó. Ella sola enviará un mensaje por lo sucedido. La que se atreva a hablar alto contra ti, pagará el precio, pero hasta entonces, no puedo hacer nada.

Antheia apretó los puños, pero no dijo nada.

—No tienes nada de qué preocuparte, son solo rumores —dijo mirándola fijo. Sus ojos dorados brillaron, amenzantes—. ¿Verdad?

Antheia sonrió.

—Son solo rumores.

—Bien. Entonces quédate tranquila, Apolo cayará los rumores.

Bebió su té.

Afrodita sonrió orgullosa.

Unos golpecitos en la puerta llamó la atención. Leto permitió la entrada y Calíope entró pavoneándose. Reverenció a las dos inmortales, ignorando deliberadamente a Antheia.

—¿Calíope? Ya regresaron, que alegría.

El corazón de Anthea se aceleró de inmediato. Mirando más allá de la puerta en busca de una cabellera rubia.

«Ha vuelto antes» pensó retorciendo las manos.

—¿Y Apolo? —preguntó Afrodita.

Calíope se alistó el vestido.

—Mi señor decidió quedarse unos días, aún no le apetecía regresar.

Bajó la vista a sus manos. Estaba decepcionada, pero no le sorprendía.

—¿Cómo dices? —Leto frunció el ceño.

Afrodita se puso de pie, indignada.

—Esto es el colmo, Leto. Tuve consideración por los deberes de tu hijo, pero ya no más. Ahora yo me haré cargo.

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Apolo estaba observando por la ventana. Frunció el ceño ante la llegada de un enorme carro dorado y escarlata, tirado por cuatro caballos que escupían fuego. Un hombre grande, repleto de cicatrices y vestido como los soldados espartanos, descendió de él.

Apolo rodó los ojos y salió a recibirlo. Tenía el casco puesto así que no se le veía bien el rostro, pero los ojos estaban encendidos en llamas.

En cuanto lo vio, desenvainó la espada y lo apuntó con ella.

—Bienvenido, Ares —dijo sin inmutarse—. ¿A qué ha venido tan grata visita?

—Tú, bastardo —gruñó, enojado—. ¿Cuál es la razón para que estés aquí en lugar del Olimpo, al lado de tu esposa?

Apolo enarco una ceja.

—¿Tu caprichosa nieta te ha enviado a buscarme?

—No, ella ni siquiera sabe que estoy aquí. Pero el invierno acabó hace tres días, ¿por qué sigues aquí?

—No me apetecía volver aún —respondió fingiendo indiferencia.

Los ojos de Ares brillaron con el deseo de sangre derramada. Se acercó a sancadas a él, tomándolo con fuerza de la ropa y acercandolo a sí.

—Escúchame bien, bastardo. Agradece que he venido yo y no mi hijo, él estaba listo para clavarte una flecha en las pelota y hacer que te enamores de un monstruo marino. Así que esto es lo que vas a hacer —gruñó entre dientes—. Vas a subir a tu carro de mierda y volveras al Olimpo con tu esposa embarazada o te llevaré yo mismo así tenga que encadenarte a mi carro y llevarte a rastras.

Había dejado de escuchar en cuanto escuchó "esposa embarazada".

Parpadeó, atónito.

—¿Qué dijiste?

El dios sintió que la tierra bajo sus pies se desmoronaba lentamente, incapaz de procesar la noticia.

Ares lo miró con una mezcla de impaciencia y desdén. Soltó un bufido antes de hablar nuevamente.

—Antheia está embarazada. Ya está por terminar su primer trimestre.

Apolo se apartó de Ares, atónito y desconcertado. Lo dicho lo golpeó con la fuerza de una tormenta solar, oscureciendo su visión y haciendo que sus pensamientos se diseminaran en un completo caos.

—¿Cómo es posible? —murmuró, más para sí mismo que para Ares.

—¿En serio? —se burló—. ¿Acaso no sabes cómo se hacen los bebés?

—¡Sé cómo se hacen! —espetó. Sentía que se le enfriaba el icor del cuerpo. No podía ser posible, los dioses no entraban en pánico—. Me refiero a que...no debería...yo... -No se entendía ni a él mismo—. He tenido mucho cuidado...ninguno en trescientos años —mascullaba sin comprender qué había pasado.

Se llevó una mano al rostro, intentando recobrar la compostura.

Ares soltó una risa baja.

—Parece que no has tenido tanto cuidado desde que te casaste.

Apolo se quedó en silencio, su mente girando a una velocidad vertiginosa. Se sentó en el borde de un pilar cercano, tratando de reunir sus pensamientos dispersos. No sabía cómo sentirse. No había tenido hijos todavía simplemente porque no dejaba de recordar el miedo, el dolor y la soledad que su madre había sentido estando embarazada de Artemisa y él. Le parecía un estado insulso, innecesario, ninguna mujer debería pasar por ello; pero ahora, su esposa estaba esperando a su hijo.

No podía recordar la última vez que se había sentido tan desorientado.

—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó, tratando de disimular su inquietud.

—Tu madre lleva enviando cartas con Iris desde que se enteraron hace poco más de dos meses.

¿Han tenido esa sensación de sangre en los oídos? ¿O como un pitido insoportable que te aturde? Bueno, Apolo sintió eso y más. Como si todo a su alrededor fuera más lento. Estaba listo para darse la cabeza contra una columna y colgar a Calíope de los tobillos en un barranco por lo quedara del siglo. Y eso era quedarse corto.

—No he recibido ninguna carta —masculló entre dientes.

Ares enarcó una ceja.

—¿Tan inmerso en tí mismo que ni te has dado cuenta de lo que pasa a tu alrededor? —Apolo respiró profundo. Calíope le había visto la cara de imbécil e iba a pagar por ello—. Bueno, yo que tú, volvería pronto. La falta de respuesta por tu parte ha suscitado rumores en tu palacio y por ende, fuera de él.

—¿Qué clase de rumores?

Su hermano sonrió y Apolo tenía ganas de quemar a Calíope hasta verla convertirse en cenizas.

—No es así —gruñó. No dejaría nunca que fuera así.

Antheia no era tan estúpida como para llevar las cosas tan lejos por más que siempre buscara hacerlo enojar.

—Nadie la culparía si es así —dijo Ares, cruzándose de brazos—. Lo único que haces es humillarla. Eros solo necesita escuchar de ella un "sí" para entregarle en bandeja de plata un amor que la valore como merece. Y si intentas impedirlo, bueno...también está listo para sacarte del camino con otra flecha.

Quería reírse y animar a intentarlo. No se dejaría caer otra vez en la misma treta. Pero no podía, no cuando su mente seguía regresando a esa palabra infernal.

Embarazo.

Que estado desagradable. Pero ya estaba hecho.

Se levantó, con el rostro endurecido.

—Supongo que ya es hora de volver a casa. Tengo que encargarme de algunas cosas.

Tuve un conflicto interno con explicar el hecho de que en 300 años, Apolo no tuvo hijos.

Considerando cómo reaccionó al ver a Sally en su saga, y cómo vivió el embarazo Leto, se me hace lógico ese pensamiento de que es algo desagradable que ninguna mujer debería vivir. Literalmente vio a Sally y relacionó qué estaba maldecida y se sintió mal por ella.

Ahí hay traumas sin resolver.

Pero al mismo tiempo, canónicamente es uno de los que más hijos tiene, y sabemos que es uno de los mejores padres, dentro del estándar de los dioses.

Entonces me surgió la duda: ¿En qué momento superó ese miedo, aunque mantiene que es medio desagradable el proceso de los 9 meses y el parto?

Se me ocurrió que quizá necesitaba ser padre para darse cuenta que le gusta ser padre, pero sigue pensando que el embarazo no debería ser así. Doloroso y todo eso.

Ahí fue cuando me surgió un headcanon:

Las mujeres que están embarazadas de sus hijos no sienten dolor cuando llega el momento de dar a luz, siento que él iría a Artemisa para que entre los dos le alivien los dolores y que todo sea rápido para evitar hacerles pasar por ese momento.

Por otro lado, Antheia fue criada por Afrodita con el pensamiento de que su belleza es todo, y tiene 18 años. Me parece lógico que encuentre horrible el hecho de que su cuerpo va a cambiar.

Así que tenemos a dos personas que tienen rechazo por el embarazo mientras van aprendiendo más sobre sí mismos, hasta convertirse en los mejores papis del Olimpo.

En fin, me hago desmadre yo sola pensando como solucionar mis propias tramas.

Y ahora, MEME TIME

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