VI

No vale la pena alargar el relato de nuestro peregrinar durante el día siguiente, Reiji. No resultó grato. Baste tal vez decir que ya entrada a la noche siguiente Miri y yo nos hallábamos sobre un collado espiando desde lo alto los movimientos de los Buscadores de la parka.

Quedaban tras un cercado de piedra maciza. Sí, habíamos hallado por fin la anunciada parka de la cantera; las indicaciones del Buscador habían resultado ser precisas. Bien, pues habíamos llegado tras la puesta del sol, os digo, y era esto cosa contraria a lo que hubiéramos deseado. Y es que la motoreta de Miri se había parado a varios estadios de allí, al quedarse sin benzino. ¡Habríamos debido cebarla con el de las dos motoretas de los krímulos del drinkejo, en Bocaverno, pero no hubo tiempo como comprenderéis, por mi fe! Así que hubo que caminar por tanto durante toda la tarde entre caminos de tierra, dejando el maltrecho vojo que serpenteaba entre los encarnados desfiladeros que salpicaban el lugar, campo a traviesa por no vernos sorprendidos. Arrastrábamos las botas, y al cabo dejamos el peregrinaje y hasta hubo que escalar, hasta alcanzar aquel promontorio escarpado desde el que dominábamos la parka, pero al menos para cuando el rescate comenzó hacía ya varias horas que habíamos dejado de escuchar aquel inquietante tronido retumbante que nos había perseguido durante todo el día.

Miri sufría de un humor de perros, a decir verdad. Había traído consigo esa suerte de catalejos que yo había visto a Cachocarne usar, cuando lo de Fonsulfuro. «Prismáticos», los llamaban. Siempre portaba unos de esos en las alforjas de la motoreta, y por su merced vigilábamos las luces de allá abajo, las de la parka, echados sobre los hierbajos y en la oscuridad. Y sí, presenciamos movimiento, y muy apurado, y escuchamos algunas risas azuzadas por el morapio. Algo se aprestaba, algo iba a tener lugar, y eso se notaba en el aire. ¿La llegada del vulturo, tal vez? Y quedábamos todos en la misma nada; todos a muchos estadios de cualquier mal urbo, o magro asentamiento. Lo que se presentía era una lucha que no iba a ser interrumpida, y me preparé.

Bueno, ¿pues qué era lo que se hallaba allá abajo, al cabo? Bien, resultaba la parka de marras como un antiguo emplazamiento... Bah, no sé explicarlo mejor, pardiez. No, era mejor como un recinto formado por varios edificios, como de adobe, varios de ellos en ruinas y opuestos entre sí. Pero el terreno circundado por el muro era vastísimo; había aquí y allá también verdaderas montañas de grava, amontonadas por los rincones, y barracas, y había por último y en suma algo semejante a un depósito de grano junto a las montoneras aquellas, colosal, hecho de metal oxidado, y fin. En él, en el granero digo, a escala gigantesca, habían pintado con burdos trazos el infame Signo Amarillo, y quedaba todo bien claro.

Aquello era una de las parkas del misterioso cefo Depape. Una parka montada en una antigua cantera, en efecto.

¡Y había aún otra cosa extraña, para mi sorpresa! Entre las barracas, en una especie de plazuela o atrio formada entre los edificios aquellos, habían levantado como una tela extendida, y era tan grande como la vela de una mesana. Mas, ¿con qué fin?

Bueno, pues yo no daba crédito a todo lo que veía, Reiji. Pues la docena de krímulos que contamos allá abajo -Beleco no había mentido tampoco en su número, bendito fuera- se encontraban casi todos sentados en la plazuela. Bebían y reían. ¡Y mientras tal hacían, en la enorme tela extendida ante ellos, se movían siluetas y figuras, como cuadros en movimiento, o como sombras chinescas, y lo juro!

-No sé qué estoy viendo, niña, pero ni rastro del Tiñas -dije yo al cabo, y le devolví sus prismáticos a Miri.

-Deben tenerlo metido en alguno de esos barakos -me contestó ella echando un nuevo vistazo-. ¿Será el vulturo alguno de los de ahí abajo, los que están viendo el kinejo, o estará dentro de alguno de esos chamizos con el Tiñas?

-Tal vez no habrá llegado aún, por ventura -contesté yo.

-No, ya está ahí abajo -respondió la muchacha de mal humor-. Mira, Pálido; ¿no ves esa camioneta dentro, junto a la entrada de la cantera?

-¿Camioneta? ¿Qué es tal cosa?

Me pasó los prismáticos de nuevo y señaló abajo. Seguí sus señas y en efecto descubrí uno de esos carruajes como los que Cachocarne amontonaba en los terrenos de su taller. «Automóviles». Solo que los de Cachocarne estaban todos muertos; rotos e inmóviles, ¡y este, según Miri, había traído al vulturo hasta aquel paraje!

-¿Eso, dices? Pero, ¿esa calesa...? -Dudé-. ¿Eso camina?

Miri me arrebató los prismáticos sin demasiados miramientos y dirigió allí de nuevo su mirada a la entrada de la parka.

-Sí lo hace -contestó-. ¡Y tienes que dejar de embobarte con cada padmada que nos encontramos en el puto vojo, Pálido! Eso corre, sí, y mucho, pero solo los korsiras de La Pared pueden hacerlos funcionar todavía -añadió-. Esos cacharros son mucho más complicados que las motoretas, y consumen mucho más benzino. ¿No ves esos surcos recientes en la tierra del vojo, ahí abajo? -me preguntó, y los señaló. No se veía mucho en la oscuridad, no sé qué se pensaría la condenada, pero me abstuve de decir un improperio y lo dejé correr...-. ¡Te digo que esa es la camioneta en que ha venido el vulturo, Pálido, eso seguro, y en ella se piensa llevar al Tiñas! -escupió, y después maldijo de nuevo-. ¡Merdo, Pálido! ¡No hemos llegado a tiempo de reconocer el terreno y preparar un maldito plan decente, fika mi madre! ¡Tendría que haber sabido que no habría benzino suficiente para llegar hasta aquí! ¿Cómo pude ser tan padma?

-Serénate, niña -le contesté sin más-. Ven, que se me ocurre entonces algo: esperaremos a que metan en esa calesa al Tiñas y a que el vulturo se le lleve. Le asaltaremos en el camino de abajo cuando haya abanonado la cantera y se encuentre solo. ¡Vamos!

Me puse en pie, pero no se veía un carajo.

-¡Espera, Pálido! -me contestó entonces Miri, y me sujetó del brazo. Se puso en pie también la muchacha-. ¡No sabes lo que dices, viro! Si el vulturo ese se monta en la camioneta ya puedes decirle adiós al Tiñas, viro. Y si por casualidad te le pones por delante ahí abajo, en el vojo, te pasará por encima. ¡Te aplastará como una alimaña, y si por casualidad no te mortiga saldrá cagando merdos a toda velocidad de todas formas, y ahí le has visto!

La miré sin comprender nada en absoluto de lo que decía. Suspiré.

-Mira, niña, en mi tierra las ruedas de las carretas están hechas de madera, Miri -le contesté al cabo-. En Levantia no sé de qué carajo están hechas, pero van llenas de aire como vejigas de pordiosero. ¡Bueno, hazlas explotar con una descarga de tu mazurca y baste ya por Dios, muchacha! -repuse.

Y Miri contestó arrugando con un mohín la nariz, y se encogió de hombros. ¡Que convino conmigo, vaya, y me siguió por fin ladera abajo, por el delgado vericueto por el que habíamos ascendido la tarde anterior! ¡Loada fuese la virgen!

-Pues vale -me dijo al cabo de un rato, mientras nos dejábamos caer entre peñascos a oscuras y no poco peligro-. No tenemos nada mejor que tú plan, Pálido, pero espero por nuestro bien que salga mejor que el otro que mi kunulito y tú ideasteis en Fonsulfuro. Con lo del mecha gigante ese, digo. ¡Cachocarne me contó cómo resultó todo al final! -rio-. ¡Ja, qué padmos! -añadió, y me palmoteó el hombro con tal carcajada que casi me despeña ladera abajo.

Resoplé. ¡Maldita niña!

Bueno, descendimos a tientas como os digo, y esperamos por fin allá abajo a que saliese el vulturo. Quedamos bien escondidos tras un recodo del camino que llegaba hasta la cantera, entre los desfiladeros, a buena distancia de la entrada del recinto y fuera de su vista. Nos agazapamos detrás de dos peñascos, uno a cada lado de la cañada, y la negrura a nuestro alrededor resultaba casi total en lo hondo de la quebrada. Manteníamos por último nuestras mazurcas bien cebadas en las manos, y es que con ellas resultaba más difícil errar el tiro, que ya lo sabéis, y ese era todo nuestro plan, y baste.

-Recuerda, Pálido -me advirtió Miri entonces desde su parapeto-. Apunta a las ruedas de adelante cuando pase la camioneta a nuestro lado; no falles si quieres volver a ver vivo al Tiñas, ¿vale?

Le contesté con una mala mueca que no sé si llegó a ver; ¡no sé cuántas veces me había repetido eso ya, que el diablo la llevase!

-Y recuerda esto tú también -le dije yo, al cabo-; el vulturo debe quedar con vida.

Pero entonces ella se rio.

-¡Ja! ¿Sigues creyendo que vas a poder hacerle cantar, Pálido? Ya te lo he dicho, viro; olvídalo. Si un simple Buscador teme tanto a Depape como para hacerle hablar, ya lo viste ayer, imagínate uno de sus vulturos... ¡Alguien que solo le rinde cuentas a él! Recuerda lo que me contaste que le hicieron al cefo ese de Fonsulfuro, al deforme aquel... Confórmate con salvarle su culo de maljuna al Tiñas.

-Malbino... -susurré yo entonces, recordando el desfigurado rostro del dirigente de Fonsulfuro.

-Te lo digo yo, Pálido -continuó Miri-. Antes se arrancará ese vulturo la lengua a mordiscos que traicionar a Depape.

Bien a mi pesar tuve que admitir que llevaba buena razón, la condenada. ¡Pero al demonio si no iba a intentar que aquel bellaco soltase la lengua! ¡Al menos lo intentaría, por mi honor de español! Y es que al fin y al cabo yo había hecho una promesa, y se la había hecho a ella; y aquella era una promesa a la que yo trataría de dar buen cumplimiento, por mi fe. «Cuando precises mi ayuda acude a mí». Eso le había dicho a Meda, ¿lo recordáis? Y poco después ya se la habían llevado a La Pared... ¡Maldita fuera mi estampa!

Asentí para mí pero nada dije, y al cabo sí que algo contesté a mi querida Miri, a la que la piadosa Astarté haya querido guardar:

-Yo también creo eso, niña -convine-. Ese vulturo sabe bien de lo que su amo es capaz y seguro que no por oídas. Pero también esto otro te digo, Miri -añadí con gallardía-. Él no sabe de lo que soy capaz. ¡Ya lo veremos, lo veremos!

¡Pardiez, pues no hubo tiempo para más pláticas ni réplicas! Al fin escuchamos algo en el camino. Oímos una pesada verja correr sobre rieles, adelante; sin duda que se trataba de la de la parka de la cantera, y después escuchamos un ronroneo como el de las motoretas al echar a andar, solo que este me pareció más fuerte, más ronco.

-¡Es la camioneta! -me dijo Miri, y por fin me apresté-. ¡Ya sale, ya viene! ¡Atento ahora, Pálido!

Y esperamos.

Apreté en mis manos la empuñadura de mi mazurca. Tenía plantada la espalda en aquella roca que me servía de parapeto. Escuchamos después la verja cerrarse, sin duda, y el ronroneo de la camioneta se nos fue haciendo más fuerte, más cercano, hasta que de pronto vi que las rocas del desfiladero a cuyo pie nos ocultábamos se iluminaban, casi como si resultase de día; ¡el cacharro en que venía el vulturo portaba potentes candiles a su frente, tan furiosos que iban deshaciendo la oscuridad por delante!

Y entonces por fin todo se precipitó, y ya iba la camioneta a pasar por nuestro lado, y resultó que aquel maldito cacharro iba mucho más aprisa de lo que habíamos esperado, y Miri se puso en pie de un salto con la mazurca en la mano y esto exclamó:

-¡A las ruedas! ¡Ahora! -gritó, y yo sentí un cañonazo en los oídos cuando escuché el tronar de la mazurca de Miri rebotando contra las paredes del desfiladero.

Así que yo también salté de mi escondite, y descargué mi propio trabuco contra las ruedas de aquel veloz cachivache, y todo esto pasaba casi al mismo tiempo y al ruido de las dos detonaciones le acompañó otro más, como el de unas grandes viruelas que reventasen, y aquella extraña calesa negra y ominosa, que se movía sola, aquel presuroso armatoste del vulturo, digo, trastabilló ahora sin ruedas y sin gobierno, y culeó a un lado y al otro hasta que al final se dio de morros contra una de las paredes de la quebrada y a no poca velocidad. ¡Y ahí bien quieta se quedó!

Entonces Miri y yo corrimos, y alcanzamos su trasera en dos saltos. Yo ya traía Tasogare desnuda en la mano, y mientras Miri cebaba su mazurca yo me dirigí raudo a la portezuela del lateral de la calesa.

Esto os diré, Reiji: cuando llegué y abrí la puerta berreando y con la espada presta descubrí que el vulturo, que resultaba ser un hombre retaco, calvo y de mediana edad, se encontraba muerto, o inconsciente. Se había partido la crisma y dejado los piños en el que debía ser el timón de aquel cacharro, y ni junto a él ni en los asientos de atrás encontré al buen Tiñas.

Me volví entonces a Miri, que venía ya con la mazurca cebada.

-¡Quieta! ¡No está! ¡Por Dios, Miri, no está el Tiñas!

Miri se me acercó, sin comprender. No sabíamos qué hacer ahora, y habíamos hecho un ruido de mil demonios, y a buen seguro habrían escuchado todo en la parka.

Y esto también os diré, maestro: en ese momento escuchamos algo llegar desde la dirección opuesta a la de la cantera, por el camino digo. Nos sonaba como algo enfrascado en una crispada carrera alentada por nuestros propios disparos, y entre medias de aquellas ominosas zancadas oíamos aquel retumbo espantoso y neumático que tan bien conocíamos ya.

-¡El mecha! ¡Nos ha encontrado! ¡Al coche, Pálido, sube al coche!

No pude ni parar mientes en otra cosa; tan solo obedecí a Miri. Me subí al carruaje de un salto y cerré la puertezuela justo cuando el maldito mecha de Bocaverno emergió de la oscuridad tocado con su ridículo sombrero. ¡Embistió por mi lado el coche y a punto estuvo de arrancar la puerta de cuajo, el maldito!

Pero Miri ya estaba dentro también, por el otro lado, y apartó con dos empellones el cuerpo inerte del vulturo y este rodó como un muñeco de paja hasta quedar con poco decoro entre mis piernas. Y entonces Miri dio marcha atrás al cacharro aquel con lo que me pareció un buen pisotón. ¡Que me lleve el diablo si sé ahora dónde había aprendido ella a manejar aquellos trastos, aunque lo imagino, y menos a gobernarlos con las ruedas reventadas, pero a pesar de los bandazos que aquel armatoste de repente dio Miri consiguió aprestarlo a arrastrarse por el camino! Lo enfiló de cara a la parka de la cantera, que nos quedaba delante tras el recodo del camino. ¡Y a todo esto el mecha iba colgado de mi puerta!

-¡Agárrate, Pálido! -exclamó Miri, y dio un nuevo pisotón que hizo a aquel demonio de camioneta encabritarse como un potro desbocado.

¡Dábamos bandazos, ya os lo dije, pero Miri se las apañó para mantener el cachivache aquel dentro del camino y aún tomar el recodo del frente, y aún después seguía ganando presteza así que vimos por fin las luces de la entrada de la cantera, y también a sus guardias! Y justo en ese momento el mecha se soltó de mi puerta, y le rebasamos, pero dio dos zancadas y nos embistió de nuevo con crueldad y por detrás, y nos arrastramos entonces por la pared rocosa del desfiladero. ¡Saltaban chispas, y el roce del metal contra la roca descarnada hacía un ruido como de mil infiernos, pero Miri aguantó y la entrada de la cantera ya quedaba más cerca!

Entonces Miri -¡lo juro!- comenzó a pegar puñadas al redondel ese que le servía de timón al trasto ese y que aún lucía los piños del vulturo engarzados, y la camioneta empezó tras eso a proferir bocinazos que alertaron a los guardas de la verja, y estos al vernos en tan mortal apuro se vieron que se apresuraron a abrirnos las puertas creyendo sin duda que éramos el vulturo en su camioneta, que regresaba por alguna razón.

Así, con un feroz bandazo Miri introdujo la camioneta en la cantera, de costado, pero perdió por fin el control y se llevó por delante las sillas frente a la tela extendida esa en que proyectaban imágenes; ¡cinco o seis Buscadores borrachos se tiraron justo a un lado antes de que los pasásemos por encima, y el coche por fin se detuvo!

Quedamos dentro. No se oían más que gritos, alaridos y maldiciones en el atrio de la cantera, a nuestro alrededor, y sobre todo cuando el mecha penetró en el recinto de un salto, persiguiéndonos como un demonio.

¡Los malditos guardas no habían conseguido cerrar la verja a tiempo, por mi fe!

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