XI
Nos halló Malbino en la playa a Cachocarne y a mí mientras aún recuperábamos el aliento. Yo regresaba de la orilla tras limpiar la hoja de mi uchigatana en las aguas del mar.
―¡Eh! ―nos gritó uno de sus lugartenientes mientras el caudillo se nos acercaba y nos estrechaba las manos con gana, emocionado―. ¡Lo habéis conseguido, estragas! ¡Talos ya es merdo! ¡Bien hecho!
Iba a contestarle, cuando de improviso una voz se me adelantó.
―Sí, todo ha salido bien al final. Demasiado bien incluso, para vosotros... ¿Dónde está Piro? ―nos gritó alguien a nuestras espaldas. Eran seis krímulos, de los últimos supervivientes de La Pared. Venían por la playa hacia nosotros con caras de pocos amigos; debían haberse escondido entre las peñas al principio de todo y sin duda, los muy cobardes.
―Mortigado ―les respondió Cachocarne―. Un héroe tu cefo, mira...
Se plantaron al fin junto a nosotros; venían cubiertos de sudor, sin turbano que los protegiese del sol. Fruncí el ceño, pues aquello me olía a riña; venían mohínos y posiblemente con gana de prender a Cachocarne tras el fin de la reyerta.
―¿Mortigado? ¡Y un merdo! ¿Y vosotros dos ilesos? ¿Vosotros, un maljuna y un graso? ―dijo el segundo de ellos señalándonos a Cachocarne y a mí de mala forma.
―Ha habido muertos entre nosotros también ―contesté yo al fin, y vi que uno de ellos traía las manos a la espalda. Quedaba todo dicho para el que anduviese avispado, y me preparé.
Escuché un chasquido entonces, mala cosa. Volví la mirada y vi que Malbino hacía un gesto a sus hombres, y luego ya pasó todo muy rápido: me adelanté y me puse entre los dos primeros de ellos cuando ya sacaban trancas, pistolas o qué se yo, y tiré un tajo de diestra a siniestra y otro más de arriba abajo, con la rodilla en la arena. Me cobré sangre y cayeron dos de ellos. Entonces Cachocarne disparó con su mazurca por encima de mi cabeza, y el que en efecto sacaba una pistola de chispa de la espalda cayó con las tripas reventadas: ¡de no haber sido por mi turbano la pólvora de la mazurca de mi compadre me habría socarrado las calvas!
Los otros tres dudaron en el instante siguiente, y tal bastó, pues de repente ya se encontraran encañonados por las armas de los hombres de Malbino y alzaron las manos, en gesto de rendición.
Me puse en pie y se hizo el silencio en la playa de Fonsulfuro de nuevo.
―Estos tres no pueden volver a La Pared, Pálido, o Miri y yo nos podemos dar por mortigados... ―me dijo entonces Cachocarne poniéndose a mi lado.
Nada dije. Me volví a los tres krímulos y uno de ellos me miró a mí: en sus ojos leí la verdad de aquellas palabras de mi compadre.
―Oye, espera, maljuna ―me dijo este―. Eso no es verdad. No volveremos a La Pared, no podemos presentarnos ante Depape después de este fracaso, nos mortigará, no hay necesidad de que os ocupéis de nosotros...
―¿Y qué haréis? ―intervino uno de los hombres de Malbino―. ¿Andaréis por el vojo, os buscaréis una parcelita y os dedicareis a plantar patatas? ¡Vosotros solo sabéis hacer dos cosas! ¡Rapiñar y mortigar!
Malbino me miró, y yo contesté a su mudo mensaje echando un rápido vistazo con el rabillo del ojo en dirección a Cachocarne, y no hizo falta decir más. Era lo convenido.
El cefo de Fonsulfuro hizo un nuevo gesto a sus hombres y se acabó: se alzó en la playa un clamoroso estruendo por la pólvora y el fulminante: los tres krímulos cayeron también sobre la arena, ajusticiados, y eso fue todo.
Con eso se había dado fin a la precaria entente entre los Buscadores de La Pared y los supervivientes de Fonsulfuro, y a Dios gracias. Regresé a la orilla del mar de nuevo para limpiar esta vez sangre de mi acero. No, no me siento orgulloso de lo que ocurrió, Reiji pero no podía hacerse otra cosa. Bien lo vi venir desde el principio, cuando reconocieron a Cachocarne como el korsira del vojo del este; ¡que mal rayo me parta!
Nos retiramos después todos a la fresca sombra de las cuevas, pues ya mediaba la mañana, y en ese punto ya sí pudimos descansar un tanto, pues todos los trabajos quedaban hechos y habíamos llegado a su fin.
Sí, lleváis razón. No entretengamos más el tiempo, Reiji. En verdad mucho ya nos hemos demorado sentados en estos tocones, a la vista de ese crematorio. Vayamos pensando ya en volver a la espesura del Bosque del Crepúsculo, que a fe mía mis tripas rugen ya y aún no me he buscado el sustento de esta noche. Ni vos tampoco.
Pero antes dejadme que ponga fin con un par de cosas más a la historia, pues creo que deben ser contadas, y os ruego que me concedáis tan solo unos minutos más.
Bien, seré breve. Regresamos con Malbino y sus hombres a su refugio en las cuevas, y quiso este entablar parlamento con nosotros. Sí, despidió a su gente, y en verdad nos vimos a solas con él bajo la bóveda de su cueva. Escribía para nosotros en su pizarrilla, con frases cortas.
Lo primero que hizo fue darnos las gracias por ayudar a su pueblo. Lo segundo, pedirnos que nos marcháramos cuanto antes: «Más Buscadores, Talos mortigado».
Asentí.
―Tendréis que abandonar esta isla también y buscaros un nuevo hogar en el vojo, amigo mío ―le contesté, y el deforme caudillo asintió con pesar.
Guardamos silencio, abatidos. En verdad, yo también dudaba de que pudiesen durar mucho en el vojo: un puñado de hombres, mujeres y ancianos, capitaneados por un tullido... No pintaba bien la cosa, y entonces Cachocarne dijo:
―¿Por qué? ―preguntó rascándose el carrillo. Malbino y yo le miramos sin comprender―. ¿Por qué tendríais que largaros y dejarles la isla a los Buscadores que vengan?
―Compadre, el mecha ya no existe ―le contesté yo―. Esta gente no podrá contener a los nuevos Buscadores que lleguen: cada vez acudirán con mayores fuerzas, hasta que descubran por qué los krímulos vienen a esta isla y ya no vuelven, y lo sabes bien.
―¿Y entonces el sulfuro será para ellos? Pero tú sabes que sin sulfuro no hay kuglos, ¿no, Pálido?
―Lo sé bien, ¿pero qué quieres, maldita sea? ―repuse yo encogiéndome de hombros―. ¡Es eso o que afronten aquí la muerte o una esclavitud segura! Compadre, nosotros buscaremos el sulfuro en otro lado; no temas por tu hermana.
―Deja a Miri a un lado, viro, que no es solo eso... ―me contestó, y vi que se reía.
A todo esto Malbino observaba a Cachocarne con gran atención. Yo también, lo confieso.
―¡Explícate de una vez o vete al carajo ya! ―solté al cabo, impaciente.
―A ver, ¿quiénes saben que Talos está mortigado? Fuera de esta isla, quiero decir.
―Nadie... ―contesté yo―. Pero antes muy pocos sabían de su existencia tampoco. ¿Y qué?
―¡Pues que se sepa ahora! ¡Que corra por el vojo la nova de que un mecha gigante de los de antes de la Guerra, armado hasta los dientes, custodia esta isla!
No comprendía del todo, y Malbino tampoco.
―¡Pero es que ya no lo hace, bellaco! ―contesté al fin.
―¡Uy, es verdad, que lo has desangrado, Pálido! ―respondió él con fingida sorpresa―. ¡Te has mortigado a Talos y dentro de poco los vermos no habrán dejado de él ni los huesos, mira tú! ―añadió con más chanza todavía. Me miró y se encogió de hombros...―. ¡A ver, Malbino, vete a buscar a tus hombres y dales bien de manllar esta noche! Mándalos prontito al catre hoy, que mañana y los próximos tagos van a echar pero bien el bofe al sunon... ¡Y que traigan maromas, pero de las gordas! ¡Y poleas, y postes!
―¿Qué andas maquinando, canalla del demonio? ―repuse yo sonriendo mientras me levantaba y palmoteaba las espaldas de mi compadre―. ¡Venga, suéltalo todo y que lo entendamos bien! ¿Qué has pensado, bellaco?
―Vamos a subir al mecha a uno de los desfiladeros que hay frente al Brazo, para que se vea bien desde allí, y en ese sitio lo dejaremos.
Guardamos silencio, sopesando sus palabras. Entonces Malbino garabateó esto en su pizarrilla: «Engaño no durará». Pero Cachocarne se dio la vuelta, aburrido, tras leerlo: ya se iba en busca de algo que echarse al coleto, pero antes nos dijo esto, muy pagado de sí mismo:
―Claro que no, viro. No si lo dejáramos en eso. Pero yo os montaré un sistema de poleas para que podáis agitar los brazos del monstruo tan pronto veáis un bargo de los Buscadores venir por el Brazo. Y dudo que este ―dijo volviéndose por último y señalándome a mí― se haya cargado el sistema fonador del mecha: tan solo se ha cargado el sistema hidráulico que le permitía moverse, que lo he visto. Después de unos martillazos seguro que puedo volver a hacer que Talos suelte otra vez todos esos merdos que iba pregonando tan feliz estos días. Todo eso de no abandonar el canal, y esos deliros... Los paneles solares en su kapo no están fundidos, eso seguro, conque algo haré. ―Malbino y yo nos miramos entonces, sin saber―. ¡Venga, que hay cosas que hacer! ―nos apremió entonces―. ¡Yo tengo que volver cuanto antes a mi taller, que no todos estamos ya en época de cuidar nietos, maljunas! ¡Ja!
¡Cachocarne, maldito gordinflón patilludo!
Sí, en los siguientes días todos trabajamos bajo el sol y bajo la luna, y mucho, pero al fin, al cabo de una semana, Talos quedó ya en lo alto de la loma junto a la que fue vencido, dominando con su imponente presencia todo el Brazo: y creedme, en días claros se llegaba a ver incluso al coloso desde la otra parte del canal, desde el Peñón del Norte en el que Meda vigilaba los movimientos en el Brazo.
Meda... ¡Ardía en deseos de relatarle los detalles de lo acontecido, decirle que el misterio estaba resuelto y el peligro conjurado!
Bien, el plan de Cachocarne fue un éxito, os digo. Reparó mi compadre con sus buenas artes la pata para que al menos pudiera servir de apoyo al monstruo, y así quedó por fin bien anclado en lo alto de la roca como una estatua. Después hizo plantar postes a los lados y detrás de Talos, no muy gruesos para que no se distinguieran en la distancia, y dispuso poleas aquí y allá. Al cabo probamos la argucia y resultó que funcionaba muy bien, y pareciera que el coloso levantase sus brazos cuando los hombres de Malbino tiraban de las gruesas maromas, y así movían los brazos de Talos como si este fuera una marioneta y parecía que amenazaba a todo el que cruzara el canal. ¡Hasta resultó que en verdad su repetido mensaje de advertencia no se había perdido, y Cachocarne instaló un armatoste en el talón del coloso que los de Malbino podían accionar a su voluntad!
Y así por fin, la tarde en que quedaron por fin todos los trabajos terminados, Malbino en persona probó el ingenio y una vez más se escuchó la poderosa voz del Custodio de Fonsulfuro en la playa, declamando a los cuatro céfiros del Brazo su incansable perorata:
«¡NO ABANDONE ESTE CANAL! ESTE CANAL SE HA ESTABLECIDO EN RESPUESTA A UNA CONFLAGRACIÓN NUCLEAR MASIVA. ¡NO ABANDONE ESTE CANAL!».
Bien, y con eso dimos por terminados los trabajos de Fonsulfuro: tan solo restaba por hacer correr por el vojo el rumor de que la isla se encontraba custodiada por un monstruo fiero y colosal; un engendro de metal que protegía el urbo y a todos sus habitantes de maleantes y bandidos. De eso nos ocuparíamos también nosotros: ¡mucha gente pasaba por la chatarrería de Cachocarne, bien lo sabía yo, y ayudaríamos a dar recorrido al engaño! Y Meda también ayudaría en la causa, tan pronto le contásemos lo ocurrido.
De modo que llegó el momento de partir por fin de la isla a la mañana siguiente, y es que Malbino nos había botado una balsa en la playa, justo bajo los pies del monstruo. Allí nos despedimos y era muy temprano, que bien lo recuerdo.
Cachocarne ya se había subido al bote tras cargarlo de pesados fardos ―¡íbamos bien pertrechados de sacas de sulfuro a la sazón y por cuenta de Malbino también, es cierto!―, y acudió el mismo Malbino, renqueante, y se me llevó en un aparte de la cala mientras sus hombres se despedían de Cachocarne entre bromas y chanzas.
Ya a solas me dio las gracias una vez más y yo hice lo propio por el sulfuro y la balsa, pero después borró su pizarrilla y escribió esto otro:
«Tú no arriero».
Reí.
―No, no lo soy, que lleváis razón ―le respondí con un guiño.
El deforme hombre pareció agitarse y hasta creo que rio también.
―Svestolsigmillo ―exclamó, y después se apresuró a escribir esto otro:
«¿Mortigar La Pared?».
Suspiré y esto le respondí:
―Por eso estoy aquí, viejo amigo. Lo intentaré, desde luego: según he visto ya hay quien trata de impedir que ningún brote verde repunte de las cenizas que cubren este mundo, aunque no puedo comprender la razón...
El cefo de Fonsulfuro asintió y escribió una vez más en su pizarrilla. Cuando me la mostró puso su mano envuelta en vendas sobre mi hombro en gesto de confianza.
«Cuidado con Depape», había escrito en la pizarra.
Noté que le temblaba el pulso. Tenía miedo. Correspondí su gesto y apoyé yo también mi mano en su hombro para tranquilizarle.
―Solo es un hombre. Quedad tranquilo, amigo.
Entonces él se sacudió de encima mi mano, muy indignado.
―¡Svestolsigmillo! ¡Svestolsigmillo! ―repetía, y entonces escribió algo más en su pizarra, y fue esto, sin traba:
«No. No lo es».
Quedé en suspenso, sin saber bien qué decir. Detrás de nosotros los hombres continuaban con sus chanzas: Cachocarne estaba ya a bordo del bote y eran todos ajenos a nuestra conversación. Malbino se volvió, y cuando se aseguró de que nadie nos espiaba tornó a mirarme, pero esta vez se separó un paso de mí, y se llevó las manos al rostro.
―¿Qué vais a hacer?
Intenté detenerle, os lo juro, pero el hombretón me apartó las manos de un empujón y buscó el nudo que fijaba las vendas a su cabeza. Y lo desanudó. Poco a poco fue retirando las vendas, hasta que al cabo quedó su rostro desnudo ante mí, y yo...
Yo apenas pude conservar el aliento.
¡Su rostro, Reiji...! No, no había napia allí, y las cuencas de sus ojos resultaban tan hundidas que allí parecían flotar más que ir encastrados los dos globulillos resecos que resultaban sus ojos. La piel de sus carrillos y de su frente aparecía gomosa, descolgada, como a punto de resbalar de su cabeza. Se caló entonces sobre la testa la capucha de sus ropajes para protegerse un tanto del sol, y quedaron aquellos dos ojillos, observándome.
Di un paso atrás, demudada la color... En nombre de la Diosa, ¿qué podría haberle causado aquello a un hombre? ¿De qué tipo de cruel maldición había sido víctima?
Entonces Malbino habló de nuevo, y ya sin las fuertes vendas que apretaran sus amoratados labios pude entender lo que una y otra vez había estado repitiendo desde el día en que escapó de La Pared; acaso lo único que podría pronunciar ya durante el resto de sus días.
Dijo:
―¿Has visto el Signo Amarillo? ―balbució, y entonces volvió a levantar su pizarrilla ante mí, y otra vez leí la oscura advertencia que allí me había dedicado.
«Cuidado con Depape».
No vale la pena decir nada más de esto en este instante, Reiji. Solo añadiré que, ahora sí, tomé buena nota de la advertencia del cefo de Fonsulfuro...
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