VIII
La pretendida entrada a los infiernos no fue tal. Cosa extraña, desembocamos al poco de recorrer una angosta galería de repente a un claro iluminado por la luz de la luna: ¡una poza seca entre afiladas paredes! No resultaba la gruta tan profunda como estimamos, no, y descubrimos en el cerco los restos de un campamento improvisado, aunque nadie nos apareció a la vista.
―¡Piro, Piro! ―exclamó nuestro prisionero por sorpresa aún con la mazurca de Cachocarne apoyada en el seso―. ¡Aquí están, me han cogido los malditos! ¡Pásalos a kuglazos, ni te lo pienses! ―proclamó nuestro prisionero a las alturas, hacia los peñascos recortados contra la luz de la luna, hacia nadie...
―Cómo te gusta el drama... ―le contestó con sorna una voz ronca desde las alturas: estaban arriba sus compañeros, entre las peñas, escondidos y bien prevenidos no sé cómo, claro está―. Lo haré, estulto, ¡y me ahorraré así alimentar tu inútil bocaza cuando la mazurca de ese graso esparza tus sesos por nuestro campamento! ¡Vaya guardia que te has hecho!
―Le da mucho a la priva, ya te lo dije, Piro ―intervino con guasa otra voz desconocida, servil, desde las alturas.
―¡Cállate tú! ―ordenó ya de mal humor el primero, el tal Piro. Debía ser sin lugar a dudas el jefe de aquella cuadrilla―. Bueno, estragas ―nos dijo al fin desde un lugar que no alcanzaba a ver, dirigiéndose a nosotros―. Decid qué tenéis en el kapo y qué hacéis aquí, que después ya os mortigaremos, no temáis. No quisiera quitaros esa ilusión, tras todas las molestias que os habéis tomado...
―No hay cuita ni necesidad de bravuconadas. Solo queremos plática ―repuse yo elevando mi voz a las alturas.
―¿Qué?
―¡Di que queremos parlamento, a secas, Pálido! ¡Tampoco compliques las cosas, fika mi madre! ―protestó Cachocarne con el nervio metido en el cuerpo, clavando aún más el extremo de su trabuco en la sien del guarda capturado. Y entonces el tal Piro se rio con ganas, desde su escondite.
―¿Y por qué tendría yo que audiros? ―nos contestó―. ¿Creéis lo que digo cuando afirmo que la vida de uno de mis hombres me la trae al pairo? Ya le he hecho perder a Depape una docena de sus Buscadores con el maldito mecha deliro ese de ahí fuera: le diré que fueron trece, y asunto arreglado...
―Os creo en eso ―respondí―. Pero venimos con ánimo de parlamentar y no de rendirle más almas al Creador. Os demostraremos un gesto de buena voluntad y no tendréis que mentir a vuestro cabecilla ―dije, y puse mi mano sobre el hombro de Cachocarne―. Suéltale, compadre. Déjalo ir.
Cachocarne se volvió para observarme bien, el desdichado.
―¿Qué dices? ¡No fikes, Pálido! ¡Ni en broma, flaco! ¡A lo mejor la vida de este estulto le da igual a su cefo, pero al menos a mí me servirá de sildo para los primeros kuglazos!
―¿A ti? ―respondió alguien más desde las alturas, con chanza, y se escuchó una risotada―. ¡Para acertarte a ti a la espalda del Chapas no hace falta tener puntería, graso! ―exclamó, y hubo un coro de molestas risotadas tras aquel lance.
―¡Pues fika a tu padre, y por la trasera! ―respondió ofendido Cachocarne.
―¡Oye, Buno! ¿No es ese graso el korsira ese del vojo del este? ―intervino entonces una tercera voz desde lo alto.
―¿El que dicen que rellena kuglos? ―respondió el otro―. ¿Pero no había mandado Depape que se lo trajeran de una vez a La Pared ya?
―Sí, ese. Y mandó a Bopo y a su kunulito a buscarlos para alportarlo aunque fuera a rastras a la factoría, pero no volvieron.
―Hay muchos mutasakalos por el vojo ―contestó Cachocarne con una sonrisa de medio lado―. Espero que no les haya pasado nada a ese tal Bopo y a su partnero... ―dijo con sorna: sin duda hablaban de los dos krímulos que habíamos pasado a hierro en el taller de Cachocarne el día en que llegué allí de la mano de Miri―. ¡Pero yo no soy el chatarrero del vojo del este ese, con que no fikéis, y escuchad lo que tenemos que deciros!
Fui a hablar para imponer orden a mi compadre pero entonces la aceitosa boca de una pistola apareció de la nada, como una víbora sañosa, y se apoyó en la greñuda sien de Cachocarne, a su espalda. Me pilló por sorpresa hasta a mí, y entonces amartillaron el arma y descubrí de repente a un hombre surgido de la nada, detrás de nosotros. Habló, y comprobé entonces que se trataba del dueño de la voz ronca al que todos llamaban Piro, el cabecilla de los Buscadores; ¡había descendido de las alturas y tomado nuestra espalda sin ser advertido!
―Pues habla entonces, graso ―escupió ahora con mortal desprecio, y cuando la luz de la luna le cayó encima resultó ser un hombre entrado en años, de largos cabellos y espesa barba con la que trataba de disimular un rostro comido a viruelas y un ojo cegado por una fea quemadura de ácido―. Pero que sea rapidito, que la changa se me enfría en el plato...
Me rehíce. Adelanté un paso y bajé el trabuco con el que Cachocarne amenazaba a su vez al krímulo de los Buscadores. Después, de un empujón, lo mandé de vuelta con su jefe y se escuchó a tal punto un enjambre de pistolas chascando, listas para clavarnos sus aguijones como un ejército de escorpiones.
―Estáis bien mortigados, estultos... ―rio el tal Piro sin dejar de apuntar a Cachocarne.
―Vos también ―le contesté.
―¿Qué dice este padmo?
―No hoy, tal vez, ni mañana ―continué yo―. Pero no saldréis con vida de esta isla ni volveréis a La Pared.
―Tú deliras... ―repuso el tal Piro y apretó la boca de su arma aún más contra la nuca de Cachocarne, quien se estremeció. Mi mano bajó hasta la guarda de Tasogare y entonces por fortuna se escuchó cerca, más cerca de lo que nos hubiera gustado a todos, la amoral cantinela de Talos: «¡NOABANDONE ESTE CANAL!...».
El líder de los bandidos me miró durante un buen rato mientras escuchábamos al coloso fuera, cada vez más cerca, resopló y bajó por fin su arma.
―Eso es verdad, me parece... ¿Os manda aquí el hombre-elefante?
―¿Quién? ―repuse yo.
―El cefilla de los del urbo que había en esta isla.
―No ―respondí―. Venimos por cuenta propia, aunque hablamos también en su nombre, en eso lleváis razón.
―¿No sois de Fonsulfuro entonces? Lo supuse, al veros...
―¡Sí que lo somos! ―intervino entonces Cachocarne separándose un paso y dándose la vuelta.
―¡Tú calla, graso, que ya sabemos que eres el korsira del vojo del este! No cuelas, pero tranquilo que ya hablaremos luego tú y yo de eso, no temas. Le hablo a tu partnero.
―No, no somos de esta isla, Piro, bien es claro ―contesté―. Somos arrieros, pero ni vosotros ni nosotros regresaremos a nuestras casas si no acabamos con el portento de ahí fuera, y bien lo sabéis ―le dije, y entre las líneas de mi intencionado silencio se coló de nuevo la perorata del mecha desde el exterior, otra vez más cercana.
«¡NO ABANDONE ESTE CANAL! ESTE CANAL SE HA ESTABLECIDO EN RESPUESTA A UNA CONFLAGRACIÓN NUCLEAR MASIVA...».
―Está ahí... ¡Habéis hecho mucho ruido! ―susurró el líder de los Buscadores, a todas luces crispado―. ¡Fika, acabaré con ese montón de chatarra aunque solo sea por no escuchar su murga ni una vez más! ―dijo, y a esto se pusieron en pie sus hombres desde sus escondites en las alturas del claro y corearon en voz queda y el puño en alto: «¡Por el Signo Amarillo!». Distinguí pues al fin una disminuida horda, oculta entre los peñascos de las alturas.
―No podréis solos, ni nosotros tampoco ―intervine―. Ni los que quedan de Fonsulfuro. Debemos unir todos nuestros empeños y trabar un plan para librarnos del coloso. Los víveres no durarán para siempre, y según veo por vuestras resecas carrilleras no os sobran; no nos queda sino aliarnos, pues ―le dije―. Otro día habrá para acabar esta riña entre nosotros. ―Di un paso y le tendí mi mano al jefe de los Buscadores―. Oíd. Yo soy el capitán Ruy Ramírez, de la heredad de Villanueva, y este que aquí veis es mi compadre Cachocarne; es el korsira del vojo del este, como bien suponéis. No hay mentira.
Piro blasfemó más para sí mismo que para nosotros, pero me estrechó la mano al cabo.
―Vaya merdo... Bueno, ¿tenéis algún plan para dar mortiga a ese mecha de ahí fuera?
―Algo tenemos ―repuso Cachocarne con resignación antes de que yo contestase nada―. Ese mecha está blindado, como un armadelo, y como con un armadelo hay que reventar sus placas antes de hundir los colmillos en la carne blanda. Venga, sabemos que vinisteis a esta isla rencando buenos kartochos, de buen kalibro. Enseñadme lo que os queda y después os enseñaremos lo que conservan también los de Fonsulfuro. Sin padmeces: como dice el Pálido o nos ayudamos o nos vamos todos a conocer al Redentor de la manita en este fiko peñote flotante de merdo.
A todo esto comprobamos que el cruel Talos se alejaba, por el sonido. Bien estaba. Entonces el tal Piro se pasó la mano por el mentón, meditando estas razones; digo que ni sus barbas descuidadas como rastrojos de brezal habían servido para disimular las crueles picaduras de la viruela en su rostro, pero tras esto relajó el gesto y volvimos a ver su bocaza sonriente, en la que casi no faltaba un piño, cosa extraña por aquellos lares. Y digo que me volvió a estrechar la mano, sellando un pacto que yo juzgaba tan endeble como el papel mojado.
―¡Vale, pues vamos a ello, que ya estoy harto de cagar entre cascotes! ¡Eh, Buscadores! ―exclamó, y levantó la vista hacia sus hombres; catorce en total, ahora pude contarlos―. ¿Qué os parece? ¿Nos largamos ya de esta fika roca?
―¡Por el Signo Amarillo! ¡Por Depape! ―repitieron a todo pulmón esta vez.
Piro rio, les conminó a guardar silencio y después se volvió a nosotros y nos tomó a Cachocarne y a mí por los hombros, con fingida familiaridad.
―¿Veis? Ya tenéis nuevos partneros, estragas ―nos dijo, y se nos llevó para un lado como si fuéramos viejos conocidos―. Oye, pero dime tú una cosa antes de nada, Ruy Ramírez ―me preguntó―. ¿Dónde merdo queda tu urbo? ¡Dónde está esa tal Villanueva? ¿En el vojo del sur? Nunca oí hablar de ese sitio... ¿Hay buena changa? ¿Fértiles beletas, de pechos grandes? ―rio con su pérfida voz rasposa.
Yo me juré que ese mal hideputa no saldría vivo de aquella isla, por mi fe.
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