IX
Pero no había tiempo de chanzas ni bromas; todos teníamos prisa por salir cuanto antes de aquella isla. Se llevaron a Cachocarne hasta la santabárbara de los Buscadores y por orden de Piro, y sin más demora. Y así, mientras mi compadre pasaba revista a las existencias de los krímulos yo hacía de tripas corazón y bebía mal aguardiente junto a Piro en su apartado, muy a desgana. Me contó cuando la lengua se le soltó aún más de las bondades de La Pared, de cómo el insigne Depape trataba de traer algo de orden y progreso a una tierra devastada en la que la barbarie campaba a sus anchas. No, no os dejéis engañar; bien recordaba yo cómo trataron de llevarse a Tiñas en contra de su voluntad, y también al propio Cachocarne. Me corroían las entrañas todas las majaderías que salían de su boca, pero nada dije.
Pero por fin pasaron acaso un par de horas, y entonces me agarró y me llevó de la mano a ver los progresos de mi compadre a los polvorines. Entramos en una pequeña gruta en donde había amontonados algunos sacos a tal efecto, y allí se habían dispuesto algunas mesas de tablones sin devastar. En ellas trabajaba Cachocarne, entre bromas con los krímulos, los cuales vigilaban en medio de la chanza cada uno de sus movimientos. Habían traído de aquel mal aguardiente y parecía aquello más una fiesta que un taller de trabajo: tocaba seguir haciendo de tripas corazón.
Bien, me encontré pues a Cachocarne ante una de las mesas, frente a un buen montón de polvo oscuro amontonado sobre un paño. A su lado había extraños frascos llenos de líquidos que no pude reconocer y,¿qué era aquello? Le habían traído un puchero de barro, robado a buen seguro de entre las ruinas del urbo de Fonsulfuro...
―Ni se te ocurra encender ahora esa asquerosa pipa de maíz tuya, Pálido ―me advirtió al verme llegar.
―No sabía que me tuvieras por tan simple, amigo mío ―le contesté con sorna sopesando la situación―. Ya administraba santabárbaras para el rey de las Españas a la edad en que tú aún te comías los mocos, bellaco. Y bien, ¿qué podrás hacer con todo esto?
Se volvió a mirarnos mi compadre a Piro y a mí y me hizo una mueca de las suyas.
―Dará para un buen banga con el que hacer saltar unas pocas placas de ese mecha, eso seguro, flaco. Al menos mientras estos padmos que me han puesto de ayudantes no hayan confundido benzina con aguarrás... ―contestó señalando a los animados krímulos a su espalda. Protestaron algunos de ellos a su burla, pero en chanza―. ¡Que es broma, viros! ―se apresuró a responderles mi compadre, pero al volverse de nuevo me guiñó un ojo. Yo estaba intranquilo―. Eh, he tomado precauciones, Pálido, tranquilo: les he hecho catar el género para comprobar que la benzina es buena, ¿verdad, flacos? ―dijo, y tironeó del brazo del simple que se aproximó a su lado con los ojos vidriosos por el alcohol―. ¿Qué es lo que os dije sobre la benzina, viro? ¡Díselo, díselo a mi partnero, anda!
El krímulo aquel rio con una sonrisa bobalicona e hipó incluso, el muy canalla.
―Que si daba ebrieco es que la mixtura de benzina era buena...
―¿Y?
―¡Que me caí de espaldas al probarla! ―respondió el bellaco aún riéndose, y se señaló un prominente chichón en la frente.
Cachocarne me miró y me guiñó el ojo de nuevo. Ahora sí quedé algo más aliviado; mi compadre sabía lo que se hacía, o al menos no iba tan borracho como todos esos bellacos...
―¿Ves? Eso es que es buena... ¡Tranquilo, Pálido! ¡Buen género! ¡Pólvora y benzina! ¡Algo haremos, sí! ¡Volaré la trasera de ese mecha de un buen banga, déjame trabajarlo!
En esas y parecidas estuvimos pues un par de días más en el cubil de los Buscadores, y antes de que se cumpliesen ya había acudido yo solo con una escolta que me impuso Piro a visitar a Malbino y su gente para darles buena cuenta de nuestros parlamentos con los Buscadores y de nuestros progresos, y hasta habíamos llevado hasta la guarida de Piro a dos emisarios en representación del propio cefo de los supervivientes de Fonsulfuro, para que comprobaran la veracidad de nuestras nuevas.
No hubo motivo de queja por ninguna de las partes, por tanto, y los krímulos en verdad parecían seguir a rajatabla el plan de Cachocarne de tal modo que, al fin del plazo establecido, el mismo Malbino acudió hasta la gruta de los saqueadores para formalizar aquella extraña alianza.
¿Qué decir, Reiji? ¡Pues que cuando Malbino y el mismo Piro se hallaron frente a frente por poco no se llegó a las manos! ¡Vaya con Malbino! Pese a su delicado estado de salud aún mantenía buenos arrestos, y eso es cierto: le hervía la sangre en presencia de los krimulos de La Pared, que bien lo noté yo, y no pude dejar de preguntarme qué tipo de tormentos habría soportado en La Pared hasta conseguir escapar del fortín de Depape. Pero se guardaron las formas, al cabo, y hubo paz de momento y por fortuna.
Tal fue así que cuando Malbino volvió con los suyos tras aquella tensa reunión nos quedamos Cachocarne, Piro y yo con dos o tres más de los krímulos solos en el improvisado polvorín. ¡Maldito Cachocarne, que el diablo se lo lleve! El hideputa de Piro hizo una chanza a costa del aspecto de Malbino, y Cachocarne fue el que le entró al trapo, ofendido. Nunca tuvo pelos en la lengua Cachocarne, que en eso también me recordaba al buen Asterión, y así, cuando nos vimos los tres solos digo que se atrevió mi compadre a acercarse a Piro mientras se limpiaba las manos de los restos de pólvora que había usado para explicarnos su plan, y esto mismo le preguntó, sin traba:
―Sí que estáis mochos en La Pared, ¿eh, Piro? ¿Cómo os las apañasteis para irradiar a ese pobre hombre sin envenenaros todos en ese agujero? ¿Es que tenéis trajes de protección de esos que antes solo se encontraban en los cadáveres de Thuria?
―¿Qué quieres decir con eso, graso? ―respondió el jefe de los Buscadores dando un trago a una botella―. Anda, échate para atrás no sea que me llenes la chamarra de ese polvillo y tengamos una desgracia a la hora de la sobremesa... ¿Qué dices?
―Digo que si a los que no colaboran en La Pared los echan a un pozo irradiado, como le hicisteis a ese pobre hombre...
―¿A ese? ―contestó el líder de los Buscadores con una carcajada―. No, viro, esa momia no está irradiada, aunque lo parezca. Lo echaron de La Pared hace más de veinte años según me dijo Depape cuando me puso la tarea de venirme para acá a tomar el urbo; si fuera un irradiado ya habría muerto cosido a tumores hace lustros. No, ese desgraciado lo tuvo peor; Depape le reservó un destino más cruel, más lento y más doloroso... ―dijo, y lanzó una sádica risotada el muy bellaco.
―¿Qué queréis decir? ―intervine yo entonces―. ¿Qué es un «irradiado» y qué mal le fue reservado a Malbino? ¿Escapó o fue soltado?
―Un irradiado es uno que se ha expuesto demasiado tiempo al Mal Aire, Pálido ―me explicó entonces Cachocarne―. Las bombas de la Guerra no solo quemaron la tierra: pudrieron el aire, y aún hay zonas en las que es peligroso quedar expuesto a ese aire. Los que lo hacen durante demasiado tiempo desarrollan enfermedades... ―Aquí dudó―. Extrañas. La mayoría mortigan por ellas, pero a otros se les llena la carne de pústulas, pierden el kapo y se convierten en poco menos que monstruos deliros y rabiosos: debajo de las vendas Malbino debe ser como un irradiado, solo que no ha perdido la cordura, lo que es peor...
―Tú lo has dicho, graso ―intervino Piro de buen humor alzando su botella y sentándose sobre la mesa―. Por eso sabes que ese monstruo no es un irradiado. No, según me contaron hizo un intento de fuga de La Pared. Depape le echó el guante. No le servía para mucho ya; ese Malbino era fuerte, pero muy rebelde. En casos así de intento de fuga con volarle un par de dedos, la nariz o las dos orejas al estulto de turno no le dan más ganas de intentar huir, creedme, pero me dijeron que Depape quiso dejarle claro a la gente del vojo lo que les pasaba a los que intentaban huir de La Pared... Para que gente como este se enterase ―añadió con una sonrisa maliciosa señalando a Cachocarne con mala intención, el muy malnacido―. Cogió a Malbino y ¡zas!Le echó la Maldición del Signo Amarillo y así se quedó, ya le habéis visto. ¡Y luego le devolvió de una patada al vojo! ―dijo, y se rió de nuevo con muchas ganas.
Sentí náuseas en aquel punto y me volví, tratando de dominar un loco ímpetu...
―Pues qué simpático, tu cefo... ―repuso al cabo Cachocarne ante todo esto, y se volvió también y siguió con sus cosas, como si nada, aunque en sus adentros debía estar mordiéndose la lengua.
Yo salí entonces con una escolta a tomar el fresco ―caía ya la noche― y a fumar una buena pipa. Necesitaba reflexionar. Así pues me encaramé a lo alto de otro de aquellos desfiladeros y me senté en una peña, algo retirado de mi guardián. A lo lejos vi recortada contra la última luz del crepúsculo la silueta solitaria de Talos, en la playa más meridional de la isla. Quedaba lejos, pero con todo me llegó su voz y me revolví incómodo en mi asiento.
Pensaba, lo recuerdo, que nunca gusté de despiadados dictadores, y el tal Depape parecía de los peores. Un Rey lo es por derecho divino, o eso pensaba aún en aquel entonces, pero un caudillo... Lancé una bocanada de humo al céfiro nocturno y tomé por fin una determinación al respecto. ¿Para qué me había arrojado Astarté a aquella tierra?
Bien, alumbró de repente el Lucero de la Oración, surgido tras una solitaria nube, y en ese momento hallé al fin mi cometido en aquel mundo y aquel Tránsito, Reiji, y la luz que el Lucero de la Tarde vino a refrendar mis denuedos. Sí, fue allí, aquella tarde, sentado en aquella peña de Fonsulfuro mientras observaba a su custodio en la lejanía: algo debía hacerse con el tal Depape.
Apagué mi pipa y regresé con mi guardián al cubil de los Buscadores.
Bueno, aún hubo más encuentros entre nosotros; entre Malbino y los krímulos de Piro, digo. Nos reunimos en dos o tres ocasiones más hasta que un buen plan para deshacernos del malhadado coloso de Fonsulfuro estuvo bien dispuesto. Reiji, os lo contaré ya y sin más demora, si os parece.
Resultaba un plan muy simple en el fondo, pero estos como sabéis suelen ser los que dan mejores frutos: una parte de los krímulos y de los supervivientes de Fonsulfuro atraerían a una playa conveniente a Talos, de tal forma que este los persiguiera por un angosto desfiladero que debía haber junto a la playa. De esas había muchas en la isla y la gente de Malbino ya había propuesto una no muy lejana que podía servir a nuestra argucia. Bien, sobre tal desfiladero nos situaríamos Cachocarne, Piro y yo mismo, con la misión de lanzar a la cabeza del monstruo, en cuanto pasase a nuestra altura durante su persecución de los que servían de cebo allá abajo, aquel puchero de barro que viera yo en el polvorín, que iría bien atiborrado de explosivos así dispuestos por mi compadre.
¿Y qué era exactamente el guiso que Cachocarne había dispuesto dentro del puchero? ¡Ja! En verdad que aún ahora no sé explicarlo a ciencia cierta, que le place a Dios que se diga la verdad... Algo ya habréis imaginado por mis palabras de antes: con la pólvora de las municiones que les quedaban a los Buscadores y aún otras cosas había preparado el korsira un mejunje negruzco, una suerte de pasta pegajosa y maloliente que iba contenida dentro del puchero de barro cocido. El plan era que al romperse en la sien del monstruo esta plasta explosiva se quedaría adherida en ella. Una mecha, convenientemente embutida en aquel potaje y convenientemente prendida a su tiempo acabaría después por hacer estallar el ingenio, y después la suerte ya estaría echada, como diría el César.
Antes hicimos las debidas pruebas, por supuesto. Y con ellas nos sacudimos las dudas que nos restaban tanto sobre la eficacia de la bomba de Cachocarne como sobre quién debería arrojarla a la sesera del mecha: el que más puntería demostró tener fue Piro.
Pues bien, de tal forma quedó todo dispuesto, y al amanecer del día convenido, cuando el sol aún no había comenzado a apretar con el empuje de sus mil infiernos dimos comienzo a nuestra argucia.
¡Quisiera Astarté que esta hallase buen término, como la otra que tenía también dispuesta si habíamos éxito en nuestro plan!
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