X
La gruta resultaba un tugurio, un apestoso cubil. Recovecos estrechos, corredores viciados y restos de osamentas y de otras rapiñas. Pestilentes fuegos fatuos iluminaban los pasillos con un tinte amarillo y grasiento.
No tardé en dar con él, no. Estaba en una sala como parida por un cruel sueño, al final de la más profunda galería. Había montones de huesos mondos y un altar en el medio de aquella estancia, su madriguera, en donde —¡Y esto os lo juro!— reposaba el busto de la Reina de Inglaterra, según leí en la inscripción de su base. No pude dar crédito, pero tampoco pude darle la importancia que merecía en aquel momento...
Bien, el ser sangraba profusamente, y se sobresaltó mucho al verme llegar. Yo me adentré aún más en aquel extraño recinto y tomé asiento en un peñasco, a un lado, con el afilado machete de Miri aún bien visible en mi mano.
—¡No, alto! ¡Atrás! —me gritó, agitándose en el aire—. ¡Atrás! Stay away from me!
—Estáis herido —le dije—. Pero sobreviviréis a las heridas que os he causado sin embargo.
—Shut up! ¡Cállate! ¡Claro que lo haré! ¡Soy un paki! ¡Soy de la Hordo Legio, y tú solo eres un mero mortal!
—Sabéis que eso no es cierto —le contesté, con calma, y el demonio se aquietó, apesadumbrado.
—Sí, lo sé. No puedo dominar tu mente como a los otros, ya lo he visto... —repuso, y se posó en el suelo lleno de huesos. Pareció desinflarse al cabo, como un globo, y se mostró muy abatido—. ¿Te han enviado a este mundo para acabar con los de mi raza, es eso? ¿Soy yo el primero de los que pasarás a cuchillo de la Hordo Legio?
—No lo creo —le contesté—. Aún no sé por qué estoy aquí, en verdad. Apenas sé nada. Pero dadme algunas respuestas y respetaré vuestra vida: tantas centurias vuestras no tienen por qué acabar aquí, a mis manos.
El demonio rojo suspiró y clavó en mí su único ojo hinchado. Ya no parecía tan malévolo como allí fuera, bajo el sol.
—Dices bien, digo gracias. Te creo, Navegante. ¿Qué quieres saber? ¿Es que no recuerdas nada todavía? ¿No te acuerdas aún de tus viajes anteriores?
Negué.
—No, todavía no hay nada.
—Dime, ¿cuánto hace que despertaste, pally?
—Hará unas dos semanas, a fe mía, y no recuerdo ni mi nombre.
—Well, eso es lo normal —contestó Daj—. Suele pasaros después de cada Tránsito. Se te pasará pronto, no temas. En cualquier momento, de hecho. Suele ocurrir cuando encuentras en el nuevo mundo en que has despertado tu sekva. Tu signo, digo. Tu señal.
—No sé cuál es mi sekva.
El demonio rio.
—¡Claro! ¡Ni tú ni nadie de los tuyos cuando os bajais cada vez del éter!
Me revolví en mi asiento y miré a aquella bola sangrienta con cara de pocos amigos. El demonio tragó saliva y cesó en sus carcajadas.
—Bueno, ¿por qué crees me han mandado a este mundo entonces? —continué—. ¿Cómo se llaman estas tierras?
El demonio amagó una recelosa sonrisa.
—Okey, okey... ¡Tranquilo! Tampoco tengo yo todas las respuestas... ¿Quién soy yo al fin y al cabo para saber de las luchas entre las dos hermanas?
—¿Las dos hermanas?
—Inanna y Ereshkigal —contestó Daj—. Tu patrona ha de ser Inanna y sirve al Blanco, claro.
Entonces recordé los enormes salones del éter y la visión del Astro Rey, blanco y terrible, y a la Estrella de la Oración acudiendo a mí desde detrás de él mientras rodeaba su inmensa cintura.
—Sigue —dije, al cabo—. ¿Qué es este lugar, este mundo?
—¿Esto? Esto una vez se llamó Levantia. Ahora solo se llama... Levantia Arruinada —contestó, y se permitió reírse de nuevo.
Pero yo consideré bien sus palabras, por cierto.
—¿Qué le pasó a esta tierra?
El demonio, de haberlos tenido, se hubiera encogido de hombros. Lanzó otra breve carcajada en cambio, y contestó:
—El fuego, eso pasó... ¡El Fuego Primigenio lo arrasó todo! ¡Todo! ¡Ellos liberaron el poder del átomo y fue el fin de la Civilidad, como tú la llamarías! Ahora tan solo queda esto: yermos, páramos, desiertos, hambrientos, desesperados, bandidos, locos... ¿Y el sol? ¡El sol quema e incinera las peñas sin filtros que lo apacigüen! ¡Abrasa hasta los tuétanos! Este mundo está acabado, terminado, agusanado, y hay quien solo busca ya la forma de darle el golpe de gracia, Navegante... No queda esperanza aquí —dijo, y añadió—. ¡Ah, pero qué buena época es para ser un paki del Hordo Legio, y lo afirmo! —rio, y no pude contener una mueca de desagrado.
—¿Cuándo sabré cuál es mi propósito, demonio? —le pregunté al fin—. ¿Cuándo conoceré mis nuevos trabajos, los que Inanna-Astarté me ha reservado?
—¿Cuándo? ¿Cuándo?... —se burló el monstruo—. ¿Ahora mismo? ¿Dentro de dos horas? ¿Mañana? ¿Dentro de un mes? ¿Y quién sabe eso, pally? ¡Encuentra primero tu sekva!
—Está bien, ya es suficiente —le atajé, y me puse en pie.
El demonio pareció palidecer, y se encogió.
—¡Alto! ¿Qué vas a hacer? ¡Te he dicho todo lo que sé, pally!
—Quedad tranquilo —repuse—. No voy a haceros daño, os di mi palabra —dije, y le señalé—. Pero eso vale solo por esta ocasión, y eso tenedlo bien presente. Estaré viajando por estas tierras durante un tiempo, ahora lo sé, y pronto sabré cuál es mi verdadero propósito en esta tierra. Estaré por aquí, y no quiero escuchar en algún drinkejo de por ahí que ha habido nuevas desapariciones cerca de Bocaverno, o volveré aquí sin tardanza y sin ninguna palabra que empeñe mi castigo. Quedáis advertido —añadí, y me di la vuelta buscando la salida de la gruta.
—Fuck off! —le escuché increparme, a mi espalda—. ¿Quién te crees que eres para amenazarme? ¡Tan solo eres otra marioneta de poderes más altos!
—Oh, yo no os amenazo, tan solo os prevengo... —respondí sin volverme, y añadí esto antes de dejarlo solo en su inmundo cubil—. Pero llevabais razón: esta era una buena época para ser un paki de la Hordo Legio, mi buen Daj. Lo era. Pero ahora ya no lo es... Ya no —dije, y le dejé allí solo en compañía del mudo busto de su pétrea Reina.
Salí al sol de la tarde y me cubrí con el turbano ante su despiadada acometida. El desfiladero había quedado desierto y allí solo encontré esperándome a Miri tal y como le había pedido, sentada sobre una piedra. Se puso en pie y corrió al verme.
—¡Eh! ¡No creí que volvería a verte, Pálido! —me dijo—. ¿Pero cómo se te ha ocurrido meterte en el escondrijo de un paki? ¿Es que estás loco? ¿Qué ha pasado ahí dentro, viro?
Devolví a Miri su machete y ella lo envainó a su costado sin prestarle mayor atención, olvidada de su anterior advertencia. Me observaba en cambio muy expectante.
—Nada —contesté—. Tan solo hemos mantenido una amigable plática.
—¿Plática? —repitió.
—Que hemos mantenido un parlamento, Miri —le aclaré.
—¿Y le has mortigado?
Suspiré, ajustándome aún más el turbano.
—¡No, por Dios! Le di mi palabra de no hacerlo si respondía a algunas preguntas...
—¿Pero qué preguntas, Pálido?
—No viene ahora a cuento referirlo... Tal vez os diga más cuando yo mismo lo sepa —le contesté—. ¡Y ahora vámonos! Ya sabemos al menos qué fue de vuestro partnero, Miri, Dios le tenga en su gloria. Acabemos este viaje para que os podáis librar por fin ya de mí —añadí, riendo.
Volvimos al vojo en busca de la motoreta. Enterramos bien hondo la carga de varas de metal del compadre de Miri con intención de regresar en mejor ocasión a por ellas y así, tras ello, tres días después llegamos ella y yo hasta el taller del bien llamado Cachocarne, como veréis.
Resultaron también tres días duros, recorriendo con la motoreta largos caminos solo a veces asfaltados, pero siempre con aquel devastador sol atizándonos y bien desde lo alto. Por las noches acampábamos y nos embutíamos bien en mantas, resguardados entre brezales del frío y de los krímulos. Resultaba lo más seguro y eso a pesar de las quemaduras recibidas por el sol, pero a fin de cuentas viajábamos bien protegidos con pesados ropajes y por el antisunon del buen Tiñas, con el que nos embadurnábamos cara y brazos; Miri, al cabo, resultaba ser una verdadera superviviente de los vojos como tendréis ocasión de comprobar, y hallábamos siempre buen resguardo, y fin.
Apenas hablábamos, como siempre, pero advertí ahora que la joven, durante nuestras acampadas nocturnas, me observaba de una manera nueva y algo extraña. ¡Yo también me tenía sorprendido a mí mismo, claro! El demonio había respondido algunas de mis cuitas, sí, pero aún quedaban muchas otras por contestar y aún mantenía en mi pecho aquella desagradable sensación, aquella suerte de cruel desasosiego como de estar buscando algo que no sabía qué es.
El sekva.
Pero no distraigamos más el cuento.
Digo que al fin, tres días después, Miri silenció su motoreta cuando pasamos entre los oxidados vallados de un extenso campo de chatarras que encontramos a un lado de la carretera, en medio de un paraje desolado aunque no muy lejano de un oculto e ignoro mar, como podía presentir y hasta olfatear en el aire. Había allí fieros y escuálidos perros, atados por fortuna, y una vivienda o una suerte de taller alto, grande, al fondo de la propiedad. Enorme.
Pero, ¿y en torno? ¿Qué era aquella extensa explanada? Me bajé de la motoreta, maravillado. ¿Qué vi? Cadáveres de metal. ¿Que no me creéis? ¡Extrañas calesas de chapa oxidada y cristales rotos, apiladas unas junto a otras hasta donde alcanzaba la vista, eso vi!
—Vamos —me dijo al fin Miri bajándose también de la motoreta—. ¿A qué viene esa cara ahora, Pálido?
—¿Qué son esas cosas, Miri? —alcancé a preguntar por toda respuesta y sin dejar de observar a mi alrededor.
—¿Qué cosas? ¿Eso? Eso son automóviles, Pálido —me respondió ella al cabo—. Coches.
—¿Coches? —repetí yo—. ¿Carruajes, decís? ¿Cómo tal? ¿Y a dónde se enganchaban las burras que habían de tirar de ellos?
La maldita muchacha se rio un buen rato, a mi costa...
—¡No había burras, maljuna! —me contestó al fin mientras empujaba su motoreta por el camino que llevaba hasta el taller lejano—. Andaban solos, viro. Pero ya no. Ya no funciona casi ninguno, como los mechas. Pocos quedan. Este es el desguace y taller de Cachocarne. Ven conmigo —me dijo—. Esa es su casa, y ese su taller. Vamos a hablar con él.
Me dejé llevar por el camino formado por las hileras e hileras de aquellos cadáveres oxidados de metal. Al tanto nos plantamos ante la entrada del taller. La puerta, de cerca de tres metros de altura y hecha de metal herrumbroso —¡os lo juro, parecieran las de una catedral por lo grandes que resultaban!—, se encontraba abierta, corrida a un lado por unos oxidados rieles en el suelo. Escuché que alguien daba martillazos contra el metal, allá dentro.
Entonces Miri golpeó la chapa de la puerta con el mango de su machete, muy fuerte y varias veces.
—¡Eh! —gritó—. ¡Cachocarne! ¡Que soy yo, Miri! ¡Ojo que entro, kunulito! ¡No se te ocurra meternos un kuglo, malparido!
Cesaron los martillazos. Alguien contestó con un grito desde dentro. Me pareció aquella una voz graciosa, juvenil, aunque masculina sin duda alguna.
—¡Pasa, oye! ¡Va!
Miri me metió dentro del taller de un empujón, y yo no perdía ojo a nada. ¿Para qué servirían todas aquellas máquinas oscurecidas por el hollín y la grasa que había a cada paso dentro del enorme taller? Vi escombros, polvo, extraños soportes de madera para colocar encima cargas...
¡Y aún más maravillas!
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