XVII


Hellen


Al compás de saborear nuestros helados de napolitano, la armonía de mi plática con Laurent alcanzaba su punto álgido. Ahora más que nunca, podía afirmar que la sensación de conectar así con una persona era inverosímil. No había palabras en el vocabulario que pudieran describirla. Sin embargo, en contraste con mis emociones positivas, me frustraba ver cómo el tiempo, traicionero, se aceleraba justo cuando más disfrutábamos. Pareciera que el precio a pagar por los buenos momentos consistía en que se esfumaban en un dos por tres.

     La buena noticia fue que, al salir de la heladería y dirigirnos de vuelta a mi apartamento, también nos recreamos con otra acogedora conversación.

     —Qué hermoso atardecer, ¿no te parece? —le comenté a Laurent, maravillada por los colores vibrantes que pintaban el cielo esta tarde.

     —Es realmente sublime —me respondió él, que, al igual que yo, quedó estupefacto al contemplar el cielo—. Me encantan presenciar estos sutiles espectáculos de la naturaleza.

     Se me ocurrió una pregunta interesante para plantearle.

     —Si tuvieras que representarte con una manifestación naturaleza, ¿cuál elegirías?

     —Buena pregunta. —Se tomó unos segundos para pensarlo—. No creo que pueda limitarme a elegir solo una. Quiero decir, en mi días más agradables, me identifico con la tranquilidad del mar; en mis momentos más tristes, con la frialdad de una lluvia persistente; y en mis crisis más rigurosas, con la profundidad de un bosque en sombras.

     —¿No hay días en los que estallas de felicidad como un sol brillante?

     —Hace tiempo que no. —Su respuesta, acompañada de una sonrisa ligera que denotaba tristeza, estaba llena de sinceridad—. ¿Y tú? ¿Con que manifestaciones de la naturaleza te identificarías?

     —Yo, la mayor parte del tiempo, trato de fluir como un río en movimiento. Siempre intento renovarme como una primavera floreciente. Pero eso no significa que no que haya días en los que me sienta como una hoja marchita o una nube gris.

     —A fin de cuentas, no somos tan diferentes —me dijo. Los ojos de Laurent, ya hermosos de por sí, se achinaron, adquiriendo una apariencia irreal.

     —Sí, ¿verdad? —asentí.

     Laurent me miró en silencio, como si estuviera meditando algo.

     —Quiero reformular la pregunta —me dijo.

     —Te escucho.

     —Si tuvieras que elegir una manifestación de la naturaleza para describir cómo te sientes respecto a nuestra salida hasta ahora, ¿cuál sería?

     Su pregunta fue brillante para la ocasión. Y era una buena oportunidad para decirle, aunque fuera con una metáfora, lo que sentía al estar a su lado.

     —Supongo que... —Me costó decidir entre varias opciones — me siento como un arcoíris. Esta salida me ha llenado de una mezcla de colores y emociones, todas vibrantes y únicas.

     —Bonita respuesta. —Esbozó una sonrisa tímida—. No sé si mi aportación será igual de buena que la tuya, pero yo diría que salir contigo se sintió como un campo de flores silvestres, lleno de vida y color.

     —Tu respuesta es igual de bonita —aseguré, sintiendo un desborde de amor en mi interior.

     —Pero las cosas pueden dar un giro inesperado, ¿no es cierto? Los arcoíris podrían teñirse de colores tristes y las flores del campo marchitarse.

     No me esperaba que Laurent dijera algo así. Fue como si matizara la belleza de todo lo hablado con anterioridad.

     —Discúlpame. —Se arrepintió de sus palabras al instante—. No debí haber dicho eso.

     Sin embargo, no queriendo que se sintiera mal, le dije:

     —No pasa nada. Lo que dijiste es una hipótesis viable.

     —Pero preferiría que olvidaras esa parte y te quedaras con todo lo bonito que dijimos antes.

     —De acuerdo —asentí, sabiendo de mi dificultad para olvidar las cosas, más que todo cuando se trataba de palabras profundas.

     Laurent me acompañó hasta la puerta de mi apartamento para asegurarse de que llegara sana y salva. Cabe resaltar que su caballerosidad durante toda la salida estuvo impecable.

     —¿Quieres pasar un rato? —le pregunté para evitar que se quedara con la curiosidad de cómo era mi apartamento por dentro.

     —Seguro que sí —me respondió rápido, como si hubiera estado esperando mi propuesta.

     Con cierta timidez, Laurent avanzó hacia adentro. Antes de indicarle que podía sentarse en el solitario sofá de la sala, tuve que apartar unos cuadernos que estaban sobre él. No era nada nuevo que, cuando me cansaba de estar en mi escritorio, venía al sofá para hacer las tareas.

     —Sé que hace poco comimos helados, pero ¿te gustaría beber algo? —le pregunté mientras me dirigía a la cocina—. Tengo refrescos de muchos sabores en mi refrigerador.

     —No estaría mal —aceptó. Advertí que Laurent le echó un vistazo a mi estantería de libros y se quedó absorto en ella.

     —¿Cuál es tu sabor favorito?

     —La Sprite.

     —Enseguida te llevo una —le dije, tomando una lata de Sprite que estaba escondida entre unas Coca-Colas.

     Al regresar con Laurent, no solo lo encontré observando mi estantería de libros, sino también parado frente a ella.

     —¿Te gusta leer? —le pregunté, entregándole La Sprite. Él me agradeció con una leve inclinación de cabeza.

     —Cuando era adolescente, amaba leer libros—me respondió con algo de nostalgia—. Leía, como mínimo, dos a la semana. Pero, de la noche a la mañana, mi gusto por la lectura se fue apagando.

     —Conozco a mucha gente que le ha pasado lo mismo.

     —Por lo que veo, a ti no te pasó.

     —He tenido mis épocas de bloqueo lector —admití—, pero he logrado superarlos.

     —¿Algún consejo para salir de mi bloqueo lector, que ha estado conmigo durante años?

     —Dicen que uno siempre vuelve a donde fue feliz. Si en verdad amabas la lectura, deberías darle otra oportunidad con algún libro que te llame la atención.

     —Me llaman la atención los libros de ella. —Señaló mi colección de obras de Alejandra Pizarnik—. ¿Podrías recomendarme alguno?

     —Pizarnik es una de mis escritora favorita —le dije, pensando en qué libro recomendarle—. Ella no escribió novelas convencionales, pero en sus libros explora temas como la soledad, la angustia, la identidad y la búsqueda del yo interior.

     —Ahora me emociona más leerla.

     —En ese caso... —tomé el libro que recopilaba los diarios de Alejandra Pizarnik y se lo ofrecí—, te recomiendo este.

     —¿Me lo prestarás? —me preguntó, sorprendido por mi ofrecimiento—. Pensé que eras de las que no prestaba sus libros.

     —Puede que lo sea —afirmé con una sonrisa de «me descubriste»—. Pero contigo es diferente.

     Prestar mis libros, en particular mis favoritos, era una expresión clara de uno de mis lenguajes del amor.





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