Veritas
Veritas por HjPilgrim
Premio otorgado: "Fallo de memoria".
No recuerdo qué quería estudiar cuando dejara secundaría.
O ¿quería cantar? No estoy segura. Por mi cabeza se cuelan imágenes mías cantando con mis amigas, en mi dormitorio o en un estudio. O ¿son los recuerdos de otra chica?
No puedo asegurar mi propia identidad —ni siquiera sé qué cadena de pensamientos me llevó a este punto.
¡Ah, sí! ¡Que quería ser cantante! ¿No?
—279. ¡Cállate de una vez! —exclama una voz, detrás de una puerta de acero macizo, con una pequeña ventana enrejada por la que apenas cabría mi mano.
—Pe-perdón.
Mis disculpas disparan una nueva oleada de insultos de la oficial que, al parecer, hace guardia. Callo de inmediato. Me atemoriza que la puerta se abra. No sé qué hay del otro lado. No sé cómo llegué aquí. Tan sólo desperté en la oscuridad e ignorancia. No sé si estoy aquí sola o me acompaña alguien. Sólo tengo una cosa clara: estoy aterrorizada de todo.
La pesada puerta se abre y la traspasa una mujer corpulenta, acompañada de cuatro agentes con sus rostros ocultos —salvo uno—, bastones bien sujetos y una mirada impía. Puedo sentir que están aguardando a que haga un movimiento en falso para darme una paliza. ¿Acaso soy peligrosa?
—Como estás tan parlanchina, no tendrás problema de probar la nueva versión del producto.
Algún recuerdo, oculto en el fondo de mi consciencia, hace que mis pulsaciones suban exageradamente. Me pego a la pared más lejana a ellos, tratando de colarme por entre los huecos que puedan dejar los átomos del material que la compone, sin éxito.
—Po-por favor... —musito, no muy fuerte para no llevarme un bastonazo.
—Pónmelo difícil, te lo pido. Tengo a mis amigos dispuestos a reventarte a palos si es necesario. Hay más como tú esperando su turno.
Los dientes me castañean y por mis labios se cuelan mis lágrimas, en caída constante desde mis ojos, que arden como si hubieran tirado sal en ellos. Aun así, doy un par de tímidos pasos y me pongo al alcance de la oficial que ase mi camisola gris, raída y maloliente. A parte de la ropa interior y unas sandalias, nada más me cubre.
La mujer me empuja con la punta de su bastón y me lleva por unos pasillos oscuros, de paredes, techos y suelos manchados, con un desesperante olor a heces y orín.
Veo un cuerpo tirado a un costado y tengo que evitar las arcadas al ver cómo, a través de su fina piel, se transparentan sus músculos y capilares. Esa zona hiede a muerte.
—¡Oh, dios! —exclamo.
¡Reconozco aquellas facciones! E-ella era una exitosa cantante de prestigio internacional. ¿Qué hace ahí abandonada? ¿Es ella la culpable de esos recuerdos? ¿Me espera lo mismo?
—Una víctima del producto —indica la oficial con sorna—. Mantenimiento está ocupado con otros menesteres y, si nos descuidamos, se nos acumularán...
—Hace ya dos días de eso...
—No te quejes, Carl. Podrías ser el siguiente.
—En absoluto. Sólo a las veritas se les administra esa mierda.
—¿A quién demonios se le ocurrió ese estúpido nombre? Veritas... Como si estas infelices fueran heraldos de la verdad —comenta otro de los vigilantes.
—Por favor, ¡cuánta ignorancia! Se les dice veritas porque el producto libera su verdadero ser —informa la oficial.
—Yo pensé que eran algún bicho raro. Bueno ya sabéis por...
—¡Calla, joder! Estamos hablando de más. No quiero que me descarten como a vosotros —comenta la oficial, entre el enojo y la aprensión—. Quiero dejar a esta tía en el laboratorio e irme. Ya estoy saliendo dos horas tarde.
Giramos a la derecha y la luz que escapa de una habitación abierta, me avisa de que hemos llegado a la sala de los arrepentimientos. No sé qué me llevó a este lugar, pero me arrepiento de lo que sea que hice. Este paseo no deparará nada bueno.
Al traspasar la abertura, me hallo con una mujer alta, rubia, de unos cincuenta años, con su rostro parcialmente oculto por una mascarilla quirúrgica y sus ojos marrones protegidos por unas gafas protectoras. Por su mirada percibo que está sonriendo. Más que ser un gesto de sosiego, me atribula. Sé que no está feliz por verme, sino porque podrá poner a prueba ese enigmático producto.
Las piernas me fallan y caigo de rodillas al suelo frío y sucio del laboratorio. La oficial me levanta al instante y me tira de mala manera sobre una silla donde me sujetan: el cuello, la cintura, las manos y los pies.
No puedo parar ni de llorar ni de temblar. No soy consciente de haber tenido otra vida más que esta breve marcha al hades y las pocas imágenes de alguien cantando. ¡No quiero morir! Quiero descubrir quién soy, qué hay fuera de esta cárcel o laboratorio. Quiero ser libre y vivir. Necesito sentirme segura y escapar de esta ansiedad, de este miedo que no me abandona desde que desperté.
—¿Podrá aguantarlo, doctora? —pregunta un ayudante, que me mira a los ojos, mientras siento a la doctora trastear con algo a mi espalda.
—279 es fuerte. Inusualmente, para alguien de su tamaño y apariencia.
—Le juro que me cuesta verla aquí. Después de verla en conc...
—¡Calla! 279 no puede saber nada de su pasado.
¿Iba a decir conciertos? ¿Era conocida? ¿Es posible que fuera cantante de verdad? ¡Cumplí mis sueños! La revelación me hace sollozar e hipar. ¿Fui feliz? Creo que, si pudiera recordar al menos eso, podría entregarme a este ominoso destino.
—¡A ver si nos sorprende como ese día!
—Si no cierras la boca vas a terminar igual, Carl.
¿Otro Carl? Ahora que reparo en él, es idéntico al agente de policía sin casco, pero este tiene gafas y lleva la barba recortada, a diferencia de su afeitado doppelgänger. ¿Serán gemelos que tienen el mismo nombre? ¿Qué está pasando aquí?
—Oficial, puede irse. —La aludida lo celebra y deja la sala—. Carl cierra la puerta. Vamos a empezar.
—¿Qué-qué vais a hacerme?
—Las mismas preguntas y respuestas ... Este es un bucle infinito que espero poder terminar hoy. ¡Vaya! Yo también me repito —se lamenta, mientras sigue trabajando fuera de mi campo visual—. No te puedo decir mucho, salvo que necesitamos hacerte recordar. El compuesto que te vamos a inocular funciona con los menos recuerdos posibles, por eso le dije al bruto de mi ayudante que no te dijera nada.
—N-no entiendo... ¿Soy un monstruo? Los agentes me dijeron...
—Ignora sus elucubraciones. No sirven para nada.
—En un mundo como el que creast...
Un disparo resuena en la sala y los sesos de Carl manchan una pared ya sucia y que parece no terminar de ser limpiada. Unas pocas gotas caen sobre mis mejillas y en mis labios. Tengo que contener las arcadas, no quiero terminar vomitando sobre mí. No es que esté de punta en blanco, pero tener que aguantar ese desagradable olor agridulce de ácidos, es más de lo que podría soportar.
—Hum... Vaya. Una anomalía. Interesante —comenta, mientras se asoma, enarca una ceja y espera a dios sabe qué—. Estos eventos son los que hacen que todavía tenga esperanza. ¡Salgamos de dudas!
Vuelve a situarse tras de mí y continúa manipulando la estructura que parece estar pegada al apoyacabeza.
—Vas a sentir una punzada, bastante intensa, y después un frío expandirse desde el origen del dolor, hasta que se calme. Pero antes... —Con un rápido movimiento ajusta una mordaza de bola a mi boca que impide que pueda hablar o gritar—. Ahora... ¡ya puedes rezar a quien quieras!
No termina de hablar que mi nuca es atravesada por el más intenso de los dolores. Por su exposición parecía que sería algo fugaz y no lo es. O el tiempo se ralentizó o me mintió porque, por mucho que me agito, la punzada no me abandona. Entonces surge esa gélida sensación, que se extiende, primero por mi cerebro, baja por el cuello hasta que, tras recorrer cada una de mis células, llega a la punta de mis pies.
Mi visión se tiñe de un color azul. Parpadeo de forma continuada hasta que, tras una transición en lila, sólo veo en escala de grises. Mi corazón no para de latir desbocado, sigue en una frenética carrera que no puede terminar de otra forma que en un paro...
Todo se oscurece y en un abrir y cerrar de ojos me hallo sobre el escenario de House of Blues en San Diego. Es imposible que olvide qué sitio es ese: ¡a-ahí fue mi primer concierto! Los presentes corean mi nombre y me piden una canción más, envueltos en un éxtasis contagioso. ¡Fue una sensación tan hermosa e imponente! Sentí un escalofrío al ver a tanta gente que había venido por mí, que me querían escuchar. Lloré emocionada y se los agradecí, una y mil veces.
La banda empezó a tocar los acordes de la canción que me había llevado a los primeros puestos de las listas alrededor del mundo y, cuando estaba por recitar aquel primer párrafo, me traslado a otro momento, otro lugar y con otra concurrencia a mi alrededor. Todas son mujeres conmovidas y de rostro ceniciento. Mi alma está hecha trizas y, cuando veo el poema que estoy por recitar, entiendo el porqué: me estoy manifestando contra el abuso y el acoso que hemos sufrido y seguimos sufriendo las mujeres.
—¿Lo estás viendo? —dice una voz en off. La doctora—. ¿Estás viviendo tus recuerdos? —Asiento, pero mi cabeza apenas se mueve lo suficiente para que dé un salto de alegría—. Necesito que vayas al momento justo en el que te encuentras con el presidente, a quien denunciaste y que provocó su asesinato. ¡Tú estabas allí!
Cierro los ojos y, como si mi cerebro trabajara para contentar a la doctora, me encuentro ante un hombre de setenta años, con esa expresión de asquerosa superioridad que los ricos y poderosos tienen. Cree que no hay nada que lo pueda tocar, que puede salir impune de sus fechorías. Yo soy parte de una lista de víctimas de abusos, entre las que se incluía a su esposa, hijastra y subordinadas de su conglomerado empresarial.
Yo lo sabía porque un perfil falso me mandó a mis redes sociales una investigación interna del FBI. No dudé un segundo y lo publiqué. La información corrió como la pólvora y supuso el tiro de gracia a una campaña de reelección, ya malparada por la COVID-19.
Fui secuestrada por sus guardaespaldas, tras un concierto en Chicago, y llevada a un piso en reformas de uno de sus rascacielos. A mi derecha veía el lago Michigan y a mi espalda The Loop dormido y reluciente por las luces de la madrugada. Por las oquedades entraba un terrible frío invernal. ¡Incluso nevaba!
Aquel cerdo me daba un discurso del daño que le hice al país con sus mentiras y que mis actos no quedarían impunes. Me exigía la fuente. Que me ahogaría con demandas. También que, si yo no perdía en tribunales, se aseguraría de que recibiera un escarmiento.
—Debería haberte matado cuando te follé esa noche. Las zorras como tú terminan con una jeringa clavada en el brazo, ahogadas en su propio vómito.
Aquel comentario me enloqueció y me tiré sobre él. Mientras le daba un puñetazo tras otro, uno de los escoltas sacó su pistola, me disparó varias veces, acertando en su protegido entre las cejas.
Mientras yo me arrastraba por el suelo, tratando de escapar y pidiendo ayuda, los guardaespaldas acordaban la mentira a contar a las autoridades.
—¡POTUS ha caído! —exclamó, finalmente, el culpable por su radio—. ¡Ashley Freewill lo ha asesinado!
Entre dos me levantaron de las axilas, pusieron la pistola en mi mano derecha y me llevaron al borde, sin ventanas ni muro que evitara una caída mortal. Me revolví infructuosamente, hasta que una patada en el vientre me cortó la respiración.
—Vas a ser historia —dijo el asesino, quién me empujó al vacío.
No hay mayor terror que sentir el gélido aire golpear mi cara mientras mi cuerpo aceleraba progresivamente hacia un suelo cada vez más cercano. No tuve tiempo de ver la historia de mi vida, ni de lamentarme por mis actos. Entonces, un intenso golpe, unos crujidos, varios salpicones y la nada... hasta que volví a abrir los ojos en la celda.
—¡Oh, dios! ¡Ha funcionado! —expresa la doctora, poniéndose en cuclillas y posando sus manos sobre mis rodillas—. ¡Espera! Tengo que guardarlos en el dispositivo antes de que se desvanezcan...
Me coloca una corona metálica y fría, de sensores y cables, que se ajusta perfectamente a la forma de mi cabeza.
¿Es esto el infierno? No puedo estar viva tras haber caído de una altura de, al menos, veinte pisos... ¿Soy un monstruo? ¿Una condenada? ¡Que alguien me explique!
Siento un zumbido en mi cabeza y una terrible presión dentro. Muerdo la mordaza y aprieto los ojos.
—Creo que te debo una explicación —dice, a la vez que saca un pañuelo de tela y se lo pasa por sus ojos húmedos—. Desde ese recuerdo hasta hoy han pasado diez años. Diez lentos y muy complicados años.
»Tras el asesinato del presidente, se impusieron los republicanos aquí y la extrema derecha en Europa. Gracias a la mentira de que tú habías sido la perpetradora, junto con una célula de terroristas, todas mujeres, se legisló retirar todos los derechos que ostentábamos y el feminismo se convirtió en algo tan prohibido como el nacionalsocialismo. ¿Lo puedes creer? ¡Éramos como los nazis para esos desalmados!
»Países como Argentina, Venezuela, Cuba, China, Corea del Norte o Rusia se mantuvieron al margen. No obstante, su situación de continua corruptibilidad hacía que no fueran seguros para nosotras ni los políticos exiliados. Varios de ellos habían sido traicionados y entregados para ser encarcelados o asesinados.
»Tuvimos que ocultarnos hasta que, que encontramos nuestro lugar en el mundo (ríete de la ironía): Arabia Saudí. La hija mayor del último rey dio un golpe de estado, que había planeado desde su adolescencia. Con un ejército conformado sólo por mujeres, se hizo con el control del parlamento, capturó y asesinó a todos los herederos varones de la familia real, y echó hasta el último hombre que habitaba en aquellas tierras.
»Actualmente, nuestra seguridad y paz dependen de las cabezas nucleares que la reina Aysel tiene apuntando a las capitales de los países que nos acusan de terroristas, asesinas, locas, histéricas y desquiciadas. Es difícil aguantar esta tensa calma, que se puede quebrar en cualquier minuto.
La doctora se sacude el pelo y se gira hasta una mesita donde agarra una botella de agua y da un trago. Exhala y continúa.
—¿Sabes cuántos gobernantes y políticos, hombres y mujeres, lucharon por el feminismo desde entonces? Muy pocos. Los que pregonaban la igualdad sobre los estrados y parlamentos, de repente desaparecieron. Los que hablaban de que serían mártires por la causa, están en sus casas, cómodos, recibiendo sobornos para ocultar las injusticias. Las compañeras que lucharon hasta el final por nuestros derechos y que no pudieron escapar o están siendo torturadas o estarán enterradas en alguna fosa común. ¡Ningún país movió un dedo por nosotras! Todos callaron menos la Reina Aysel.
»Todavía recuerdo cuando hace tres años, la reina me contactó y me entregó tus restos, que se creían perdidos o incinerados. Hasta que no te clonamos, no pudimos estar seguras de que eran los tuyos. Fue el inicio del proyecto Veritas: la recuperación de la impronta que dejan los recuerdos en el ADN. Algunos decían que era una locura. Ciencia ficción. ¡Yo pensé que eran manotazos de ahogado! A pesar de ser una de las más grandes expertas en el campo de la biogenética, no tenía muchas esperanzas.
»Hicimos una gran cantidad de experimentos, ideando sueros, virus, bacterias, microbios, compuestos que potenciaran a tus neuronas para que reaparecieran la secuencia de ese fatídico día. Era nuestra única esperanza para devolver la cordura a este mundo y para lograr que las mujeres fueran libres otra vez. Gracias a ti, ¡lo hemos logrado!
La doctora saca de nuevo su pistola y me apunta.
—Pero tu participación termina aquí. Sabes demasiado. Te dije que no había hombres, salvo los clones de mi difunto marido Carl, que nos sirven para el trabajo pesado y poco más. Necesitamos a una Ashley Freewill pura, ignorante de todo lo que hemos hecho y con tus recuerdos. Me temo que tú, descansarás en el mismo lugar que tus hermanas.
¿Es esto lo que han sufrido las anteriores doscientas setenta y ochos clones? No he sido otra cosa más que un experimento. Una rata de laboratorio que, una vez cumplida su labor, podía ser sacrificada. No tengo derechos, no tengo futuro. ¡No tengo nada!
¿Vale la libertad de las mujeres su abuso, su experimentación y su asesinato? ¿Es esto producto de la desesperación o de la verdadera naturaleza humana? El mundo verá la verdad del asesinato del presidente, mientras yo me enfrento a otra: la bondad absoluta no existe. Todos, mujeres y hombres, cruzaremos las líneas rojas por lograr nuestros objetivos. La pregunta es: ¿hasta dónde es lícito llegar por el bien común? ¿Puede surgir algo bueno de esto?
La doctora apunta y...
*
—¡Aaah! —exclamo.
Me incorporo, miro en derredor y me hallo en una lujosa y desconocida habitación de hotel. Estoy vestida con un camisón de seda y en una cama king size. La puerta se abre casi al minuto y por ella entra una mujer, de unos cuarenta años, vestida con prendas árabes, de llamativos ojos verdes, labios rojos, enmarcados por un pelo rizado de color azabache y ataviada de oro de la cabeza a los pies.
—Bienvenida a Riad, señorita Freewill. Soy su anfitriona, la reina Aysel.
—¿R-reina...? ¿Qué hago aquí? —pregunto confundida—. ¿N-no estoy muerta?
Una sonrisa de depredadora ilumina su faz. Por un momento, me siento como una gacela ante una leona.
—Le aseguro que usted está más viva que nunca. Prepárese, vamos a cambiar el mundo.
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