Relato 1
Relato 1 por ComandantePrim
Premio otorgado: "Relación eléctrica".
Al principio, apenas era consciente de lo que ocurría a su alrededor, como si su mente se encontrara sumida en un limbo silencioso, unas décimas de segundo antes de activarse. La sensación no fue agradable, nunca lo era. Aspiró aire con dificultad, incorporándose hasta plantar las manos sobre la superficie de la cápsula, sintiendo como su cuerpo se reanimaba poco a poco, aún frío a causa del periodo de latencia del que acaba de despertar.
Deslizó los dedos por el borde de la cámara hasta localizar el botón que la abría sin emitir ni un ruido. La habitación se encontraba en penumbra y el único sonido audible era el latido de su corazón bombeando sangre.
Suspiró, soportando el mareo y la pegajosa sensación que se adhería a su pecho cada vez que se despertaba. Era lo más parecido a resucitar y una pesadez extraña dominaba durante unos cuantos minutos cada rincón de su organismo.
Una vez recuperada se puso en pie y musitó una orden que encendió las luces de la habitación; una sala circular de color blanco donde solo se encontraba su cápsula, un lujo que no todos los tripulantes de la nave disfrutaban.
Le bastó colocar una mano en un punto aleatorio de la pared para que la puerta que daba acceso al resto de la instalación se abriese. La inexistente actividad en el pasillo le confirmó que había sido la primera en despertar de su sector, un privilegio acorde con su rango.
Maia siguió el mismo rumbo que tomaba cada vez que recuperaba la consciencia, encaminando sus pasos a la ventana más próxima. Frente a ella se desplegó el vasto espacio, la negrura más absoluta salpicada por las estrellas, tan lejanas de su posición que no eran más que puntos luminosos en el manto oscuro que envolvía el rápido avance de la nave.
A veces entraban en algún sistema y podía observar con sus propios ojos la diversidad de cuerpos celestes que plagaban el espacio. No obstante, en aquella ocasión, parecían navegar lejos de cualquier cosa.
Una parte de ella se estremeció durante un breve instante con un correoso sentimiento de nostalgia por la Tierra, el planeta que dejó atrás y del que cada vez le resultaba más difícil acordarse. Lo achacaba a un efecto secundario de los largos periodos de sueño, pero no dejaba de inquietarla que, tras cada despertar, era más complicado rescatar fragmentos de su vida previa a la misión.
Seguía recordando la precaria situación que asolaba el planeta, sobrepoblado, con una extensión de terreno fértil irrisoria, azotado por los conflictos entre las grandes potencias mundiales. Lo insustancial que era la vida allí abajo, la cantidad de gente que perecía de hambre mientras que unos pocos privilegiados se desmayaban de tanto comer. Entre ellos, su padre, un magante tecnológico que lo único bueno que había hecho en su vida había sido colarla en aquella misión.
Oh, la misión.
Eso sí que lo recodaba con una exactitud tan precisa que era más como volver a ver una grabación que como excavar dentro de tus propios recuerdos. Maia vivió con el mismo pasmo que el resto del mundo La Transmisión. Aquel mensaje compuesto por una voz melodiosa, aguda y tan distinta a todo lo que había conocido durante su existencia, que se quedó prendada de ella de inmediato. Se reprodujo, secuestrando emisoras, televisiones... en cada hogar, en cada fábrica, en cada garito, y después, tan súbitamente como se había iniciado, desapareció.
Para ese entonces ya trabajaba como piloto espacial y supo que acababa de presenciar aquello para lo que había nacido. Ella iba a encontrar el origen de esa voz y desentrañar el mensaje que ni los mejores expertos en descifrado habían logrado aclarar.
Por eso estaba ahí, perdida en la nada, rodeada de una tripulación configurada por extraños.
La nostalgia se esfumó sus venas con rapidez en cuanto recordó todo esto y cualquier pensamiento destinado a la Tierra se fue con ella.
Ni siquiera estaba segura de los años que habían transcurrido, probablemente todos sus conocidos habían muertos o habían sido criogenizados y no estarían pensando en ella.
Maia se tocó la muñeca, ahí donde le implantaron el pequeño chip que monitorizaba sus constantes durante los sueños, sintiendo esa zona ligeramente abultada y apreciando la dureza del metal insertado en su carne.
—Vaya, vaya —murmuró una voz a sus espaldas.
Maia no se giró de inmediato, aunque su corazón se contrajo por el susto y la sangre se le heló en las venas. Reconocería ese tono inhumano en cualquier parte, momento o escenario, pues se había quedado grabado en lo más profundo de su ser por el pánico que le suscitaba.
Se mordió el labio inferior que se le puso a temblar antes de encararlo. Allí estaba, con ese aire de aburrimiento que le acompañaba en su día a día, con el cabello de color oscuro revuelto y una sonrisa ancha y burlona esbozada en su rostro.
Pero Maia no pudo más que mirarle a los ojos, ese par de ojos que no eran humanos, si no felinos, de un amarillo tan potente que resultaba desconcertante. Todo en aquel individuo la inquietaba. No era humano, si no que pertenecía a una nueva raza creada para fines... poco lícitos por un puñado de dementes. Un híbrido genéticamente diseñado para ser un soldado, un mercenario al servicio de aquel que pagase una suma más cuantiosa de dinero y al que no le interesaba lo más mínimo la importancia del viaje.
—Perseo —escupió su nombre, sin molestarse en ocultar su animadversión, un esfuerzo inútil, pues tenía los sentidos tan desarrollados que habría podido adivinar cuando mentía—. No esperaba verte.
—Yo tampoco esperaba despertarme —amplió su sonrisa y los colmillos afilados fueron más evidentes. Lo hacía a propósito, disfrutaba poniendo nerviosa a la piloto—. Será orden del capitán.
Maia asintió con un breve movimiento de cabeza, aunque no muy convencida. Personalmente no le encontraba ninguna utilidad a su presencia. Ningún ser capaz de producir un sonido tan bello como el de La Transmisión podía ser peligroso, así que no necesitaban a un asesino pululando tan campante por la nave.
—¿Eres el único de tu sector que ha despertado?
Perseo dio un paso al frente, se movía sin emitir un mísero sonido, deslizándose con un sigilo depurado en movimientos que resultaban, a veces, difíciles de seguir para un humano corriente.
—Sí. Y en el resto de los sectores tampoco he detectado ningún movimiento —se acercó hasta detenerse a pocos metros de Maia. Contempló la vista de la ventana sin borrar en ningún momento su sonrisa—. Parece que estamos solos. Al resto... se le han pegado las sábanas.
La chica entrecerró los ojos, pero se abstuvo de hacer algún tipo de comentario, pues eso solo alargaría una conversación de la que estaba deseando escapar. Su rango era superior y no podía comportarse como una chiquilla asustada por muy mala espina que le despertase aquel híbrido de laboratorio.
Perseo ladeó la cabeza.
—Se acerca alguien —pronunció y un par de segundos más tarde, Maia también escuchó el crujir de unos pasos aproximarse.
Unos con una cadencia muy familiar.
Egeo apareció frente a ellos, vestido con su uniforme completamente blanco y sin un pelo rubio fuera de su sitio. Él tampoco era humano, pero a Maia no le desgradaba al mismo nivel que la criatura que tenía plantada al lado. No, Egeo, por el contrario, le parecía un prodigio del intelecto humano, un androide perfecto y confiable que había sido diseñado por la empresa de su padre.
—El capitán os espera —comunicó mirando directamente a Maia a los ojos.
—¿Ha ocurrido algo fuera de lo normal durante mi ausencia? —inquirió ella. La situación había empezado a parecerle extraña. Normalmente despertaban a un piloto cuando la nave atravesaba una zona complicada por campos gravitatorios o asteroides.
—Él os lo explicará todo.
Maia cabeceó, dando un paso al frente.
—¿A los dos? —sonó sorprendida y disgustada.
No se le ocurría nada en lo que ambos pudieran colaborar. Había más pilotos a bordo, así como personas de brillantes carreras en su campo, no solo limitado al ámbito científico, pues entre ellos había historiadores, músicos, filósofos... Cualquiera podría haber sido un potencial compañero, a excepción de Perseo.
Egeo no respondió.
—Vamos, solo hay una forma de averiguarlo —ronroneó el híbrido, pasando por su lado.
Maia no daba crédito a nada de lo que estaba pasando, pero no tenía más opción que obedecer. No había espacio para las dudas o las opiniones dentro de un proyecto tan grande, y, aunque lo sabía, en ocasiones le costaba morderse la lengua.
Siguió al androide hasta la zona superior de la nave, un lugar muy restringido y que solo había pisado unas cuantas veces. El aire que se respiraba ahí dentro parecía diferente y a pesar de que los pasillos eran idénticos daban una impresión completamente distinta.
Perseo tenía razón, nadie, ni los altos cargos, parecían haberse despertado, hecho insólito, pues siempre se procuraba que hubiese un número de personas activas. Un escalofrío reptó por su columna vertebral, uno que no supo identificar. Conforme ascendían, se sentía más nerviosa. Nunca había tenido un contacto directo con el capitán, aunque sí había recibido órdenes en ciertas ocasiones.
Egeo se detuvo frente a una puerta enorme, la más grande que había visto en la nave. Nada en su expresión o forma de comportarse indicaba urgencia, pero el corazón de Maia galopaba en el interior de su pecho. Le fastidiaba que Perseo lo supiese, porque lo sabía, pero no podía controlarlo.
—Pasad —indicó.
Perseo fue el primero en reaccionar, caminó resuelto internando en lo que Maia supuso que era la sala de mando. La piloto se apresuró a seguirlo y ambos se adentraron en ese espacio. Era magnífica; consolas sofisticadas cubrían las paredes a excepción de una de ellas, que era transparente y dejaba ver el firmamento.
En el centro había un sillón de color rojo, demasiado brillante, destacando en la estancia blanca. Todo era blanco en la nave, a excepción de los uniformes, pero nunca rojo. Maia ni siquiera recordaba la última vez que contempló ese color en algo que no fuese un cuerpo celestial.
Quiso subir el escalón que la separaba de aquel asiento para ver al capitán, estaba nerviosa, sí, pero al mismo tiempo se moría de impaciencia y curiosidad por conocer al hombre a cargo de la misión. Quiso hacerlo, pero Perseo se lo impidió.
—Algo pasa.
Maia enarcó las cejas, escéptica.
—¿A qué te refieres? —desvió la mirada al punto donde él la sostenía, cerrando sus dedos en torno a su brazo. Podía percibir el calor que desprendía a pesar de la capa de tejido que los separaba—. Suéltame.
Pero Perseo no la estaba escuchando, parecía ausente. Movió la cabeza de un lado a otro, inflando las fosas nasales, en una actitud confusa que tenía muchos tintes animales y pocos humanos. Entonces, se giró con brusquedad y Maia no pudo más que seguir la trayectoria de sus ojos.
La puerta se había cerrado.
Y Egeo no estaba por ninguna parte.
Aprovechando el instante de confusión, Maia se zafó y recorrió los metros que la distanciaban del capitán. Una vez que quedó junto al asiento sus pulmones fallaron, o así lo sintió ella. Le faltó el aire y su mente, sencillamente, no tramitó la información durante el primer segundo.
Estaba vacía.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —farfulló, recogiendo lo único que estaba sobre los cojines: un fragmento de un metal muy ligero, triangular y que no se parecía a nada que hubiese visto antes—. ¿Dónde está el capitán? ¿Qué significa esto?
El híbrido chasqueó la lengua, con desdén.
—¿Siempre haces tantas preguntas? Tengo la misma información que tú —su tono seguía tranquilo, aunque su cuerpo parecía alerta. Fijó sus ojos felinos en lo que sostenía la chica—. ¿Eso es el capitán?
Maia lo miró con más atención, ignorando la pregunta. No sabía qué era, ni cómo funcionaba, pero si estaba ahí era importante, ¿no? ¿O acaso no se había despertado y todo era una especie de pesadilla? Ni siquiera estaba frío al tacto, parecía aclimatarse a la temperatura de la superficie. Maia no era una experta en tecnología, pero había vivido rodeada de los avances en esa área desde bien pequeña, y, aun así, no concibió qué demonios podía ser aquel aparatito.
—Salgamos de aquí —atajó.
Perseo se dirigió a la puerta, que no se movió ni un milímetro. Ni siquiera parecía disponer de acceso desde ese lado. La chica tanteó la pared infructuosamente antes de empezar a llamar al androide, sin resultado.
—Déjame a mí —el híbrido la retiró antes de que su pie impactase sobre la superficie, que se abolló, pero no rompió.
Maia se apartó de la puerta, estaba encerrada con lo más parecido a un animal salvaje, en una sala vacía, donde se suponía que estaba el cerebro de todo, el héroe que había reunido una brillante tripulación. Muchas preguntas acudieron a su mente, preguntas que nunca había tenido el valor ni la fortaleza mental para plantearse: ¿todo era una farsa? ¿con qué fin? Su fe y confianza en la misión habían supuesto su mayor fortaleza.
Se suponía que a bordo de aquel vehículo espacial había en torno a quinientas personas, entre ellas, expertos en navegación que habían logrado triangular la señal, pero ella no había tenido contacto con ninguno de ellos.
Ciclos de sueño diferentes.
Esa era la principal excusa para todo.
Miró el espacio, tan enorme, tan insondable y frío y ni siquiera... ni siquiera tuvo fuerzas para sentirse desesperada, solo repentinamente vacía y apática. La señal, la voz que la obsesionó y enamoró al punto de abandonar una vida acomodada y gris, ¿también sería una mentira?
Se llevó el trozo de metal a los labios y repitió los sonidos que recordaba mejor que el rostro de su propia madre. No los comprendía, pero no hacía falta, eran tan importantes para Maia que no tuvo ni que aprendérselos.
Y, entonces, el metal se puso caliente.
Tuvo tiempo de mirarlo antes de que un pitido ensordecedor saliese de una de las consolas y la nave zozobrara. Se puso en pie, tambaleante, sin dar crédito a lo que veía. Era imposible, pero ahí estaba, un agujero de gusano, aparecido de la mismísima nada.
Buscó un puesto de mandos, algún lugar desde el cual poder cambiar el rumbo. Perseo había cesado en su intento de abrir la puerta y miraba, hipnotizado, los contornos brillantes que encerraban el vacío más absoluto.
—¡Ay! —Maia soltó de golpe el pequeño triángulo que le había abrasado la piel.
Brillaba en el suelo, pero no había tiempo de centrarse en eso si no quería que la nave entera fuese engullida. Se sentó en el asiento que nunca nadie había ocupado y empezó a apretar botones, intentando descifrar como funcionaban antes de que fuese demasiado tarde...
La enorme nave vibró y, después, se apagó. Las luces murieron y todo quedó sumido en la oscuridad.
La única fuente de luz era el triángulo que seguía resplandeciendo y los ojos felinos de Perseo.
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