Viajeros de Haimi Snown
Viajeros
No se dijeron palabras.
Sus miradas se encontraron como lo hacían siempre, la de ella aún sorprendida después de tanto tiempo, de tantas miradas, la de él todavía conservando el matiz de divertimiento que no ocultaba el peso de la tristeza.
Se movieron a la vez, avanzando un paso, y se mantuvieron erguidos, contemplándose antes de que la cabeza de ella encontrara su sitio especial, el hueco creado bajo el hombro de él.
«No quiero hacerlo», gritó en silencio Yaiza mientras que sus manos se aferraban al cuello de Carvin.
Sin embargo, ya lo hacía. Era el momento de punto y final.
Su cabeza se alzó como atraída por un imán para mirar el astro que iluminaba Oceanía. No quería hacerlo pero tampoco negarse a la llamada visceral, a la promesa del hormigueo de la energía corriendo por sus venas. El sol se veía como una pelota descomunal encima de sus cabezas. Su luz plateada, deslumbrante, se asemejaba a las espadas láser por el modo cómo atravesaba el cielo encapotado de nubes.
La luz de Oceanía no era la misma que la de los otros continentes. Un complicado sistema de satélites y programas informáticas la convertía en algo único en el mundo.
La luz de Oceanía era la causante de sus muertes.
—Tiempo hasta la entrega de corazones, diez minutos. —El anuncio hizo que el órgano del pecho de Yaiza acelerara los latidos.
—Es el momento —dijo Carvin, aunque sus gestos contradecían la finalidad de las palabras. Levantó el mentón para que la cabeza de Yaiza encajara mejor, masajeándole la nuca en un intento fallido de tranquilizarla.
Incluso con el rostro escondido en su pecho, la chica supo que sus facciones se contractaron en un rictus ante el paisaje. El viento empujaba impasible las nubes y descubría a ratos formas geométricas en multitud de colores: discos negros, triángulos rojos, hexágonos amarillos. En contraste, el suelo estaba lúgubremente desierto. Solo el resplandor metálico de las plataformas de aterrizaje y las señales de las urbanizaciones subterráneas decoraban la tierra rocosa, sin vida.
Yaiza cerró los ojos, negándose a derramar lágrimas.
«Es la última vez que podrás llorar.»
La voz que irrumpió en su mente fue tan impersonal como si no le perteneciera. Volvió la mirada hacia Carvin, esforzándose en hacer memoria del día en que se habían conocido. Los recuerdos ya estaban borrosos, como una hoja escrita a tinta que metes en el agua. Al final las letras se desvanecen y lo mismo pasaría con sus memorias. No los recuerdos le serían borrados, sino las sensaciones, la emoción de los encuentros, su fragancia, el tacto de su piel... que empezó a crepitar por la electricidad bajo sus dedos.
—Tiempo hasta la entrega de corazones, siete minutos.
Yaiza apretó los párpados, deseando poder poner sus oídos en modo silencioso para dejar de escuchar la cuenta atrás de su vida.
—Debemos buscar nuestra cápsula —dijo Carvin, su voz solo un murmullo dirigido al suelo.
Yaiza sintió su mano buscando la de ella y enlazó los dedos con los de él. Reconoció la corriente que se hizo camino en sus células y arrugó el entrecejo al percibir sensaciones nuevas. Carvin estaba triste, pero otra emoción prevalecía por encima de la desilusión. Era... esperanza, entendió ella, forcejando para escapar de su agarre.
—¿Cómo puedes? —lo acusó chillando. Su pecho se contrajo bajo la presión del dolor por la traición inesperada—. ¿Cómo puedes desearlo?
Carvin le mantuvo la mano a la fuerza. Antes de que abriera la boca, ella reconoció el brillo de su mirada, el mismo que adornaba el avellana de sus ojos en el momento en que se habían conocido. Entonces había sospechado que se traducía en el choque combinado con el placer de haber encontrado algo que llevabas tiempo buscando, pero no entendía su significado cuando tenían todas las circunstancias en contra.
—No lo deseo —él protestó sin mucho ánimo, a sabiendas que no disponía de una explicación creíble. Aun así, intentó hacerla entender—: Hay rumores, Yaiza. Dicen por ahí que solo durante el camino estamos perdidos. Que al ver la luz de las tierras nuevas, volveremos a sentir y que sería mágico.
—¿Rumores? ¿Quién cuenta tal aberraciones? Nadie volvió. Jamás.
Detuvo sus protestas al ver que Carvin meneaba la cabeza en negación.
—Todos volvemos —insistió él, su declaración sonando como la sentencia irrevocable de un juez.
Con la respiración ralentizada y acosada por los rayos demasiado brillantes, Yaiza procuró concentrarse en responderle, pero la voz se le adelantó.
—Tiempo hasta la entrega de corazones, cuatro minutos.
—Todos volvemos, Yaiza —Carvin se precipitó en continuar, ansioso por lograr despedirse en paz—. No lo recuerdo, pero algo me dice que este no es mi primer viaje. Lo hice antes, lo hice muchas veces y volveré a hacerlo. Mi alma te reconoció aquí y lo hará en cualquier rincón del Universo. Aquí hemos descansado, allí viviremos de verdad.
—No puedo creerte. No puedo morir alegre con la esperanza de que vayamos a encontrarnos en otro mundo.
«Es tu culpa. Desea que Carvin tenga razón. Desea y aprende. Aprende a no repetir los errores.»
Yaiza tuvo que asentir hacia sus pensamientos.
En Oceanía vivían bajo tierra. Aunque el programa Promo SVERRA II intentaba solucionar el problema de la calidad del aire, tardarían años. Aquel continente era el inframundo de los dioses desde el principio del mundo y se había convertido en la tierra de los condenados. Oceanía era la cárcel mundial y toda la población estaba castigada a la cadena perpetua. Lo sabían desde el juicio. Considerando cuánto de grave había sido su pecado tenían que entregar algo: el corazón, los riñones, los ojos, la medula espinal, hasta la sangre cuando las otras regiones necesitaban un lote de un grupo especial.
Yaiza llevaba años esperando la entrega. Se alegraba de que se tratara de su corazón y que no continuaría viviendo con escorpiones de vecinos, pero sin poder verlos, o algo peor. La espera había sido una tortura, y creía estar preparada. Era mejor acabarlo de una vez que vivir cada día con la amenaza de que aquello era «el día». No obstante, Carvin la había ayudado a olvidarse y las mañanas se habían convertido en nuevas oportunidades.
Hasta aquella.
El anuncio había sido sencillo y lo había visto en cuanto había abierto los ojos. En la puerta bailaban un par de letras fluorescentes: «11 A.M., entrega de corazón. Estación 151, plataforma PS.»
—Nos lo prometen. ¿Por qué no lo crees posible? Mira alrededor —le pidió Carvin, forzándola a alzar el mentón—. Las naves varían en formas y colores por una razón, y creo que es para diferenciar a los viajeros. La luz —alzó la mano hacia el cielo, apresurando la voz—, hay cuentos sobre esta luz, así como las hay sobre esta tierra. Nos mata, pero volverá a darnos vida. Lo creas o no, va a pasar, Yaiza. Cederemos nuestro corazón, pero no el alma. En otro mundo, en otro continente, volveremos a ser nosotros.
—Tiempo hasta la entrega de corazones, un minuto.
A pesar de que sus existencias se contaban en segundos, perdieron varios mirándose.
Yaiza se mordió los labios para no dejar escapar el río de lágrimas contenido en su garganta. No deseaba que Carvin quedara con el recuerdo de su rostro manchado por la desgracia.
«¡No lo recordará!», gritó la voz de su cabeza, chillando fría y burlona. «No te recordará.» Entonces otra se interpuso, logrando callar a la primera.
—No me mientas —pidió con voz temblorosa. No se sobresaltó cuando el cielo empezó a iluminarse por relámpagos blancos de corta duración. Minúsculas descargas empezaron a nacer en su interior, su piel desgarrándose desde adentro hacia afuera como las piezas de un rompecabezas fragmentado. Admiró el espectáculo de la naturaleza ajena a su hermosura, helada por dentro. Tampoco se inquietó cuando el anuncio se repitió, la misma voz impasible, incluso aburrida, guiándola hacia su muerte.
La luz cobraba su deuda. Sus sentidos entumecían y no podía hacer nada para detener el proceso.
—Tiempo hasta la entrega de corazones, treinta segundos.
—Volveremos a encontrarnos. —Carvin unió sus manos y la atrajo hacia él. Sus cuerpos se fundieron en un abrazo físico mientras que sus pechos se quedaban vacíos y de sus mentes eran evacuados los recuerdos. Su piel se enfriaba con rapidez, las venas asomándose azuladas en un cutis hasta entonces sin defectos.
La cápsula que ocupaban empezó a subir a la vez con otras cientos dispuestas en la plataforma. El ruido casi imperceptible iba al compás con el latido cada vez más débil de sus corazones.
—Diez, nueve, ocho... —el sonido empezó a perderse, como si el espacio se convirtiera en nada.
Yaiza y Carvin suspiraron a la vez, sus gargantas liberando el último aliento junto con la parte invisible de substancia que les convertía en lo que eran.
—Tres, dos...
No se dijeron palabras. Sus miradas se encontraron como lo hacían siempre, la de ella aún sorprendida después de tanto tiempo, de tantas miradas, la de él todavía conservando el matiz de divertimiento que no podía ocultar el peso de la tristeza. No obstante, la esperanza hacía brillar los ojos de Carvin incluso cuando en sus oídos retumbó el aviso terminal:
—Entrega de corazones realizada. Los viajeros emprenden el camino.
Pantanos de oscuridad conquistaron el cerebro de Yaiza. El tiempo se convirtió en un asunto sin importancia y ninguna preocupación atravesaba la línea plana de sus memorias.
Lo primero que sintió fue el toque de unos dedos frescos que acariciaban su antebrazo.
—Yaiza...
Abrió los ojos confundida, alzando las comisuras de su boca en respuesta a la sonrisa del joven que la miraba. Su cabeza bajó y notó el toque suave de sus labios en la mejilla.
—No nos queda café. Salgo a comprar. Vuelve a dormir.
No lo hizo. Se levantó en los codos para mirar su espalda y la luz plateada que se coló en el cuarto cuando él abrió la puerta, atrajo su atención. Un sonido repetitivo semejante a un código Morse hizo que su vello se pusiera de punta. La puerta se cerró con un golpecito seco, pero antes de que el espacio quedara sellado una voz ronca, demasiado conocida, violó los oídos de Yaiza.
—Próxima entrega de corazones, treinta minutos.
Fin
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