Un cigarro en la azotea de Larena Aquifolia
Un cigarro en la azotea
El cigarro se había consumido entre sus dedos hacía rato, dejando como único recuerdo una anaranjada colilla y el olor a humo que se dispersaba en la noche, como su nostalgia.
Estaba prohibido fumar en todas partes, pero a él no me importaba. Nadie en su sano juicio perdería el tiempo en subir hasta la última planta de aquel cochambroso rascacielos de más de mil doscientos metros de altura sólo para enviarlo a prisión. Era demasiado viejo como para que se preocupasen por él o por su salud. Fumar era uno de los pocos vicios que le quedaban en aquella vida llena de restricciones, donde cada movimiento, cada suspiro, cada pestañeo era registrado y analizado por el correspondiente departamento de SVERRA II. Aquel cigarrillo semanal era su forma de romper las reglas, de revelarse.
No es que Piérre fuese un antisistema. Su trabajo se le antojaba entretenido y no podía negar que el programa SVERRA II apuntaba a ser más exitoso que su antecesor, SVERRA I, pero la cantidad de prohibiciones y limitaciones impuestas para conseguir tal éxito habían terminado por destrozar el poco pensamiento crítico de las personas, y resultaba muy difícil no culpar al sistema de aquello. En SVERRA I aún les estaba permitido opinar en voz alta acerca de la política, de la religión; de las injusticias que perduraban como llagas mal curadas en las comunidades de los cinco continentes. Pero con SVERRA II las cosas habían cambiado vertiginosamente. Ningún miembro del programa estaba autorizado a discutir acerca de nada, ni siquiera sobre cuál sería el resultado de un combate de boxeo virtual entre Asia y Oceanía, porque hasta los combates virtuales habían sido vedados.
«Nosotros nos lo hemos buscado», solía decirse para autoconvencerse de que SVERRA II era la única solución posible. A lo largo de la historia la humanidad había demostrado su ineficiencia para cumplir acuerdos o tratados de manera pacífica, una realidad que muchos políticos habían negado sosteniendo que el diálogo era una solución viable. Al final el desenlace era siempre el mismo: la guerra.
Piérre aún no había nacido cuando los medios oficiales anunciaron el fin de la última Gran Guerra, pero le había tocado vivir aquella otra batalla que perduraría en el interior de la sociedad durante años y años. Había visto con sus propios ojos aquel odio mal disimulado que las personas atesoraban como si fuese el único combustible de sus vidas. No olvidaban. No perdonaban. No toleraban. Eran almas rotas y vengativas, y el único muro de contención era SVERRA II: el segundo intento de un programa cuyo objetivo era revitalizar a una población ya mermada y desgastada por las guerras.
Dejó caer la colilla al vacío y contempló cómo ésta desaparecía en la negrura de la noche. Nada le impedía saltar desde ahí; apenas tenía que avanzar unos centímetros por el borde de la terraza para caer hacia el abismo y terminar con todo, tal y como acababa de hacer con los restos del cigarrillo. Su cuerpo acabaría estrellándose contra algún reciclador nocturno o contra el mismo asfalto, dejando sus sesos adheridos al firme y dificultando las tareas de limpieza del empleado de turno.
Piérre se inclinó hacia delante y miró para abajo, pero sus ojos no captaron ni una sola luz. Una densa niebla se había apoderado de la enorme ciudad de Sydney, camuflando las horteras iluminaciones de los paneles informativos que aturdían al peatón hasta dejarlo al borde del ataque epiléptico. Aquella noche tampoco había luna; incluso las estrellas parecían haberse olvidado de brillar y apenas eran unos diminutos y trémulos puntos en la lejanía. Era como si el mundo se hubiese puesto de acuerdo para dejarlo a oscuras.
Avanzó un par de centímetros más hasta que las puntas de sus pies perdieron contacto con el asfalto de la terraza. Sabía que en esos instantes una simple ráfaga de viento lo lanzaría al vacío. No tenía especial interés en acabar con su vida, aunque no podía evitar sentir que su existencia en aquel mundo era banal. En SVERRA II se empeñaban en hacerles creer que todos y cada uno de ellos eran una pieza clave del inmenso puzle que era la sociedad, pero él no se sentía así ni por asomo. Y lo que sus ojos veían le hacían pensar que aquel proyecto fallaría de nuevo, al igual que su predecesor.
No quería ver cómo la humanidad fracasaba de nuevo.
—No lo hagas.
Una voz femenina profanó con elegancia el silencio que reinaba en la azotea. Dulce y melódico; sanador, Piérre tuvo la certeza de que aquel sonido tenía que estar ahí en ese mismo instante, perfectamente encajado en la muda partitura que era aquella noche.
—No tenía intención de hacerlo —contestó sin hacer ademán de girarse. Su corazón que hasta entonces creía muerto pareció sacudirse tras las costillas, alentado por la perspectiva de conocer a alguien que pudiese salvarlo de aquel pesimismo que lo invadía desde hacía décadas.
—Cualquiera lo diría. —El descompasado ritmo de sus pasos le hizo intuir que aquella mujer, fuera quien fuese, portaba una pierna biónica antigua o mal ajustada a su forma de caminar—. ¿Qué se te ha perdido aquí?
—Supongo que lo mismo que a ti.
—Entonces estás jodido.
Piérre contempló por el rabillo del ojo a la silueta que se había ido acercando hasta situarse a su lado. A pesar de que en la noche reinaba la casi absoluta oscuridad, el hombre pudo percatarse de su alta estatura y de su complexión atlética. Era una mujer fuerte, sin duda alguna. Probablemente formase parte del ejército de Oceanía y habría perdido la pierna en alguna maniobra de combate, o tal vez en alguna de las escaramuzas que tuvieron contra África durante la implantación de SVERRA I.
—Tienes pinta de subir aquí a menudo. —La voz de la mujer interrumpió sus divagaciones.
—Suelo hacerlo, sí.
—Y tienes pinta de hacerlo solo, a juzgar por lo parco que eres. No te culpo —añadió antes de que Piérre pudiese contestar—, me quedó claro hace tiempo que el diálogo no es el fuerte de tu generación. Si hubieseis dominado el don de la palabra, nada de esto habría terminado ocurriendo y tú no tendrías que estar aquí subido cuestionándote el sentido de la vida. De hecho, si hubieseis sabido conversar yo no estaría aquí ahora mismo.
Atraído por su voz y por aquellas palabras tan enigmáticas, Piérre se vio obligado a girar la cabeza para poder observar a la mujer con detenimiento. Ella parecía estar contemplando el horizonte, más allá de los rascacielos de la ciudad y más allá del mar de Tasmania. No parecía tener cabello, o tal vez lo llevase recogido y la tenue brisa que corría era incapaz de deshacerlo. Tampoco parecía importarle el hecho de encontrarse al borde de una muerte segura; se había posicionado a la misma altura que él y había dejado que las puntas de sus pies saboreasen el abismo.
—Soy Piérre —se escuchó decir.
—Encantada —contestó ella. Piérre reprimió una exclamación de sorpresa al comprobar que las pupilas de aquella mujer brillaban en la oscuridad de manera artificial—. Yo soy Eclipse.
Desvió la mirada al instante, avergonzado. Comprendió que aquel sonido metálico contra el suelo no había sido causado por el mal ajuste de una pierna biónica, si no que su cuerpo entero estaba hecho de aleaciones metálicas y conexiones artificiales. Aquella mujer no era humana.
Una sensación de asco invadió su cuerpo, haciéndolo estremecer de arriba a abajo. ¿Cómo podía haberse sentido atraído por la voz de aquella... cosa? ¿Cómo podía semejante creación poseer una voz tan cautivadora, tan humana?
—Sé lo que estás pensando, Piérre. —Eclipse suspiró, resignada—. No te preocupes, sentirse atraído por mi voz es algo normal, aunque a veces desearía que mi tono fuese agudo y chillón, o tal vez monótono y chirriante como el de un robot del siglo XX. Así no tendría que seguir viendo la vergüenza pintada en vuestras caras cada vez que me miráis.
El asco que se había instalado en Piérre dio paso a una culpabilidad que se resistía a desaparecer, a pesar de sus intentos por tratar de convencerse a sí mismo que el hecho de haberse sentido atraído por aquella mole de metal era repugnante.
Sintió la necesidad de irse de allí corriendo. Quería perder de vista al androide que había perturbado el transcurso de sus pensamientos; quería salir corriendo de aquella azotea y de aquel rascacielos para no volver nunca más.
—Tengo que irme —murmuró, y sin decir nada más retrocedió sobre sus pasos hasta alcanzar la puerta que daba acceso a las escaleras de bajada.
Piérre apretó el botón del ascensor varias veces, dominado por una ansiedad poco habitual en él. No había rastro de la apatía que minutos antes reinaba en su interior, una apatía que probablemente hubiese acabado con su vida de no ser por la repentina aparición del humanoide. Aún no tenía muy claro si debía agradecérselo o reprochárselo, pero lo cierto era que aquella mujer artificial había conseguido despertar en él algo que llevaba mucho tiempo dormido: la curiosidad. Curiosidad por saber qué hacía ella allí, por saber a qué se dedicaba exactamente y hasta dónde llegaba su capacidad para mantener una conversación profunda. Curiosidad por saber el por qué había querido salvarle la vida, si es que lo había hecho de manera intencionada. Curiosidad por saber cómo de humana podía llegar a ser.
Era tarde y las calles permanecían desiertas, únicamente ocupadas por las enormes máquinas de limpieza que pasaban sus cepillos por el asfalto y cuyas luces se difuminaban tras los jirones de niebla. Piérre observó sus siluetas en la distancia, preguntándose si aquellas moles tendrían consciencia o algo que las permitiese comprender el mundo que las rodeaba, o si por el contrario eran mera chatarra programada para cumplir la función para la cual habían sido creadas. ¿Tendrían las máquinas algún resquicio de aquella humanidad que ellos mismos habían perdido con el paso del tiempo? ¿Serían ellas las encargadas de guiar a la humanidad hacia el éxito?
¿Sería Eclipse capaz de hacerle creer de nuevo en un futuro dentro de SVERRA II?
———
—Te estaba esperando.
La melodiosa voz del androide le hizo evocar la imagen de un sirope adornando con lentitud la superficie de uno de aquellos postres que se veían en las pastelerías más exclusivas de Sydney. Había había echado de menos aquel sonido durante el transcurso de la semana. Las voces de los humanos se le antojaban ásperas y monótonas comparadas con la de ella. Piérre se había descubierto a sí mismo rememorando su encuentro en la azotea; se había imaginado esas palabras fluyendo por el aire hasta llegar a él para hacerle vibrar por dentro.
No lo hagas.
A veces aquel deseo de volver a ver a aquella mujer artificial se borraba de un plumazo cuando recordaba el terrible brillo de sus pupilas, pero éste regresaba más fuerte que nunca cuando comprendía que quería saber más. Quería conocerla, porque algo le decía que, a pesar de las circunstancias, Eclipse tenía muchas cosas que enseñarle.
—He venido a la hora de siempre —se obligó a decir. Sus cuerdas vocales se habían atorado por completo. ¿Cómo era posible? ¿Cómo una máquina podía provocarle semejante reacción?
Esta vez la claridad de la noche permitó a Piérre estudiar a la mujer androide con mayor detenimiento. Ella se había sentado al borde de la terraza y mantenía sus piernas en continuo movimiento, como si no fuese consciente del peligro que corría. Carecía de ropa y de cabello, y a pesar de que la luna arrancaba destellos de su metálica piel dándola un aspecto inhumano, las sinuosas formas de su cuerpo conseguían atraerle casi tanto como su voz. Se moría de ganas por saber si aquella piel argéntica resultaba fría al tacto, o si por el contrario había sido diseñada para ser cálida como la de los humanos.
Eclipse le observó con detenimiento cuando hubo terminado de sentarse a un metro escaso de ella. Sin saber por dónde empezar, Piérre se sacó un cigarro del bolsillo y se lo puso en los labios, dispuesto a dar comienzo al ritual que llevaba haciendo durante tantos años en aquel lugar. Pero los ojos de ella escrutándole con detenimiento le hicieron ponerse nervioso y de un rápido movimiento se quitó el cigarrillo de la boca. ¿Y si estaba allí para informar de sus delitos? Si se enteraban de que había estado transgrediendo las leyes de SVERRA II todas las semanas, acabaría en la prisión de Oceanía para el resto de sus días. Daba igual el tipo de crimen que se cometiese, bajo los ojos de la ley era igual de grave matar a una persona que fumarse un cigarrillo. En SVERRA II no existía el término medio: blanco o negro, bueno o malo. No había lugar para las medias tintas.
—No te preocupes por mí —rió Eclipse entre dientes—. No me afecta el humo. Puedes fumar todo lo que quieras sin miedo a que te delate.
—¿Por qué iba a fiarme de ti?
—Créeme, si ahora mismo apareciese alguien para detenernos, ni siquiera se fijarían en ti. Lo que yo he hecho es mil veces peor que fumarse un pitillo.
—La condena por fumarse un cigarrillo y hacer algo mil veces peor es la misma.
—No cuando aquel que ha cometido el crimen es una máquina que no puede ser controlada por el hombre.
Los ojos de la mujer titilaron casi de manera imperceptible, como si hubiese parpadeado. Piérre observó bajo la luz de las estrellas sus rasgos faciales, suaves y delicados, perfectamente pulidos. ¿Con qué tecnología habían conseguido hacer semejante obra de arte? Era incapaz de apreciar alguna junta o soldadura en su piel; era como si su cuerpo estuviese hecho de una sola pieza. Unos pómulos bien definidos resaltaban en su rostro, acompañados por una delicada nariz y unos labios que, a pesar de su color grisáceo, se contraían y se estiraban como los de un ser humano cualquiera.
—¿Qué es lo que has hecho?
Eclipse tardó en contestar varios segundos.
—Más bien es qué no he hecho —dijo—. Decidí que no quería seguir formando parte vuestra hipocresía política. Los diálogos con África no son más que puro teatro y hace tiempo que me cansé de ver cómo ambos continentes luchan en una guerra muda que no va a ninguna parte. Así que hace tres semanas desconecté mi sistema de la central y me escapé para poder hacer lo que yo quisiera. Dado que poseo mucha información confidencial, el gobierno de Oceanía me está buscando a toda costa porque piensa que puedo ser capturada para ser usada en su contra.
—¿Así que tienes vida propia? —Piérre dudó unos instantes antes de proseguir—. ¿Tienes... consciencia propia?
—Algo así —contestó Eclipse a la par que asentía—. Y a veces creo que mucho más que algún humano que he visto por ahí.
Aquella última frase consiguió arrancar una sonrisa de los labios de Piérre, que ya no recordaba cuando había sido la última vez que había hecho tal gesto con naturalidad. Algo más calmado, el hombre volvió a colocar el cigarro en su boca y lo encendió con el mechero de colección que guardaba como oro en paño en la cómoda de su dormitorio. Tal vez Eclipse estuviese contándole patrañas para hacerle caer en el engaño, pero lo cierto era que ya le daba igual. Sólo quería tener una conversación mas allá de las típicas preguntas formales mientras se fumaba el tradicional cigarrillo de la semana.
—Así que eres capaz de mantener una conversación inteligente con un ser humano —quiso confirmar.
—Tan inteligente como sea el humano. ¿Quieres probar? Tengo la sensación de que te estás muriendo de ganas.
La mujer volvió a observarle con una sonrisa en sus labios. La ausencia de pestañas y de cejas la daban cierto aspecto de maniquí, pero a Piérre ya no le importaba. La repulsión que había sentido el día en que se conocieron había terminado disipándose lo largo de la semana, y en ese momento sólo podía sentir una absoluta fascinación por ella.
—Supongo que sí —respondió mientras expulsaba la primera nube de humo de sus pulmones y observaba cómo ésta ascendía en la penumbra de la noche.
—Bien —concedió ella—, pero lo haremos de la siguiente manera. Nos turnaremos para preguntar, de modo que yo contestaré una pregunta tuya para acto seguido hacerte a ti otra. Una vez hayas terminado tu cigarrillo, la conversación habrá terminado y no volveremos a vernos hasta la semana siguiente.
Piérre arrugó el entrecejo, confundido.
—¿Y eso por qué? —quiso saber.
—Porque de esta manera mantendremos una conversación directa e intensa, sin rodeos. Tendremos que pensar en qué preguntas nos haremos y en su orden de prioridad. —Eclipse hizo una breve pausa para fijar sus luminosos ojos en los de Piérre, escudriñándole con expresión divertida—. Así podrás comprobar por ti mismo si estoy a la altura de tus expectativas o si, por el contrario, no soy más que una máquina como las que limpian las calles de ahí abajo, pero con un pico de oro.
—Y una voz de oro también.
Eclipse profirió una melódica carcajada y Piérre se maldijo a sí mismo por haber soltado tal estupidez y por haber estado fumando más rápido de lo que hubiera querido. Contempló frustrado el cigarro que descansaba entre sus dedos de la mano izquierda, a punto de terminarse. ¿Cómo podía haberse consumido tan rápido?
—Vas a tener que aprender a fumar más despacio, Piérre. Si no, me temo que nuestras charlas apenas durarán un par de minutos.
—Aún me queda una calada.
—Entonces aprovéchala bien.
Piérre sintió pasa el tiempo a la velocidad de la luz. ¿Qué quería preguntarla? ¿Qué es lo primero que quería saber de ella?
—¿Por qué te llamas Eclipse?
La mujer androide arrugó los labios, contrariada.
—Porque el nombre que me habían puesto estaba totalmente deshumanizado. No era más que una sucesión de números y letras imposibles de memorizar. Eclipse es mucho más fácil de memorizar, y mucho más bonito.
—Debes de ser la única Eclipse que exista sobre la faz de la Tierra. No es un nombre muy humano que digamos.
—¿Por qué no? Sol es un nombre, al igual que Alba o Luna. ¿Por qué no llamarse Eclipse?
—Tienes razón.
Eclipse sonrió a la par que se incorporaba del borde de la azotea.
—Se acabó el tiempo, Piérre —anunció. El hombre echó un vistazo a su cigarrillo y comprobó cómo éste se había terminado consumiendo sin apenas haberlo disfrutado—. No tengo muy claro si esa pregunta era la más idónea dadas las circunstancias, pero espero haber saciado parte de tu curiosidad. El próximo día comenzaré yo con las preguntas. Hasta entonces.
La mujer se alejó con su característico sonido metálico y Piérre se quedó solo contemplando el perfil de la ciudad de Sydney.
———
Aquella noche cogió el ascensor de su rascacielos particular mucho antes de lo habitual. Había estado toda la semana anotándose las preguntas que quería hacerle a Eclipse, y hasta se había arriesgado a fumar un par de cigarrillos en su apartamento para tratar de prolongarlos lo máximo posible, deseoso de permanecer el máximo tiempo posible junto a ella. Abrió la puerta de la azotea y trató de localizar a la mujer, pero ella no parecía encontrarse allí. No importaba, la esperaría pacientemente con la caja de cigarrillos preparada en su bolsillo. Avanzó para sentarse al borde de la terraza, como había hecho desde el día que la conoció y oteó el horizonte con una empatía renovada. Por primera vez en muchos años se sentía relativamente feliz.
Piérre la esperó durante toda la noche, rompiendo su promesa de no encender el cigarrillo hasta su llegada y rompiendo la casi ancestral costumbre de fumar sólo uno, terminándose la caja completa de pura ansiedad. Aun así, ella no apareció. Tampoco apareció la noche siguiente, ni la siguiente. La mujer parecía haberse esfumado como si de una tormenta pasajera se tratase, dejando a su paso todo manga por hombro. Piérre nunca sabría si su desaparición había sido por decisión propia o si habría sido capturada por sus perseguidores para poner fin a su existencia. Decidió imaginarse lo primero, convenciéndose de que algún día volvería a encontrarla en aquella azotea como el primer día, como si se tratase de un suceso excepcional que tenía lugar muy de vez en cuando.
Como los eclipses.
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