El que dios se cree

Tisífona, Megera y Alecto no conocen otro sentimiento que no se relacione con la venganza, la muerte o el sufrimiento. Antiquísimas las tres, se han dedicado en cuerpo y alma a cumplir las sentencias de los jueces de los Infiernos.

Todos las conocen como Euménides: la primera, Tisífona, vela día y noche la puerta del Tártaro; la segunda, Megera, se encarga de sembrar la disputa entre los hombres; y la tercera, Alecto, la más despiadada, atormenta los criminales sin descanso.

Son las ministras de la venganza de los dioses, tan viejas como el crimen que persiguen. Quien tiene la desdicha de encontrarse con ellas, jamás le desearán ningún bien.

Aquella noche se encontraban en el Campo de la Verdad, lugar de los Infiernos donde está ubicado el tribunal de los jueces. Radamantis y Éaco, dos de los jueces severos del inframundo, disputaban sobre la sentencia del día.

一Los mortales y sus injurias 一protestaba Éaco一. No puede ser que ahora se digan dioses.

一Concuerdo en eso contigo 一aceptó Radamantis, dando un golpecito en el suelo con su cetro一, pero la muerte no es castigo apropiado.

一¡Claro que no! Merece mucho más que solo morir.

一Éaco, no te dejes llevar por tus emociones, tenemos que ser imparciales.

Este miró a quien hablaba con una ceja enarcada, respiró profundo y negó suavemente.

一Lo mejor será hablar con Minos, él sabrá qué hacer.

Hablaban del presidente del tribunal, hermano de Radamantis. Cuando ellos dos no conseguían ponerse de acuerdo, él intervenía. Su palabra final era inviolable.

一¿Me llamaron? 一Minos apareció en su silla, la del medio. Los otros no se sorprendieron porque ya era habitual que llegara de la nada一. Últimamente no logran pensar igual, me han solicitado demasiado estos días.

一Hermano, haz entender a Éaco que no debemos castigar a un mortal tan severamente.

Minos observó al nombrado y este se encogió de hombros antes de explicarle la situación. El presidente estuvo callado unos minutos, mirando sus pies desnudos sin verlos en realidad. Finalmente carraspeó y los dos jueces a sus costados se inclinaron entusiastas a escuchar la sentencia.

一Hay que matarlo, no podemos dejar que la insolencia de un mortal contagie al resto y pronto todos deseen ser dioses.

Minos desapareció tras culminar el dictamen. Éaco sonrió victorioso y se dirigió a las tres ancianas que los miraban atentas.

一Ya saben, Euménides, hagan su trabajo y castiguen al tal dios de los Regalos.

Por primera vez, Tisífona acompañaría a sus hermanas al mundo mortal.

Alecto le explicaba que allí no lucirían como ancianas sino como mujeres de mediana edad. Le advirtió que nadie las vería, excepto el criminal a quien perseguían, pero que no podían mover objetos frente a los mortales porque podrían asustarse.


一Que aburrido es este mundo 一afirmó ella al llegar al poblado mortal que les indicaron一, lleno de colores y luces. ¿Cómo pueden vivir así?

一Los hombres son extraños, querida Tisífona 一comentó Alecto, acariciando una de las víboras que le abrazaban el cuello一, aún no has visto nada.

Se adentraron en un pueblucho de mala muerte, dueño de nada y esclavo de todos. En él habitaban obreros de las más bajas clases, ancianos sin familia y esposas de don nadie que por su escasa belleza jamás aspiraron a alguien mejor.

En su andar lento y pesado, vieron a un niño salir corriendo de una de las casuchas, perseguía una bola marrón que rodó por la calle hasta chocar con el pie de Megera. "Mi regalo", exclamaba. "Que nadie toque mi regalo"

一Creo que lo encontramos 一Megera pateó a un lado la bola, guiándola hacia el niño que la recibió con una enorme sonrisa.

Entraron sigilosamente a la choza. Diez personas se encontraban allí, celebrando. Las Euménides no sabían bien qué.

Alecto se acercó a un círculo de ramas verdes, entrelazadas como en una corona de laureles pero mucho más grandes. Colgaba de un clavo oxidado en la puerta y tenía un lazo rojo. Miró a sus hermanas y ellas la vieron con el mismo desconcierto.

Megera caminó hasta la cocina, esquivando los cuerpos vivarachos del pasillo. Habían galletas y leche junto a una nota: Para el dios de los regalos. No tocar.

一Tiene que estar aquí 一afirmó Tisífona一. ¿Por qué no nos ve?

一Tal vez no esté precisamente aquí 一comentó Alecto, haciendo señas para que se reunieran con ella a escuchar la conversación de los hombres.

"Es cierto que existe el dios de los regalos", comentaba una mujer. "En la noche dejamos la ofrenda y le regaló una pelota a mi niño. La dejó junto a la leña de la chimenea. Les juro que sucedió de verdad"

一¿Una ofrenda? 一preguntó Megera一 ¿No era un mortal diciéndose dios? Solo los dioses necesitan ofrendas.

一Tampoco lo entiendo.

一Cállense, escuchen 一chistó Alecto. Las otras le hicieron caso.

"Esta noche será Julián quien deje la ofrenda", esta vez hablaba un hombre. "Su nieto está enfermo, sería bueno para ayudarlo a mejorarse"

Dicho aquello, las Euménides intercambiaron sonrisas. El primer paso del plan fue averiguar quién era Julián. No fue difícil hallarlo en un pueblo tan pequeño. Esperaron frente a la chimenea a que este se durmiera después de arropar al nieto. A Megera le daba pena el niñito paliducho y flaco, muy débil, así que, a escondidas de sus hermanas, lo limpió de cualquier enfermedad que pudiera tener. No surgiría efecto hasta la mañana y así nadie sospecharía.

一¿En qué piensas, hermana? 一le preguntó Alecto.

一Ya pasó un tiempo desde que estamos esperando.

一Yo estoy acostumbrada, en las puertas del Tártaros no hago más que esperar 一comentó Tisífona, con evidente añoranza一. Estas llamas me recuerdan a él.

Megera iba a decir algo pero no pudo. Un estruendo las levantó de golpe de sus lugares. Pronto Tisífona empuñaba su látigo y Alecto su fusta. Megera fue la única que caminó a paso lento hasta el cuerpo que había caído del hueco de la chimenea. Se estaba moviendo y quejándose, manchado de carbón y suciedad.

一¿Eres tú el dios de los regalos? 一preguntó la Euménide, viendo al hombre de pies a cabeza con curiosidad. No imaginaba un dios tan débil y pequeño.

一¿Cómo me descubrieron? ¿Quiénes son ustedes?

El hombre parecía aterrorizado, hablaba en susurros y encogía los hombros. Llevaba harapos rojos y un gorro blanco que no lo protegía demasiado del frío. Su barba le llegaba hasta las clavículas y estaba sucia, como sus manos y las uñas de sus pies. Parecía más un mendigo que un dios, Alecto no pudo callarse las dudas.

一Las preguntas las hacemos nosotras 一dijo一. ¿Eres mortal?

一¿Perdón? 一él se notaba confuso.

一Que si eres un humano común y corriente 一explicó Megera.

一Claro que sí, ¿a qué viene eso?

Alecto carraspeó la garganta.

一Venimos a condenarte con la muerte, por orden del mismísimo Minos, hijo de Júpiter. Aquel que se cree dios debe pagar con la vida su insolencia.

一No me creo dios, no entiendo lo que están diciendo 一interrumpió el hombre.

一Te haces llamar "dios de los regalos", recibes galletas y leche de ofrenda, entras por una chimenea a casas ajenas a dejar regalos. ¿Qué quieres sino fingir que de una deidad se trata? No tienes escapatoria, te perseguiremos a donde sea que vayas y tu tormento causará tu muerte.

Tisífona, que tenía mucha paciencia, le pidió a Alecto que dejara al hombre explicarse antes de morir.

一Los niños cada vez están creyendo menos en los dioses. Dicen que piden a Júpiter y a Juno pero nada sucede. Están muriendo de hambre y aburrimiento, necesitan confiar en algo.

一¿Y ese algo serías tú? 一preguntó Tisífona一 Qué arrogancia.

一No. No, no 一el hombre movía sus manos y su cabeza rápidamente, de un lado a otro一 Mi hijo murió junto a mi mujer hace cuatro años, mientras yo cazaba para la cena y ellos fueron a buscar agua al río 一suspiró一. Yo siempre fabriqué los juguetes de mi pequeño porque no teníamos dinero para comprarlos, y cuando el río creció y me quedé solo en el mundo, le di los juguetes que tenía al hijo de mi hermana.

一Pobre 一soltó Megera sin darse cuenta. Las otras no la regañaron, sin embargo.

一Vi ese rostro emocionado con los juguetitos, tan dulce el pequeño, me ofreció una galleta que estaba comiendo y un trago de su leche.

一Que ternura 一confesó Alecto, recibiendo un asentimiento de Megera.

一Al parecer mi sobrino lo comentó con sus amiguitos, quizá distorsionándolo un poco, y se creó la leyenda del "dios de los regalos".

一Entonces, ¿haces juguetes, los metes en las casas de los niños, y todo solo por verlos felices?

El hombre asintió.

一Yo no sé ustedes, hermanas 一esta vez era Megera quien hablaba一, pero yo no puedo matar a este hombre.

一Yo tampoco 一le siguió Alecto.

一No podemos no hacerlo, hermanas. Minos nos mataría, o peor, nos sentenciaría con su cetro.

一Euménides 一se escuchó una vez. Los cuatro seres se giraron hacia el fuego, que ahora reflejaba la imagen de uno de sus jueces.

一Radamantis, señor 一se inclinaron las nombradas.

一¿Cuál es su nombre, mortal?

一Noel, señor 一habló entrecortado el hombre, creyéndose en un sueño.

一Sus intenciones son admirables y no puedo dejar que lo castiguen tan severamente.

一Pero señor, el mismo Minos dijo que...

一Yo me las arreglaré con mi hermano, Tisífona, no te preocupes.

一Entonces, ¿no me castigarán?

一Tampoco puedo dejar que salgas ileso, amigo Noel. Llevo un largo rato pensando en tu condena y llegué a una decisión.

一Lo que sea con tal de no morir, señor.

一Te convertiré en un dios.

一¿Qué? 一exclamaron los cuatro que miraban al fuego.

一Serás el dios Noel, padre de los regalos. Cada año, este mismo día, tendrás que dejar un regalo a cada buen niño del mundo.

一¿Del mundo? ¿Cómo haré eso?

Radamantis rió, grotesco como el infierno mismo, y desapareció entre el fuego.

Noel vibró de pies a cabeza, quejándose de dolor en alaridos insonoros. Pronto su piel estuvo limpia, su barba peinada, su ropa como nueva y llevaba un gorro de pompón en la punta.

Las Euménides se despidieron de Noel y regresaron al Infierno, donde pertenecían. El hombre dejó su regalo en la chimenea, para ese niño que despertaría al día siguiente sin enfermedad alguna.

Con el tiempo la leyenda varió, le añadieron cosas y cambiaron otras. Noel tuvo que mudarse a un lugar donde nadie pudiera encontrarlo. Los años fueron pasando y el mundo cambió como todo, pero Noel sigue condenado a hacer feliz a los niños.

Todas las noches del veinticuatro de diciembre, desde la chimenea, vendrá aquel que se creyó un dios y terminó convirtiéndose en uno. Y cada niño tendrá su regalo si ha sido bueno, siempre que deje una galletita y un vaso de leche para Noel, el dios de las navidades.

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