11
Santiago parecía que se iba a salir con la suya y se iba a ir de rositas, porque claro, al ser un hombre ya se creía el rey del mundo y con el derecho de pisotear a toda mujer que se le metiera entre ceja y ceja.
Su plan era sencillo: llevar ese diario a la policía y denunciar a Marta de La Reina por —según él— ser una degenerada y mandarle a un matón de medio pelo a darle una paliza por, simplemente, querer demostrarle a Fina lo que era ser un hombre de verdad y enseñarle a ella lo que debía hacer como mujer.
¿Pero sabéis? no todo le tenía que salir bien, ¿verdad? En algún momento el karma debía de hacer acto de presencia y que toda esa arrogancia le explotara en la cara.
Había salido tan victorioso y airoso de la vivienda de las chicas, y a la vez nervioso por querer denunciar lo más pronto posible a la directora de la fábrica, que empezó a acelerar más de la cuenta.
¿Qué podría pasar? ¡Si es un hombre!
Esa mentalidad retrógrada es lo que le llevó a perder el control en una curva y salirse de la carretera, volcando el coche tras dar un par de vueltas de campana que lo dejan fuera del carril.
Marta y Fina vivían en una zona apartada de Toledo, y por muy bien comunicada que estuviera, no dejaba de ser un camino poco concurrido, por lo que nadie se dio cuenta del accidente de ese hombre que nadie lamentaría.
¿Y cuándo se dieron cuenta del suceso? Al día siguiente, cuando las chicas tuvieron que ir al trabajo y se encontraron a un coche totalmente volcado fuera del carril.
Solo vieron el coche, por lo que Marta no dudó en frenar su vehículo y ambas, casi al unísono, salieron disparadas del coche para ir a socorrer a la persona que estaba dentro del coche, pero al arrodillarse para ver como estaba esa persona, su sangre se les hiela y se quedan pálidas como una hoja de papel: era Santiago.
Es inevitable: las dos, pensando en proteger a su pareja, se abrazan de manera protectora y tiran la una de la otra para retroceder y alejarse del coche lo más rápido que pudieron, como si estuvieran huyendo de una pesadilla que no se iba a ir nunca.
—¿Está... está...? —La pobre Fina no conseguía articular palabra, pues aunque buscase defender del mal a su mujer, a la vez no puede evitar temblar como un flan, viniéndole a la cabeza todo el daño que ese desgraciado le ha causado.
Le tiemblan tantos las piernas que Marta la tiene que sostener con firmeza para evitar que cayera a plomo al suelo. La ayuda a arrodillarse en lo que no le quita los ojos de encima, prestándole toda su atención, cuidándola y preocupándose por ella como siempre ha hecho.
—Solo... quédate aquí, ¿de acuerdo? —le dice con una voz muy suave, manteniendo a raya su propio miedo y preocupación ya que ahora mismo lo más importante es el estado de Fina, quien solo puede asentir repetidas veces con la cabeza mientras no puede quitar la vista de encima del vehículo, sintiendo como todo el miedo que pensaba que había quedado atrás volvía a ella.
Sus ojos se empañan, y más le duele el pecho cuanto más se imagina a un Santiago arrastrándose por el suelo como un gusano para atraparla y terminar con lo que empezó en el calabozo. No puede pensar en nada más, es más, ni tan siquiera parece ver a Marta acercarse con cautela al coche.
Con mucha precaución, la rubia se arrodilla hasta agacharse a la altura del contrario. Sus nervios no se pueden comparar con los de Fina, pero eso no quiere decir que no tenga miedo: pero debe ser valiente por el amor de su vida.
Con la mano temblorosa, acerca su mano hasta su cuello en busca de pulso, un pulso que no logra encontrar.
«Deben ser los nervios... ¡la muñeca!», piensa al creer que tomar el pulso por la muñeca sería más fiable, pero nada: no hay pulso.
Su mandíbula cae y su cara se desencaja, empezando a respirar agitada: ¡Estaba muerto!
Frunce el ceño y baja la vista, no sabiendo como sentirse ni que pensar realmente. ¿Está mal alegrarse por la muerte de alguien? ¿En serio todo ha terminado?
Cierra la boca y traga saliva, y entonces sus ojos por fin se fijan en algo familiar: su diario.
—¿Qué...? —Incrédula, alarga el brazo y se medio incorpora para ver mejor esa libreta— ¡Hijo de-!
—¿Marta...? —la llama Fina con la voz quebrada.
Gracias a la voz de Fina que logra que ese remolino de ira e impotencia invadiera de nuevo a Marta. La mira y ve a su amor totalmente desconsolada, aterrada y que claramente la necesita más que nunca: ¡No es momento de pensar en ella! sino en su Fina.
Corre hasta ella y se desliza por el suelo sin importarle en el estado que quedase su falda. Llega a ella y la envuelve entre sus brazos para abrazarla lo más fuerte que podía, dejando que se aferrase a su espalda y se cobijara en su pecho en busca de su protección y cuidados.
—¿Está muerto... Marta? —le pregunta con la voz rota y negándose rotundamente a mirar al coche, sabiendo que su peor miedo y su peor pesadilla está ahí dentro.
—Sí... lo está, mi amor. —Afloja el abrazo, pero sin dejar de rodearla con sus brazos, para buscar su mirada—. Se acabó... se ha acabado todo. —Y esas palabras son las que permiten que Fina rompa a llorar.
Se miran a los ojos, ese sitio seguro que les gustaría perderse hasta el fin de sus días. Marta se siente aliviada pero Fina tiene una espina en su corazón que no le permite tener la consciencia tranquila, lo que provoca que llorase aún más y sin poder frenarlo.
Marta, alarmada, atrapa su rostro entre sus manos y limpia sus lágrimas con sus pulgares en lo que la mira angustiada.
—Mi amor, ¿qué pasa?
—¡Qué soy un monstruo! —explota, enfadada consigo misma— ¡¿Cómo puedo alegrarme por la muerte de una persona?! —le pregunta, sintiéndose la peor persona del mundo.
—¿Por qué dices eso? Aquí el único monstruo es él. No permitas que se salga con la suya... no le dejes ganar por sentirte así. —Aprieta con sutileza sus brazos, mirándola con convicción—. Porque eso no lo voy a permitir, ¡ni en mis peores sueños lo permitiría! —Su mano derecha se va a su mejilla, acariciándola con todo el amor y ternura que le puede profesar mientras Fina no puede evitar apoyarse por completo en su mano, sujetándola con fuerza con sus dos manos, mirando a Marta como si ahora mismo fuera su ángel guardián.
Cierran los ojos tras juntar sus frentes y sus respiraciones se van calmando, llegando al compás.
Fina va abriendo los ojos más tranquila y quería mirarle a los ojos, seguir buscando esa paz que le da sus bonitos ojos, pero en cambio se percata de la libreta que está sobre el regazo de su pareja —y que no se había percatado hasta ahora—.
—¿Ese no es tu diario? —Lo agarra con cuidado, casi como si se fuera a romper y es que de verdad parecía que se iba a deshacer en cualquier momento, pues no ha salido muy ileso tras el accidente.
—Lo tenía él... —Mira al coche, mirando con recelo al fallecido.
—Pero si ayer lo tenías antes de entrar a casa... —dice incrédula Fina, solo pudiendo mirar a su rubia favorita.
—Lo que quiere decir que...
—...nos siguió hasta nuestra casa... —termina la frase la Valero, no logrando entender ni comprender la tal obsesión de ese desquiciado— Madre mía, Marta... ¡¿iba a denunciarte?!
—Eso ahora no importa. Mira como ha acabado por- —Iba a señalar que ha terminado así por sus ganas de venganza contra ellas, y que su objetivo era ella en concreto, pero no siguió hablando porque justo en ese momento se da cuenta, otra vez, como podría haber terminado ella por no haber respetado la voluntad de su novia.
Siente como si le echaran un balde de agua helada que le hace caer con los pies a tierra: si no hubiera tenido ese accidente, ahora mismo ella estaría de camino a la cárcel y exponiendo a Fina.
Se queda pálida, tanto que Fina se inquieta por ver como se le desencaja la mirada.
—Por mí culpa, podrías haber terminado de nuevo en la cárcel... —susurra para sí misma, sintiéndose más culpable de lo que ya se sentía desde el primer intento de agresión a Fina en la tienda.
—No, eso no... —Ahora es Fina quien le toca calmar a Marta.
Lleva su dedo índice y corazón a la mejilla de Marta, haciendo que la mirase mientras no puede evitar acariciarla.
—Nada de esto es nuestra culpa... solo de uno, y ese es Santiago. ¿Me has oído bien? Si tú no vas a permitir que me sienta una mala persona, yo no voy a permitir que te culpabilices de todo —dice, ladeando levemente la cabeza—. Porque, Marta, tú también eres mi toma a tierra. Mi sol, mi cielo... —Suspira con calma, juntando sus frentes a la vez que cierra los ojos— Juntas siempre, ¿te acuerdas?
—Juntas... —susurra embelesada, logrando sonreír enternecida por las palabras de su pareja— Vayamos a buscar una cabina... e informemos a la guardia civil sobre el accidente, ¿de acuerdo?
Fina asiente con la cabeza, abrazando con firmeza al diario de Marta.
—Guardemos bien este diario... y evitemos exponernos más.
Marta no puede evitar sonreír con alivio, asintiendo con la cabeza para darle la razón.
La ayuda a ponerse en pie y antes de guardar ese diario e ir a por esa cabina telefónica, miran una última vez a ese ser que les ha hecho pasar tan mal por, simplemente, amarse como se aman.
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