Fuego
¿Por qué será que nos hacen creer desde pequeños que valemos en la medida de nuestros logros? Si no lograste nada hasta tus 30 años, no eres ni vales nada. Así me siento ahora. Pero más que nada por no haber llegado a mi más grande deseo: ser primera bailarina en The School of American Ballet.
Si me pongo a pensarlo, sí he logrado algunas cosas. Muchas en realidad; pero a la vez siento que nada es suficiente. Siempre está ese algo que me dice que yo no soy suficiente.
Ver que jóvenes, mucho más chicas que yo, ya tuvieron su oportunidad me deprime. No porque me ponga mal el que ellas hayan cumplido el objetivo tan añorado, pero porque me hace mal que yo no haya podido alcanzarlo aún.
El reloj marca la 01:44 am y yo no puedo dormir. Esa sensación de vacío que tengo en el cuerpo me carcome. La siento en el pecho... y duele.
Me levanto apenas suena la alama del despertador. Las 5 am. No he pegado un ojo en toda la noche y ya no podré hacerlo en todo el día. Comienzo a preparar mis cosas y a meterlas en un bolso, mientras corro a la cocina a hacerme un café, lo único que tomaré hoy de seguro. Voy al baño y me miro en el espejo, círculos negros y bolsas denotan mi estado. Soy una carcasa de lo que solía ser.
Coloco el café en un vaso térmico y salí del edificio corriendo. La academia quedaba a veinte cuadras de donde vivía y todos los días, durante diez años, hacía el mismo recorrido. Fui tomando mi café como pude, tratando de no derramarme su contenido encima. El profesor no era alguien que tolerara las faltas, ningún tipo de falta.
Lo conocí cuando tenía 13 años. Hice varias pruebas y él siempre me rechazaba. Hasta que cuando cumplí 15, al fin pude acceder a un puesto. Me había esforzado tanto durante esos dos años, que sentía que toda la energía que había puesto en mejorar sería recompensado, pero estaba muy equivocada.
Desde que llegué a la academia, él no hizo otra cosa que hacerme la vida imposible. "Estira más el empeine Dalia", "baja los hombros", "no mires tanto al piso, barbilla arriba". Y su preferida, "si quieres lograr éxitos en esta academia, debes perder al menos siete kilos".
Cada día que tenía clases con él, mi día se convertía en un calvario. Me acosaba con sus frases, con su desprecio y, de a poco, comencé a creer cada una de esas palabras.
Lejos de mi familia y sin amigos en quién apoyarme, empecé a hacer lo que él tanto pedía de mí y lentamente comencé dejando algunos alimentos, hasta que solo había líquido en mi estómago. Café, agua, té. Lo que fuese necesario para perder el peso necesario. Solo quería triunfar y, quizás, si lo escuchaba, podría llegar a cumplirlo.
Pasé cada segundo del día que tenía disponible repasando uno por uno los errores que me marcaba. Uno, dos, tres, cuatro horas, no importaba. Todo tenía que salir a la perfección. Yo tenía que ser perfección.
Pirueta, plié, estirar mis rodillas, bajar los hombros, levantar la barbilla. No parar, no descansar, seguir, hasta que mis pies sangren.
Y un día, todo lo hecho había dado su fruto. Al fin él se había fijado en mí. Tendría mi tan ansiada oportunidad como primera bailarina en el Ballet de Romeo y Julieta. Mis clavículas sobresalían, mis costillas eran demasiado visibles y mi rostro había perdido la redondez que alguna vez había tenido, ahora mis mejillas estaban hundidas, haciendo que pareciese alguien completamente diferente.
Pero ya no podía parar, había comenzado un camino sin retorno y, la verdad, no me importaba. Solo quería llegar a ese escenario, que las luces me iluminaran cuando el público diera el aplauso final, vitoreándome.
Los días previos a la presentación, los ensayos se intensificaron y las palabras de él también. Más, más y más, siempre quería más. "Pensé que estabas lista", "creía que podrías hacerlo", "no podrás con esto". Cada frase era un golpe más en mi mente y cuerpo maltratados, pero no me detendría, ya estaba cerca, podía hacerlo, lo sabía.
El día del debut, estuve cuatro horas antes, repasando cada uno de mis movimientos innumerable cantidad de veces. El cansancio no era una opción, debía continuar, no había otra opción, y tampoco quería una.
La hora había llegado, treinta minutos para subir al escenario. Lista en mi vestido, maquillada, peinada. Él se acerca y me toma de la ínfima cintura que ahora acompañaba mi cuerpo. "No te atrevas a avergonzarme". Y acción. Comienza el show. Respira.
La música comenzó a sonar y di mis primeros pasos. Moviendo mis pies y mis brazos al compás, siguiendo a mi compañero, mi Romeo. Respira, tú puedes. Continúa, tú puedes. Puedes hacerlo, tú puedes.
Las notas de la banda de música comenzaron a ralentizarse y junto con ellas, el mundo entero. Mi cuerpo empezó a ceder, mi vista se hizo borrosa, mis rodillas se debilitaron, mi mente ya no respondía. Oscuridad, y solo eso.
Casi pierdo la batalla, mi cuerpo maltratado y mi mente embebida de pensamientos negativos me pusieron en una cama de hospital. Cerca de la muerte, con veinticinco años, la vida se veía distinta. No más clara ni menos dolorosa, pero sí, tal vez, esperanzadora.
Había dejado todo por cumplir mi sueño, por llegar a tocar el éxito. Siendo pequeña y manipulable fue fácil para él entrar en mi cabeza y torturarla.
Me gustaría decir que todo va a estar bien, pero realmente no lo sé. Todo depende de mí y en este momento no soy la persona más confiable. Los altibajos que tengo me debilitan bastante. Tengo tantas metas por cumplir, tantos sueños a los que quiero llegar, pero a veces me pregunto si seré capaz. Mi cabeza, mi mente, siempre juegan un papel fundamental. Y sobre todo ella, la anorexia. Maldita anorexia. Ojalá no te hubiera conocido nunca.
Quisiera convertirme en otra cosa, en algo fuerte y temible, algo con lo nadie se me metería nunca más. Quisiera ser fuego. Quemar el dolor, quemar el pasado y que las llamas lo consuman todo; porque si me convertía en fuego, me haría cenizas, y de las cenizas, podría... renacer.
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