Dama de Invierno - La lágrima de la Arpía

Universo: El Reino

Obra a la que vincularla: Dama de Invierno



La lágrima de la Arpía




—¡No pienso ponerme ese vestido, parezco una anciana!

—Alteza, por favor, le sienta muy bien. Ese color resalta...

—¡Es amarillo! ¡Amarillo, Justine! ¡No soy un pájaro!

—Pero ha sido la elección de su Majestad.

—Pues si mi padre cree que me lo voy a poner...

—¡Ana! ¡Cuidado con lo que dice, es el Rey!

El Rey. Elspeth no pudo evitar que una sonrisa aflorase en su boca al escuchar la disputa entre su hermana y Justine Everhood, su asistente. Cada vez que había un gran acontecimiento como el de aquella mañana pasaba lo mismo. Su padre, el Rey Lenard Larkin de Sighrith, le elegía la vestimenta y ella se resistía independientemente de que le gustase o no la elección. Simplemente se dejaba llevar por la rebeldía propia de una adolescente de trece años y hacía partícipe a todo el castillo con sus gritos.

Y aquella mañana estaba especialmente rebelde.

—Menuda paciencia —murmuró Elspeth entre dientes, con la mirada fija en el espejo.

Hacía unos minutos que se miraba, tratando de reconocer al elegante joven que le miraba desde el reflejo. Le costaba reconocerse. El uniforme le gustaba mucho, pues en cierto modo le recordaba al que vestían los militares de alto rango de las Flotas, pero era difícil sentirse identificado con una vestimenta tan marcial. Además, el negro hacía resaltar su palidez y delgadez, otorgándole una apariencia un tanto enfermiza. Una apariencia que, sin duda, no era la que el pueblo esperaba ver en su futuro Rey...

Pero su padre decía que era la adecuado, que estaba a punto de cumplir los dieciocho y debía cambiar sus habituales ropas más informales por ropajes dignos de alguien de su posición, y Elspeth siempre cumplía con los deseos de su padre. Al fin y al cabo, ¿acaso alguien podía desobedecer al Rey?

Se sonrió a sí mismo, logrando así recuperar parte de su esencia, y comprobó los gemelos que lucía en los puños de la casaca. Su padre se los había prestado la noche anterior, mientras cenaban, y estaba obsesionado con no perderlos. Según le había dicho, su madre se los había regalado a su padre poco después de conocerse.

Pero son ojos de serpiente, padre —le había dicho Elspeth nada más verlos,

incapaz de apartar la mirada del brillo verde de las joyas—. Un poco arriesgado, ¿no? Teniendo en cuenta los antecedentes de nuestro sector...

¿De veras lo único que ves en ese regalo son ojos de serpiente? —había sido la respuesta de Lenard.

Y aunque Ana había querido intervenir y preguntar más al respecto, cegada por la curiosidad, zanjaron el tema. En el fondo, su padre tenía razón. Lo importante de aquel regalo no era el símbolo en sí, sino la procedencia, y más que nunca Elspeth quería volver a sentir a su madre cerca.

—Hermano, en serio, ¿te parece normal? ¡Mírame! ¡Parezco una...!

Ana no acabó la frase. Había irrumpido en la estancia hecha una furia, descalza y despeinada, dispuesta a quejarse hasta la saciedad, pero al ver el inusual atuendo de su hermano mayor su enfado se esfumó. Se cruzó de brazos, adoptando una expresión curiosa, y tras mirarle de arriba a abajo asintió suavemente con la cabeza.

—Vaya, tú sí que vas guapo. Pareces otro.

—Pues soy el de siempre —respondió él con una sonrisa.

Elspeth se abrochó el botón de la chaqueta y se acercó a su hermana para comprobar su aspecto. Aquél no era su mejor vestido, era innegable. El color amarillo de la tela se mezclaba con el rubio de su cabellera, otorgándole un aspecto muy neutro, como si fuera una estrella sin luz.

—Si tú lo dices... —respondió Ana. Ladeó ligeramente el rostro, pensativa, y sonrió al creer comprender lo que estaba sucediendo—. Hoy es un día especial para ti, ¿verdad? Es el principio de tu cuenta atrás.

—¿Mi cuenta atrás? —Elspeth rio—. Ni que me fuera a morir, hermanita.

—¡Oh, vamos! ¿Te crees que soy tonta? —Ana cerró la puerta con un golpe seco de cadera y se adentró en la estancia con paso decidido. Se plantó junto al espejo de brazos cruzando, logrando con ello que su hermano volviese a enfrentarse a su propio reflejo—. No se habla de otra cosa en el castillo. Entre susurros, sí, pero lo hablan continuamente.

—No sé de qué me hablas...

—¡De tu adiestramiento! En cuanto cumplas los dieciocho empezará tu formación para ocupar el trono de padre. Dejarás de ser un niño y te convertirás en el hombre que todos esperan que seas... en el futuro Rey.

Elspeth sintió un cosquilleo en los dedos al escuchar aquellas palabras de boca de su hermana. Había nacido para ser Rey; desde el día de su nacimiento todas las

estrellas se habían posicionado para brillar a su alrededor, para iluminar su camino y llevarlo hasta la gloria, y tras dieciocho largos años de espera, empezaba la cuenta atrás. La recta final hacia el mandato... el camino al trono.

Ana estaba en lo cierto, era un día especial. Elspeth había intentado no darle mayor importancia, pero aquel día recibiría su montura, su primer gran regalo como heredero, y sobre sus lomos iniciaría el Gran Viaje que estaba predestinado a recorrer. Recibiría la formación para ser el gobernador que todos esperaban, para ser un gran dirigente, y cuando llegase el momento, su padre le cedería su lugar.

Sin duda, aquella era una enorme responsabilidad, pero también una gran oportunidad. Elspeth era afortunado, lo sabía, probablemente el hombre más afortunado de todo el planeta, y no quería desperdiciar aquella magnífica ocasión para demostrar que era mucho más que el hijo del Rey. Él era muchísimo más: el elegido para cambiar las cosas, para limpiar el nombre de su planeta y convertirlo en uno de los grandes mundos del Reino, y para ello tenía que ganarse la confianza de todos sus ciudadanos.

—El futuro Rey —dijo Elspeth con los labios contraídos en una sonrisa nerviosa—. No suena mal, ¿eh?

—¿Que no suena mal? —Ana negó con la cabeza—. Vamos Elspeth: ¡suena genial! Además, no sé qué tendrá padre en mente, pero no creo que tarde mucho en cederte el trono. Tengo la sensación de que en cuanto considere que estás preparado te lo ofrecerá.

—No lo sé.

—¡Pues yo sí, y creo que...!

—Vale, vale —interrumpió Elspeth, sintiendo que el nerviosismo se desataba en su interior, y desvió la mirada hacia la puerta—. Ana, sabes que me encanta estar contigo, pero...

—¿Quieres pensar?

Ana acompañó a la pregunta de un guiño burlón. Seguidamente, sin esperar a su respuesta, asintió y se encaminó a la salida.

—Se te va a freír el cerebro de tanto darle vueltas a todo, Elspeth. Simplemente disfruta la oportunidad que te brindan. Yo jamás la tendré por el mero hecho de ser mujer, así que aprovéchate. En el fondo no hay nadie mejor que tú para gobernar este planeta, hermano. Absolutamente nadie.

—Gracias, Ana.

—Que no se te olvide.

Elspeth aguardó a que su hermana saliera para volver a cerrar y mirarse una última vez en el espejo. ¿Realmente aquél era el rostro de un Rey? Quería pensar que sí, que Donovan no le engañaba al decir que era el elegido, pero le costaba creer que fuera cierto.

Últimamente tenía demasiadas pesadillas que le decían lo contrario como para no dudarlo.




Cuando Orwayn entró en el establo en busca de sus hermanos solo encontró silencio. El más joven de los Dewinter corrió entre los cajones, asomándose en aquellos rincones en los que sospechaba que podrían haberse ocultado los mellizos, y siguió hasta recorrer todo el edificio sin éxito. Parecía que se hubiesen esfumado.

Impotente, pateó el suelo con rabia, levantando una nube de polvo con ello, y volvió a salir a la carrera. Su padre le había ordenado que los localizase antes de partir, que también debían acudir a la cita, pero si no los había localizado ya, dudaba que lo fuera a conseguir. Cuando aquel par querían desaparecer lo conseguían, y todo apuntaba a que ese día estaban totalmente decididos.

—¡Malditos seáis! —exclamó antes de salir y cerrar de un portazo.

Unos minutos después, Veressa se dejó caer desde el travesaño sobre la cual había permanecido sentada la última media hora, contemplando el cielo blanco a través de un gran ventanal. Aterrizó en el suelo con agilidad y se acercó a la entrada para comprobar el exterior. Aún en lo alto, con la espalda apoyada en la pared y las piernas extendidas a lo largo de otro larguero, Armin apartó la mirada del libro que tenía entre manos un momento para asegurarse de que su hermana caía bien. Una vez en el suelo, volvió a concentrarse en la lectura.

—Se ha ido —anunció Veressa—. Parece que padre sigue en sus trece: quiere que vayamos.

—Yo también quiero muchas cosas —respondió Armin con sencillez.

—Ya, y yo, pero... —La joven Dewinter volvió a asomarse por la ventana para asegurarse de que su hermano menor no hubiese decidido regresar—. Se va a enfada, ya verás.

—Ahá.

—¿Ahá? ¿Eso es lo único que se te ocurre?

Armin apartó la mirada del libro, molesto ante la pregunta, y la miró desde lo alto

con el ceño fruncido. Incluso desde la distancia podía percibir sus ojos clavados en él con fijeza, tratando de leer su mente, y no iba a parar hasta que respondiese, así que decidió dar por finalizada la lectura. Cerró el tomo y se lo metió en la mochila con deliberada lentitud. Acto seguido, aterrizando a tan solo un par de metros de donde se encontraba ella, se dejó caer al vacío.

—Según el libro hay una zona del bosque llamada la Lágrima de la Arpía donde se encuentran las ruinas de un antiguo templo del credo de la Serpiente. Según mis cálculos no está demasiado lejos de aquí, podríamos ir a echarle un vistazo.

—¿Y pasar del evento?

—Ah, ¿pero te planteas ir?

Veressa frunció el ceño con nerviosismo. A diferencia de su hermano mellizo, ella no podía evitar preocuparse por la reacción de su padre al descubrir su ausencia. Conociéndolo, sabía que se iba se iba a enfadar mucho.

—Pero a ver... —dijo Armin con un suspiro al ver las dudas en su hermana—. ¿No habíamos acordado que no íbamos a ir?

—Sí, pero...

—¿Pero qué?

Su falta de empatía la sacaba de quicio. Veressa apretó los puños con fuerza y lanzó una maldición para no estamparle uno en la cara. En momentos como aquél era complicado controlarse.

—¡Que padre se va a enfadar!

—Ya, ¿y?

—¡Pues que ya sabes cómo es cuando se enfada! —Veressa bajó el tono de voz, repentinamente temerosa de que Anders Dewinter pudiese escucharla, y negó con la cabeza—. ¡Ay, no sé, Armin! ¿Es que no te acuerdas de lo que le hizo a Veryn la última vez que faltó a la asamblea?

¿Cómo olvidarlo cuando había sido precisamente él quien había encontrado a su hermano mayor tendido sobre su propio charco de sangre? Por un instante, al ver que no reaccionaba, había creído que estaba muerto: que su padre al fin había cumplido con su amenaza de matarlo. Por suerte, aún tenía pulso. Armin lo cargó hasta su habitación y cinco dramáticas horas después, logró que despertase.

—Me acuerdo.

—¿Y no te preocupa que nos pueda hacer lo mismo?

Se encogió de hombros.

—Que lo intente.

—Armin...

—Yo voy a ir a ese sitio, la Lágrima de la Arpía. Tú haz lo que quieras, Vessa, no te lo voy a echar en cara, pero entiende que a mí no se me ha perdido nada en esa fiesta.

—No quieres ver cómo regalan a Tir, ¿verdad?

Armin lo consideraba el mejor de toda la granja. Quizás no fuese el más rápido, ni tampoco el más fuerte, pero sí el más inteligente. Aquel ejemplar entendía más que algunos humanos, y aquel don era algo que hasta entonces no había encontrado en ninguna otra montura. A veces ni tan siquiera tenía que darle órdenes para que Tir las entendiese: simplemente se miraban y la conexión visual bastaba para que entendiese qué quería decir.

En definitiva, Tir era único en su especie, y el que su padre hubiese decidido entregarlo cual ofrenda a un Rey en el que ninguno de los dos creía le resultaba insultante. Además, era el caballo de Veryn. Armin lo cuidaba a diario, sí, pero realmente su hermano mayor era su dueño, y no quería verle sufrir. Conociéndole seguramente no diría nada, fingiría indiferencia y entregaría las riendas de Tir al heredero a la corona sin dejar de sonreír, pero por dentro estaría dolido, por supuesto. Veryn podía engañar al resto, pero no a él. Sus artimañas no surgían efecto con Armin.

Así que no, no quería ir. No quería ser partícipe de aquella pantomima, y mucho menos cuando la vida de un ser vivo tan magnífico como Tir estaba en juego.

—Tengo cosas mejores que hacer que lamerle el trasero a ese Lenard Larkin y su hijo —respondió con frialdad, dedicándole una sonrisa carente de humor—. Bastante tiempo he perdido ya viajando hasta esta Corona.

—A mí tampoco me apetece, te lo aseguro, pero me preocupan las consecuencias. Padre es complicado, ya lo sabes.

—Pues entonces ve, no importa. A mí me da igual.

—Ya sé que te da igual lo que me pase —replicó ella con amargura—. La cuestión es que a mí no me da igual lo que te suceda a ti...

—No tergiverses mis palabras: yo no he dicho eso.

¿Pero acaso importaba?

Antes incluso de acabar la frase, Armin ya sabía que estaba condenado a ir a aquella maldita celebración. Y lo iba a hacer de mala gana, enfadado con su hermana y probablemente con todos cuanto le rodeaban, pero lo iba a hacer.

Veressa se lo iba a pedir y él no podría resistirse. Dar la espalda a un hermano era totalmente amoral, y si además se trataba de una melliza, el pecado era aún mucho más grave.

—Armin, por favor...

—¡Pero si fuiste tú la que no querías ir!

—Ya lo sé, ya, pero...

—Pero has cambiado de opinión.

Veressa se encogió de hombros.

—Lo siento.

—¡Joder, Veressa!

—Hazlo por mí, Armin. ¡Por favor! Después te acompañaré a esas ruinas, te lo prometo, pero ven conmigo a esa celebración. Será rápido, te lo prometo.




Decenas de trompetas y timbales anunciaron la llegada de la Familia Real a la gran avenida donde se iba a celebrar el Día de la Liberación de Sighrith, una jornada llena de festividades en la que toda la capital se engalanaba para mostrar su mejor cara a los visitantes.

Para la Corona de Sighrith aquella jornada era única. Todos los negocios se preparaban concienzudamente a lo largo de todo el año para sacar sus productos más destacados a relucir; los habitantes se vestían con sus mejores trajes militares y preparaban sus monturas para demostrar que a pesar de haber finalizado la guerra siglos atrás, aquél seguía siendo un planeta de guerreros.

Un planeta que Armin Dewinter ansiaba abandonar cuanto antes. Uniformado de oscuro con un traje con el que no se sentía identificado y rodeado de gentes que creían en una deidad a la que él despreciaba, el mediano de los Dewinter deambulaba por las calles con las manos metidas en los bolsillos y la expresión congelada en una mueca de aburrimiento. Si bien no le molestaba la música de fondo ni los cientos de pétalos de flores que no cesaban de lanzar los vecinos desde las ventanas, no soportaba sentirse tan oprimido. Toda la población de Sighrith parecía haber decidido acudir a la capital, y más en concreto a la estrecha calle donde se encontraba, y eso era algo que no soportaba. Tenía la sensación de que le estaban oprimiendo, de que le robaban el aire, pero en realidad lo que realmente le estaban quitando eran las ganas de vivir.

Veressa se las iba a pagar.

—¡Mira, Veryn, allí venden escorpiones! ¿¡Me compras uno!?

Unos pasos por delante, junto a Orwayn y Anders, Veryn avanzaba en silencio, tratando de mantener la mente fría. El hermano mayor de los Dewinter llevaba a Tir por las riendas, y aunque trataba de disimular su malestar, era evidente que estaba nervioso.

—Si lo que quieres es un escorpión, encárgate de cazarlo tú mismo, Orwayn —respondió Anders con frialdad, cortante—. No vamos a malgastar el dinero en tonterías.

—Puedo comprarlo yo, padre —intercedió Veryn—. No creo que sean caros.

—No —sentenció el cabeza de familia—. Basta de caprichos: no estamos aquí de celebración. Cumpliremos con nuestro deber y nos iremos, ni más, ni menos.

Orwayn farfulló algo entre dientes y se cruzó de brazos, furioso, lo que le hizo ganarse un fuerte golpe en la parte trasera de la cabeza por parte de su padre a modo de advertencia. Orwayn le miró, con las lágrimas aflorando a los ojos, pero ni tan siquiera su mueca de dolor hizo que Anders variara la expresión. Simplemente se llevó el dedo índice a los labios, y aquel gesto bastó para que su hijo menor se tragase las lágrimas.

—Como montes un espectáculo te aseguro que no vivirás para contarlo, Orwayn —advirtió en apenas un susurro—. Tú decides.

—¡Pero...!

—Cállate, Orwayn —le aconsejó Veryn.

Unos metros por detrás, los dos mellizos se miraron de reojo el uno al otro.

—Ese hombre es todo alegría —murmuró ella—. Me pregunto cómo lo haría mamá para aguantarle.

—A saber.

—Ya... —Veressa volvió a mirarle de soslayo. Sospechaba que su hermano estaba enfadado con ella por haberle arrastrado hasta la celebración, pero no quería preguntárselo abiertamente. Con él lo mejor era fingir que no había pasado nada hasta que se le olvidase, si es que alguna vez eso sucedía—. He pedido a Veryn que me explique cómo funciona esto. Me daba miedo tener que pasarme todo el día aquí, ¿sabes? Con tanta gente, tanto ruido... —Negó con la cabeza—. Dice que con suerte esta noche ya estaremos de camino a casa.

Hizo un alto para que Armin respondiese, pero al ver que ni tan siquiera la miraba decidió seguir hablando.

—No somos la única familia que va a entregar una ofrenda. Por lo visto, hay cientos de personas que aprovechan la oportunidad para desear sus mejores deseos al Rey y sus hijos, así que han creado una lista de inscripción. No sé exactamente en base a qué, pero van asignando horas para que no se formen colas muy largas. Hasta donde sé, a nosotros nos ha tocado a las doce y cincuenta y dos. Tenemos tres minutos.

—Demasiado tiempo para mi gusto.

Veressa puso los ojos en blanco.

—¡Anda, Armin, qué dices! ¡Es muy poco tiempo! Por cierto, ¿has pensado qué vas a decir? Por lo visto, el Rey Lenard...

—Me da igual.

—Ya, bueno. —Veressa chasqueó la lengua—. A mí también, ya lo sabes, pero va bien saber dónde estamos, ¿no? No creo que nos quedemos mucho más en Sighrith, pero en caso de que así sea va bien saber quiénes son nuestros reyes. Y de momento es el tal Lenard Larkin, pero hay rumores de que no tardará demasiado en entregarle la corona a su hijo mayor, Elspeth Larkin. De hecho, el regalo es para él.

Armin se detuvo en seco, desvió la mirada hacia su hermana, la cual también frenó, y se cruzó de brazos.

—Vessa, en serio, me da igual. No me lo cuentes, ¿de acuerdo? Lenard Larkin, Elspeth Larkin, quien sea: no me importa. En cuanto pueda me largaré de esta bola de hielo, así que...

—Vale, vale. —Veressa se dio por vencida—. No abriré más la boca.

Los Dewinter ocuparon su lugar en la cola de ofrendas a la hora acordada. Hasta entonces el avance de la fila había sido bastante ágil, con tan solo diez minutos de retraso, pero la repentina llegada de la tripulación de una nave de las Flotas llamada "Lamerna" provocó que la espera se alargara más de lo esperado.

—¿¡Pero por qué no acaban!? —se lamentó Orwayn, incapaz de disimular el aburrimiento—. ¡Llevamos casi dos horas esperando!

—Su presencia aquí no es casual —respondió Anders, que desde su llegada no había apartado la mirada en ningún momento de las bellator que conformaban la tripulación—. ¿Os habéis fijado? Son todo mujeres.

—¿Insinúas lo que creo que insinúas, padre? —preguntó Veryn con interés—. Interesante. Sin duda un destino curioso para una princesa, aunque teniendo en cuenta los antecedentes, más que comprensible. Dentro de las Flotas del Reino, dependiendo de su valía, podría alcanzar algún alto cargo. Aquí, en Sighrith, está

condenada al olvido.

Sorprendida ante el inesperado destino que aguardaba a la princesa, Veressa la observó durante unos segundos desde la distancia, de brazos cruzados. La joven Ana Larkin no parecía ser consciente de nada, ella sencillamente escuchaba con atención cuanto le explicaban las bellator de la "Lamerna", convencida de que se trataba de una visita más. Sin embargo, la teoría de Anders Dewinter era cierta. Su destino y el de aquellas mujeres estaban ligado, y como pronto comprendería aquella misma noche cuando regresase al castillo junto a su familia, había un motivo importante para ello.

Hasta entonces, sin embargo, Ana permanecería en lo alto del escenario, en un segundo plano, viendo a un ciudadano tras otro postrarse ante su padre y su hermano para desearles sus mejores deseos.

—Su nombre es Tir —explicó Veryn Dewinter una hora después, cuando al fin llegó el turno de la familia Dewinter. El joven se adelantó unos pasos junto a su padre, dejando a sus hermanos menores detrás, e hincó la rodilla frente al Rey y su hijo—, y es la mejor montura de nuestra granja. Es rápido y fiero, pero sobre todo es inteligente: el caballo más inteligente que jamás hemos criado.

—No parece potenciado —comentó Elspeth con sorpresa tras el vistazo inicial—, ¿es un ejemplar puro? Creía que ya no existían.

—Hay quienes nos resistimos a los nuevos tiempos —replicó Anders con una sonrisa gélida grabada en el rostro—. Somos una familia tradicional: en nuestra granja no manipulamos genéticamente a nuestros ejemplares, ni tampoco creemos en la mejora a base de implantes. Si uno de nuestros equinos no cumple con los estándares de calidad, lo sacrificamos.

Fascinado ante la explicación, Elspeth acercó la mano al rostro del animal y lo acarició con cariño. El caballo parecía incómodo ante el contacto con otro jinete que no fuese Veryn, pero permaneció totalmente inmóvil, tal y como le había ordenado su dueño. Se dejó acariciar sin mostrar resistencia alguna y, llegado el momento en el que Veryn entregó las riendas al príncipe, no relinchó. Tir le miró con fijeza por un instante, con los ojos teñidos de dolor ante la traición, pero incluso así no desobedeció la última orden.

—Es increíble —exclamó Elspeth con sinceridad—. Os agradezco enormemente vuestro presente, cuidaré de él, tenéis mi palabra. Hermana, por favor, ¿puedes encargarte?

Encantada, Ana se apresuró a tomar las riendas para alejarlo hacia el fondo del escenario.

—¿Cómo dicen que te llamas? —preguntó Ana con dulzura al animal. Apoyo la mano sobre la crin y la acarició con cariño—. Bienvenido a casa, amigo.

—Somos nosotros quienes agradecemos su tiempo, Alteza —respondió Anders Dewinter a Elspeth, dedicándole una gentil reverencia al heredero y su padre—. Siempre a su servicio.

Veryn, Orwayn y Veressa imitaron el gesto, despidiéndose de la Familia Real con una sonrisa falsa. Armin, en cambio, no pudo disimular su malestar al ver a Tir alejarse. El mediano de los hermanos permaneció unos segundos quieto con la mirada fija en el ejemplar, incapaz de ver nada más allá de la mirada entristecida del animal, y siguió inmóvil hasta que su hermana logró arrancarlo de su ensimismamiento tirando de su mano.

—Venga, vámonos, hemos acabado por hoy.

Armin dedicó una última mirada a la Familia Real, centrando la mirada en el joven heredero, pero no dijo palabra. Sencillamente lo observó por un instante, pensativo, preguntándose si aquel hombre estaría capacitado para cuidar de su querido Tir, y finalmente se retiró.

Poco después, los Dewinter abandonaron el centro de la ciudad.




—¿Y dices que tu padre se ha reunido a solas con esa Praetor? —reflexionó Cedrick Kindermart de brazos cruzados mientras atravesaban el patio del castillo en dirección a las caballerizas—. Pues es un poco extraño, sí...

—¿Extraño, dices? —Maggie Dawson negó con la cabeza—. ¡Anda ya! No le deis mayor importancia. Se tratará de una simple visita, como siempre. Como si fuera la primera nave de las Flotas que hace un alto en Sighrith...

—No es la primera, es cierto —admitió Elspeth—. Pero hay algo extraño en su tripulación. Cedrick, tú estabas cerca del escenario cuando llegaron. ¿Te fijaste en cómo miraba esa Praetor a mi hermana?

Cedrick esperó a entrar en el establo y escuchar el relincho de los caballos para responder. Entre los cajones, como de costumbre, se encontraba su tío y su primo Stan, el cual ya desde niño estaba aprendiendo el oficio familiar. Cedrick saludó a ambos con calidez, pidió a su tío que les dejase un rato y, ya a solas, cerró las puertas del edificio para que nadie pudiese escuchar su conversación.

Los tres amigos se reunieron frente al cajón del recién adquirido Tir.

—Mira, no te voy a mentir, Elspeth, yo también me he dado cuenta. No quería decirte nada para que no te montaras tus propias historias, pero pasa algo, sí. Verás, el Rey...

—¡Cedrick! —intervino Maggie, clavándole el codo en las costillas a modo de advertencia—. ¡Pero qué haces, tío!

—¿Qué más da? —replicó él bajando el tono—. Si en el fondo se va a enterar igualmente esta noche, Maggie.

—¡Ya, pero tiene que ser de boca del Rey, no de la tuya!

Cedrick se sonrojó.

—Bueno, ¿pero qué más da? ¡Después de lo de hoy ya no hay rincón en el castillo donde no se oigan rumores!

—Sí, y es por culpa de bocazas como tú. —Maggie masculló una maldición—. ¿¡Es que nadie en todo maldito Sighrith sabe mantener la maldita boca cerrada!?

Desconcertado ante el comportamiento de sus dos buenos amigos, Elspeth se limitó a cruzarse de brazos, a la espera de que de una vez por todas confesaran lo que estaba pasando. No era estúpido, sabía que en muchas ocasiones sus amigos le ocultaban cosas para protegerle, que intentaban que se sintiese cómodo y arropado en todo momento, pero en aquella ocasión le molestó que le hubiesen ocultado un secreto. Comprendía que lo hicieran cuando se trataba de verdades que pudiesen afectarle a él directamente, pero cuando Ana entraba en la ecuación la cosa cambiaba enormemente. Elspeth quería saber qué era lo que su padre se traía entre manos, y quería saberlo antes de que fuese demasiado tarde.

Si es que no lo era ya, claro.

—Chicos... —advirtió, endureciendo la expresión—, no me obliguéis a hacer lo que no quiero. Soltadlo de una vez.

Maggie miró de reojo a Cedrick, enormemente molesta ante la situación de la que le consideraba culpable, y se cruzó de brazos con la barbilla bien alta. Pasase lo que pasase, no iba a romper la promesa de guardar el secreto que le había hecho a su madre. Cedrick, en cambio, no fue capaz de mantener los labios sellados. La información le ardía en la boca, y después de casi dos días sin saber cómo ocultar lo que había descubierto, ya no podía más.

Aquel secreto pesaba demasiado.

—Creo que el Rey quiere que Ana deje el planeta —dijo finalmente, logrando con

aquella terrible verdad que Maggie le hundiese el puño en el hombro y que Elspeth palideciese.

—¿¡Cómo!? —estalló el príncipe con perplejidad.

—¿¡Pero cómo eres tan bruto, Cedrick!? —le espetó Maggie—. ¡Eso no es exactamente así, Elspeth!

—¿Ah, no? —Kindermart se cruzó de brazos también—. Pues explícalo tú, guapa, a ver qué se te ocurre, porque a mí...

—A ver, los dos... —interrumpió Elspeth, tratando de reorganizar las ideas. Miró a uno, miró al otro y cogió aire—. De acuerdo, este no es el mejor lugar para hablar, es evidente. Coged una montura y seguidme: conozco un buen sitio donde poder hablar en privado.




La Lágrima de la Arpía se encontraba al sur de la capital, al otro lado de uno de los grandes ríos que atravesaban la Corona. Se trataba de un lugar de difícil acceso formado por distintos acantilados y barrancos por los que era relativamente fácil resbalar. A pesar de ello, era un sitio con un gran atractivo debido a las impresionantes vistas que se podían divisar desde muchos de sus pasajes. Saltos de agua casi helada, valles inhóspitos llenos de naturaleza salvaje, paredes casi verticales y cuevas, muchas cuevas que, diseminadas a lo largo y ancho de sus montes convertían aquel estratégico punto perdido entre los bosques en el objetivo de muchos jóvenes de los alrededores.

Y entre ellos, los mellizos Dewinter.

—Santa Serpiente, ¡qué frío hace! —se quejó Veressa tras bajar de los deslizadores con los que habían llegado hasta la zona.

La joven Dewinter se ajustó el cuello de la chaqueta y se alejó unos pasos por la nieve para contemplar el paisaje. Ante ellos, alzándose a lo largo de más de sesenta metros, una impresionante pared de hielo y piedra marcaba el inicio de su travesía.

—¿Cuál es el plan? Imagino que no pretenderás subir, ¿no?

Armin no respondió. En lugar de ello activó el escudo camaleónico de los vehículos para hacerlos desaparecer entre la nieve y se acercó al muro con la mochila cargada a las espaldas. Permaneció unos segundos frente a la piedra, estudiando la estructura. Su superficie era demasiado lisa y resbaladiza como para poder trepar sin material de escalada. Además, Veressa estaba en lo cierto, empezaba a hacer bastante frío, aún quedaban algunas horas para el anochecer, pero incluso así la

temperatura estaba cayendo en picado.

—Tenemos poco tiempo antes de que nos congelemos —sentenció. Hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta y activó las cargas térmicas que tenía repartidas por el tejido. Habría preferido dejarlas para un poco más adelante, cuando el frío les calase los huesos, pero no quería arriesgarse. Aquel primer obstáculo bien merecía una buena dosis de concentración—. Según el libro, las ruinas no deberían estar demasiado lejos de aquí.

—Ya, bueno, ¿y no hay otra forma de subir esta pared que por aquí? Seguro que hay otro camino.

—Lo hay —admitió Armin.

La sencillez de su respuesta logró indignar a su hermana.

—¿¡Y lo dices así, tal cual!?¿¡Y por qué no hemos ido por allí, Armin!? ¿¡Tenías ganas de escalar y has decidido por los dos, o qué!?

Armin abrió la mochila y le tendió el equipo de escalada a su hermana, ignorando su enfado. Podía entenderla, sí. A diferencia de él, Veressa no disfrutaba de aquel tipo de retos físicos, pero tampoco era para tanto. Hacía frío y si se caían de lo alto de aquel muro podrían abrirse la cabeza, sí, pero precisamente por ello era tan emocionante. Aquellos subidones de adrenalina eran los que daban sentido a sus vidas.

—Siempre dices de hacer cosas juntos —se defendió Armin.

—Sí, lo digo, pero no me refiero a este tipo de cosas.

—¿Y qué tiene de malo? Te he sacado de paseo.

—No soy un perro, Armin.

—Eres muy quejica.

—Simplemente no quiero matarme subiendo una maldita pared.

—Los agentes de Mandrágora tenemos que estar preparados para todo tipo de situaciones, Vessa. Si trepar un muro te resulta problemático, imagina el día que tengas que hacerlo sin equipo de escalada y en pleno combate. —Armin se encogió de hombros—. En el fondo, esto lo hago por ti...

El ascenso resultó más duro de lo que Armin había calculado, pues el estado del hielo de la pared era algo más delicado de lo esperado, pero a base de esfuerzo lograron finalizar el ascenso en pocos minutos. Una vez en lo alto guardaron el equipo e iniciaron la travesía a través de un resbaladizo camino de piedra que se adentraba en un bosque congelado.

El viento ululaba siseos entre las ramas de los árboles a su paso.

—Estoy un poco preocupada por Veryn —confesó Veressa mientras avanzaban el uno junto al otro, aprovechando el resguardo de los árboles para vencer al frío—. No ha querido hablar después de lo de Tir. Dice que está bien, pero...

—Yo no le molestaría —respondió Armin—. Veryn tiene un papel importante que jugar frente a padre, así que cuanto menos se le moleste, mejor.

—¿Crees que eligió a Tir para jorobarle, verdad?

Armin se encogió de hombros. Conociendo a Anders Dewinter, pensar lo contrario era pecar de inocencia.

—Yo diría que lo eligió para ponerle a prueba —reflexionó—. Veryn ha cumplido ya los veinte años: no tardará en intentar hacerle un hueco dentro de la M.A.M.B.A. Azul. Además, ya le conoces: siempre dice que quiere ser un maestro. Lo de Tir es un juego de niños en comparación con lo que le va a tocar vivir si quiere llegar lejos.

—Últimamente Orwayn también dice que quiere ser maestro —recordó Veressa con diversión—. Parece que todos queréis llegar lejos dentro de la organización.

—Quieren —corrigió él—, a mí no me interesa, la verdad. Yo lucho por la causa de una forma diferente.

—¿Buscando ruinas absurdas, por ejemplo?

Armin sonrió.

—Justamente.

Los dos hermanos siguieron avanzando el uno junto al otro, aprovechando el rato de paz para conversar animadamente. No era demasiado habitual que Armin quisiera hablar de nada en profundidad, y mucho menos que lo hiciera en el exterior, en plena excursión, por lo que Veressa no dejó escapar la ocasión para que le contase cuanto le viniese a la cabeza. Le escuchó atentamente mientras le explicaba lo que creía que podrían encontrar en las ruinas y sus planes de futuro. Algunos, no todos, claro. No obstante, coincidían en su objetivo final. Al igual que ella, Armin no tenía demasiado interés en seguir en aquel planeta, pero había algo que le ataba. Algo sobre lo que aunque en muchas ocasiones había querido preguntarle, aún no se había atrevido. Como solía decir Veryn, había verdades que era mejor no conocer.

—Yo también quiero irme de Sighrith. Hay sitios muchísimo más cálidos en los que poder hacer más de lo que hacemos aquí. Después de todo, no podemos pasarnos el resto de nuestras vidas en la reserva.

—Bueno, hasta los dieciséis como poco. Según las normas de la organiz... Espera, silencio.

Los dos hermanos se concentraron en el lejano pero cada vez más sonoro galopar que procedía de entre los árboles. Aún estaban a gran distancia, pero varios caballos se acercaban hacia su posición. Uno, dos... contaron hasta tres equinos, y avanzaban a gran velocidad.

Inquietos ante su inesperada y repentina aparición, Veressa y Armin se apresuraron a trepar a la cima de uno de los árboles para buscar cobertura entre sus ramas. Una vez asegurados con las espaldas pegadas a los troncos, activaron sus escudos de invisibilidad.

—¿Estás bien? —susurró Armin a su hermana antes de que se desvaneciese.

—Sí, tranquilo. ¿Tú?

Antes incluso de que pudiese responder, tres corceles atravesaron el camino al galope, con sus jinetes envueltos en sus propias capas térmicas. Apenas tuvieron tiempo para identificarles, pero por su aspecto dedujeron que se trataba de dos hombres y una mujer.

Armin se apresuró a sacar los binoculares para observar cómo se alejaban. Había creído ver algo sospechoso en ellos.

Algo que no pasó desapercibido a los ojos de Veressa.

—Ese era el príncipe, ¿no? —preguntó con sorpresa—. El que iba a lomos de Tir.

Lo era.

Inquieto ante la visión, Armin asintió con la cabeza. No le gustaban aquel tipo de casualidades. De hecho, le costaba creer que lo fueran. El que sus destinos se hubiesen vuelto a cruzar en tan poco tiempo debía tener algún significado.

Bajó de un salto al suelo e hizo una señal a su hermana para que se uniese a él. De nuevo en el camino, empezaron a seguirles.

—Esto no me gusta.




Mientras cabalgaba, Elspeth no podía dejar de pensar en lo que sus amigos habían dejado entrever. No era estúpido, a lo largo de los últimos meses había notado movimientos extraños en el castillo, muchas visitas de miembros de las flotas y reuniones a altas horas de la madrugada en el despacho privado de su padre, pero jamás se había planteado que nada de aquello pudiese estar relacionado con Ana. Con él sí, por supuesto. De hecho, había habido épocas en las que había estado casi

convencido de que su padre le iba a enviar una temporada al espacio exterior, para formarse junto a las Flotas. Sin embargo, al ver que el tiempo pasaba y no ocurría nada había llegado a la conclusión de que aquellas teorías eran producto de su imaginación.

Después de lo de aquel día, sin embargo, todo cobraba sentido. Elspeth siempre se había visto a sí mismo en el centro de la ecuación como protagonista absoluto de todo cuanto ocurría en el castillo. Él era el mayor, el heredero y el favorito de todos: la esperanza de Sighrith...

Y era precisamente por ello que su padre no quería que nada pudiese desviarle del camino. Absolutamente nada, incluida su amada hermana menor.

Era su punto débil. Cedrick siempre bromeaba con él asegurando que cuando fuese mayor de edad sería él quien cuidaría de Ana, que le pediría su mano a su padre, pero Elspeth ni tan siquiera se lo planteaba. Llegaría el día en el que Ana formaría su propia familia e iniciaría una nueva vida, sí, pero incluso así siempre la imaginaba a su lado, mirando al frente unidos. Gobernando juntos... sobreviviendo a las décadas el uno al lado del otro.

—Ana...

Resultaba doloroso pensar que alguien fuese a arrebatarle aquel futuro. Elspeth sabía que si su padre lo hacía era porque consideraba que era lo mejor para ambos, pero le inquietaba imaginarse la vida sin Ana a su lado. Sin ella y sus sonrisas, sus quejas y sus tonterías.

Furioso consigo mismo y con cuanto le rodeaba, Elspeth cabalgó mucho más de lo que estaba acostumbrado. Tir era tremendamente rápido y parecía haberle aceptado desde el principio, lo que el príncipe agradecía enormemente. Necesitaba que el viento le golpease la cara, que le congelase las preocupaciones y le ayudase a dejarlo todo atrás. Dejar el castillo, los bosques, a su padre... a todo.

Y lo logró.

Elspeth cabalgó hasta alcanzar la cima de una gran elevación rocosa de cuyo corazón surgía un gran salto de agua. Se trataba de un lugar alejado, tranquilo y silencioso donde apenas había vegetación y la temperatura era tremendamente baja.

Un lugar perfecto donde nadie les molestaría.

Alcanzado uno de los miradores, Elspeth desmontó para recorrer los últimos metros del camino hasta alcanzar el salto de agua. La cima de la montaña se encontraba a

pocos metros por encima de donde se encontraba, lo que les permitía ver a la perfección la vertiginosa pared de piedra que marcaba el camino del salto de agua. En su final se encontraba el nacimiento de uno de los grandes ríos de aguas gélidas de la Corona.

Un río cuyo nombre en aquel entonces ni tan siquiera recordaba.

El príncipe se acercó al salto de agua y se quitó el guante para comprobar su temperatura. Tal y como en tantas ocasiones le había explicado el profesor Donovan, era tremendamente fría, casi gélida. A diferencia de otros lugares más cálidos, el agua de aquella montaña surgía del subsuelo a una temperatura cercana a los cero grados, perfecta para congelar los cuerpos de jóvenes ilusos que, ansiosos por ganar apuestas o demostrar su valentía, acababan entregando sus vidas a la cascada tontamente.

Jóvenes como él.

—¡Eh, Elspeth! —gritó Cedrick tras él—. ¡Al fin te alcanzamos! ¿¡Cómo lo has hecho!? ¡Ese caballo es más rápido que el rayo!

Maggie y Cedrick desmontaron también para unirse a Elspeth junto al salto de agua. Desde el borde del barranco la altura era sobrecogedora, por lo que los dos jóvenes convencieron al príncipe para que se alejasen un poco para poder charlar con algo más de calma. Ninguno de los tres pretendía morir al caer al vacío, pero tan solo dos de ellos parecía ser consciente de que existía esa posibilidad.

—Oye, Elspeth, siento lo de antes —se disculpó Cedrick un poco después, tras acomodarse sobre unas rocas en un pequeño claro en el camino, a cierta distancia del borde—, he hablado por hablar.

—Ya, seguro —replicó él—. ¿Qué pasa? ¿Maggie te ha echado bronca por el camino, o qué?

—No, que va, es solo que...

—Es solo que está preocupado por la princesa—se apresuró a aclarar Maggie, plenamente consciente de que la nula capacidad para mentir de Cedrick podría volver a ponerles contra las cuerdas—. Está obsesionado con que tarde o temprano conocerá a algún oficial de la Flota y se olvidará de él.

—Ah, ¿pero sabe que existes? —se burló Elspeth.

Kindermart sonrió, tratando de quitarle importancia, pero Elspeth sabía que no era una sonrisa sincera. Aunque ahora intentasen disimular, ya era demasiado tarde para ocultar lo evidente. Su padre tenía planes para Ana, y él quería saberlos.

Necesitaba saberlos.

—Sé que lo hacéis por mí, porque no queréis que me preocupe, pero...

—Oh, vamos, yo lo hago para que ésta no me patee —exclamó Cedrick, señalando a Maggie con el pulgar—. Como si no lo supieras.

—Capullo —masculló ella entre dientes, y le pateó la pierna con la bota—. Elspeth, en serio, no le des más vueltas, no pasa nada.

—Empiezo a creer que me tomáis por tonto. —Elspeth lanzó un suspiro—. ¿Hasta cuando vas a seguir diciendo que no pasa nada, Maggie? ¿Hasta que vea a mi hermana despedirse de mí a través del ojo de buey de una nave? —Dejó escapar un suspiro—. Mientras veníamos hacia aquí pensaba en ello. Pensaba en todas las veces que mi padre se reunía con oficiales y con sus más fieles consejeros... entre ellos tu madre, Maggie, y siempre me preguntaba cuándo llegaría el día en el que decidirían mandarme al espacio. Ahora, visto en perspectiva, me doy cuenta de que no era yo su objetivo.

—¿Tú? —Cedrick parpadeó con incredulidad—. ¿Cómo podías pensar eso, Elspeth? Eres el futuro Rey: ¿para qué te iban a sacar del planeta? ¿Para poner tu vida en peligro? —Negó con la cabeza—. No, que va: yo siempre tuve muy claro que tú no ibas a dejar Sighrith. Tu hermana... bueno, lo de Ana es otro tema.

—¿¡Pero quieres callarte!? —se quejó Maggie, y volvió a patearle con más fuerza—. ¿Estás tonto o qué te pasa?

Los dos jóvenes se miraron, él con enfadado y ella rabia, y durante unos segundos no dijeron nada. Simplemente se cruzaron de brazos y se dieron la espalda, como dos adolescentes furiosos. Permanecieron un rato mudos, profundamente ofendidos por el comportamiento del otro, hasta que finalmente Elspeth decidió intervenir. Conociéndolos, aquel par se podrían pasar horas sin hablar por una tontería.

—Venga, dejadlo ya: pero si ya lo sé. Ya os habéis ido de la lengua, así que soltadlo todo. A las buenas o a las malas, ya sabéis.

—¡Pero Elspeth...! —se quejó Maggie—. En serio, no hay nada que debas saber, simplemente...

—Sabes que siendo el príncipe podría mandarte ejecutar por mentirle, ¿verdad? —le advirtió Cedrick con recelo—. O azotarte hasta que se te cayese esa cara de arpía que tienes.

—¿Y sabes lo que podría hacerte yo, Kindermart? ¿¡Lo sabes!?

Elspeth no pudo reprimir un largo suspiro de aburrimiento.

—Sois muy pesados, ¿os lo he dicho alguna vez? A ver, para que nos entendamos: o empezáis a hablar o me voy a enfadar, y supongo que ninguno de los dos querrá que el hijo del Rey se enfade con él, ¿no?

A pesar de su reticencia, Maggie no tuvo más remedio que darse por vencida. Aquello le iba a salir caro, lo sabía. En cuanto su madre se enterase de lo ocurrido la culparía a ella de filtrar los secretos, pero ya no servía de nada seguir ocultando lo evidente. Además, según sus cálculos no quedaba ni una semana para que se cumpliese con lo pactado, por lo que poco importaba que Elspeth lo supiese un poco antes o un poco después...

Además, no quería que se enfadase con ella. Al menos no más de lo que ya debía estar. Su objetivo era protegerle, siempre lo había sido, pero no a costa de su amistad.

—De acuerdo, de acuerdo... —dijo al fin, logrando con aquellas palabras que Cedrick alzase las manos al cielo en señal de victoria—. Allá tú, pero que conste que yo no te he dicho nada.

—Ni yo tampoco, claro —la secundó Kindermart.

—Si lo soltáis de una vez no diré nada, de lo contrario...

—Sí, sí, ha quedado claro —se apresuró a aclarar Maggie—. Pues sí, es lo que crees: se van a llevar a Ana. Al parecer, el Consejo ha convencido a tu padre para que la aliste a las Flotas y abandone Sighrith durante unos años. Mi madre cree que no va a ser algo definitivo, pero bueno, no está claro. La cuestión es que, al menos por el momento, pretenden que durante el periodo de tu formación ella esté fuera.

—¿¡Pero por qué!? —preguntó Elspeth con rabia—. ¡No lo entiendo! ¡Ella no ha hecho nada!

Maggie se encogió de hombros.

—Supongo que no es por ella... al menos no del todo. Todo el mundo sabe que estáis muy unidos...

—Es mi hermana, ¿¡qué esperabáis!?

Cedrick se apresuró a negar con la cabeza.

—A nosotros no nos culpes, Elspeth: no es cosa nuestra. A mí me parece genial que te lleves bien con ella. Ana es una chica encantadora, ya lo sabes: a mí me encanta, pero supongo que hay quien no lo ve con buenos ojos. Sighrith quiere un Rey fuerte, un Rey que pueda limpiar su imagen y enterrar para siempre nuestro pasado, y para ello necesitan a alguien que pueda gobernar por sí mismo, sin el apoyo de nadie, y mucho menos una mujer. Alguien que pueda aceptar la Corona en solitario.

Entristecida ante la expresión de amargura de Elspeth, Maggie apoyó la mano sobre su hombro en un intento por animarle. Por desgracia, era insuficiente. Escuchar lo que ya sospechaba desde hacía tiempo de boca de alguien tan querido como Cedrick era doloroso.

—Sighrith y el resto de los planetas del Sector están siempre en el ojo del huracán —reflexionó el príncipe—. Supongo que la huella de Mandrágora está aún muy presente en el recuerdo colectivo.

—¿Y crees que tu hermana aviva ese recuerdo?

Aunque quiso hacerlo, Elspeth prefirió no responder a la pregunta de Maggie. No quería pronunciar aquellas palabras, pero sí. De alguna forma que no era capaz de comprender, Ana despertaba las suspicacias de muchos, tal y como en otros tiempos había hecho su madre. De hecho, era probable que fuese precisamente por el parecido entre ambas que existiese aquella inquietud. Por alguna extraña razón siempre había habido cierta desconfianza hacia su madre que tan solo la férrea presencia de su padre había logrado minar.

—Sea cierto o no, poco vas a poder hacer al respecto, Elspeth —reflexionó Cedrick—. Al menos mientras no seas el Rey, claro. Pero si consiguieses la corona pronto, podrías cambiar las cosas.

—Podría cambiarlas, sí, pero si quiere que le respeten tendrá que esperar para ello —apuntó Maggie—. Sabes que yo siempre creeré en ti, Elspeth, y Cedrick también, claro, pero el pueblo es complicado. A veces, por desgracia, hay que hacer algunos sacrificios por el bien de todos.

—¿Esa es tu forma de pedirme que no interfiera, verdad? —preguntó Elspeth con aflicción—. Que finja que no pasa nada. Ahora y siempre.

Maggie se sonrojó ante la acusación.

—No, no me malinterpretes: solo digo que debes ser paciente. A partir de ahora te espera un camino complicado, y la partida de Ana solo va a ser el principio de muchos sacrificios. No obstante, el esfuerzo valdrá la pena, ¿no crees? Vas a ser Rey. Un Rey de verdad, y eso es algo que tan solo unos cuantos pueden conseguir. Personas elegidas por el destino para cambiar el mundo... para cambiarlo todo, y tú, Elspeth Larkin, eres uno de ellos.




—¿De qué hablan? ¿Los oyes?

Armin aún tenía el corazón acelerado del gran esfuerzo que había supuesto llegar hasta lo alto de la montaña siguiendo la pista de los caballos cuando al fin lograron localizar al trío liderado por el príncipe junto al camino. Por como charlaban y su aspecto relajado supuso que debían llevar bastante rato allí. La gran duda era, ¿por qué?

Ocultos entre los árboles, los mellizos se acercaron el máximo posible sin ser vistos. Veressa no sentía especial interés por lo que decían, pero sí por el príncipe. Su padre la había enseñado a no fantasear con estupideces propias de adolescentes del Reino, pero incluso así no podía evitar sentir curiosidad por alguien como Elspeth. Aquel chico tarde o temprano sería el Rey de Sighrith y ella... bueno, ella simplemente quería ver qué clase de persona era. Inteligente, astuto, ocurrente...

—¡Armin...!

—¡Cállate, joder, no se oye apenas! Creo que hablan del destino o algo así, pero a saber...




El destino.

Elspeth aún seguía hechizado por las bellas palabras que Maggie acababa de dedicarle cuando la pesada mano de Cedrick cayó sobre su hombro. El príncipe le miró con una sonrisa estúpida en la cara, una de esas sonrisas que tan solo sus amigos lograban dibujarle en ciertas ocasiones, y sacudió la cabeza al ver su expresión burlona.

—Si sigues así, al final acabarás cayendo en sus redes, Elspeth —bromeó—. No te fíes de ella: aunque diga que no, es una auténtica arpía.

—Lo soy, sí, pero también alguien que sabe que en menos de una hora caerá el sol y que éste no es el mejor lugar donde pasar la noche. ¿Volvemos?

—Podríamos volver, sí... —admitió Cedrick—, o también podríamos darnos una vuelta. Sinceramente, no creo que sea casual que hayamos acabado aquí... a no ser que haya sido voluntad tuya que así fuera, Elspeth. ¿Ha sido así? —El joven ensanchó la sonrisa ante la negativa de su amigo—. Como suponía, ha sido cosa del destino, como diría Maggie. Un destino que una vez más parece querer decirnos algo.

Cedrick tendió las riendas de su caballo a Maggie y se acercó a los límites del camino, donde la montaña llegaba a su fin. Extendió la mano más allá del barranco, sin mirar en ningún momento al vacío, y dejó que las cientos de gotas de agua que saltaban desde la cascada le mojaran los guantes de piel.

—Donovan me habló de este lugar, ¿sabéis cómo lo llaman? La Lágrima de la Arpía, y debe su nombre al ser que lo habitaba, un espíritu que decían que podía viajar en el tiempo. Cuenta la leyenda que Sighrith acudía a este salto de agua una vez al año en busca del consejo de la Arpía. Supongo que por eso logró llegar tan lejos: a pesar de sus creencias, esa mujer era pura determinación.

—Una historia muy bonita —replicó Maggie con cierta acritud—, pero una historia al fin y al cabo. Ahora que ya la has contado, ¿qué tal si nos vamos?

—Venerado espíritu del agua —exclamó Cedrick, alzando la voz y los brazos teatralmente, como si realmente convocase a los dioses—, hemos venido hasta tu hogar para pedirte ayuda. ¡Para pedir tu consejo! Mi buen amigo... eh, Elspeth, ven.

El príncipe dudó por un instante, inquieto al ver lo cerca que estaba del borde, pero finalmente decidió aceptar su petición. Se acercó con paso lento y seguro sin soltar las riendas de Tir y, una vez a su lado volvió la mirada hacia el río que aguardaba al final del barranco. La caída era estremecedora.

—Mi buen amigo Elspeth Larkin es el futuro heredero de Sighrith, hijo de Lenard y Anelli Larkin, y hermano de flamante princesa Ana Larkin... es un gran hombre, valiente y astuto como pocos, pero su corazón carga con muchas sombras. Su futuro es incierto, pero sabemos que estará lleno de retos y de dudas. Por suerte, cuenta con buenas espaldas con las que cargar todo el peso del destino y amigos que le van a respaldar hasta el final. Amigos que, pase lo que pase, estarán siempre a su lado... pero es evidente que no es suficiente. Elspeth sufre, Arpía, sufre por lo que está por venir, y aprovechando que estamos los tres aquí quisiera preguntarte qué futuro le aguarda a mi buen amigo. ¿Debo dejar que siga adelante o, en vez de ello, debo acabar ya con su sufrimiento tirándolo al vacío?

Cedrick bromeó cogiéndole por los hombros y zarandeándole. Aquel gesto provocó que Maggie gritase de puro nerviosismo, temerosa de que un paso en falso pudiese dar al traste con la vida de ambos, pero Kindermart tenía la situación controlada. Sus pies estaban fijos en el suelo de hielo, y aunque los de Elspeth no lo estuvieran, no iba a soltarle. Ni ahora ni nunca.

—¡¡Te mato, Cedrick!! —gritó Maggie al ver que tras la sacudida, ambos se dejaban caer al suelo entre carcajadas—. ¡¡Te mato!! ¡¡Podríais haberos caído!! ¡¡Podríais...!!

—Y sin embargo, no lo hemos hecho —le defendió Elspeth, poniéndose ya en pie—. Eres peor que Vladimir, Maggie, con la diferencia de que él al menos me va a enseñar a blandir un arma.

—Yo también te quiero, Alteza —farfulló ella entre dientes, y negó con la cabeza—. Volvamos ya, por favor.




—Parece que se van, ¿no?

Armin asintió con lentitud, atento a cuanto sucedía. Tal y como decía su hermana, el príncipe y sus dos amigos parecían disponerse a abandonar el lugar, y de hecho Cedrick y Maggie ya habían montado a lomos de sus caballos cuando Elspeth se preparó para seguirles. Se detuvo junto a Tir y, dedicándoles unas últimas palabras con las que logró arrancar una carcajada a sus compañeros, se impulsó, dispuesto a subir. Alzó la pierna, arqueando la espalda para poder situarse correctamente en la silla...

Pero entonces algo sucedió. Algo que ninguno de los presentes pudo ver a excepción de Armin, que era el único que creía realmente en el poder de aquel lugar. Un poder que, transformado en la cola de una serpiente, atrapó el tobillo del príncipe y tiró de él hasta el suelo.

Y lo arrastró por la nieve.

Y lo lanzó más allá del borde del barranco.

Cedrick y Maggie se quedaron totalmente petrificados ante el inesperado accidente. Ninguno de los dos había visto con claridad qué había sucedido, pero para cuando oyeron el grito de Elspeth ya no quedaba ni rastro de él salvo las marcas de sus uñas al rasgar el hielo.

Absolutamente nada.

—Santa Serpiente, Armin, ¿¡has visto eso!? ¿Qué demonios ha pasado?

—No lo sé, pero es mejor que nos larguemos antes de que nos vean.

—Pero...

—Olvídalo: no es tu Rey. ¡Vámonos!




Un siseo lejano le despertó. Elspeth abrió lentamente los ojos, sintiendo el peso de los párpados mucho mayor de lo habitual, y parpadeó. Le rodeaba la oscuridad... le rodeaba un velo de agua.

Aún tenía la sensación de estar cayendo cuando descubrió que estaba en el interior de una cueva de paredes de cristal. Tenía la ropa y el pelo empapados, pero no sentía frío. Era como si, de alguna extraña manera, su cuerpo hubiese logrado mantener la temperatura corporal.

Lentamente, sintiendo el cuerpo tremendamente dolorido, Elspeth se incorporó. A su alrededor decenas de reflejos de su propio yo le observaban con atención. Paseó la mirada lentamente por cada uno de ellos, descubriendo en sus protagonistas expresiones extrañas que hasta entonces no conocía, impropias, y se puso en pie.

Lo último que recordaba era haber sido arrastrado hasta el interior de la cascada, las uñas clavándose en el suelo congelado, la sensación de precipitarse al vacío.

Su propio grito de terror al creer que iba a morir... y el rugido del agua al engullirlo.

Nada más.

Y sin embargo, allí estaba, de pie y rodeado de cientos de Elspeth que lo contemplaban desde distintas realidades. En algunas gritaba, en otras reía. En otras simplemente le observaba en silencio, con curiosidad, y en otras con ansiedad. Con interés, con cariño, con indiferencia...

No entendía nada.

—Ni lo vas a entender —dijo de repente una voz procedente del fondo de la cueva.

Elspeth buscó con la mirada la voz, y en la lejanía, sumida en la oscuridad, creyó ver una figura extraña: un cuerpo atlético humano de cintura para arriba, pero con una larga cola en lugar de piernas. Un ser que envuelto de sombras le observaba con fijeza con sus grandes ojos amarillos.

Los ojos de una serpiente.

La visión del ser logró dejar a Elspeth sin palabras. No sentía miedo, pues por alguna extraña razón parecía haber perdido aquella capacidad, pero había una grandeza implícita en aquel ser que le impedía pensar con claridad. Se sentía abrumado por él, atrapado en su tela de araña invisible.

Se sentía como un títere en sus manos.

—Elspeth Larkin —dijo de nuevo la voz—, antes preguntabas por tu futuro. El joven Kindermart me ha despertado con sus gritos. Gritos que decían de ti que eras un alma atormentada, que sufrías al desconocer qué sería de tu destino... ¿es cierto?

El príncipe se encogió de hombros, incapaz de ocultar la realidad.

—Me angustia no saber qué va a ser de mí en el futuro, pero sobre todo no estar preparado para cumplir con mi destino. El peso de una Corona puede llegar a ser insoportable.

—Es cierto, pero no debes olvidar que el poder es algo muy ansiado por muchos. Si no te ves con fuerzas para poder soportar la responsabilidad que conlleva, ¿por qué

aceptarlo?

La mera pregunta le hizo sonreír: la respuesta era obvia.

—Porque es mi deber, he nacido para ello.

—¿De veras? —Los ojos del ser brillaron con fuerza en la oscuridad, como dos monedas de oro—. Y si realmente ese es tu destino, ¿por qué tienes miedo entonces? ¿Qué es lo que tanto te hace temer? ¿Qué te hace dudar?

La pregunta despertó un destello de luz en su mente. Un destello en el que, desde la lejanía, su hermana le miraba con una sonrisa triste en los labios antes de desvanecerse para siempre.

Sintió una punzada de debilidad en el pecho. Hubiese preferido mantener oculto aquel secreto, pero no pudo. La verdad le ardía en la garganta.

—Temo no poder hacerlo solo —confesó.

—¡Solo! —La voz resonó con fuerza por toda la cueva, transformando con ella las imágenes de los cristales. Ahora, en lugar de cientos de Elspeth, el príncipe vio replicarse el rostro de Ana en cada uno de los espejos—. ¿Quién es ella?

Una vez más, Elspeth quiso guardar el secreto de su identidad, pero las palabras fluyeron de sus labios con vida propia.

—Ana Larkin, mi hermana menor.

—Ana Larkin... —repitió el ser con interés, degustando todas y cada una de las letras que componían el nombre—. Una sombra dentro de un futuro lleno de luz. ¿Quieres saber qué te aguarda, Elspeth Larkin? Yo puedo mostrártelo, puedo decirte quién serás el día de mañana, pero no puedo mostrar un lado de la moneda y ocultar el otro. Su futuro y el tuyo están unidos. Si quieres conocer uno...

Una moneda dorada cayó a los pies de Elspeth. El joven la miró por un instante, viendo su propio rostro grabado en la cara que había quedado a la vista, y se agachó para recogerla. En el otro lado, congelada con una mueca extraña en el rostro, se encontraba Ana.

Cerró los dedos alrededor de la moneda y alzó la mirada hacia la oscuridad. El ser ya no se encontraba allí; en su lugar, recortados contra la noche había dos figuras. Dos niños cuya identidad conocía perfectamente que le miraban desde la lejanía.

Le estaban esperando.

Elspeth se acercó a ellos, tomó sus manos y juntos se adentraron en las profundidades de la cueva, allí donde, envuelto de luz y de esperanza, le aguardaba un gran futuro como Rey de Sighrith. Él lograría cambiar el mundo, mantendría la paz

y la justicia de su padre, pero conseguiría al fin acabar con el velo de dudas que siempre les había perseguido. Elspeth se convertiría en el hombre que siempre había deseado ser, y durante años sería feliz en compañía de su nueva familia. Por desgracia, su felicidad no duraría eternamente. Llegado cierto punto en su vida, siendo aún joven joven, una sombra del pasado regresaría para traer consigo un velo de oscuridad.

Ana.

Elspeth descubrió el siniestro futuro que le aguardaba a su hermana fuera del planeta. Según la predicción de la Arpía, algo la iba a atrapar durante su viaje por el espacio exterior. Algo oscuro y maligno que teñiría de sombras su alma. Consciente del peligro de la amenaza, Ana intentaría resistirse luchando con todas sus fuerzas contra ese mal, pero jamás lograría vencerlo. Él se lo haría creer, la princesa finalizaría su viaje creyendo haberse alzado vencedora, pero todo sería parte de un gran engaño. Después de aquello, Ana jamás volvería a ser la misma. Y con el tiempo regresaría a su hogar, pero no lo haría sola. Lo haría acompañada por el alma de un paladín oscuro cuyo objetivo sería el de sellar la muerte del antiguo Rey con un beso fraternal.

Un beso con sabor a sangre y venganza.

Un beso lleno de odio que arrasaría cuanto una vez habían amado.

A los hermanos les esperaban futuros muy distintos. Mientras que él abrazaría el éxito, ella caería en las garras del miedo y la soledad: del engaño y las mentiras. Ana estaba destinada a sumirse en las sombras y acabar siendo destruida por el odio de un ser maldito, mientras que él podría disfrutar de su éxito durante una temporada hasta que ella volviese... hasta que sus destinos volviesen a cruzarse y Ana trajese consigo el fin del mundo.

—Luz y oscuridad: en tus manos está el destino de todo nuestro pueblo, Elspeth —dijo la niña rubia, con el rostro y las manos ahora embadurnados de sangre. Había una mueca cruel en su semblante—. Sighrith está marcado: está sentenciado, pero tú puedes cambiar las cosas... aún estás a tiempo de evitar que la maldición nos devore a todos. La decisión está en tus manos, hermanito.




—¡Elspeth! ¡¡Elspeth, despierta, por favor!! ¡¡Elspeth...!! ¡Cedrick, haz algo! ¡Haz algo, por tu alma! ¡Se muere! ¡Se...!

Logró salvarlo. Cedrick nunca supo cómo lo logró, pues desde un inicio lo había dado por muerto, pero tras varios minutos de masaje cardiovascular y respiración boca a boca, Elspeth empezó a moverse. Escupió muchísima agua, más de la que jamás habría imaginado que podría tragar un hombre de su constitución, y se retorció en el suelo, como preso de una pesadilla. Masculló algo entre diente, sacudió las manos...

Y al fin logró abrir los ojos.

—¡¡Elspeth!!

Maggie rompió a llorar amargamente cuando el príncipe despertó. Se dejó caer a sus pies totalmente aterrorizada y lo abrazó con ansiedad, logrando con ello que Elspeth comprendiese al fin que había regresado.

—Maggie...

Cedrick se unió al abrazo. Enterró a sus dos buenos amigos entre sus brandes y musculosos brazos y los estrechó con fuerza. Habría llorado de haber estado solo, pero con el príncipe y Maggie delante no se atrevía: no quería darles motivos para que pudiesen ridiculizarle el resto de su vida. Así pues, los tres permanecieron varios minutos inmóviles, con las ropas mojadas y los cuerpos tiritando de puro frío, pero abrazados como hermanos.

—¿Estás bien, Elspeth? ¿Te duele algo? —preguntó Maggie con voz chillona tras separarse—. No sabemos qué pasó, pero cuando quisimos darnos cuenta habías desaparecido. Es como si... como si hubieseis resbalado... como si algo...

—¡Da igual! —interrumpió Cedrick, prefiriendo olvidar lo ocurrido por el momento—. Lo importante es que estás vivo. No sé cómo, pero has sobrevivido, así que lo demás da igual. —El joven acercó el rostro a la frente del príncipe y le plantó un cariñoso beso—. Volvamos de inmediato al castillo: vas a coger una pulmonía. Flotabas en el río cuando te encontré. Te he envuelto en mi capa, pero...

—¿Flotaba en el río? —logró articular Elspeth, aún demasiado confuso con todo lo que estaba ocurriendo como para poder asimilar la información—. Pero entonces... la cueva... estaba dentro de una cueva, con unos niños... y Ana... —Se llevó la mano instintivamente a la cabeza, allí donde los recuerdos se mezclaban entre si—. Ana...

—¿Cueva? —Maggie y Cedrick intercambiaron una fugaz mirada—. Vale, volveremos de inmediato: te tiene que ver un médico. Puede que te hayas dado un golpe en la cabeza. Tú tranquilo, Elspeth, nosotros nos ocupamos, ¿vale? Tú simplemente relájate, llegaremos pronto.

—No le moleste, por favor, su Alteza debe descansar.

—Ya, ya, será solo un momento, te lo prometo.

—Ya me conozco yo sus momentos, señorita.

—¡Pero esta vez es de verdad, Justine! ¡te lo juro! Serán solo unos minutos, tienes mi palabra.

Elspeth no pudo evitar que sus labios se curvaran en una sonrisa cansada cuando la puerta se abrió y Ana se coló en su alcoba. Era tarde, pasada la media noche, y tras varias visitas médicas al fin le habían dejado descansar. Justine le había preparado un caldo caliente, el mismo que le daba de niño cuando se ponía enfermo, y le había obligado a meterse en la cama. Al siguiente amanecer, si los medicamentos lograban que le bajase la fiebre, quizás le dejaría levantarse, pero por el momento lo tenía totalmente prohibido. Moverse, hacer cualquier tipo de esfuerzo y, por supuesto, que le molestasen.

Pero Ana era Ana, claro, y si la princesa se proponía entrar a verle, nadie iba a poder detenerla.

Elspeth tendió la mano por encima de la manta para que su hermana se la cogiera. Aún estaba aturdido por todo lo que había vivido en las últimas horas, sobre todo a partir de la caída, pero algunas de las escenas de lo ocurrido habían quedado grabadas en su memoria.

Escenas en las que Ana era su protagonista.

Estrechó con suavidad su mano y sonrió cuando ella tomó asiento a su lado. Aquella noche, con el cabello alborotado alrededor de la cara y vestida con su pijama azul, parecía una niña traviesa.

—He oído que te has caído a un río —dijo Ana en apenas un susurro—. ¿Estás bien?

—Me he dado un buen golpe en la cabeza —respondió Elspeth, resumiendo en tan solo una frase la media hora de palabrería de los doctores—. Por lo que dicen, podría haber muerto.

—Y sin embargo, aquí estás. —Ana le apretó con suavidad sus dedos—. Nadie puede con un Larkin, hermano, ya lo sabes. Somos indestructibles.

—Si tú lo dices.

Ana sonrió y empezó a explicarle una historia de hacía unos años, cuando había estado a punto de romperse una pierna tras una caída a caballo. Elspeth conocía aquel anécdota, pero por alguna extraña razón siempre le había gustado escucharla de su boca. Ana lo revestía de una magia y de un misticismo que, aunque no era real,

convertían una historia sin importancia en una aventura digna de escuchar. Una historia que siempre que se encontraba mal le contaba, convencida de que lograría animarle...

Pero aquella noche no surgió efecto. Elspeth quería escucharla, quería perderse en sus recuerdos y sonreír con sus ocurrencias, pero no era capaz de quitarse de la cabeza las palabras de la Arpía. Y es que aunque los doctores creyesen que todo lo ocurrido era producto de su imaginación, Elspeth sabía que realmente había estado en aquella cueva. Sabía lo que había oído y lo que había visto... y lo que era aún peor, sabía que era totalmente cierto. En el fondo de su alma, lo sabía...

Y aunque quería a su hermana incluso más que a sí mismo, no podía permitir que acabase destruyendo lo que tanto esfuerzo les había costado crear. Sighrith no merecía acabar siendo consumida por su odio, y tan solo había una forma de evitarlo: destruir el mal desde la raíz.

Acabar con él antes incluso de que pudiese llegar a nacer.

—Ana —interrumpió Elspeth, demasiado concentrado en sus propios pensamientos como para percibir la sorpresa en la mirada de su hermana. No era propio de él interrumpirla en plena narración—, tengo que explicarte algo.

—¿El qué?

—No es fácil de decir, pero... acércate al escritorio y abre el tercer cajón, por favor. Dentro hay una caja de madera. Tráemela.

Ana obedeció sin hacer preguntas. Trajo consigo la caja y por petición expresa de Elspeth la abrió y le entregó su contenido: un afilado cuchillo plateado con empuñadura de serpiente.

El príncipe lo empuñó con firmeza y permaneció unos segundos en silencio, estudiando con detenimiento el arma bajo la atenta mirada de Ana. Una Ana que, demostrando una vez más su confianza ciega en su hermano, ni tan siquiera se inmutó cuando su hermano dirigió el arma hacia ella.

—Hoy he descubierto algo importante... algo que lo puede cambiar todo.

—¿A qué te refieres?

—El destino de todos: el tuyo, el mío, el de padre... todo pende de un hilo. Un hilo sobre el que tan solo yo puedo actuar.

—Creo que no te entiendo...

—Si quisiera, podría cambiarlo todo —prosiguió Elspeth, ignorando las palabras de su hermana. Estaba tan concentrado en sus propios pensamientos que apenas era

incluso consciente de que seguía a su lado—. Podría asegurar el futuro... podría salvar nuestras vidas.

—¿Salvar nuestras vidas? —replicó Ana con cierta diversión—. Vaya, sí que te has dado un golpe en la cabeza, sí...

Elspeth dirigió la mirada hacia ella, adoptando una expresión repentinamente severa, y alzó el arma. Inmediatamente después, logrando arrancarle un grito de pura sorpresa, cogió su mano y la hundió contra la punta del cuchillo, dibujando en el centro un punto de sangre. Casi tan sorprendida como asustada por la inesperada acción, Ana intentó soltarse, pero él no se lo permitió. Sujetó con fuerza su muñeca mientras deslizaba la punta del arma por la piel, trazando una fina línea, y no la soltó hasta conseguir que la sangre cubriese la palma. Acto seguido, Elspeth hundió el filo en su propia mano.

—Puedo cambiar las cosas —aseguró. Juntó la mano herida de su hermana con la suya y la apretó con fuerza, mezclando así la sangre de ambos—. Te lo prometo, Ana, puedo cambiar las cosas...

—No sé de qué demonios hablas, Elspeth —replicó ella a la defensiva—, pero me está asustando.

—Yo ocuparé tu lugar. Yo buscaré esa sombra y la eliminaré antes de que pueda envenenarte. Yo... —Elspeth entrelazó sus dedos y le dedicó una sonrisa cargada de tristeza—. Yo ocuparé tu lugar. Si no sales, no podrá encontrarte.

Desconcertada, Ana no pudo más que mirar a su alrededor con cierto temor.

—¿Salir? ¿A dónde se supone que voy a salir? ¡Elspeth, para! ¡Me estás asustando!

—Confía en mí: yo cuidaré de todos. De ti, de padre, del planeta... de todos.

—Ay, Elspeth, no sé de qué va todo esto, pero... —Ana se encogió de hombros—. Confío en ti. Ahora y siempre, ya lo sabes...




—¿Estáis oyéndolo!? ¡¡Será cerdo!! ¡Le regalo a Tir y ahora decide largarse del planeta!? ¿¡Qué demonios es esto!? ¿¡Una broma de mal gusto!?

Veryn no podía creer lo que estaba viendo. No habían pasado más de cuarenta y ocho horas desde su ofrenda cuando las primeras noticias habían salido a la luz. Noticias en las que se rumoreaba que el príncipe Elspeth iba a abandonar el planeta temporalmente para iniciar un adiestramiento militar al servicio de las Flotas del Reino. Una noticia totalmente inesperada teniendo en cuenta que el futuro del joven heredero parecía ya escrito, pero que gran parte de la alta sociedad secundó.

Ganarse el apoyo de Lightling luchando a su servicio durante unos años sería muy positivo para la imagen del planeta, y aún más para convertir en hombre al joven e inexperto Elspeth Larkin.

—Es un capricho —respondió Veressa a su lado, sentada en el sillón de brazos cruzados.

La joven lanzó una fugaz mirada a la ventana, allí donde su hermano mellizo se dedicaba a limpiar la mira telescópica del fusil de su padre, pero rápidamente volvió la vista al frente. En la pantalla, acompañado por sus inseparables amigos Maggie Dawson y Cedrick Kindermart, el príncipe estrechaba la mano a la Praetor de la "Lamerna".

—Los príncipes son caprichosos, hermano, ya lo sabes...

—¡Son repugnantes! —sentenció Veryn con rabia—. ¡Egocéntricos y engreídos! Creen tener la libertad de hacer cuanto quieran en todo momento, pero en el fondo no son conscientes de que todo en cuanto creen es una gran mentira. ¿La Suprema? ¡Al infierno con ella! ¡Llegará el día en el que yo mismo le daré muerte, Veressa! ¡A ella y a cuanto representa ese sistema podrido que gobierna!

—¡Y es así como al fin Veryn Dewinter se quita la máscara! —gritó Orwayn, poniéndose en pie con el puño en alto—. ¡Por fin!

—Calmaros los dos, anda —pidió Veressa en tono conciliador—. Son cosas que pasan, en serio... Veryn, no te lo tomes así. Total, para lo que nos queda en este planeta... Armin, por favor, di algo.

Veressa buscó el apoyo en su mellizo, pero él no respondió a su llamada de socorro. En lugar de ello depositó el arma sobre el alféizar de la ventana y se acercó a los sillones, donde la pantalla mostraba un primer plano de Elspeth Larkin.

Armin le miró con fijeza durante unos segundos, pensativo, preguntándose qué habría sucedido para que se diese aquel repentino giro de los acontecimientos, y apoyó las manos sobre el respaldo del sillón. En la imagen, en un segundo plano y acompañando a su padre en todo momento, Ana Larkin miraba a su hermano con los ojos teñidos de tristeza.

—Es el claro reflejo de la corrupción del sistema... —dijo con indiferencia—. Un engaño: una mentira. Un farsante. Ni tan siquiera te molestes en perder tu tiempo en alguien como él, Veryn: no vale la pena. Encontrará la muerte por sí solo.

—Y si no lo hace, nosotros le conduciremos a ella —le secundó Orwayn con una sonrisa perversa en el rostro.

—Estáis locos —intervino Veressa, y negó con la cabeza—. De veras, ¡olvidadlo! ¡Ese hombre no es nadie! Solo una piedra en el camino... un instante de vuestras vidas que pronto pasará. No merece ni tan siquiera vuestro odio.

—Oh, tranquila, hermana, me sobra odio —aseguró Veryn, y se encogió de hombros—. Pero te haré caso, le olvidaré. Le olvidaré por el momento, pero si en algún momento él o algún miembro de su familia vuelve a cruzarse en mi vida, pagarán caro lo que han hecho. Nadie desprecia a un Dewinter. ¡Nadie! ¿Queda claro?

Los tres hermanos asintieron, pero tan solo Orwayn decidió seguirle el juego a Veryn. Veressa se dejó caer en el sillón, desesperada ante la falta de comprensión por parte de sus hermanos, mientras que Armin se limitó a volver a tomar asiento en la ventana.

Algo le decía que aquel no iba a ser su último encuentro.

Algo le decía que aquel hombre jugaría un papel importante en sus vidas: un papel clave que marcaría sus destinos.

—Me pregunto cómo habrás logrado sobrevivir a una muerte segura, Elspeth Larkin —murmuró para sí mismo, pensativo—. Algún día tendrás que contarme tu secreto...




FIN



Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top