La inversión correcta (@DarkZan23)
Género: ficción general.
Parecía que sería un día normal para Robert Shepard, pero el destino tenía preparado algo distinto que le haría tomar una importante decisión que cambiaría por completo su vida.
Robert llegó al lujoso restaurante en el que iba a tener una reunión con un arquitecto que trabajaba para su compañía millonaria. Tomó asiento cerca del ventanal delantero del establecimiento para observar de cerca la visión contextual que tendría su proyecto.
Un mozo personalizado se acercó a él para atender su pedido. Robert pidió el menú del día para dos personas, aunque, claramente, como era habitual, el arquitecto estaba retrasado y debería esperarlo.
—Odio que este sujeto siempre llegue tarde —se quejó Robert, hablando con su abogado por el altavoz de su ostentoso teléfono.
—No era necesario que se reúna usted con él, señor, lo podría haber hecho yo y no tendría que estar esperando.
—Sabes perfectamente que prefiero encargarme personalmente de estas cosas, James, mejor haz lo tuyo y no me des consejos. Para eso te pago.
Antes que la comida estuviera servida, un chico de unos diez años tiró de la manga de su saco para llamar su atención:
—Hola, señor, ¿me puede ayudar comprándome unos dulces o algún reloj? —dijo el chico, sonriendo y mostrando los productos que vendía.
A Robert le pareció raro que a tan temprana edad tuviera que estar trabajando de esa forma, por lo que se compadeció de él, y le compró varias cosas y pagó más de lo que costaban.
El chico, solamente vestido con una camiseta de fútbol roja con el escudo del equipo y marcas desgastadas, unos pantalones rotos, una gorra y una mochila, siguió ofreciendo sus dulces a las demás mesas, pero al no tener éxito volvió a la mesa de Robert.
—Señor, no quiero molestarlo, pero necesito que me compre algo más —dijo el chico sin poder mirarlo a la cara y con solo unos 300 euros en la mano.
—Puedes sentarte si quieres, chico. Y si te gustan las pastas comerte ese plato antes que se enfríe.
—¿En serio? —preguntó el chico, incrédulo.
—Sí, ya he pagado por eso y, evidentemente, mi acompañante no llegará a tiempo. Y tú lo necesitas más. Pero me gustaría saber por qué tienes que estar trabajando a tus... ¿8 años?, ¿y cómo te llamas, por cierto?
—Colin, y tengo 10 años —empezó el chico al mismo tiempo que se llevaba la comida a la boca.
—Está bien, come y después habla, Colin —le indicó Robert que, con un poco más de enojo, volvió a hablar por su celular—. Pásame el número de este inútil, James.
Robert se comunicó con el arquitecto y le recriminó la tardanza, amenazándolo con que sería el último trabajo que haría si no llegaba en menos de media hora.
—La puntualidad es algo importante, Colin, debes saberlo. La gente que no respeta los horarios no llega a nada en esta vida —le aconsejó al chico —. Por cierto, me llamo Robert, y ahora sí, cuéntame tu historia.
—¿Puedo llamarlo Bob? —muy a su pesar, Robert terminó aceptando ese pedido—. Necesito dinero para comer esta semana porque mañana van a demoler el predio donde vivo, y el comedor ya ha cerrado por ese motivo.
A Robert le dio mala espina esa situación porque Colin miraba hacia el predio que estaba en medio del terreno que compró para crear un nuevo centro comercial.
—¿Y adónde irás después? ¿Tienes familia ahí?
—No, Bob, soy huérfano y no sé adónde iré a parar. No saben decirme eso los responsables del predio o de la construcción —relató Colin, terminando de comer su plato y cambiándolo de lugar con el de Robert, supuestamente, sin que se dé cuenta.
—No sabía eso —respondió Robert, más enojado, pero no le estaba hablando a Colin—. James, ¿se te olvidó decirme algo de la situación del predio?
—Creí que lo había hecho, señor —se disculpó James que estaba escuchando todo por el altavoz.
—Ya entiendes porqué debo encargarme de estas cosas yo, ¿verdad? Dile al inoperante de Jones que empiece las obras a las once de la mañana, y tú tienes que estar en mi casa una hora antes —ordenó Robert.
—Está bien, señor.
—No más errores, James. Hay mucho dinero en juego, además de tu trabajo, si es que quieres mantenerlo.
Robert apagó su celular, abrió su billetera, sacó mil euros y se los dio a Colin.
—Esta noche vuelve aquí y pregunta por Paul, él te dará la cena y pagarás con esto. Para eso es el dinero, voy a saber si no vienes o si lo gastas en otra cosa —Colin lo miraba sin entender nada de tantas indicaciones—. Cumple con eso y, con el dinero sobrante, toma un taxi para ir mi casa mañana a las diez y media de la mañana, aquí tienes la dirección —cerró Robert, entregándole una tarjeta con todos sus datos.
—De acuerdo, pero no entiendo, Bob.
—No te preocupes por entender nada ahora, sólo hazlo, luego te explicaré. Hasta mañana, Colin —se despidió Robert al mismo tiempo que un hombre ingresaba apurado al establecimiento y se tropezaba con una mesa y terminaba rompiendo una gran escultura de cristal de Murano que el restaurante tenía en su entrada como adorno.
Robert lo miró con desprecio sabiendo que se trataba del arquitecto que estaba esperando.
—El arreglo lo pagará usted, señor Jones. Yo no contraté su torpeza —masculló antes de irse y dejar al arquitecto completamente desconcertado y rojo de vergüenza por tener que enfrentarse a los dueños del restaurante para hacerse cargo de los daños.
Al otro día, Colin cumplió con el horario que Robert le indicó y tocó el timbre de su mansión. Fue atendido por el mayordomo que lo guió hasta un comedor donde lo esperaba una camiseta nueva del Manchester United, con su nombre impreso en la espalda.
—Tu camiseta está muy desteñida, chico, casi no se nota de quién es —dijo Robert—, creo que esta te va a quedar bien.
—Gracias, Bob, ¿pero, por qué haces esto? —preguntó Colin.
—Yo soy el dueño del centro comercial que va a reemplazar tu hogar. No puedo deshacer eso, ya los contratos están firmados y soy un hombre de palabra. Pero debería haberme interiorizado más acerca de la situación de los chicos que vivían en el predio.
El abogado de Robert entró a la sala llevando muchos papeles en las manos, y sudando de miedo por cualquier error que pudiera cometer.
—Voy a necesitar el apellido del chico, señor, y sus datos.
—Colin, ¿cómo es tu nombre completo? —preguntó Robert, amablemente.
—No lo sé —respondió Colin algo nervioso—. Lamentablemente, nunca supe eso en realidad.
Robert se acercó a Colin y lo consoló ofreciéndole los mismos dulces que le había comprado el día anterior.
—No tienes que preocuparte por eso, sólo cuéntale a James lo que sepas de ti y él se va a encargar de todo. Ten paciencia porque eres más inteligente que él y deberás evitar que cometa algún error cuando anote todo —dijo Robert sin saber por qué seguía confiando en su abogado.
—No entiendo. ¿Qué está pasando?
—Vas a vivir aquí, te estoy adoptando, amigo.
—¿De verdad?
—Sí, chico, es en serio. Dime si necesitas algo más, que sabes que soy un hombre de palabra —le recordó, guiñándole un ojo—. Ahora debo reunirme con un arquitecto algo estúpido, así que me iré hasta la noche.
Colin miró alrededor y vio todo lo que siempre soñó dentro de una kilométrica casa: televisión, computadoras, libros, consolas de videojuegos, mucha comida, una piscina, un enorme jardín. No podía creer que esto le estuviera pasando, pero decidió aceptar que era real, puesto que había pasado muchas cosas en su vida y era hora de que algo bueno lo compensara.
—Con todo esto creo que hace falta un perro —comentó a modo más de pedido que de observación.
—Cómprale un perro al chico, James —ordenó Robert con gran entusiasmo.
Paradójicamente, para Robert, esta era la mejor inversión que había realizado en toda su vida. Invertiría su tiempo y su dinero en una buena causa y, además, obtendría algo mucho mejor que cualquier satisfacción económica: una familia.
Una familia que surgió de una imperfecta causalidad y humanizó a un hombre de negocios.
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