El día que te encontré
Por: ignacioescritor
Extra de: Trilogía Amor y Muerte l: El Hijo Pródigo. Puedes leer la historia en el vínculo externo.
*
Hoy Sebastián ha dicho que me quiere y no pude evitar llorar, la sinceridad en su afirmación me abatió por completo, me conozco demasiado y sé dónde se encuentran mis flaquezas. Que él me quiera y que yo acepte su cariño partiría del egoísmo más insano, no sabe lo que dice, no es consciente de lo que significan sus palabras.
—Te quiero —ha dicho así sin más.
Quererme a pesar de lo que soy, cómo podría, no debería, quizá ni siquiera lo siente y solo lo ha dicho, ojalá que no lo sienta, que no me quiera; «por favor, no me quieras, te voy a destruir, cabrón, te voy a hacer daño. No me quieras, por favor, no lo hagas».
El cosquilleo que sentí en las palmas de mis manos cuando lo dijo me paralizó por un momento, pero luego ese ardor incesante en mi pecho me hizo desprenderme de su agarre; acabábamos de tener sexo por primera vez: yo lo busqué, yo le coqueteé, yo lo provoqué para que sucediera. No buscaba nada sano, no quería ser ni su amante ni su amigo, solo quería seguir mis impulsos y lo hice, sin embargo, él me dijo que me quiere y toda perspectiva cambió. Salí de la habitación fingiendo una sonrisa, me encerré en el baño y me puse a llorar.
Han pasado dos horas desde entonces y sigo aquí, huyo de él, no quiero verlo, lo evitaré a toda costa. Debería afrontarlo, dejarle las cosas claras y decirle que es un pendejo, que seamos hombres y solo desahoguemos nuestros impulsos, que no necesitamos nada más, los hombres solo tenemos que aligerarnos de vez en cuando y ya está, acabas y se acabó, no hay caricias, no hay besos, es un proceso rudimentario que no incluye los te quiero. Debería salir ahora mismo y gritárselo a la cara, no sabe quién soy, no conoce lo que me ha formado y por eso ha tenido ese atrevimiento, debería hacerlo, decírselo, pero no puedo, no puedo porque yo también lo quiero, aunque sea egoísta, aunque luego de quererme él terminé odiándome, aunque pueda hacerle daño por quien soy, lo quiero.
Lo que soy, o lo que me hicieron creer que era, me hizo pensar todos estos años que nunca nadie podría quererme, tal vez por eso ese par de palabras dichas con tanta sinceridad me descolocaron por completo, por eso me cuesta aceptar que es mutuo, me da miedo aceptarlo porque no quiero ilusionarme, no quiero pensar que tengo una maldita oportunidad, el sueño de la libertad me acompañó desde pequeño: desprenderme de lo que me ha definido toda mi vida, pero los golpes recibidos me hicieron ver que eso que anhelaba era inalcanzable, al menos no como yo quería.
Recuerdo que cuando era pequeño y todavía creía en Dios, le imploré, con toda la fe e inocencia que un niño de ocho años puede tener, que mi papá muriera.
Una vez mamá me dijo: «Solo muerto podremos librarnos de este imbécil». Meses después fue ella la que murió, no..., no murió, decirlo de esa forma suena como si su corazón de pronto hubiese dejado de latir, como si sus ojos se hubiesen cerrado con lentitud en ese instante de descanso y paz que viene con el último suspiro; no, ella no murió, recuerdo verla retorcerse por el suelo del jardín, recuerdo ver la sangre escurriendo por su vientre y por su boca, recuerdo sus ojos abiertos, paralizados y llenos de miedo. No, mi madre no murió, mi padre la asesinó, se libró de ella antes de que ella pudiese librarse de él, o quizá él solo la ayudo en su deseo de ser libre, me gusta creer eso, me aferré a esa creencia en aquel tiempo: que con la muerte venía la libertad.
Papá lloraba a diario por aquellos días cuando nadie más lo veía, yo gateaba en silencio hasta su despacho por las madrugadas y a través de la puerta oía a sus flaquezas salir; fueron años difíciles para todos, papá estaba dolido, en sus ojos podía verse el dolor que sentía, sus palabras llenas de ira hacia nosotros eran la forma que utilizaba para sublimar su desolación, en aquel entonces no lo entendía, ahora lo sé: nosotros con nuestra ingenuidad, con nuestra fragilidad, con nuestra inestabilidad, fuimos el objetivo perfecto que él encontró para canalizar su sufrimiento, y en el alcohol encontró el remedio para olvidar y justificar todo el daño que hacía; papá sufría y todos los que estábamos a su alrededor lo hacíamos también, por eso le imploraba a Dios que papá muriera, que fuese libre.
Esa libertad nunca llegó, ni para él ni para nosotros; mi hermano y yo crecimos alimentándonos de su ira, respirándola, asfixiándonos con ella, Manuel, mi hermano, se adaptó mejor que yo, supo canalizar el carácter de mi padre y utilizarlo a su favor, y sin más, el hombre que nos engendró se volvió su inspiración, un ideal que alcanzar, y con toda esa ira que recibía, Manuel se empoderó a sí mismo y poco a poco se convirtió en el reflejo de nuestro padre y eso, como hermanos, nos separó. Manuel se rindió, se resignó a vivir la vida que nos tocó. Yo no me rendí, yo aprendí a sobrevivir, supe ganarme a nuestro padre sin siquiera tener que esforzarme y me hice experto en fingir; Manuel no pudo lidiar con eso, él no dejaba de esforzarse y, aun así, no conseguía esa aprobación de nuestro padre que tanto anhelaba y, entonces, me odió más de lo que ya lo hacía. Ahora sé que el hombre que nos trajo a este mundo no lograba empatizar con mi hermano porque en él se veía a sí mismo, en Manuel veía todos sus errores y demonios resurgir.
Fue de esa forma que crecí, con la plena conciencia de saber que mi hermano me odiaba y que mi padre veía en mí una esperanza de mejorar y redimirse, acepté ambos sentimientos para poder sobrevivir, pero aceptarlos me llevó a vivir en completa soledad, sin aspiraciones ni motivos. Los años que pasaban se me iban como agua entre los dedos y las circunstancias me hicieron cambiar de perspectiva: ya no le imploraba a Dios que mi padre muriese, para ese entonces ya había dejado de creer en él, me había fallado demasiado o, tal vez, fui yo quien le falló y Dios solo me abandonó, como haya sido, ya no quería que papá muriese, ¿o sí?, no lo sé, para ser franco me daba igual lo que pasara con él, sin embargo, esa creencia y añoranza de libertad se incrustó en mi mente haciendo que quien quisiese morir fuese yo, anhelaba esa libertad que mi madre me hizo pensar que venía con la muerte, ese silencio, esa ausencia del todo, ese vacío. Ya no necesitaba implorarle nada a ningún Dios, tenía absoluto poder sobre mí, yo lo sabía y llegar a ese estado de consciencia me llevó a intentarlo, quise encontrar la libertad a toda costa.
La primera vez fallé porque el rostro de mamá se incrustó en mis pensamientos, tenía diecisiete años y un miedo desolador acabó con lo que en ese tiempo pensaba que era valentía. La segunda vez que lo intenté, había cumplido veintidós años y bastaba solo un poco de presión con mi dedo índice para volarme los sesos y acabar con todo, pero la poca sensatez que me quedaba, me permitió dejar de ser un cobarde y comenzar a ser valiente de verdad; mi primer motivo para seguir se presentó ante mí con una sonrisa ingenua y una manzana a medio comer, no miento cuando digo que mi hermanita me salvó la vida. La realidad de mi entorno me llegó de golpe y lloré, lloré hasta que mis ojos se hincharon y mi nariz se constipó, me vi reflejado en esa niña ante mí y supe que no podía dejarla sola, no debía permitir que se convirtiese en mí, en mi hermano o en mi padre, un sentido de responsabilidad y compromiso se apoderó de mi razón y, sin más, supe lo que tenía que hacer: no bastaba con que mi padre muriese, no era suficiente llevármela lejos y empezar de cero, una vida como la nuestra siempre te persigue; había que arrancar el problema de raíz.
Un domingo por la mañana comenzó mi lucha, esta vez menos egoísta y con objetivos bien planteados: tenía que destruir todo lo que mi padre construyó.
—Salvador, ¿estás ahí? —pregunta Sebastián con precaución y su tono de voz me saca de mis pensamientos.
No quiero verlo, no ahora, no me siento con las fuerzas suficientes para afrontarlo o rendirme ante él.
—Salvador, tengo la llave conmigo —afirma—, si no respondes me veré obligado a abrir.
No miente, él sabe que escondo las llaves de la casa en una de las macetas de la entrada principal, yo mismo se lo dije porque era información necesaria. No respondo, no sé qué decir y entonces noto cómo la manija de la puerta de madera comienza a girar con lentitud. Sebastián entra, lleva puesta una de mis playeras que guardo en el closet como reserva, también se ha puesto uno de mis bóxer que le queda algo holgado por el peso que ha perdido en las últimas semanas. Yo estoy en la bañera desnudo por completo, inclino las rodillas hacia mi pecho en un intento de cubrir mi intimidad, aún conservo algo de pudor con él y el que me vea tan frágil y expuesto, me avergüenza.
—Siento haber jodido todo —dice, y sus palabras hacen que me atreva a mirarlo a los ojos—, perdón si hice algo que te lastimara, solo quería asegurarme de que estuvieras bien... no debimos haber hecho lo que hicimos, lo siento, fue un error.
Sebastián se da la vuelta para salir del baño y dejarme solo, pero yo doy un salto hacia afuera de la bañera, lo tomo del brazo e impido que se vaya, él no pone resistencia, permanece inmóvil por unos cuantos segundos y luego vuelve a mirarme, yo correspondo a su mirada y en sus ojos puedo ver lo confundido que está, lo triste que se siente y eso termina de desmoronarme, lo atraigo con más fuerza hacia mí y lo abrazo. Sebastián se pone tenso ante mi acción y no me corresponde, pero yo no lo suelto.
—No has jodido nada —susurro a su oído.
Él sigue sin corresponder a mi abrazo, siento que tiembla.
—No quiero hacerte daño, Sebastián —vuelvo a susurrarle al oído en un acto de extrema sinceridad—. Yo sí que lo he jodido todo porque me gustas, ¿sabes?, ya no puedo luchar contra eso, lo siento en mi corazón, ¿puedes sentir ahora mismo cómo late, verdad? —La rigidez en su cuerpo comienza a ceder contra mi agarre.
Con suma delicadeza, Sebastián coloca sus manos extendidas sobre mi pecho y se aparta de mí, por un momento pienso que va a marcharse, que ha entendido la forma en la que yo lo he jodido todo y que aquí termina la sinceridad de nuestros actos para seguir solo con la estrecha relación que nos ayudará a mantenernos vivos; sin embargo, él no se va, permanece frente a mí, con sus manos en mi pecho y me mira. Su mirada me cohíbe, siempre que me mira con esa certeza, con esa osadía de estar seguro de sí mismo, termina derrotándome, no tengo con qué luchar contra eso, pero esta vez, decido intentarlo, ser osado como él y le sostengo la mirada. Sebastián no se inmuta ante mi intento de ser valiente y yo me siento pequeño, pero no me rindo, él intensifica su mirada y entonces lo entiendo: está retándome, está poniéndome a prueba, quiere que yo decida, el cabrón quiere que sea responsable de lo que suceda a partir de aquí, lo odio por esto y a la vez lo entiendo, él ya se ha mostrado, ahora es mi turno. Sebastián parpadea un par de veces y entreabre sus labios, luego vuelve a mirarme con firmeza; sé lo que quiere que haga y por un momento pienso que es el momento perfecto para acabar con esto que terminará por destruirnos, bastaría una pequeña acción, un leve movimiento, pero mi mente y mi cuerpo no se coordinan, me doy cuenta de que mis manos ya acarician el cabello que desciende por su cuello y que mi sexo ha reaccionado a nuestra cercanía.
Quién soy yo para luchar contra él, quién soy yo para negarle algo, quién soy yo para poner resistencia; no quiero luchar, no quiero negarme, no quiero resistirme. Mi dedo rosa el contorno de sus labios, ahora soy yo quien está retándolo, pero él no cede, permanece inmutable sin dejar de buscar mis ojos con los suyos y yo por fin me rindo por completo, lo tomo del cuello y lo beso. Me sorprende el ansia con la que muevo mis labios alrededor de los suyos, la desesperación con la que mi lengua quiere entrar en él para encontrar la suya, mi mano aprieta con fuerza su cuello y mi virilidad choca con insistencia contra su obligo. Él, en cambio, acaricia mi mejilla con prudencia, abre su boca despacio para dejarme entrar, sus movimientos calmos son conciliadores y, de un instante a otro, cede por completo, por fin se rinde y deja que yo haga lo que quiera, me avergüenzo por un momento por mi desenfreno, pero cuando abro los ojos y apreció la media sonrisa en su rostro, intensifico mis movimientos.
—Ya has decidido, Salvador —me dice él con cinismo cuando nos separamos—, y no puedes echarte para atrás, me matarías.
El ardor en mi pecho quema con mayor intensidad y las manos y las piernas vuelven a temblarme; quisiera que las voces en mi cabeza se callaran, que mis recuerdos se borraran, que este miedo que me ahoga me dejara querer en libertad. Para papá todo se solucionaba cuando mandaba a la chingada lo que le estorbaba «Vete a la chingada. A la chingada esto. A la chingada aquello. Que se chingue». Ojalá pudiera darle tanto poder a una palabra y ser capaz deshacerme con esa facilidad de lo que soy, de mi pasado, de mis pesadillas, de mis inseguridades. Las palabras de Sebastián retumban en mi mente «Me matarías». Él no se ha dado cuenta de lo que sus palabras significan, de lo que ejerce en mí, estoy a punto de rendirme, pero vuelvo a mirarlo a los ojos y, por una vez en mi vida, decido que quiero permitirme decidir con base a lo que me hace sentir bien y él me hace sentir bien.
—¿Quién dijo que voy a echarme para atrás? —le digo mientras tomo su barbilla con mis dedos—, ahora tendrás que soportar mi decisión y todo lo que conlleva.
Sebastián sonríe y su sonrisa me levanta la autoestima porque con esa curva en sus labios me deja claro que mis condiciones y amenazas lo atraen, lo alientan, lo seducen. Él quita mi mano de su barbilla con delicadeza y acaricia mi cabeza rapada de forma juguetona, pasa a mi lado y se dirige a la tina de baño, abre la llave y deja que la tina se llene, conforme el agua sube su nivel, toma botellitas con líquidos de distintos colores y los vierte en el agua, mientras lo hace no deja de mirarme y sonreír. La tina comienza a llenarse de espuma, él detiene el chorro del agua y sin previo aviso se deshace de las prendas que cubren su cuerpo. Yo admiro su desnudez, su cuerpo se encuentra lejos de estar en su mejor forma, pero el poder entender a plenitud sus heridas, sus moretones y su delgadez, me hace desearlo todavía más.
Ahora ambos estamos en igualdad de condiciones y me siento menos pequeño, menos inseguro. Sebastián extiende su mano izquierda hacia mí, a la que le faltan dos partes de sus dedos y yo la tomo con delicadeza, su sonrisa se desvanece, pero su mirada se intensifica.
—¿Me acompañas? —me pregunta casi en una súplica.
«Como si fuera a decirte que no», pienso, pero no se lo digo, solo sonrío y asiento.
Él comienza a meterse en la espuma sin soltar mi mano y dejo que sea él quien me dirija, quien me indique qué hacer. Sebastián sumerge su cuerpo en la espuma y con su sola mirada me invita a seguirlo; me sumerjo en la blancura sin saber dónde o cómo posicionarme, me siento en el otro extremo de la bañera, pero él niega de inmediato, vuelve a tomarme de la mano y me jala hacia donde él se encuentra, yo dejo que me guíe, que me acomode como quiera; me gira de espaldas y coloca mi cabeza sobre su pecho y la acaricia con sutileza, baja su dedo índice por mi rostro, peina mis cejas, acaricia mis párpados y la línea de mi nariz, cuando llega a mis labios se detiene por un momento, luego, palpa su contorno y comienza a girar su dedo alrededor como si fuera una pista de carreras que seguir, «benditas decisiones que tomé». No pongo resistencia cuando entreabre mis labios con su dedo, ansío que entre y cuando lo hace, lo dejo juguetear con mi lengua y, después, aprieto mis labios contra su dedo y lo chupo, volviéndome cómplice de su juego. Sebastián se remueve debajo de mí, yo muerdo la punta de su dedo y él se carcajea, ese sonido me tranquiliza, me hace ver que los dos estamos igual de nerviosos.
Cuando saca su dedo de mi boca, Sebastián ve la marca que le he dejado y vuelve a carcajearse, lo hago yo también y de un momento a otro en las paredes del baño retumba el eco de nuestras risas nerviosas durante varios minutos. Es Sebastián quien vuelve a ponerse serio, toma la esponja que se encuentra a un costado de la tina y la enjabona con la espuma que nos cubre para después pasarla por mi pecho y mi abdomen con movimientos suaves.
—¿Alguna vez te ha acomplejado ser maricón? —me pregunta de pronto Sebastián.
Su pregunta me toma por sorpresa, nunca he reflexionado sobre lo que soy, así que no sé qué responder. Decido sincerarme para intentar descubrirlo a través de mis palabras y las suyas.
—¿Soy maricón si también he estado con mujeres?
Mi pregunta también lo toma por sorpresa, guarda silencio, un silencio que se alarga por un par de minutos, está tratando de encontrar las palabras correctas para responderme.
—¿Te ha gustado estar con esas mujeres? —dice él.
Esta conversación se está convirtiendo en preguntas sin respuesta.
—Sí. —doy por fin una respuesta.
—¿Te ha gustado estar con hombres? —vuelve a preguntarme mientras pasa la esponja por mi pecho.
—Sí.
—Entonces sí eres un maricón, un maricón bisexual.
—¿Tú has estado alguna vez con una mujer?
—No, lo he intentado, pero no ha funcionado, las mujeres me gustan, pero no me erotizan, yo soy un maricón-maricón. —Se carcajea.
—¿Y alguna vez te acomplejo serlo?
—Toda mi vida, digo, me fui de México y lejos de aquí ejercía mi vida y mi sexualidad como yo quería, pero mentía sobre mí a las personas a las que les importaba y que había dejado atrás. Ahora me doy cuenta de que yo me equivoque porque asumí la postura que tomarían sobre mi vida basándome en mis propios complejos.
—Me alegra que te hayas dado cuenta y te envidio.
—¿Por qué lo haces?
—Porque de la forma que sea pudiste ejercer tu vida y tu sexualidad a placer.
—¿Tú no?
—No, tenía sexo solo para apaciguar mis impulsos, no había nada más.
—¿Nada más?
—No, solo usaba el sexo para intentar llenar mis vacíos y eso era tristísimo.
Sebastián guarda silencio y el roce de la esponja contra mi piel se vuelve más delicado, por un instante pienso que mis declaraciones lo han asustado y que va a salirse de la tina y dejarme solo, pero él se acomoda estratégicamente y comienza a besar mi cuello, deja la esponja flotar en el agua y en su lugar utiliza sus manos, las pasa con esmero por mi pecho y por mi abdomen, esas acciones me reconfortan y a la vez me afligen porque las circunstancias no dejan de posarse amenazantes a nuestro alrededor y eso me asusta, me preocupa. Hago que esos abismos se disipen involucrándome en sus actos, correspondo a su calidez dando besitos en su brazo como él lo hace en mi cuello.
—Eres la primera persona que me ha hecho sentir que no soy un cascarón vacío y no tienes idea de lo agradecido que estoy por ello.
Él suspira y se detiene por unos segundos, luego besa mi cuello con más intensidad y cuando se da cuenta de que eso me reconforta, muerde en lugar de besar, como yo lo hice con su dedo y sonrío. Sebastián deja en paz mi pecho y se va directo hacia mi ombligo, ahí se entretiene por varios minutos, mi sexo alcanza la altura de su mano y él lo toma con sumo cuidado.
—¿Está bien esto? —me pregunta en busca de aprobación y yo asiento.
Sebastián yergue sus dedos por toda mi extensión con calma y yo agradezco su calidez, su paciencia, su respeto; vuelve a besar mi cuello y comienza a mover sus yemas despacio, yo permito que los sonidos atorados en mi garganta se liberen. Me doy cuenta de que él está haciéndolo todo y me siento mal por ser tan egoísta, me muevo un poco y coloco mi mano sobre él para que todo sea recíproco, pero él me detiene. «Déjate querer —susurra a mi oído—, esto es sobre ti», suspiro, pero no quito mi mano, quererlo y hacerlo justo es quererme a mí mismo y sentirme bien. «Está bien, sé tú quien marque el ritmo —vuelve a susurrarme—, dime sin hablar qué es lo que te gusta». Entiendo a lo que se refiere y con un poco de timidez comienzo a deslizar mis dedos sobre él: acaricio, despacio, acelero, disminuyo, vuelvo a acelerar y luego vuelvo a disminuir; él me imita y no deja ni un solo momento de besar mi cuello.
Deja que sea yo quien llegue primero al éxtasis y segundos después me alcanza.
—Te quiero —me dice.
—Te quiero —le digo sin dudarlo.
—¿Ahora estás menos triste? —me pregunta sin dejar de besar mi cuello.
—Lo estoy —afirmo—, desde el día que te encontré.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top