Cuando comience tu cuento

Por Soniammad

El relato está relacionado con mi saga Red Tales. El primer título de esta es Cuando encuentres una rosa. Puedes leer la historia haciendo clic en el enlace externo.

*

Era la chica más común del barrio, quizá de la ciudad.

Nunca llevaba maquillaje. Su ropa no era elegante, ni de marca.

Siempre podías verla oculta tras sus grandes gafas, ayudando a ancianitos a cargar con sus bolsas, a cruzar los pasos de peatón o devolviéndote lo que intrépidamente se caía de tu bolsillo como si tuviera vida propia. Llevaba siempre una sonrisa en sus comunes labios y nada logró arrebatársela. Ni siquiera yo, que vi lo que la hacía común, pero no lo que la convertía en especial.

Entonces yo aún no conocía el mundo. No había compartido mi tiempo con ninguna mujer. Y no sabía que eso que hacía que ella fuese común, era tan perfecto que no podría encontrarlo en otro lugar.

*

La primera vez que la vi teníamos quince años. Mis padres quisieron abandonar el mundanal ruido de la gran ciudad dónde vivíamos y nos mudamos a las afueras. No fue a una casita dejada de la mano de Dios. Nos trasladamos a un buen barrio residencial con enormes casas llenas de familias acomodadas. Mi padre tenía una serie de empresas de construcción y nos podíamos permitir sin problema esa casa y, seguramente, todo el barrio.

Yo iba furibundo, como cualquier chico de quince años al que arrancasen de su vida para llevarle a las afueras donde no conocía a nadie.

El día que llegamos, mientras los de la mudanza seguían dando vueltas metiendo cajas en los lugares que mi madre les iba señalando, subí a elegir una habitación, como me pidió mi padre. Me había negado a ir a ver la casa tantas veces como ellos lo hicieron, por lo que no tenía la más remota idea de qué esperar.

Una vez arriba, lo primero que busqué fue la habitación de mis padres, tarea fácil porque justo estaban metiendo su enorme cama, y luego elegir la puerta más alejada de ellos. El horror me recorrió la columna vertebral como una serpiente cuando crucé el marco elegido. El cuarto estaba vacío, pero el papel descolorido de caballos e indios que cubrían las paredes fue suficiente para espantarme, igual que la moqueta llena de manchas de colores.

Iba a largarme a buscar la siguiente habitación, pero entonces la vi. Y ese se convirtió en mi dormitorio sin ninguna duda. Acorté la distancia hasta el transparente cristal, hipnotizado. La ventana de la siguiente casa estaba separada por un par de metros, como mucho, y podía ver sin ningún problema la habitación llena de tonos rosados de mi nueva vecina. Tenía una estantería repleta de libros al fondo a la que no presté atención, porque ella me absorbió por completo.

Bailaba. Llevaba una camiseta vieja, con un par de rotos enormes, que se deslizaba por su hombro dejándolo a la vista, y se movía al ritmo de una música roquera que no reconocí, aunque oía a la perfección.

Pensé que era feliz. Parecía feliz. Muy feliz. Y, me pregunté, si yo alguna vez había sido así de feliz. Ni siquiera tuve claro a qué venía ese pensamiento, pero bailaba y sonreía mientras quitaba el polvo de sus muebles con un plumero lleno de colores. Y me pareció la escena más bonita y más feliz que había visto en mi vida.

Me quedé allí, mirándola como un acosador o un pervertido mientras ella bailaba. Y sonreía.

Tardó en verme. Lo hizo tras un giro especialmente torpe que lanzó volando el plumero hacia un lado, soltó su pelo oscuro de su moño y consiguió que prorrumpiese en una carcajada llena de música que se coló en mi nuevo dormitorio. Entonces me vio, quizá porque yo di un paso más hacia ella, como si pudiera volar la distancia que nos separaba para sentarme delante a verla bailar. Solo eso, no quería detenerla, no quería tocarla, no quería molestarla. Solo quería admirarla para siempre.

Solo que no fue para siempre.

Reparó en mí entonces, sus ojos se ensancharon mucho y, aunque la distancia lo hacía imposible de jurar, habría dicho que se puso roja entera. Aun así, en lugar de acusarme de pervertido, alzó la mano hacia mí y me dirigió una sonrisa preciosa. Perfecta. Eterna. Esa sonrisa que me perseguiría hasta el día de mi muerte, aunque yo no lo supiera.

―¡Hola! ―me dijo con energía, haciéndome un gesto tras apagar la música.

Tardé un par de segundos más en entender que quería que abriese mi ventana. Yo la sentía tan cerca que ni me había dado cuenta de que el cristal seguía entre nosotros. Lo abrí y me aproximé todo lo que pude, mientras ella se dejaba caer con un suspiro en el banco bajo su ventana. Sudaba por el baile, pero parecía plena, feliz, sonriente.

Maldita y perfecta sonrisa que no podía dejar de mirar.

―¿Sois los nuevos? Claro que sí ―siguió ella sola―. ¿Quién vas a ser? ¿El cartero? Perdona, es que tengo toda la sangre en los pies y no sé pensar. ¿Cómo te llamas? Yo soy Agatha.

―Bill. ―Fue lo único que fui capaz de pronunciar, lo cual no debió ser muy impresionante, aunque ella sonrió.

―Me llama mi madre ―se disculpó, cuando iba a decir algo más. Gritó que ya iba y se despidió de mí, con un gesto de la mano y una sonrisa―. Nos vemos, Bill.

Salió corriendo y yo me quedé allí mucho rato. Hasta que mi propia madre no volvió y miró con desagrado la habitación. Me comunicó que había elegido la peor, pero era mía, ya no iba a irme a ningún lado.

*

Durante las siguientes semanas no compartí mucho más que saludos y sonrisas con Agatha. Cambiamos el papel de pared y la moqueta, así que tuve que quedarme unos días en otro dormitorio, aunque me aseguraba de pasar por allí cada día, solo para verla. Su escritorio estaba debajo de la ventana, el cual el primer día confundí con un banco, y la veía todas las tardes sentada allí, estudiando... Así que me aseguré de que mi escritorio quedase en el mismo sitio cuando colocamos los muebles.

Me encantaba verla con unas gafas negras enormes y cara de concentración escribiendo sin cesar. Mirar cómo se apartaba el pelo cuando se ponía delante de sus ojos. Pero lo que más adoraba era su forma de arrugar la nariz cuando no entendía algo y cómo sus labios se tensaban alzando las comisuras en una sonrisa perfecta al dar con la solución. Solía premiarse con chocolatinas que luego quemaba recogiendo la habitación al ritmo de rock. Aunque daba igual lo que escuchase, porque llevaba su propio ritmo, que poco o nada tenía que ver con la música. A veces, me parecía que en su cabeza sonaba otra canción que solo ella podía oír.

Llevaba unas tres semanas viviendo en mi nueva casa, cuando hablé con ella de verdad. Íbamos a institutos diferentes, así que ni siquiera teníamos la oportunidad de coincidir en el autobús o en clase. Nuestros momentos eran allí, con las ventanas y el metro y medio que nos separaba.

Aquella noche yo estaba tumbado leyendo un libro de aventuras. Mis padres discutían. Lo hacían a menudo, sus gritos me llegaban desde su dormitorio. No hubiera podido decir cuál de los dos gritaba más, y tampoco quería saber cómo acababan esas discusiones, si alguno ganaba, los dos cedían o se reconciliaban sin llegar a un acuerdo. Solo sabía que al día siguiente nunca seguían enfadados. Hubiera dado lo que fuera por tener un aparato de música como el de Agatha para no oírlos.

En su lugar, lo que escuché fueron unos golpecitos contra el cristal que me sacaron de mis pensamientos y me hicieron darme cuenta de que no había avanzado ni una página en el libro desde que estaba allí tumbado.

Me levanté y aparté la cortina para ver. Agatha lanzaba algo contra el cristal, supuse que piedrecitas. Una repiqueteó en mi ventana justo cuando iba a abrirla y ella se cubrió la boca con ambas manos, como si se hubiera sobresaltado por casi darme. Abrí riéndome y ella me dedicó una sonrisa avergonzada.

―¿Qué pasa? ―pregunté bajito, por no alertar a mis padres.

No quería, bajo ningún concepto, que supieran lo mucho que me gustaba mi vecina ni que la espiaba.

―¿Tienes mantequilla de cacahuete?

―¿Perdona?

―Un sándwich... Quería un sándwich ―me dijo―. Pero no tengo mantequilla de cacahuete y ahora es solo mermelada, así que no es un sándwich, sino el desayuno. ―Me enseñó su plato y estuvo a punto de tirar el pan al patio―. ¿Tienes? Lo necesito, es importante. ¿Puedes prestarme un poco?

Parpadeé sin entender del todo qué estaba pasando. Parecía rara, nerviosa, inquieta. No era la misma chica que bailaba por las tardes en su dormitorio.

―¿Quieres que te preste un poco de mantequilla de cacahuete para tu sándwich? ―recapitulé, y ella asintió nerviosa.

―No sé si habrá, pero puedo mirar.

Esta vez, asintió una docena de veces, haciéndome sonreír un poco. Luego me dijo que me esperaba en el patio trasero.

Bajé corriendo a la cocina. No tenía ni idea de si había mantequilla, ni cacahuetes, ni ambas cosas combinadas, pero recé en silencio porque hubiera. Quería dárselo. Quería dárselo todo.

Un sentimiento muy importante que, por desgracia, no quise entender.

Encontré un frasco a medias en la nevera y corrí fuera para llevárselo. No tenía ni idea de cómo pensaba hacerlo, pero me quedé boquiabierto al ver que esperaba en mi patio. Más cerca de lo que habíamos estado nunca. Una madera de la valla estaba apartada. No sabía que podía abrirse, pero, a partir de ese día, se convirtió en nuestro secreto.

―Me salvas la vida ―aseguró, tan cerca de mí, que hubiera jurado, que podía sentir el calor que irradiaba de sus mejillas enrojecidas.

Cogió el bote y se dejó caer sin más ceremonia sobre nuestro césped. Llevaba el plato con el sándwich aún y un cuchillo para untar. Lo hizo usando sus piernas para apoyarse. Luego cerró el bocadillo mientras yo aún la mirada.

―Siéntate ―me dijo, con tono suave, pero un poco mandón.

Obedecí, obviando el hecho de que llevaba un pijama de pantalón y manga corta, igual que ella, aunque el suyo era algo más largo y conservador. Cuando me senté a su lado partió el sándwich por la mitad con las manos y me dio el trozo más grande.

―No hace falta... ―le dije sincero.

―Es lo justo. Me has salvado la vida. Me moría por un sándwich.

―¿No has cenado? ―pregunté como un idiota, aunque lo cogí cuando insistió.

―Claro que sí, pero... Bueno... No importa. Problemas voraces femeninos. No lo entenderías.

Yo quería entenderla más que nada en el mundo, sin embargo, se llenó la boca con la mitad de su pedazo de sándwich y dejó ir un gemido de satisfacción. Y me dio igual todo lo demás. Solo la miré mientras comía y luego le di mi pedazo. Estaba claro que le apetecía mucho más que a mí. No tuve que insistirle. Se lo zampó en cuanto lo dejé en su plato también.

―Gracias, Bill, me has salvado la vida.

No tenía ni idea, mientras miraba su sonrisa amplia, de lo mucho que esas palabras iban a perseguirme el resto de mi vida.

―Será mejor que vuelva, antes de que mis padres se den cuenta de que me he ido. ¿Repetimos mañana? Traeré dos sándwiches. ¿Lo prefieres de otra cosa?

―L-lo que sea, está b-bien.

Y durante semanas repetimos aquel ritual. Agatha a veces traía dulces y otras comidas. Me acostumbré a cenar poco para tener hueco para tomar algo con ella. Y se convirtió en el mejor momento del día. A veces nos tumbábamos a ver las estrellas. Otras teníamos que despedirnos rápido. Un día incluso nos dormimos y pasamos la noche allí, abrazados.

Agatha fue la primera en dar el paso. Quizá fue la primera en todo en nuestra relación, porque yo aún no me atrevía a reconocer que lo que sentía era algo grave y profundo, cuando una noche, tras atiborrarnos a dulces, me plantó un beso en los labios. Fue rápido, fugaz, infantil, breve y eterno. Duró un segundo, pero en mi cabeza vivió el resto de mi vida.

También fue ella la primera en hablarme de sus sueños. Adoraba la moda, se hacía su propia ropa. A veces, los viernes por la tarde, me enseñaba algún modelito que estaba cosiendo. Se lo ponía con las cortinas cerradas y luego las abría y desfilaba para mí, de ventana a ventana, con un gesto profesional que se convertía en carcajadas cuando se dejaba caer en la silla y daba vueltas por la habitación o saltaba sobre la cama con gritos de emoción.

Su futuro era un lienzo en blanco. Tenía un par de hermanos mayores en la universidad que se harían cargo de la empresa familiar, así que podría montar su pequeño sueño, crear modelitos, dedicarse a lo que adoraba, sin que nadie la cuestionase, ni le pusiera trabas.

Mi futuro se convirtió en un yugo al cuello cuando cumplí diecisiete. No es que antes tuviera sueños, yo era hijo único y sabía que tendría que dirigir la empresa de mi padre, tarde o temprano. Lo que no esperaba es que fuera tan pronto. Lo que podía considerarse para mí un interés, era jugar al fútbol y me encontré de lleno en un mundo muy diferente de trajes y corbatas.

Al crecer fui volviéndome grande y fuerte, además de rápido, era tan veloz... Y cuando Agatha y yo nos tumbábamos en ese hueco del césped de mi casa (que con el tiempo fuimos colocando cosas para hacerlo nuestro: mantas, cojines, macetas...), a veces hablábamos de ello.

―Tú estarás en las ligas profesionales ―decía ella, con sus dedos entrelazados con los míos―. Y yo en París, con mi empresa de moda. Te olvidarás de mí cuando seas famoso.

―Iré a verte cada día libre que tenga.

―¿Hasta París? Eso deben ser como cien horas de vuelo ―exageraba.

―No serán suficientes para disuadirme ―replicaba yo.

Entonces me besaba y yo solía pensar que merecería la pena. Fueran cien horas o mil, merecería la pena por verla.

Pero no habría ligas profesionales para mí. Mi padre murió cuando yo tenía diecisiete y mi madre se desentendió de las empresas. Siempre creí que mis padres se llevaban mal. Discutían a gritos al menos dos veces a la semana. Así que me decía que eso no podía ser amor, porque Agatha y yo no habíamos discutido jamás, y nunca le hubiera gritado, así que sabía que lo nuestro era intenso, profundo y real.

Sin embargo, mi madre se convirtió en un fantasma en vida, como si le hubieran arrancado un pedazo de sí, de corazón, de cerebro o de alma, y solo vagaba. Y las empresas de mi padre empezaron a tambalearse sin una mano guiándolas. Con empleados aprovechando que mi madre no era más que una sombra para sacar provecho.

Perdimos tanto dinero que tuvimos que vender la casa. La última vez que vi a Agatha a través de ese metro y medio que nos separaban nuestras ventanas, ya no reía, lloraba.

Decidí hacerme cargo de las empresas tan pronto como entré a la universidad. Nuestro plan era ir a la misma, pero mi poder económico ya no era lo que fue y los padres de Agatha no estaban dispuestos a permitir que su hija fuera a una universidad que no fuese la mejor. Así que nos separaron varios cientos de kilómetros.

Solo era una separación física. Nosotros seguíamos juntos. Agatha me escribía largas cartas y yo las respondía. Hablábamos por teléfono cada viernes. Pasábamos las vacaciones a solas, en alguna pequeña casa de alquiler. Ella solía decir que nada nos separaría, supongo que no me tuvo en cuenta a mí.

Aguantamos dos años así. El tercero las cosas cambiaron. Las empresas de mi padre volvieron, no solo a flote, sino a dar rentabilidad. Ocupaba cada minuto libre en ellas, en estudiar y, el poco rato que me quedaba, lo pasaba con mis amigos, jugando a fútbol o saliendo a beber. No hubo otras mujeres, pero a veces, cuando pasaba mucho sin ver a Agatha, me preguntaba si merecía la pena lo difícil que era todo solo por la promesa de que, algún día, fuera diferente. Ella no había perdido su deseo de vivir en París. Yo sabía que estaba atado a las empresas de mi padre en Estados Unidos. Y esas cien horas de vuelo que siendo un adolescente me parecían un precio más que aceptable, de pronto eran demasiadas, aunque no fueran más que diez, o quince, en realidad.

Dejé de responder a sus cartas. Dejé de llamarla. Y de descolgar cuando ella me llamaba a mí. Ya no tenía tiempo que perder. Me dije que sería diferente después de la universidad. Que, quizá, encontrásemos la manera de vernos, de pasar tiempo, pero en ese momento valoraba más esos minutos que compartíamos con llamadas o el que invertía en escribirle cartas que lo que sacaba con ella. No veía lo especial en oírla, hablar de moda durante horas. Prefería invertir ese tiempo en hacer más dinero o en pasarlo con mis amigos.

La oí llorar aquel verano al otro lado de la línea, cuando le dije que iba a irme a Europa con mis amigos, en lugar de pasarlo con ella, como los anteriores. No la consolé, solo le dije que no teníamos tiempo. Y colgué. Fue la última vez que la oí.

No estuve con otras en ese tiempo. No sé si Agatha tuvo a alguien. No era lo que me importaba, solo quería hacer más dinero, acabar la carrera, jugar a fútbol y divertirme con mis compañeros.

―¿Qué harás cuando acabes la carrera? ―me preguntó mi mejor amigo, Roger, tumbados en las gradas, al sol, una tarde especialmente calurosa de finales de abril.

―Trabajar ―repliqué, extrañado por la pregunta. Él, por supuesto, sabía de mis empresas.

―No, idiota, hablo de la vida. ¿Qué harás en la vida?

Puede que nos estuviéramos pasando un cigarro de la risa y tomándonos una cerveza. Una celebración tardía por nuestras buenas notas en los últimos exámenes.

Soplé el humo y fue como si la viera entre este, limpiando la habitación con la música a tope, bailando, con el sudor pegándole el flequillo y una sonrisa tan común y tan especial, que ni casi diez años después la había olvidado. Y cien horas me parecieron un suspiro, ¿cuántas hacía que la conocía? ¿Cuántas habíamos pasado tumbados en aquel césped? ¿Cuántas llevaba sin verla u oír su voz?

―Tengo que buscar a alguien. Quizá me mude a París ―le dije, con la idea revoloteándome con la misma consistencia que el humo del porro―. Venderé todas las empresas y montaré una de moda. Ella diseñará la ropa.

Roger se partió de risa, sin tomarme en serio. Yo no me reí, porque iba muy en serio. Las empresas eran mías, del todo, podía hacer lo que me diera la gana. Cualquier cosa. El yugo que me atrapó a los diecisiete de pronto parecía un camino de baldosas amarillas que podía llevarme a cualquier lugar.

Y París sonaba deliciosamente bien de pronto.

*

Estaba nervioso. No me sentí así ni durante los exámenes finales. El día que acabé la carrera, pasé de la fiesta y fui a buscar a Agatha. Me imaginé que ella seguiría en su propio fin de curso, así que conduje durante casi un día entero hasta su universidad. Llegué agarrotado y nervioso.

Había estado allí un par de veces, durante los dos primeros años. Así que no me costó ubicarme. Pensé que dar con ella sería fácil, debía estar con los graduados. Encontré a su mejor amiga. Me miró con el ceño fruncido y luego con los ojos muy abiertos. Sujetó mi mano y me guio fuera de la fiesta en la hermandad donde estaba.

―¿Qué haces aquí? ―preguntó, con los ojos repentinamente llenos de lágrimas.

―He sido un idiota, no debí dejarla. Necesito verla, por favor. ¿Dónde está?

―¿No lo sabes? ―me dijo y las lágrimas gotearon por sus mejillas rosadas por el maquillaje―. No, no lo sabes.

―¿El qué? ¿Está con alguien?

―Agatha murió, Bill. ―Un sollozo interrumpió sus palabras y pensé que no podía haberla entendido bien―. Fue un accidente, hace un par de meses. Ella siempre dijo que volverías, no...

Ni siquiera supe qué más dijo. Me pitaban los oídos y me dolía la cabeza. Hui de allí y, durante meses, solo fui un alma en pena, como mi madre cuando perdió a mi padre. Luego me dije que no podía permitirme aquello, con todo lo que había luchado.

Me forcé a pensar que solo era una mujer más, una de los millones que poblaban la tierra. ¿Qué tenía de especial? Nada. Así que la busqué en otras. En todas y cada una de las mujeres con las que me topé, pero no la encontré.

Jamás encontré a nadie tan común y perfecto como ella.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top