Potaje
Cuando al Coco le ofrecieron el trabajo de San Nicolás pensó, primeramente, que se trataba de una broma. Arrojó la carta en la chimenea de lamentos que iluminaba su morada y se reclinó en su sillón a continuar su lectura de la tarde. Palpó las páginas del libro luego de humedecerse los dedos y se hundió en los albores de la ficción.
No supo en qué momento se quedó dormido, ni tampoco desde cuándo su puerta retumbaba hasta el punto de remover el polvo de la estancia. Echó un ojo por la ventana y comprobó que apenas bostezaba el sol, por lo que no comprendía quién estaría haciendo tanto ruido a esas horas. Luego de comprobar su desaliño frente al espejo, el Coco abrió la puerta vibrante, al mismo tiempo que se recordaba a sí mismo la utilidad de los timbres.
De lado a lado no encontró más que el paraje artero del valle. Algunos árboles sin hojas, más parecidos a patos desplumados, intentaban crecer fuera del sendero, como si escapasen de las hachas de sus sirvientes. Las libélulas formaban sociedades alrededor de un estaque de petróleo y algunos cuervos daban largas caladas a sus habanos al sobrevolar los huesos de una cabra.
Fuera de eso, el Coco no vio nada fuera de su sitio, y mucho menos al perpetrador de su tranquilidad. Giró sobre sus talones y cerró la puerta tras de sí antes de dar un respingo.
—Ah —resopló el Coco—. Debí preverlo.
Hacía frío, pero era un frío diferente, un bajo cero cálido como un abrazo, como un beso en la mejilla. Un frío del asco, pensó el Coco, ya resignado a lo que veníale encima. Caminó hacia el minibar y destapó un escocés.
—Imagino que no se te antoja —dijo el Coco al servirse—. Digo, tú no eres de esos.
Obvio que no. San Nicolás era una tesis de ética que podría ocasionarle arcadas al Coco durante todo un milenio. Aquello de dar para recibir, conmiseración, empatía y demás pavadas a ser premiadas con un regalo a final de año le parecía una práctica que lindaba en los bordes del egoísmo.
Pero él era el Coco, y dar juicios de valor sobre el trabajo de los demás era una tarea no correspondida con sus deberes. Por lo que le tocaba, su ardid se vinculaba a las pesadillas; aquellos corceles de cascos nocturnos capaces de invocar miedo y sábanas mojadas por la mañana.
—¿Aceptarás mi oferta? —dijo San Nicolás en el sillón, leyendo la novela que el Coco había dejado en la mesita de noche.
Las cenizas de la carta reposaban en la chimenea. De saber que no se trataba de una broma de mal gusto, el Coco habría escrito una respuesta digna, a pluma, y con la mejor excusa de descorchar su recién adquirido tintero de sangre. Dio un sorbo del escocés y se aclaró la garganta.
—¿Qué te impide entregar regalos este año? —preguntó—. ¿Tus renos no pueden arrastrar el trineo? Te ves más panzón que hace dos siglos.
San Nicolás sonrió, inflando tanto sus mejillas como su barriga. La blancura de su barba correspondía a la de sus dientes, y aquellos ojos de pasa, detrás de unos bifocales, se cerraron como la madriguera de un topo.
—Necesito una mano extra. —De la gabardina sacó un rollo de pergamino lo suficientemente grueso para batear una pelota fuera del estadio. Dejó que se desenrollara por toda la habitación, como si se tratase de una serpiente desenroscándose de un largo sueño.
El pergamino estaba plagado de nombres, nombres y más nombres. Niños de todos los países del primer, segundo y tercer mundo, sin diferencia plausible más que el lecho en donde recostaban sus cabecitas.
—Te lo advertí —dijo el Coco—. Inventaste la navidad, y ahora has de resolverlo solo.
—Estos no son los chicos que se portaron bien —dijo San Nicolás—. Son aquellos que se han portado mal este año.
El Coco estuvo a punto de dejar caer su vaso. El pergamino apenas habíase detenido.
—Si esta es la lista de los niños que se portaron mal, es obvio que la lista de los que se portaron bien es más larga, ¿verdad?
Solo obtuvo como respuesta una negación leve y gris de Papá Noel. Habría pensado que las arrugas del rostro consumían de a poco su inmortalidad, como si una tundra resquebrajase desde adentro aquel regordete cuerpo.
—¿No te gustaría hacerles una visita el día de navidad? —preguntó Santa Claus—. Algo de aire fresco te caería bien.
El Coco rememoró las razones por las cuales nunca salía en navidad. Todo era risas y por favores, bien pueda usted y familia. De hecho, lo tomaba como su único día libre del año, ya que, en comparación con el resto, no había desdicha aparente que decapitase la buena voluntad decembrina. De nada servía asustar o comerse a los niños que se quedaban despiertos hasta tarde esperando avistar aunque sea uno de los cascabeles de San Nicolás. Por aquellos días el miedo que podría infundir su presencia resultaba tan inútil como una rueda cuadrada.
—¿Qué tengo que hacer?
La noche del veinticuatro de diciembre el Coco latigueaba a sus corceles mientras surcaba el cielo en una estela de sombras y ascuas. Se detuvo en el techo de una casa, y convertido en un repeluzno glacial, se hizo paso a través de la chimenea hasta llegar a la habitación de unos gemelos. Sus nombres inauguraban la lista. Por lo que sabía, despellejaron al gato de la familia y culparon a la criada. La pobre ahora pasaba la Noche Buena a la intemperie, calentándose con potaje desabrido. El Coco dejó los regalos debajo del árbol y se alejó, no sin antes beber hasta la última gota de leche y engullir la última migaja de las galletas destinadas a San Nicolás.
A la mañana siguiente, los frutos de su trabajo entraron por la ventana de su morada. Durante toda la noche viajó a cada rincón de lo que se conocía como mundo, y se disponía a descansar cuando los primeros llantenes, corales, le indicaron que su labor fue un éxito. Se sirvió del escocés y bebió, ávido. Aquello era mejor que el miedo producido por las pesadillas; era decepción plena, el sonido de un alma rota, la pérdida de la inocencia y la aceptación de las responsabilidades.
La idea había sido de San Nicolás, por supuesto, pero no había mejor verdugo que él. Había envuelto cada regalo con un mimo tan diligente que era imposible no creer que la caja albergase un tesoro. Cualquier niño de la lista correría con la ilusión de que su fechoría, apenas recordada, fue pasada por alto. Desataría el lazo al tiempo en el que, con aquellas uñas mugrientas, rasga el papel; tiraría la tapa con la garganta ya seca de la emoción antes de ver y tocar, al fin, la preciada recompensa navideña: un carbón tan negro y oscuro como la culpa, como una cuenca vacía que, sin embargo, no dejará de observar sus pecados, y que poco a poco lo arrastrará hasta la soledad de la penumbra. Y el recuerdo de su travesura, que creía enterrada, surgirá de la tierra con su mano putrefacta y buscará alimentarse de sus mentiras, pues solo la negación del mal la mantendrá caminando en este mundo. Ese carbón manchará sus ropas, su piel, sus mejillas; lo consumirá como una gangrena y lo marcará ante los ojos de los justos y del dios de turno. Y al dormir, en el reino de los sueños, el Coco conjurará, por ejemplo, a aquel gato ya despellejado y a la criada moribunda. Revolverían el potaje ya hirviendo sobre carbones, montañas de carbones, al rojo vivo, y los gemelos solo sentirían su piel deslindarse de sus huesos mientras el fuego y el remolino los consumen en aquel potaje antes de ser engullidos.
Así pensó el Coco estas cosas, y así se cumplieron de aquí en adelante luego de estas líneas. Jo. Jo. Jo.
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