Al otro lado

Cuento publicado en el tercer número de la revista digital CrazyMate (México)

La singularidad nos había tomado con la sorpresa de un zarpazo. A los pocos años, las bases a su alrededor se multiplicaron como enanas blancas, estáticas y frías en espera de algún propósito, como si la voluntad les hubiese abandonado.

No tuve dudas al alistarme, ni siquiera cuando insertaron en mi cerebro el motor visual, a sabiendas de que una vez que estuviese en marcha, no gozaría de privacidad alguna. Cualquier cosa que cruzara a mi vista, ellos lo verían, muy cómodos, desde sus asientos reclinables en el centro de comando. Quejarme estaba fuera de los planes; era el primero en mi clase; sería los ojos de la humanidad.

—¿Acaso no tienes miedo? —solían preguntarme por los pasillos.

De mi respuesta dependía la confianza que todos depositaron en mí. En aquellos momentos recordaba a la singularidad en sí, hecha de fractales y de esbozos parecidos a telarañas, como una pared tan maleable y frágil que, al menor soplido, podría derrumbarse, arrastrándonos con ella.

Y a su vez, parecía remachada con el martillo de algún dios, a la deriva como un barco fantasma, de aquellos que contenían todas las historias del mundo en sus velas.

—Tengo miedo —respondía.

Aquellas palabras me daban la seguridad que estaba buscando. Darme cuenta de mis propias limitaciones era el mejor analgésico, y hasta el día de hoy, nadie me lo ha reprochado. Es como si mi vulnerabilidad fuera la de todos, y aquello les recordaba, en cierta medida, lo que significa ser humano: Un nido de miedos y errores.

A pesar de la atención que recibía, mi lecho estaba vacío en cada uno de mis despertares. Era acompañado nadas más que por un par de almohadas y unas sábanas que no se lavaban desde que partí de la Tierra, y al menos su olor me recordaba a mi granja.

Era mejor que una fotografía.

Al cerrar los ojos, la imagen de mis sabuesos acudía a mí como si la hubiese llamado con un silbato. Casi, casi, sentía sus lenguas relamiendo mi rostro al cruzar por la puerta astillada luego de un largo día en el huerto, y el corazón se me deshilachaba al abrir los ojos y verme rodeado por las placas de mi habitación que no dejaban de ronronear entre sus acoplamientos gravitaciones para mantener a toda una tripulación pegada al piso.

El día del despegue, desfilé por el hangar camino hacia la nave. Escuchaba los serbos en mi cerebro trabajar a toda máquina, ajustando el contraste de mi iris para una mejor resolución. Mientras caminaba, todas las miradas caían sobre mí como si fuese un modelo a seguir, un símbolo, una bandera que ondeaba en la inmensidad de un universo devastado por nuestra propia ambición, o por nuestra curiosidad, que a estas alturas vendría a ser lo mismo. ¿No era yo un experimento que buscaba saciarla? ¿Una necesidad que se confundía con nuestro instinto por sobrevivir, por romper la barrera de lo posible?

—Todo saldrá bien —me dijeron por radio—. Los números no se equivocan.

—Pero nosotros sí —respondí casi sin pensar.

Pude escuchar risas parecidas a la estática desde el otro lado. Enfoqué el hangar una vez más desde el asiento de la nave por mera cortesía, mientras que debajo de mi traje sudaba como si mi cuerpo fuese una cascada de glándulas sudoríparas.

La nave despegó y yo me despedí mentalmente de cada miembro de la tripulación. Temía parpadear, pues no quería opacar los detalles que ahora galoparían hacia mí en cuanto tuviesen la oportunidad. Tragué grueso, y los controles de la consola emitieron trinos parecidos a los de las aves.

—Los niveles están normales —dijeron por radio—. ¿Qué ves?

La singularidad era una puerta de doble hoja tallada por el polvo de las estrellas y sostenida por la lanza de incontables galaxias y constelaciones. Enfoqué todo lo que mis músculos me permitían, y el hormigueo de los serbos se caló hasta mis piernas. Parecía que mi nave nadase en un río, ceñida a las crestas de un umbral blanquecino.

Entré. Era hora de ir hacia el otro lado. Para eso me habían convertido en sus ojos. Por la radio escuchaba voces tan lejanas e inexistentes como mis primeros recuerdos. Ahora la nave se convertía en una pequeña cesta, llevada por los caudales de un Nilo celeste. Una película membranosa se rompió como el himen de una mujer, y la arena del cosmos comenzó a colmar los alrededores con chispas que a mis ojos parecían soles.

Parecía que mi nave araba el espacio, abriendo brechas como si de un pasillo se tratase. Deambulaba por aquellas verjas atemporales, cruzando bosques y castillos caídos entre matanzas e imperios. El primer contacto. Miguel Ángel. El gran hongo letal que se alzó hasta la barbilla de Dios, llevando muerte y enfermedad. Los besos de mi madre y los ladridos de mis sabuesos.

Mi cabeza era un cubo, y en cada una de sus aristas y caras, los horizontes oscilaban como las cuerdas de una guitarra que se dejaba arrastrar por la melodía de mis latidos suspendidos en la nada. El eco de mi propia garganta, seca, se abría entre los pastizales de otros mundos al fundirse en el fuselaje de máquinas tan grandes como un planeta. Los rugidos de las bestias me hablaban con la claridad de ceros y unos, lineales en su propia historia que no parecía diferenciarse de la mía.

Vi brotar monolitos y árboles que con sus raíces consumaban a los cuatro elementos en un cuenco de madera tan hondo como el túnel que ahora atravesaban mis sentidos.

Al otro lado.

Al otro lado.

Al otro lado.

Quizá nunca llegaría. Quizá, si estiraba mi mano lo suficiente, podría alcanzarlo, halarlo hacia mí, como si me perteneciera, y no todo lo contrario. Me moví entre las dimensiones y abrí mi mano hacia la ventana del piloto, hacia la oscuridad, hacia la luz, hacia el prisma que parecía conocerme mejor de lo que yo podría hacerlo. Aquel teseracto extendió su brazo y contestó a mi atrevimiento.

***

Había tierra mojada cuando apreté los puños. Divisé un pilar de humo alzarse bajo aquel cielo azul. Como si hubiese recobrado las facultades de mis extremidades, decidí caminar hacia allá. Subí una colina, mientras un zumbido insistía en colarse por mis oídos. Al llegar a la cima, pude ver el origen de la humareda.

Mi nave era un puñado de escombros envueltos en una manta de fuego. Parecía ser el centro de aquel universo; el nuevo Sol. Sentía su calor penetrar mi traje, como si no lo llevase puesto, y a su alrededor, figuras oscuras, erguidas y tan parecidas a lo que alguna vez fui, danzaban como si las llamas les ordenasen hacerlo.

En aquellos ojos primitivos se reflejaron los dominios que estaban por venir. Serían los nuevos dueños de todo el paraje que les rodeaba.

El zumbido que atacaba se convirtió en un puñado palabras que pensé que había olvidado, y los ojos de la humanidad se vieron a sí misma por primera vez.    

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