Autorretrato
Despertó con un dolor de cabeza horrible debido a la resaca producida por la cogorza de la noche anterior.
Estaba muy frustrado debido a su bloqueo artístico, por lo que a su buen amigo Wyleck se le ocurrió la "fantástica" idea de salir a tomar "unas copas" para "desconectar" como le gustaba a él decir.
Todos le conocen como Edwin Murch, el pintor impresionista más estrafalario e impredecible del mundo moderno.
Sus dotes para la pintura y su virtuosidad, le llevaron a lo más alto en el escalafón de la sociedad artística. Era un reconocido pintor, comidilla en todas las reuniones y actos sociales, cuyas obras conmovían corazones, hecho saltar lágrimas y hasta causaban revuelo.
Se consideraba un hombre polifacético, no le gustaba estancarse en un solo estilo, los probaba todos dejándose llevar por las sensaciones y retos que conlleva cada uno. Algunos compañeros artistas, considerarían este vaivén de estilos como un «juego de adulterio artístico», pues no le era completamente fiel a ningún movimiento. Un día se despertaba con ganas de crear algo surrealista, y al día siguiente a lo mejor se le antojaba crear una obra clásica al oleo.
Puntillismo, claroscuro, abstracto, arte moderno y postmoderno, arte tradicional, arte grotesco..., lo había probado todo.
Y, como inevitablemente le suceden a casi todos los artistas, llegó al culmen de la creatividad, y la luz de la inspiración abandonó su cuerpo.
Su musa, siempre presente, había desaparecido sin previo aviso, sin dejar siquiera una nota avisando de que se iba a tomar un año —o un par de años— sabático, en el que no se pasaría ni a saludarle con una minúscula e incipiente idea.
Este bloqueo lo llevó a la desesperación, pasaba horas y horas sentado frente al lienzo, con el pincel firmemente agarrado, pero su mente estaba tan en blanco como la de un bebé recién nacido, ni una triste idea asomaba.
Este estancamiento afectó a su reputación, pues a medida que pasaba el tiempo, la gente se iba olvidando de él, nuevos artistas iban surgiendo mientras Edwin se iba sumergiendo en el oscuro agujero negro en la que se había convertido su psique. El mundo del arte es cambio constante, si no creas, con el tiempo acaban por olvidarse de ti, pasas a ser un recuerdo, algo obsoleto, que ya no sirve.
Lo intentó todo; tormenta de ideas, paseos al aire libre, observar cuadros clásicos de mis más admirados pintores para inspirarme... Pero nada hizo mella en él.
Quizás algo en su interior se había roto. ¿Había perdido el don divino de la pintura? ¿Los dioses le estaban castigando por alguna afrenta que había cometido sin darse cuenta? ¿Por qué le habían arrebatado su virtuosidad? Estas preguntas hacían que se volviese loco, y tratando de acallar sus pensamientos aunque solo fuese por unos instantes, comenzó a frecuentar bares y tabernas, embriagándose con licores de toda clase, ahogando las voces que acosaban su mente.
Empezó a realizar pinturas por encargo de ricos pomposos que no valoraban el arte más allá de tener algo bonito que presumir en sus ostentosas fiestas. Odiaba profundamente realizar tales trabajos, pero era pintor, y al final tenía que ganarse el sustento para no morir de hambre.
Mientras se convertía en un pintor mediocre de poca monta, creando obras concretas simples y sin pizca de emoción, no paraba de observar y escuchar noticias acerca de las nuevas y prometedoras mentes jóvenes que estaban llegando al país, con sus revolucionarias y frescas ideas que, según palabras de muchos, «cambiarán la forma en la que percibimos el arte moderno». Paparruchas.
Llegó un día en que su amigo notó un deterioro anímico a causa de su infructuoso trabajo, por lo que decidió proponerle algo totalmente inesperado.
—Mira, Edwin, no me gusta verte así, por lo que te voy a compartir una información que quizás te sea de utilidad, pero tienes que prometerme, no, júrame que no se lo dirás a nadie.
Estas palabras le inquietaron a la vez que llamaron su atención. Asintió lo más serio que pudo.
—Lo juro por mi vida. ¿De qué se trata?
Entonces Wyleck se acercó más a él, y bajando el tono a un volumen en el que solo Edwin pudiera escucharle, dijo:
—Conozco a una persona... Una especie de... Bruja, o hechicera. El caso es que posee toda clase de conjuros y pócimas que, por lo que dicen, siempre hacen efecto. Te paso su dirección.
Al principio sintió el impulso de negarse, pero a esas alturas ya le daba igual. No perdía nada con intentarlo, de todas formas ya nada podía hundirlo aún más en la miseria.
Cogió el papel que su amigo había escrito velozmente y se lo guardó en un bolsillo de su abrigo.
〄
A la mañana siguiente Edwin corrió como alma que lleva el diablo tratando de salvarse del aguacero que ese día había decidido caer, mientras buscaba la dirección escrita en el papel que su amigo le había entregado.
Localizó el diminuto local medio escondido en una esquina, a su lado una lavandería que funcionaba las veinticuatro horas al día.
Miró a los lados para comprobar que nadie le veía y procedió a entrar al lugar en cuestión, el cual se encontraba prácticamente en penumbra a excepción de un par de luces oscuras que le proporcionaban a la estancia un ambiente "místico".
—Bienvenido, transeúnte, a la guarida de Madame Detröis, ¿en qué puedo ayudarle? —La voz salió del fondo de la tienda, en donde ni tan siquiera la luz llegaba a alumbrar siquiera.
Edwin se acercó y pudo distinguir a una mujer, ya entrada en la cuarentena, que vestía un atuendo de colores llamativos, extravagantes, propios de una adivina. El pintor se aclaró la garganta antes de hablar.
—He venido a... consultarle un problema.
—Siéntese, por favor, y cuénteme aquello que le tiene atormentado.
Se sentó en la silla acolchada que tenía frente a sí y observó su alrededor: extraños talismanes y símbolos decorando las paredes, cortinas oscuras, y viejos libros amontonados en todas partes. En la mesa, el típico juego de cartas del tarot y la típica bola de cristal para "leer el futuro".
—Verá... Soy pintor. Uno muy bueno, desde luego. Soy reconocido en todo el país, de hecho.
—¿Ha venido aquí para presumirme sus logros?
—Oh, no, no. Esque... Últimamente yo...
—No puede pintar. ¿Es eso? —Le interrumpió.
Edwin se quedó callado unos momentos.
—Sí. No sé qué me pasa, estoy confundido, llevo meses sin que la musa baje a inspirarme, y créame que lo he intentado todo.
—Le creo. —Repuso—. Así que viene para pedirme que le ayude a recuperar su musa, ¿verdad?
—¿Puede hacerlo?
La mujer sonrió, convencida.
—Puedo. Pero con una condición.
—Si es por el dinero, le puedo pagar, pero no todo de golpe, últimamente trabajo bajo comisión así que hasta que no cobre-
—No se preocupe por el dinero, no es a eso a lo que me refería. —Acto seguido la mujer se levantó de su asiento y se dirigió al mostrador, se donde sacó un pequeño frasquito de unos hermosos y variados colores, los cuales se entremezclaban flotando dentro del recipiente.
Edwin lo contempló casi hipnotizado. ¿Sería alguna clase de pintura mágica que al echarla en el lienzo crearía la pintura más hermosa jamás concebida? Sin duda esos magníficos y vibrantes colores hacían que no fuera capaz de despegar la vista de él ni un segundo.
—Esto —señaló el frasco— es un brebaje muy especial. Capaz de potenciar el talento de su dueño de manera exponencial. Un trago de esto, y no solo recuperará su musa, sino que además pintará como jamás había soñado.
Los ojos de Edwin brillaban embelesados con aquel objeto fruto de su salvación. La respuesta a sus problemas. Pero algo dentro de él le hizo recuperar la compostura de repente.
—¿Cuál es el truco?
—La condición, señor Murch, es que no podrá pintar su retrato nunca más. Tampoco otros podrán pintarlo. Si lo hace las consecuencias serán terribles...
—¿No podré poseer un autorretrato? Vaya... Es un gran precio, pero estoy dispuesto a pagarlo.
A pesar de que la idea le inquietó en parte, pensó en la vida que le esperaba si no tomaba aquel brebaje, y se convenció de que prefería morir a volverse un pintor mediocre para el resto de su vida. Su ego podría soportar el precio de no poder ser retratado.
〄
Tras llegar a casa, no perdió tiempo y se tomó la pócima sin vacilar, y acto seguido se sentó frente al caballete que había dejado colocado en la mañana.
Al principio no sintió ningún cambio, pero al mirar el lienzo en blanco y los colores de la paleta, una explosión de ideas inundó su mente. Esta sobredosis de inspiración hizo que estallara de alegría, pintó desenfrenadamente, movido por una adrenalina y un éxtasis inexplicables que lo hacían sentir más vivo que nunca. Estaba pintando, ¡estaba pintando de verdad! Había recuperado la chispa, todo gracias a esa mujer a la que creyó en un inicio una mera charlatana y estafadora.
Las lágrimas le salían descontroladamente de los ojos, no cabía en sí de gozo.
Cuando terminó su obra maestra, la contempló orgulloso, extasiado. Se trataba de un ángel extendiendo sus bellas, blancas y emplumadas alas, dejando correr unas finas y cristalinas lágrimas de sus vibrantes y puros ojos. La piel era de un tono blanco rosado, y el pelo, con unos hermosos rizos dorados, transmitían suavidad.
Cogió el cuadro y salió a la calle, levantando su obra al cielo y gritando a los cuatro vientos que era un milagro. La gente lo observó confundida, sorprendida, pero al ver el cuadro muchos se quedaron maravillados, incluso algunos rompieron a llorar.
Después de aquel día, Edwin no dejó de crear obras que quitaban el aire. Pintaba retratos tan hermosos que parecían casi divinos, frutas y otros alimentos que se veían tan jugosos que parecía que podías saborearlos, exquisitos paisajes y jardines tan idílicos que a su lado, el Edén era un vulgar campo. Este acontecimiento hizo explotar al mundo del arte, los espectadores no paraban de observar con fascinación los cuadros, los críticos de arte no eran capaces de encontrar un solo fallo en las pinturas, y el resto de artistas y pintores estaban tan celosos de no haber sido ellos quienes crearan aquellas magníficas obras que se retorcían de rabia.
—¿Cómo diablos lo has hecho? —Wyleck estaba impresionado.
—¿Cómo que cómo lo he hecho? Tú fuiste el que me dio la idea de ir a una adivina para solucionar mi problema.
—Sí, pero, eso fue una tonta idea, no creí que funcionaria, solo pretendía hacerte sentir un poco mejor.
—Pues amigo mío, te doy las gracias. Gracias a ti he recuperado mi don, te debo una, esta noche invito yo.
Siguieron hablando, riendo y bebiendo toda la noche, llenos de júbilo.
〄
Varios pintores intentaron descubrir su secreto, unos preguntando amablemente, otros no tanto. Algunos intentaron sobornarlo, incluso recibió amenazas, pero se mantuvo firme y no dijo nada, pues sabía que si lo contaba, las represalias serían horrorosas, y aunque no había ningún castigo por desvelar el secreto, si lo hacía le tomarían por un tramposo, o peor aún, un inútil sin talento que precisaba de poderes mágicos para ser un pintor respetable. Estas ideas y el hecho de que también cabía la posibilidad de que algunos utilizasen su truco para volverse llamados artistas como él le convencieron de permanecer callado. No podía permitir que nadie más se aprovechara de esta magnífica pócima, pues si se volvía popular, sería uno más del montón, y no el tan afamado pintor en el que se había convertido, incluso más que antes de caer en su bloqueo.
Pero solo los muertos pueden permanecer callados para siempre. Todos los secretos, inevitablemente, acaban saliendo a la luz, es como si una fuerza divina los empujara a ser descubiertos, de una forma u otra. Y el de Edwin no fue una excepción.
Una tarde de primavera, un pintor extranjero de renombre conocido como Pieter apareció en el antro que solía frecuentar y comenzaron una muy apasionada plática. El hombre afirmaba que había oído su nombre innumerables veces y eso había despertado su interés y curiosidad, por lo que decidió viajar única y exclusivamente para conocerlo en persona y ver sus obras.
Edwin lo llevó a su casa, donde le enseñó algunas de sus más recientes obras y que aún no había sacado a la luz, y el hombre no pudo contener su fascinación.
—Así que era cierto. Creía que las gentes exageraban, todo el que no es entendido de arte tiende a engrandecer creaciones que, en la mayoría de casos, son comunes, incluso mediocres, ya no solo en apariencia sino también en estilo y técnica.
»Pero esto es el culmen de la magnificencia, la majestuosidad de estas obras es inigualable, su perfección casi divina es tan... Inexplicable. No hay palabras suficientemente acertadas para definir tales obras.
Ante tales halagos Edwin no pudo sino enrojecer de vergüenza y satisfacción. Hasta artistas de otras partes del globo se maravillaban con su arte y eso hinchaba su ego todavía más.
—Por favor, señor Murch, ¿me concedería el honor de pintarle un retrato? Quiero que el mundo conozca el rostro del hombre que está haciendo historia en mundo de las artes plásticas, y quiero ser yo y no otro el que lo haga, quiero que consolidemos una relación de negocios -y por supuesto de amistad, si no le molesta- y nos convirtamos en los pintores más influyentes y conocidos de nuestro siglo y en los siglos venideros.
Edwin se sentía tentado a aceptar tal ofrecimiento, sus palabras lo habían convencido prácticamente, pero un destello de sentido común lo devolvió a la realidad recordándole el castigo que recibiría si alguien, incluso él mismo, pintaba su retrato.
—Sus palabras me conmueven y le agradezco la oferta, pero lamento tener que decirle que eso no será posible. Estoy totalmente dispuesto a aceptar colaborar con usted, mas no puedo permitir que pinte mi retrato.
El hombre lo escuchó extrañado, no comprendía cuál podría ser el motivo de su negativa.
Al ver su expresión y preveer que le seguirían un sinfín de preguntas e intentos de convencimiento, agregó:
—Aunque no lo parezca, soy un hombre humilde, aborrezco los autorretratos pues me parecen una técnica narcisista. ¿Qué importa el aspecto del autor? Lo importante son sus obras, y lo que quiere retratar en ellas, la apariencia o vida del autor es un detalle insignificante. Además, el hombre está constantemente cambiando, aunque usted me retrase tal y como soy ahora, esa imagen en unos años se volverá falsa, pues mi rostro habrá cambiado tanto, que el del cuadro será a mis ojos y a ojos de todo aquel que me conozca irreconocible, por lo que no tiene sentido plasmarme en el lienzo.
El hombre aún seguía dudoso, sin embargo no podía contrariar las demandas de Edwin, no quería ganarse su enemistad, y menos aún después de que había sido tan generoso al permitirle ir a su casa y ser el primero en ver sus obras más recientes, además de que había aceptado su oferta de trabajar juntos.
Viajaron por todo el mundo, realizando exposiciones y dando discursos y entrevistas acerca de su vida, sus inicios en la pintura y las dificultades por las que habían pasado hasta llegar a donde estaban.
También habían hecho alguna que otra obra conjunta, combinando sus propios estilos artísticos.
Y cuando terminaban, pasaban una temporada en alguna casa que alquilaban para descansar y realizar nuevos proyectos.
Así estuvieron durante los tres años que pasaron juntos, con su arte y nada más, eran felices hasta el éxtasis.
Pero todo aquello se fue al garete un día cualquiera, cuando Edwin notó que Pieter le ocultaba algo.
No había secretos entre ellos, pero Edwin comenzó a notar que este se levantaba a hurtadillas de madrugada a hacer a saber qué, y si le preguntaba le respondía con vaguedades y con un deje de preocupación y nerviosismo bastante notables. Además, había comenzado a cerrar con llave su cuarto, hecho que más llamó la atención de Edwin pues siempre dejaba la puerta arrimada o completamente abierta, pero nunca la trancaba con llave.
Cuando intentaba preguntarle siempre le respondía que era porque tenía el cuarto hecho un desastre, pero esa excusa a Edwin le parecía muy pobre, por lo que un día que Pieter se encontraba fuera de casa aprovechó y forzó la cerradura de su habitación para entrar.
No tuvo que rebuscar mucho, pues nada más poner un pie en la estancia lo vio.
Delante de sus narices había un caballete con un lienzo en el cual se hallaba retratado, nada más y nada menos que su rostro.
Los trazos eran pulcros y finos, los colores vivos, y captaban cada detalle de sus facciones. La pintura estaba tan bien trabajada que parecía que tenía vida propia, podía hasta sentir su respiración.
Fuertes palpitaciones asaltaron el corazón de Edwin, aterrorizado. Pieter, sabe Dios porqué, había incumplido su promesa y le había realizado un retrato, acción que traería una consecuencia terrible para él susodicho.
Cuando Pieter llegó a casa entró en pánico al ver su puerta abierta y dentro a Edwin, contemplando la obra con la cara desencajada.
—¡Edwin...! Puedo... Puedo explicarlo...
—Me mentiste... Me prometiste que no me pintarías un retrato. ¡¡Me lo prometiste!!
—¡Cálmate! ¿Por qué esa obsesión con que no te pinten un retrato? Eres un hombre magnífico, mírate, tu porte es tan regio, mereces estar retratado en una pintura.
—No lo entiendes... El castigo...
—¿Castigo? ¿Qué castigo? ¿De qué estás hablando?
No pudo soportarlo más, le faltaba el aire. Salió corriendo fuera de la casa. Corrió sin rumbo fijo, alejándose lo más que pudo de allí.
De repente, el cielo, antes con unas pocas nubes, se encontraba completamente encapotado, y unas pequeñas gotas comenzaron a caer.
Cuando la primera cayó sobre la mano de Edwin, sintió como si le quemara. Levantó la mano y contempló cómo la gota se teñía de color carne y resbalaba hasta caer al suelo, en donde formó una mancha rosada que parecía pintura.
Entonces lo comprendió. Como si estuviese conectado a su retrato, la piel de Edwin se había convertido en pintura, y así como las pinturas más frescas se deshacían con el agua, la piel de Edwin se estaba derritiendo con cada gota de lluvia.
Buscó desesperadamente un lugar en el que refugiarse, pero había ido a campo abierto, y no creía llegar a tiempo a algún tejado en el que resguardarse.
La lluvia le quemaba la piel, escocía como un hierro candente, y no podía dejar de ver aterrorizado como sus manos se deshacían y se convertían en enormes manchurrones de pintura.
Sus gritos de dolor mientras su cara se deformaba eran desgarradores, hasta que su boca se emborronó mezclándose con el resto de la mancha que antes había sido su cara. Sus ojos ahora eran abstractas manchas blancas con un centro coloreado de marrón y negro.
Se buscó a Edwin durante semanas sin éxito, había desaparecido sin dejar rastro, como por arte de magia. Pieter no comprendía cómo era esto posible, era como si nunca hubiese existido.
Mientras tanto en la calle, la gente no paraba de observar estupefacta una extraña y enorme mancha de pintura ya seca en el suelo.
Lo más perturbador de aquella mancha, era que los colores formaban un extraño y aterrador rostro que parecía estar gritando, agonizando de dolor, como si estuviese tratando de pedir ayuda.
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Esta ilustración también me encantó, siento que también representa a la perfección el final del protagonista.
Artista: avogado6_jp (Instagram).
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