Madrugada siniestra

Por: SebastianPain

—Ah, no puedo creerlo, al final vas a hacer lo que quieras, ¿verdad?

Bruce se volteó tanto como pudo, estibado en una escalerita mediana, y allí vio a Bianca aún en su pijama, de pie en el umbral que comunica el living con la cocina, con una taza de café en la mano y el pelo cobrizo sujeto en un despeinado moño. Bajó de la escalera, dejó la telaraña de cotillón encima de uno de los sillones y se acercó a ella con rapidez.

—Ah, vamos mi amor, solo es un día —le rodeó la cintura con los brazos y le besó la frente con ternura—. Hace más de diez años que vivimos juntos y no has festejado Halloween ni siquiera una vez.

—Porque tú sabes bien que tengo mis razones. He trabajado con espectros la mitad de mi vida, al igual que mis padres. Acabé con la secta del Poder Superior, destruí la maldición del nigromante alemán, el gobierno nos metió en el Proyecto Negro y por poco no salimos con vida. Ya no quiero jugar con estas malas energías, ¿te parece poco o debo seguir explicando lo que tú ya sabes?

—Pero Bian, estamos protegidos —le dijo, inclinándose para darle un beso rápido en el cuello. Ella lo dejó hacer, cerrando los ojos—. Tú eres la mejor psíquica que he visto, y toda tu casa está llena de elementos de protección. Mira nada más los marcos de madera de las puertas —le señaló a su alrededor, donde los símbolos tallados a cuchillo aún eran visibles—. No va a venir Lucifer en persona a matarnos por poner una decoración de Halloween.

Para ese entonces, Bruce ya había comenzado a besarle en la hendidura de sus pechos. Ella entonces se retiró hacia atrás, haciendo un esfuerzo consigo misma.

—¡Para ya! No vas a convencerme de esto, por muchos cariñitos que me hagas.

—Hagamos una cosa, intentémoslo aunque sea solo una vez, ¿de acuerdo? —le dijo, retirándose también hacia atrás para mirarla frente a frente. —Si no pasa nada, que claramente no va a pasar, entonces yo tenía razón y podremos seguir festejando Halloween como cualquier familia normal.

—¿Y si pasa?

—Entonces tú expulsarás a lo que sea que imagines que va a pasar. Pero no podemos condicionar nuestra vida a una suposición, amor. Y tú lo sabes.

Bianca suspiró, negando con la cabeza mientras ponía los ojos en blanco. Detestaba cuando lograba convencerla de algo contrario a lo que ella pensaba, y lo peor de todo es que tenía razón. No podía afirmar que iba a pasar algo cuando realmente no lo sabía, por mucha intuición que tuviera.

—¿Por qué te empeñas en festejar Halloween? A veces no logro entender tu fijación con algo, Bruce —le preguntó.

—Simplemente es una tradición que me gusta, Bian. Me hace recordar a las épocas en que era pequeño, y mi madre me confeccionaba disfraces de zombi, de fantasma o de asesino serial. Estaba todo el día ansioso, deseando que se llegara el anochecer, para juntarme con mis amigos y recorrer el barrio pidiendo dulces casa por casa. No tenemos hijos a los que pueda acompañar a pedir golosinas, pero al menos me gustaría poder rememorar aquello, aunque sea una vez.

Bianca lo miró. La diferencia de edad no era mucha entre ambos, pero una de las grandes cosas que le había enamorado de Bruce era su eterna capacidad para ser como un niño grande en muchos aspectos de su vida. Asintió con la cabeza entonces, y se encogió de hombros, resignada.

—Entonces hazlo, pero solo con una condición. Quiero que compres una gran bolsa de malvaviscos de fresa y azúcar, para ver unas buenas películas de viernes trece. Supongo que, si vamos a hacer esto, tendremos que hacerlo bien —dijo.

Bruce apretó los puños en un gesto de festejo, y luego la rodeó por la cintura con los brazos, levantándola en andas del suelo.

—¡Eres la mujer más hermosa del mundo! —exclamó. Le dio unos cuantos besos rápidos en los labios, y luego la soltó, motivado. —Terminaré de poner la decoración, y enseguida me iré al Wal-Mart.

Bianca lo observó tomar de nuevo la telaraña falsa entre sus manos, y subir a la escalera de metal silbando entre dientes, para seguirla extendiendo por los rincones del techo. Ella a su vez sonrió, negando con la cabeza. Nunca había sido permisiva con los hombres que habían pasado por su vida, pero Bruce era diferente, y al final tenía razón. Al menos una vez podía complacerlo, ya que le hacía tanta ilusión. Por su bien, esperaba que no pasara nada malo, pero la experiencia en ciertos temas le decía que debía tener cuidado con algunas fuerzas. Ya había visto más que suficiente durante las épocas más oscuras de su vida, tanto investigando la secta de Luttemberger como leyendo los registros de sus padres.

Se giró sobre sus pies para ir a la cocina, a prepararse un par de sándwiches de jamón, lechuga y tomate, para desayunar mientras se terminaba de beber su café. Luego de ello, se vistió, se cepilló los dientes, se peinó y ordenó la habitación. Para las dos de la tarde, Bruce ya había terminado de decorar todo el living y parte de la fachada del frente del enorme rancho, con calabazas de fantasía y fantasmitas que prendían luces led rojas en sus ojos. A las tres, lo acompañó al Wal-Mart, para poder elegir los malvaviscos y comprar algunas bebidas, y a eso de las cuatro ya estaban de nuevo en la casa.

Para las seis de la tarde, ya estaba casi anocheciendo. El clima se había puesto bastante fresco y poco a poco una fina llovizna de aguanieve comenzó a hacerse notar en las ventanas, de modo que Bruce encendió la estufa a leña, mientras que Bianca se ponía más cómoda, cambiándose de ropa para ponerse su pijama nocturno y sus pantuflas preferidas, las que tenían diseño de perrito dálmata.

Buscaron en internet una buena película de terror, conectaron por wifi la computadora a la televisión, y luego de apagar todas las luces de la casa, se arrellanaron en el sillón, con la bolsa de malvaviscos en medio de ambos, iluminados solamente por la pantalla y el bailoteo de las llamas encima de los leños ardiendo.

El calor de la casa, los sabrosos malvaviscos y la tibia mano de Bruce encima de sus piernas eran una buena velada, no iba a negarlo, pero había algo que no le permitía estar tranquila y disfrutar plenamente de todo aquello. Cualquier ruido la alertaba, y aunque estaba tratando de conectar con la película, lo cierto era que su mente estaba mucho más lejos de allí. Estuvo a punto de encender todas las luces, quitar la película y decirle a Bruce "Mira, ¿sabes qué? Hazme caso a mí, que por algo soy la psíquica. Esto no me parece una buena idea, y si te vas a enojar conmigo por un puto Halloween entonces hazlo, pero he pasado toda mi vida luchando contra espectros y ya me harté de todo esto". Sin embargo, no quería arruinarlo todo y quedar como una loca. Si ya había aceptado, tenía que continuar, aunque tuviera sus razones para sentirse incómoda. Suficientes archivos, expedientes, exorcismos y maldiciones había visto en su familia como para conocer bien lo que significaba aquella fecha macabra: para algunos no era más que una simple tradición para pedirle dulces a los vecinos, pero para unos pocos conocedores, es el único día donde el mundo de los vivos y los muertos se solapan entre sí.

Nueve y media de la noche, casi a las diez, la película terminó. Al final, como era de esperarse, todos los jóvenes adolescentes, torpes e ilusos, eran asesinados fácilmente por el homicida psicópata. Bianca encendió las luces entonces, para su tranquilidad nada malo ocurrió, aunque no dejaba de sentirse incómoda, y se encaminó a la cocina a preparar la cena. Comieron unos macarrones con queso y tomate, y ya para las once de la noche, ambos estaban en el dormitorio, envueltos en las sábanas. Entonces Bruce habló.

—¿Has pasado bien? —le preguntó. Bianca le sonrió, y asintió con la cabeza.

—Claro que sí —pero no, lo cierto era que no. No había cesado de sentirse incómoda ni siquiera durante la cena, y más de una vez estuvo tentada a utilizar su péndulo de opalina para intentar buscar cualquier entidad que estuviera molestándola.

—Me alegra saber eso, cariño —se acercó más a ella entre las sábanas, poniéndose de costado, ambos rostros muy cerca uno del otro, entonces la besó—. Amo tus misticismos, y también te amo a ti. Pero tu época de investigadora paranormal ha terminado, ahora solo tenemos que ser felices, vivir como cualquier persona común y corriente, y nada más.

—Lo sé, señorito ex científico del gobierno —bromeó.

Esta vez ella lo besó a él, Bruce le recorrió la cintura con la mano hasta alcanzar un pecho, y Bianca lo dejó hacer, dejando escapar un breve gemido. Esperaba que, con el calor de la pasión, pudiera olvidar la amarga sensación de incomodidad que había estado dominándola durante todo el día. Hicieron el amor dos veces, y al final, ambos se recostaron bocarriba, agitados y sudorosos. No había logrado olvidar su incertidumbre, pero al menos se había cansado lo suficiente como para poder dormir de una vez, pensó Bianca, con los últimos vestigios de conciencia de su adormilado cerebro.

Para Bruce, la noche transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Al menos una parte de ella, ya que lo despertó un golpe muy fuerte. No estaba seguro si había sido un rayo que había caído cerca de la casa, o si lo había soñado, pero abrió los ojos abruptamente intentando mirar todo a su alrededor en la completa oscuridad de la habitación. En los cristales de las ventanas seguía repiqueteando la lluvia, y por algún motivo, aquel sonido natural lo ponía muy nervioso. Con el corazón latiéndole a mil revoluciones, lo primero que pensó fue "tal vez solo ha sido un trueno" y justo cuando estaba por volver a dormirse, se giró hacia Bianca. Sin embargo, su brazo solo se aferró de las mantas revueltas, y nada más.

Se giró de nuevo para encender la veladora, y luego miró a su derecha. Bianca no estaba allí, en la cama junto a él. La puerta del cuarto se hallaba abierta como una gran boca negra, el pasillo a oscuras por completo, y toda la casa en el mayor de los silencios.

—Bian, cariño... —la llamó, casi en un susurro. Y no obtuvo respuesta.

Entonces esta vez sí relampagueó un rayo en el cielo nocturno. El resplandor de luz hizo que Bruce diera un respingo, sentado en la cama, y en una fracción de segundo en que el haz del relámpago iluminó parte del ropero frente a la cama, pudo ver la sombra de un hombre recortada en la noche. Solo una milésima de instante que bastó para helarle la sangre, pero, aunque aún se hallaba un poco adormilado, no tenía la menor duda: había visto la silueta de un hombre caminando por el pasillo hacia las escaleras.

¿O hacia su habitación?

Abrió la boca para llamar de nuevo a Bianca, y justo cuando iba a nombrarla, pudo escuchar una suerte de gruñido animalesco. Provenía desde la planta baja de la casa, pero lo había escuchado como si aquella cosa estuviera justo parada a su lado. La carne se le hizo de gallina, todas sus extremidades se paralizaron, y entonces comenzó a sentir mucho calor por todo el cuerpo, gracias a la fiebre psicógena.

"Por el amor de Dios, Bruce... eres un hombre de ciencia, compórtate como tal y deja de hacer el tonto", pensó.

Se apartó las mantas de las piernas y entonces bajó de la cama. No, no era una pesadilla, se dijo. Podía sentir el frío de la madera bajo la planta de sus pies, el sonido de la lluvia contra la ventana, el jadeo de su respiración entrecortada. Paso a paso rodeó la cama, intentando hacer el menor ruido posible. ¿Sería un ladrón? No lo creía, pero tampoco era improbable. Entonces, como si gracias a la mezcla del sueño y el miedo se le hubiera olvidado, su cerebro le recordó que Bianca no estaba en la cama. Abrió los ojos aún más grandes en medio de la penumbra del cuarto, y entonces terminó de despabilarse por completo. Ahora lo que sentía era una preocupación brutal, no podía permitir que le pasara nada a la mujer que amaba con locura.

—¡Bianca, háblame! —exclamó, en un impulso de gallardía. Pero de nuevo, nadie le contestó. Para su infinito terror, solamente pudo oír una risa apagada y ronca, casi flemática, provenir del piso bajo. Se trataba de un hombre, no cabía duda, ese tono de voz solamente podía ser de un hombre.

Paso a paso Bruce avanzó hacia la puerta, estiró la mano hacia el interruptor de la luz en la pared, ni bien llegó al umbral de la puerta. Encendió la lámpara del techo, iluminando toda la habitación. La bombilla hizo un breve zumbido y luego se apagó, quemándose.

—Ah, mierda... —murmuró, frustrado. Caminó entonces rápidamente hacia la mesita de noche junto al lado de la cama que le correspondía a Bianca, y tomó el teléfono de ella, encendiendo su linterna con el flash de la cámara.

Al salir de la habitación, el panorama que vio fue terrible, y aunque seguramente aquel recuerdo le perseguiría por todo el resto de su vida, lo cierto es que estuvo a nada de orinarse en su short de dormir. Los cuadros que decoraban las paredes —algunos de arte impresionista, otros con fotos de ambos en diversos paseos turísticos que habían hecho, incluso hasta de sus propios padres—, estaban todos mal. Tenían los rostros difusos y emborronados, como si alguien hubiera derramado algún tipo de ácido encima de la fotografía, sin contar que tenían los cristales partidos y se hallaban vueltos del revés. Sin embargo, eso no era lo peor de todo.

Lo peor, claramente, eran las propias paredes. Se hallaban surcadas por profundas marcas semejantes a uñas muy largas o las garras de algún animal, y, además, estaban salpicadas con sangre reseca. Podía verlo con nitidez gracias a la potente linterna del celular de Bianca, esa sangre parecía haberse derramado en la pared al menos veinte años atrás, incluso hasta había pequeños trozos de materia gris pegados en ella, resecos y blanquecinos.

—Por el amor... de Dios... —murmuró, casi sin voz.

Algo lo distrajo, sacándolo abruptamente de sus pensamientos. El mismo sonido rasposo, glutinoso y rasgado que había escuchado también en la habitación. Parecía una suerte de gruñido animal, aunque en su fuero interno, por algún motivo sabía que se trataba de un hombre. O como mínimo, algo muy malo. La luz en su mano temblaba ligeramente tratando de iluminar todos los rincones posibles a la vez, y entonces se dio cuenta de que con toda seguridad Bianca debía estar en peligro. ¿Y si había ido al baño cuando empezó todo este aquelarre del infierno? Se cuestionó.

—¡Bianca! —volvió a exclamar.

No tuvo respuesta.

Avanzó por el pasillo ensangrentado hasta el final de la escalera, y entonces se asomó por el recodo de la pared, intentando vislumbrar algo primero, antes de apuntar con la luz. En la oscuridad pudo notar las siluetas de los muebles, la mesa del comedor en su lugar, los espaciosos sillones donde hasta hace unas cuantas horas se habían sentado a mirar una película. Todo parecía en orden, y eso era lo que más miedo le daba, la aparente tranquilidad del entorno, tan falsa como una delgada capa de hielo.

El corazón le dio un vuelco en medio del pecho cuando vio la silueta de Bianca, de pie, frente a la puerta principal. Estaba de espaldas, y la reconoció por el pijama blanco que la cubría. Al menos no estaba lastimada, fue lo primero que pensó. Sin embargo, no se acababa de conformar. Si no estaba lastimada, ¿entonces de quien era toda la sangre reseca del pasillo? ¿De quién eran los sesos?

—¡Bianca, mi amor! —exclamó, bajando a toda prisa por la escalera. Al terminar de bajar, tocó el switch de la luz, pero nada se encendió allí tampoco. —¿Qué demonios está pasando? ¡Tienes que ver el pasillo, algo está ocurriendo y solo tú puedes solucionarlo!

Se chocó con una silla en medio de la penumbra, haciendo que por poco no rodara por la alfombra del living. Sin embargo, recobró la estabilidad y avanzó raudo hacia Bianca. En cuanto le apoyó una mano en el hombro, tuvo un fugaz destello de horror, confirmándole silenciosamente que todo acababa de joderse esa noche.

Bianca se giró, y en lugar de su bellísimo rostro ya poblado por algunas arrugas propias de los cincuenta y tantos, estaba la forma demacrada y casi cadavérica de un hombre. Sus ojos azules ya no estaban, tan solo una vacuidad negra completamente ausente de vida. El cabello apelmazado por el sudor de la frente le cubría las cejas, era irreconocible. De un movimiento rápido de su mano lo tomó del cuello y lo empujó hacia atrás. Bruce advirtió que tenía una fuerza descomunal, y lo que aún más lo aterrorizaba, era ver la gruesa cuchilla de cocina que tenía en su mano libre.

Avanzó hacia él sin caminar, como si levitara a escasos centímetros del suelo, y entonces los objetos de la sala, en su gran mayoría, comenzaron también a flotar. Algunas sillas, los almohadones del sillón, libros de la biblioteca y adornitos de porcelana que decoraban la repisa de la chimenea, incluso hasta algunos cuadros. Todo aquello era un pandemónium de actividad paranormal increíble que, si se lo hubieran contado, seguramente no lo hubiera creído. Sin embargo, allí estaba, tomando el control de su queridísima Bianca, la psíquica más poderosa que hubiera tenido la suerte de conocer jamás, y con quien compartía una vida. La palabra vida resonó en su mente, con horror. La vida era lo que le iba a quitar a él, pensó, con pavor.

—¡Quien eres! ¡Deja en paz a Bianca, vete! —gritó, mientras se arrastraba en el suelo, alejándose con ayuda de sus brazos.

—Soy Richard Blayne —respondió, con una voz rasposa y antinatural—. Y vengo a cobrar mi venganza. Le quitaré lo que más quiere.

Continuó avanzando un paso tras otro, centímetro a centímetro, con la cuchilla en su mano izquierda. Bruce entonces, embriagado del horror más absoluto, intentó lo único que estaba a su alcance: el amor.

—¡Bianca, cariño, debes luchar! ¡Sé que estás ahí, en algún lado, escuchándome! —exclamó. —¡Por favor, no me mates, debes resistir! ¿Recuerdas cuando bailamos canciones de Chuck Berry mientras estábamos en la base militar? ¡Tienes que recordarlo! ¡Fue la mejor noche de mi vida! ¡Conocerte fue la mejor oportunidad de mi vida!

Aquella entidad avanzó entonces, raudamente, y se abalanzó encima de Bruce, al verlo arrinconado contra la pared. Afuera, la lluvia arreciaba al igual que los truenos, y dentro, los objetos de la sala seguían levitando a su alrededor, moviéndose en círculos como si estuvieran presos dentro del ojo de un huracán. Percibió con pavor el aliento a muerte y putrefacción que emanaba de su boca abierta, los ojos completamente negros desencajados en sus cuencas, y justo cuando levantaba la cuchilla para clavársela en el pecho, cerró los ojos y gritó:

—¡En el santo nombre de tus padres, debes resistir, Bianca! ¡Hazlo por ellos!

Abrió los ojos al sentir el sonido de muchas cosas cayendo a la vez en el suelo. Entonces allí vio a Bianca, quien lo miraba fijamente con las lágrimas en los ojos. La luz parpadeó, y volvió a encenderse en toda la casa.

—Dios mío... lo siento tanto... —balbuceó ella, soltando la cuchilla a un lado como si fuera una serpiente peligrosa. —Perdóname cariño... ¿Estás herido?

Bruce la estrechó contra sí, la cubrió a besos y le acarició el cabello. Ambos respiraban agitadamente, víctimas del terror.

—Estoy bien, no me has lastimado, por poco. ¿Qué te pasó? —le preguntó.

—No lo sé, bajé a beber un poco de jugo, y luego perdí el conocimiento cuando llegué a la cocina. Lo siguiente que recuerdo es estar apuntándote al rostro con una cuchilla —Bianca se puso de pie, Bruce a su vez, también—. Te dije que esto de Halloween era una mala idea...

—Ve a la cama, Bian. Ya mismo me pondré a quitar la decoración —le respondió, asintiendo con la cabeza.

***

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