Luna de sangre
Por: sugary_pale
Allá donde la niebla se acumula y las fábulas pasan de generación en generación se encuentra Mystic Hill, el misterioso pueblo de la colina prohibida. Un lugar recóndito que ni tan siquiera aparece en los mapas, pero con demasiados sucesos extraños como para acaparar cientos de páginas de una novela de terror. En especial, en esta época del año.
Los árboles se teñían de naranja, y las calles se adornaban de calabazas y esqueletos realistas acordes a la ocasión. La noche de Halloween por fin había llegado. Para muchos, la noche más peligrosa del año; para mí, la más emocionante de todas.
Lejos de tomarme en serio las incontables leyendas que se repetían sobre estas fechas, había decidido celebrar la noche de brujas en la mejor compañía. Porque, ¿qué mejor forma que ir a la colina prohibida a meterle mano a tu novio?
Por supuesto, no era algo que aprobase mi estricto padre. Para el director del instituto nadie era merecedor de su pequeña, ni siquiera el cuatro veces campeón de natación del Nightingale High School.
Grandes logros requieren grandes sacrificios, solían decir. Por esa razón, y aunque no me entusiasmaba mucho la idea, tuve que mentir a mis padres haciéndoles creer que iría a una fiesta de disfraces.
Había salido de casa con un pijama enterizo, de esos que necesitas quitarte la parte de arriba y bajarte hasta los tobillos para poder hacer pis. Mi obsesión por los gatos voladores rozaba lo enfermizo, y saltaba a la vista. De tela de peluche anaranjada, desde su capucha salían un par de orejas puntiagudas, unas diminutas alas de mi espalda, y de mi trasero nacía una gran cola.
Me moría de ganas de que Simon me viese.
Con aquel pensamiento rondando por mi cabeza en dirección al bosque, mi teléfono móvil comenzó a vibrar.
«Simon: Estoy de camino, tardaré unos diez minutos.
Simon: Te recompensaré con uno de mis bailes calientes.
Simon: Te lamo.»
Solo él era capaz de encogerme el corazón y de aportar calor al interior de mis bragas con tres simples mensajes.
«Odette: Lo estoy deseando.
Odette: Te lamo.»
Con una sonrisa bobalicona volví a guardar el teléfono y aumenté la velocidad de mis pasos. A mi alrededor todo era calma; un silencio sepulcral tan solo interrumpido por el sonido de mis pies golpeando la hierba.
Tan intranquila como emocionada, me detuve bajo el árbol en el que había quedado con Simon y me crucé de brazos. El aire gélido de la noche me provocaba un hormigueo en las extremidades y una incomodidad inusual. Ni siquiera los ruiseñores, asiduos a sobrevolar el cielo del bosque, daban señales de vida.
Giré sobre mis talones, buscando con la mirada la silueta reconfortante de Simon, pero no había rastro de él. No, al menos, visualmente. Un sonido que pronto asocié con una rama quebrándose me puso alerta, y mi respiración se detuvo en un intento por pasar desapercibida.
No estaba sola.
En aquel escenario terrorífico en el que cualquiera podría estar observándome, hasta el sonido de mi respiración se me antojaba ruidosa. Y aun así, después de tantas películas de terror que había visto, acabé incumpliendo la primera regla.
—¿Hay alguien ahí?
Un segundo después de haberme pronunciado, me arrepentí. Quienquiera que me estuviese espiando había empezado a caminar hacia mí, y el sonido de sus pasos cada vez era más cercano.
Tragué fuerte, rogando ver aparecer a Simon, pero en cuanto vi una cabellera rubia platinada supe que no era él.
Un chico alto, con tatuajes en los brazos y una sonrisa ladeada avanzaba con largas zancadas hasta mi posición. El pantalón, que parecía dos tallas menos de las que debería llevar, resaltaban su entrepierna de una forma demasiado hipnótica. ¡Ojos arriba, Odette!
En un intento por ignorar su anatomía, recorrí el resto de su cuerpo con una mirada curiosa. La ropa negra que se ceñía a su cuerpo estaba salpicada por sangre que, a falta de heridas abiertas, parecía ser ajena.
—Veo que tú también te has perdido —declaraba él, mostrando su rostro ahora que la luz de la luna lo iluminaba. No había nada en él que resultara intimidatorio. Al ver la forma en la que mis ojos se paseaban por encima de las manchas rojizas, las señaló con actitud serena—. Es parte de mi disfraz.
—Lo suponía —respondí, soltando una risotada como si fuese obvio—. La otra opción te convertiría en un psicópata.
Él reía a mandíbula batiente y me tendía la mano.
—Soy Drew. —Haciendo alarde de mi buena educación le tendí la mía y la agité con confianza—. Y tú tienes cara de ser mi próxima conquista.
—No en esta vida —respondí, escaneando al rubio con la mirada. No tenía punto de comparación con Simon, pero era sexy a su manera.
Él asintió en silencio, exhalando todo el aire en una risa silenciosa, y miró al cielo sobre mi cabeza. Con la curiosidad como segundo nombre, giré el cuello en la misma dirección en la que él dirigía sus ojos, y vi la luna oscurecerse. Ese cambio súbito de coloración me hizo entrecerrar los ojos, preguntándome si era cierto aquello que veía. No era un eclipse lunar, en realidad, no era nada que hubiese presenciado anteriormente. La luna había perdido su tono blanquecino, aunque aún no era capaz de darle nombre a la nueva tonalidad que estaba adquiriendo.
—¿Por qué no te vienes conmigo a una fiesta? —preguntó, y yo volví a encararlo. En un silencio prolongado, el rubio avanzaba hacia mí con una sonrisa espeluznante—. Lo pasaremos bien.
Tal vez estuviese condicionada por el extraño fenómeno que había presenciado sobre el manto estelar, pero la presencia del desconocido empezaba a incomodarme.
—Gracias, pero tengo una cita.
Con una sonrisa fingida, tratando de no levantar sospechas, comencé a caminar de espaldas, alejándome de él. El rubio mantenía su mirada serena sobre mí, sin intención de impedir que me marchase.
Un par de pasos más y ya podría echar a correr.
Uno.
Dos.
Y mi espalda impactó contra otro cuerpo.
Soltando un gritito de terror, giré sobre mis talones con rapidez, y lo vi. Era un chico casi tan alto como el anterior, con una larga cabellera castaña. Su sonrisa era más comedida, pero su mirada le ganaba en intensidad.
—Vamos, no seas aburrida. Ven con nosotros —decía el pelilargo.
El castaño seguía avanzando hacia mí, obligándome a retroceder y tomar un nuevo rumbo. Su ropa también estaba salpicada de pintura roja, aunque llegados a este punto comenzaba a dudar que lo fuese.
—Me encantaría, pero de verdad que no puedo.—Y como si sirviese de algo, mencioné a Simon. Tal vez aquello les intimidase—. He quedado con mi novio; llegará de un momento a otro.
Lejos de desechar la idea, los dos desconocidos se acercaban a mí con paso lento. No parecían tener intención de echar a correr, pero algo me decía que no lo necesitarían para alcanzarme.
En busca de una escapatoria seguí avanzando de espaldas hacia el único camino libre. No mucho después, los dos se detuvieron e hincaron la rodilla izquierda como muestra de respeto.
Eso solo podía significar una cosa: había alguien más.
Con aquel simple pensamiento en mi cabeza sentí un hormigueo inquietante en mi nuca y mi corazón se detuvo. Contuve la respiración los escasos segundos que tardé en girar sobre mí misma y divisar al tercero en discordia.
Era un chico de cabellos negros, imponente como nadie y el más alto de los tres. Sus grisáceos ojos penetraban los míos con una intensidad que jamás había sentido, y su mandíbula contraída le aportaba un aire amenazador. Su cuerpo también estaba adornado con tatuajes, y al igual que los otros, la ropa estaba salpicada de sangre.
Al ser consciente de que mis ojos se habían quedado fijos sobre las manchas rojizas, deslizó el dedo índice sobre una de ellas, la de su pecho, y lo lamió. Sus ojos adquirieron un brillo característico al hacerlo, y volvió a acercar el dedo a su boca, aunque esta vez lo succionó con una lentitud premeditada.
—En realidad, tú eres la fiesta y nosotros somos los invitados —declaró el último.
En los vértices de lo que sería un triángulo imaginario, los tres conseguían acorralarme con sus cuerpos bajo un árbol que se agitaba con la brisa nocturna.
Uno de ellos alzaba la vista al cielo y se quedaba embelesado con el espectáculo.
—Ya ha empezado —afirmó el castaño.
Dirigí mis ojos hacia la luna, y en aquel momento fui partícipe del fenómeno más extraordinario que había presenciado en toda mi vida. La luna se teñía de un rojo intenso, y el cielo adoptaba una tonalidad anaranjada que se proyectaba sobre la tierra en forma de una bruma que dificultaba la visión. Había escuchado hablar sobre la luna de sangre, pero lo que mis ojos presenciaban se veía más apocalíptico que científico.
—Si en cinco segundos no me han dejado marcharme, empezaré a gritar.
Aquella amenaza, viniendo de alguien disfrazado de gatito alado, parecía más bien un chiste. No hubo risas, tampoco réplicas. Los tres desconocidos miraban con atención el espectáculo nocturno, y pronto deseé que no hubiesen perdido el interés en él.
Justo en el momento de máximo apogeo de aquel extraño fenómeno, los tres individuos se volvieron hacia mí, y la sangre se me heló.
Sus pupilas se agrandaron, duplicando su tamaño natural, y sus ojos se oscurecieron casi tanto como el ambiente. Sus rostros serenos se desfiguraban alrededor de sus labios, y al forzar una sonrisa siniestra dejaban a la vista unos enormes colmillos afilados.
Traté de gritar, pero el chillido se me atragantó. Abrí la boca de par en par sin emitir ningún tipo de sonido, y el rubio se carcajeó. Movía el dedo índice, indicándome que me acercase a él. En contra de mi voluntad, mis piernas se movían en su dirección, situándome a escasos centímetros de su cuerpo.
El castaño murmuraba algo, tal vez en latín, y todo pensamiento que habitase en mi cabeza se esfumó. Ya no recordaba el motivo por el que había venido al bosque, tampoco quién era yo o la identidad del trío masculino.
El pelinegro, en cambio, chasqueaba los dedos y hacía aparecer una nebulosa de ideas en mi cabeza. Se sentía extraño, como pensamientos ajenos que irrumpían en mi cerebro, pero al cabo de unos segundos los acepté como propios.
La ferocidad de sus colmillos ya no me resultaba amenazadora. Su cercanía era agradable, y su presencia, necesaria.
—Que empiece la fiesta —murmuré de forma autómata, sin sentimientos ni emoción en la voz.
Ellos sonrieron, mirándose entre sí, y se colocaron a mi espalda.
El castaño sostuvo mi mano derecha, aferrándose a mi cintura con su extremidad contraria.
El rubio hacía lo propio con la izquierda, rodeando mis caderas con la otra.
En medio, el pelinegro abrazaba mi cuello con sus manos y con delicadeza lo giraba hasta dejarlo expuesto para él. Con sus dedos acariciaba aquella zona de mi cuerpo, zigzagueando en sentido descendente hasta la clavícula.
A lo lejos, la campana de la Iglesia se hacía oír como el único sonido en aquella noche tan silenciosa. El anuncio de la medianoche llegó, y con ello, el momento cumbre del ritual.
Las tres criaturas acercaron sus bocas a mi piel y hundieron sus colmillos en ella, dos en las muñecas y el tercero en mi cuello. Intenté gritar, pero de nuevo, de mi garganta no brotó sonido alguno. Sentí un dolor abrasador en aquellos tres puntos de punción, pero pronto se convirtió en una experiencia placentera.
Los sentía succionar con actitud voraz, acariciando mi piel con la calidez de sus labios. Mi corazón acelerado sabía que aquello estaba mal, pero mi cabeza era incapaz de ver la maldad en aquel gesto. Conforme se alimentaban de mí, mi cuerpo iba perdiendo vitalidad. Mis piernas se tambaleaban, convertidas en un par de estructuras gelatinosas incapaces de mantenerse en pie. De haberme mirado en un espejo habría visto mi piel palidecer.
La noche se volvió más oscura, y mi campo de visión se redujo. Las siluetas de los árboles se volvían difusas, y el sonido que llegaba a mis oídos se escuchaba metálico. Estaba próxima a perder la conciencia, y ellos lo sabían. Con la misma delicadeza con la que siempre me trataron, me tumbaron sobre la hierba, dándome pequeños golpes en la mejilla para mantenerme despierta.
—Ahora serás una de los nuestros —dijo el pelinegro al tiempo que se hacía un corte en la muñeca—. Serás un miembro de Elysian.
Con la sangre brotando de aquella herida, acercó su muñeca a mis labios y me dio de beber de ella. Era una mezcla de sabores entre salado y metálico.
Tragué todo cuanto fui capaz, hasta que mis sentidos se desconectaron y mi cabeza cayó sin previo aviso sobre la hierba en un golpe seco y sordo.
Todo a mi alrededor se oscureció por completo.
Sentí terror.
Desesperanza.
Y por último, nada.
Me sumí en la más densa oscuridad, un maremágnum de recuerdos y emociones que se mezclaban con pesadillas. No era capaz de diferenciar qué era real y qué era producto de mi imaginación. En aquel estado de letargo, los últimos minutos se sucedían en bucle, y los tres desconocidos aparecían una y otra vez, alimentándose de mí hasta hacerme desfallecer, y vuelta a empezar.
Cuando creí rozar la locura, reviviendo aquel momento más de lo que pude soportar, abrí los ojos y recuperé la consciencia.
Estaba sola, o al menos, en lo que a los desconocidos respecta.
Alcé la vista desde aquella posición, dirigiendo mis ojos hacia el árbol más cercano, y vi un centenar de ruiseñores observándome en silencio. Su mirada era intensa, aterradora incluso. Me miraban en silencio sin moverse ni un ápice, expectantes.
Aún yaciendo sobre la hierba, mi estómago rugió como si no me hubiese alimentado en años. Con serias dificultades logré ponerme en pie, y sentí un pinchazo en el cuello. Por inercia llevé mi mano hasta aquel lugar, pero no hallé sangre en mis dedos. Mi cuerpo había sanado con rapidez.
Y entonces, lo olí.
Como si alguien zarandease una jugosa hamburguesa delante de mi nariz, percibí un dulce aroma a comida que me embriagaba por completo. Mi estómago volvía a tronar, y esta vez mi cuerpo se contrajo ante un súbito dolor.
Me moría de hambre.
Los árboles se agitaron frente a mis ojos, y tras un par de pisadas sigilosas, Simon apareció en escena.
Con sus cabellos negros alborotados por la brisa nocturna y sus ojos azules, tan intensos como el oleaje, me sonrió. Lo hizo de una forma sincera y serena, con esa mirada cargada de amor con la que siempre me observaba. Su cuerpo atlético de nadador quedaba entallado bajo un disfraz de extraterrestre sexy.
—¿Eres un alien? Siempre lo supimos —bromeé, y él se carcajeó.
Siguió avanzando hacia mí, con los brazos abiertos, dispuesto a recibirme en un cálido abrazo, y el viento se levantó.
La brisa agitó sus cabellos, y el olor de su piel me abofeteó con furia. Siempre había olido a una mezcla cítrica y amaderada, pero ahora olía a... comida.
—Siento haber llegado tarde, pero quería que esta noche fuese perfecta.
Ni siquiera escuché lo que había dicho. Mis sentidos estaban puestos en la vena de su cuello y en cómo latía al ritmo de su corazón. Lo miraba y ya no lo veía él, sino a un enorme sándwich de atún con crema de chocolate blanco, mi favorito.
Me relamí los labios, salivando como un sabueso, y me abalancé sobre él.
Los ruiseñores alzaron el vuelo, gritando asustados mientras nos sobrevolaban en círculos con el coro de gritos de Simon de fondo.
—Odette, ¡¿qué haces?! ¿Te has vuelto loca?
Él se retorcía bajo mi cuerpo, con mis colmillos hundiéndose en su cuello y mi cabeza nublada por el hambre. Golpeaba mi pecho con fuerza en un vano intento por librarse de mí, con el rostro desfigurado por el miedo y el corazón hecho añicos. Saberte próximo a la muerte a manos de la persona a la que amas debía de ser la forma más dolorosa de morir. Lógicamente, no estaba en mis cabales cuando succioné hasta la última gota de sangre y lo aparté como a un muñeco de trapo, tendiéndome junto a él.
Suspiré, bocarriba, con la mirada puesta en la luna que, poco a poco, empezaba a recuperar su color natural. Los ruiseñores se alejaban en silencio por donde habían venido, dejándome en la más absoluta soledad.
Con la luna recuperando su habitual tono blanquecino mis colmillos se retrajeron, y recobré la lucidez que el hambre me había arrebatado.
—¿Simon? —pregunté, con la voz teñida por el miedo.
Me incorporé, aterrada por lo que pudiese descubrir, y coloqué mis dedos sobre su muñeca, tratando de tomarle su inexistente pulso.
Mi corazón se aceleró al ser consciente de mis actos y, peor aún, de sus consecuencias.
Simon yacía inerte sobre la hierba, con el rostro pálido y una frialdad cadavérica. Sus ojos mantenían una mirada perdida hacia ninguna parte, y su boca, aún desfigurada por el terror, se mantenía entreabierta.
—No, no, no, no. ¡Simon! —balbuceé al borde del llanto, y mi pecho se sacudió con fuerza.
En una dualidad aplastante, acunaba su cuerpo con el estómago lleno y el corazón vacío. Acababa de asesinar a la persona a la que más había amado en toda mi vida, y ni siquiera una eternidad parecía suficiente como para perdonarme a mí misma por ello.
—¿Qué he hecho? ¡¿Qué he hecho?! —repetía entre sollozos, humedeciendo su rostro con el torrente de lágrimas que se deslizaba por mis mejillas y terminaban suicidándose.
Mi vida se detuvo en el preciso instante en el que lo hizo su corazón, y el paso del tiempo dejó de tener sentido para mí. Las horas transcurrían frente a mis ojos sin ser consciente de ello, y poco a poco la oscuridad fue devorada por los primeros rayos del amanecer.
En el horizonte, el sol comenzaba a salir, y algo en mi interior me alertaba de que debía ponerme a cubierto. Mis ojos ardían con solo mirarlo, y aunque mi cuerpo me pedía a gritos que echase a correr, no era capaz de abandonar a Simon.
Mecía su cadáver sobre mi regazo, con mi rostro hundido en su pecho y mis súplicas pidiendo que regresara.
Pero no lo hizo.
Simon se había ido para siempre.
Mi vida no era nada sin él, y la culpabilidad que cargaba a mi espalda me impediría tener una vida plena como la que alguna vez disfruté. Fue en ese entonces, con el desasosiego oprimiéndome el pecho, que tomé una decisión.
Cerré los ojos con fuerza, tanto que dolía, y me centré en rememorar nuestros momentos más felices. Los rayos de sol avanzaban por el bosque, haciendo desaparecer todo rastro de oscuridad, y llegaron hasta mí.
Sentí dolor como nunca antes lo había experimentado. Las células de mi cuerpo burbujeaban, siendo calcinadas por la llamarada solar que reducía mi cuerpo a cenizas. Todo mi sistema fallaba, salvo mi cerebro, que seguía reproduciendo en bucle todo tipo de escenarios con Simon.
Nuestro primer beso.
Nuestro primer te lamo.
El día que nos juramos amor eterno.
Alcé la mirada al cielo y solté un alarido desgarrador con el que mi cuerpo colapsó, deshaciéndose en cenizas.
Tal vez nuestro para siempre aún estaba por llegar.
Porque polvo somos y en polvo nos convertiremos.
***
Nota: Este relato de Halloween contiene personajes de mis historias Anatomía del chico perfecto y Elysian. Es un universo alterno, por lo que nada se debe tomar como canon. Descubre más sobre los chicos de la banda de rock o de la pareja más intensa en mi perfil <3
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