Feliz cumpleaños, Mario

Por: Esthervzquez


Marcus Giordano, 1836, desierto Dynnar

—Mario, despierta, te lo vas a perder.

—¿Eh...? ¿Qué...? Tengo sueño, papá...

—Hazme caso, te va a gustar.

—¡Pero quiero seguir durmiendo!

Niños. Cinco años y seguía teniendo el mismo sueño que el día de su nacimiento. Por suerte, para eso estaba yo allí, para impedir que se perdiera el que probablemente iba a ser el mayor espectáculo de todo el viaje.

Volví la vista atrás, descubriendo en la madrugada que seguíamos rodeados por el mismo desierto de dunas doradas que horas atrás, y tras asegurarme de que su madre no estuviese cerca, acerqué los dedos a su rostro para abrirle los párpados.

Mario abrió los ojos de par en par.

—¡Pero papá! —se quejó, incorporándose dentro del saco de dormir—. ¡Se lo voy a decir a mamá!

No lo iba a hacer, por supuesto, era una amenaza vacía, pero en caso de que lo hiciera, ella no se enfadaría. Él menos no más de lo habitual. Daba tantos motivos a Jyn para que dejase de hablarme que dudaba que aquello fuese a cambiar nada.

Además, tan pronto Mario abrió los ojos y vio la impresionante estela de colores que cubría el cielo estrellado, se olvidó del sueño. Se olvidó también del cansancio de llevar una semana caminando por el desierto, del hambre y, en general, de que estaba siendo un cumpleaños diferente.

El resto de los padres habían llevado a sus pequeños al parque de atracciones o al cine para celebrar el quinto beso del Sol Invicto. Incluso algunos los llevaban a la playa de Solaris, para que recibiesen el bautismo, pero yo no. Yo siempre había sido diferente al resto, y como tal había elegido lo que sabía que realmente nos iba a gustar...

O al menos a mí. A él tenía ciertas dudas.

—¡Guao! —exclamó Mario, poniéndose en pie. El brillo de la estela arrancaba destellos coloridos a la luna azul que tenía grabada en la frente—. ¡Es increíble! ¡Es...! ¡Es...! ¡¡Guao!!

Lo era. De hecho, en parte por ello había decidido regalarle un par de semanas de aventura en mitad del desierto en compañía de su padre, para que pudiese disfrutar de aquel tipo de maravillas. La vida en las ciudades tenía su encanto, al menos para algunos, yo no se lo veía, pero el desierto era un punto y aparte. Era el único lugar en el que los límites de la realidad se rompían, y una vez más, el Sol había querido brindarme su apoyo mostrando a mi único hijo su grandeza.

Rodeé los hombros del pequeño y, dedicándole una sonrisa al cielo, asentí con la cabeza.

—Sí, guao —susurré.

X

Tras varias jornadas vagando por el desierto, nuestra ruta siguió con la Fortaleza de Jade como siguiente alto en el camino. Hacía muchos años que no la visitaba, y otros tantos que llevaba abandonada, por lo que no me sorprendió tener dificultades para localizarla. Aquello que en el pasado había quedado grabado a fuego en mi memoria, ahora era poco más que un recuerdo que debía localizar dentro de la biblioteca de mi cerebro. El niño ocupaba mucho tiempo, más del que quería, y su madre también.

Cosas de haberme casado, supongo.

Pero, aunque para un Pretor solitario como yo aquel cambio de vida significaba haber perdido gran parte de la libertad, valía la pena. Al fin y al cabo, ¿quién no disfrutaba viendo a su pequeño de cinco años arrastrar los pies por la arena, agotado y con los ojos medio cerrados de puro sueño?

Sinceramente, había sido una auténtica suerte que Jyn no nos hubiese acompañado. De haber estado allí, capaz habría sido de abandonarme.

—¿Cuánto queda? Estoy cansado...

—Ya llegamos.

—¡Pero es que me duelen las piernas!

—Hazme caso, estamos al lado. ¿Ves aquella sombra de allí?

Mario miró al horizonte con sus grandes y preciosos ojos de niño y frunció el ceño. La noche era tan oscura que ni tan siquiera se diferenciaba el desierto del cielo estrellado.

Frustrado, me miró de reojo, arrugando la naricita. Él no veía nada, pero yo sí: veía las torres alzándose contra las estrellas, surgiendo del océano de arena como colosos.

Veía mi antiguo hogar y la fortaleza donde tantas noches había vivido.

Veía las cenizas de mi pasado.

—Papá, te ríes de mí —se quejó Mario.

—¿Cómo me voy a reír? Está ahí, de veras.

—Ya, seguro... ¡Pero es que me duelen las piernas!

Era tentador pensar que era débil, pero teniendo en cuenta la generación de niños que estábamos criando, no podía permitirme aquel pensamiento. Mario era el más fuerte de su clase. El más menudo, sí, no se podía esperar otra cosa viendo a los padres, pero tenía una fortaleza y un ingenio que le hacían único. De hecho, tan único que incluso su abuelo empezaba a plantearse la posibilidad de que se uniese a alguna Casa Pretoriana...

Mario Pretor, eso sí que habría sido un "guao" en mayúsculas. Pero si aquel tenía que ser su destino, lo decidiría él, y no su abuelo Aidan o yo. Tampoco Jyn, que estaba totalmente en contra. No. Sería una decisión de él cuando creciese. Hasta entonces, seguiría siendo solo un niño, y como tantas veces me había repetido mi esposa, tenía que tratarle como tal.

—Anda, ven, que te cojo.

Me subí a Mario a los hombros y seguí caminando, hundiéndome hasta los tobillos con cada paso. El niño no pesaba prácticamente nada, por lo que no me ralentizaba ni me cansaba cargarlo, sin embargo, la arena allí estaba especialmente removida, lo que dificultaba el avance. En otros tiempos había sido difícil llegar a la Fortaleza de Jade, pero únicamente porque era invisible al ojo humano. En aquel entonces, en plena noche y con las sombras danzando en el cielo, parecía un objetivo incapaz de alcanzar.

Además, con cada paso que daba, se alejaba un metro. Dos, tres...

Era como si alguien no quisiera que llegásemos. Una fuerza, una energía...

Algo.

Pero nada escapaba a la voluntad de un Giordano. Como siempre, tardé en alcanzar mi meta, pero logré llegar a las puertas de la fortaleza. Dos grandes hojas de metal que yacían medio enterradas en el desierto, obligando a los visitantes a trepar por un muro de tierra de cuatro metros de altura para poder pasar al otro lado.

—Sujétate —dije.

Mario cerró las manitas alrededor de mi garganta y yo hundí las mías en la arena, iniciando el ascenso. De nuevo el desierto se resistía a que avanzase. Era como si no quisiera que entrase a la Fortaleza...

Y pronto entendí el motivo.

Junté mis fuerzas, activando involuntariamente mi fragmento de Magna Lux, y trepé el muro hasta alcanzar su cima. Una vez en lo alto, salté al otro extremo, rompiendo así la barrera. Avancé unos cuantos metros, aún sintiendo la fuerza del desierto tratando de expulsarnos, y no paré hasta alcanzar el suelo de piedra del patio central.

—¡Por fin!

Dejé a Mario en el suelo, ambos sacamos nuestras linternas y, al encenderlas, descubrimos que no estábamos solos.

—Pero ¿qué...?

Un profundo escalofrío me recorrió el cuerpo cuando una figura surgió de la oscuridad ante nosotros. Era alta y extremadamente delgada, de más de dos metros de altura y con un cuerpo esquelético que se curvaba de forma grotesca sobre su espalda. Su rostro era humanoide, con la piel blanca cayendo como cera derretida sobre la faz y las cuencas de los ojos vacías. Tenía el cráneo ralo, con solo un par de largos mechones grisáceos cayendo en cascada sobre sus hombros huesudos. Sus brazos eran largos y caían alrededor de su torso desnudo, junto a la única prenda de ropa que cubría su desnudez. Parecía un harapo amarillento, aunque a saber... había manchas sospechosas en él.

Su mera visión me heló la sangre. Me situé instintivamente frente a Mario, para protegerle de lo que fuera que quisiera, y desenfundé mi gladius. Ese que Jyn me había prohibido que llevase por temor a que el niño lo cogiera. Acto seguido, alcé el arma, interponiéndola entre el monstruo y yo.

—¡Atrás! —le amenacé—. ¡Desaparece de aquí, esto es terreno albiano!

Mi amenaza retumbó como un trueno en la noche. El ser tenso los músculos faciales, aumentando en tamaño sus cuencas oculares, y por un instante creí ver el brillo de unos ojos en ellas. Acto seguido, dio tres rápidas palmas con las manos y se esfumó, dejando en su lugar una nube de polvo. Las partículas doradas se alzaron un metro sobre el suelo, trazando una espiral de tamaño creciente, y rápidamente se alzaron ante nosotros convertidas en un huracán. Se alzó hasta superar los veinte metros... y sin más, cargó, lanzando una tormenta de esquirlas contra mi rostro y cuerpo. Interpuse el gladius con rapidez, evitando así que me dejase ciego, y clavé los pies con fuerza en el suelo, para ejercer resistencia. Mantuve la postura durante unos segundos, aguantando con toda mi fuerza el envite de la magia...

Y entonces, la embestida llegó a su fin y me liberó, esfumándose la presión. Bajé el arma, relajando los músculos... y en la lejanía, Mario gritó.

—¡Papá!

El segundo que tardé en girarme y ver a mi pequeño siendo arrastrado por el torbellino fue el más largo y desesperante de toda mi vida. Un fragmento de tiempo en el que sentí que me arrancaban parte del alma.

Que me arrancaban mi propia vida.

Me dejé llevar por el pánico durante tan solo una décima de segundo, lo que tardé en establecer conexión visual. Inmediatamente después, me puse en movimiento. Bajé el arma y empecé a correr tras la espiral, la cual arrastraba a Mario fuera de la Fortaleza. Trepé el muro de arena, sintiendo de nuevo la presión de la noche tirar de mí hacia el interior de la Fortaleza, y luchando contra ella me lancé hacia delante. Me lancé al vacío y, tan pronto mis pies tocaron el suelo, me puse en pie. El torbellino estaba arrastrando al niño hacia la oscuridad del desierto...

Hacia la nada.

—¡Mario! —grité al temer perderle.

El torbellino se movía a gran velocidad, lo que me obligó a acelerar. Les perseguí durante varios minutos a través de las dunas, logrando acortar distancia, hasta que al fin la arena se disolvió y el niño cayó desde un par de metros de altura. Le vi precipitarse boca abajo, y aunque por un instante temí que pudiese llegar a romperse algo, rápidamente descubrí que aquel era el menor de mis problemas.

—¡Papá! —gritó al verme aparecer.

Me arrodillé a su lado y traté de abrazarlo. Sentía que me ardía el corazón en el pecho, destrozado de puro miedo. No obstante, el desierto aún tenía una carta guardada bajo la manga. Al encontrarse nuestros cuerpos, el uno atravesó el otro, poniendo en evidencia que algo extraño pasaba. Volvimos a intentarlo, sin comprender nada, y al sufrir el mismo resultado comprendí que no íbamos a conseguirlo.

Mario se había vuelto incorpóreo... y yo también.

—¿Qué está pasando? —murmuró Mario, con los ojos brillantes. Estaba al borde del llanto.

—Tranquilo —me apresuré a decir—. Tranquilo, estoy aquí, de veras. Estoy aquí...

Quise cogerle la mano para consolarlo, pero nuevamente mi cuerpo atravesó el suyo con aterradora facilidad. Era como si de nosotros no quedase más que una simple proyección; como si no estuviésemos allí.

Era aterrador... aunque también interesante, no voy a mentir. De todas las cosas extrañas que había visto a lo largo de mi vida, aquella era de las más llamativas.

—Pareces un fantasma —murmuró Mario, mirándome con los ojos muy abiertos—. Eres transparente...

—Tú también —dije, y al instante me arrepentí de haberlo hecho. No era lo más oportuno precisamente. Me apresuré a intentar corregirlo—. ¡Pero no pasa nada, los fantasmas son geniales! Son capaces de hacer muchas cosas. Además...

—¡Pero los fantasmas dan miedo! —chilló Mario—. ¡Dan miedo! ¡Mamá! ¡¡Quiero ir con mamá!!

Se puso a llorar, y no sin razón. La situación era mucho más alarmante de lo que quería hacerle ver. Estábamos en mitad del desierto, convertidos en lo que fuera que fuésemos ahora, sin un medio de transporte ni forma de comunicarnos con nadie para que nos ayudase... De haber estado solo, puede incluso que hubiese disfrutado la situación. Era todo un reto. Con Mario delante, sin embargo, las cosas se complicaban demasiado.

—Venga, deja de llorar, no sirve de demasiado —dije, tratando de sonar comprensivo—. Mamá no está aquí, así que...

—¡Si estuviera se enfadaría! —gritó con toda la razón del mundo—. ¡Se enfadaría mucho!

—Y por eso damos gracias al Sol Invicto de que no esté.

Un fogonazo de luz en la lejanía captó la atención de ambos. Alzamos la vista a la vez, como dos calcos de un mismo hombre en dos etapas diferentes de la vida, y no muy lejos de allí vimos una torre blanca alzarse contra la noche. A su alrededor la arena formaba una vertiginosa espiral dorada junto a la cual estallaban los rayos de una tormenta.

Una tormenta que tan solo parecía caer en la torre.

Era una señal. Me puse en pie y traté inútilmente de coger a Mario de la mano. Seguidamente, señalando la torre con la cabeza, nos pusimos en marcha.

—Seguro que allí encontraremos la solución —le dije, tratando de animarlo—. Piénsalo, en el fondo esto no deja de ser una aventura ¿Cuántos niños de tu clase conozcas que hayan vivido algo así?

—Ninguno —confirmó él—. Pero es que a mí no me gusta esta aventura...

—Con el tiempo, cuando seas mayor, pensarás en este cumpleaños y te reirás, palabra.

Si es que salimos con vida y tu madre no nos asesina a la vuelta, pensé.

Avanzamos hasta alcanzar la torre, que se alzaba ante nosotros como una gran aguja de luz. Su entrada estaba al descubierto, rodeada de unas columnas de arena que invitaban a entrar. Mario y yo nos miramos, inquietos ante la visión, y rápidamente nos adentramos, conmigo a la cabeza. Una vez en su interior, desenfundé mi gladius...

Y Mario gritó tras de mí de nuevo.

Al girarme descubrí que el niño señalaba con el dedo hacia el frente, allí donde ya no estaba la entrada a la torre, ni tampoco el desierto. Ahora había una monstruosa ciudad futurista llena de rascacielos a la que nunca le daba la luz. La noche era eterna... y en ella, en mitad de la carretera, había una chica. Una mujer de cabello azul a la que mi hijo miraba con fijeza.

—¡Es la Reina de la Noche! —gritó Mario.

Lo era. Por un instante la chica del pelo azul me miró y supe que era Diana Valens. Una Diana diferente a la que había conocido. Ella no era la Pretor problemática y traviesa que una vez había conocido. No. Su rostro y su físico eran similares, pero su alma era totalmente diferente... y también la del hombre que le acompañaba, Balian Aesling.

Pero no estaban solos.

Un coche pasó a nuestro lado y Mario y yo nos alejamos hasta una de las aceras, donde descubrimos en una plazoleta a un grupo de personas armadas cubrirse los rostros con máscaras. Lo hacían todos a la vez, empleando para ello imágenes del Sol Invicto, bajo las órdenes de sus dos líderes.

Su visión me dejó sin aliento.

—Nyxia De Valefort y Loder Hexet... —murmuré con perplejidad, reconociendo en ellos a los líderes del Nuevo Imperio.

Junto a ellos había un hombre... un chico, aunque en realidad era un lobo. Un alma tocada por la oscuridad y llena de miedo y rabia cuyos ojos conectaron con los de Mario. Ambos se miraron... y en el fondo de mi alma supe que se conocían.

Supe que sus destinos estaban conectados, porque anteriormente lo había visto.

Lo había soñado.

—Lucian...

Traté de nuevo de coger la mano de Mario para alejarlo, demasiado confundido como para poder hacer otra cosa, pero una vez más, no pude. Mi mano seguía siendo incorpórea. La suya, sin embargo, no.

—Mario...

El nerviosismo empezó a presionarme la garganta. Teníamos que irnos. Teníamos que escapar de lo que fuese que estábamos viendo... pero no podía hacerlo. Aunque trataba de que Mario me siguiese, él seguía con la mirada clavada en el lobo. Aquel chico, o ser, no le dejaba escapar, le tenía atrapado... y Mario volvía a ser un niño humano...

... Y la luna de su frente refulgía con fuerza.

—¡Mario!

Empezó a llover y alguien en la lejanía grito. Era un tipo de aspecto bastante corriente que miraba al cielo con desafío mientras que a su alrededor un chico y una chica bailaban y cantaban. Ambos parecían muy jóvenes, de no más de dieciocho años... y tenían la boca llena de sangre.

No eran humanos. Ni ellos, ni el tipo del grito.

Nadie.

—¡Tenemos que irnos!

De repente, alguien apareció corriendo a nuestro lado. Se trataba de una chica de rostro familiar que, sin aviso previo, cogió a Mario de la mano y tiró de él, arrancándolo de mi lado.

Intenté detenerla, pero no pude: ambos pasaron a través de mí.

—¡Corre, Mario, corre! —gritó la chica.

—¿Tyara? —escuché al chico lobo preguntar con sorpresa.

La oscuridad se cernió sobre nosotros de nuevo, devorándonos. Arrastrándonos a una espiral de confusión, de sonidos y de imágenes que se mezclaban y fusionaban entre ellas, arrancándole sentido a todo cuanto nos rodeaba. Lo único que sabía era que esa mujer se estaba llevando a Mario, y que no llegaba a él. Que, aunque las puntas de mis dedos alcanzaban los suyos, mi mano no podía cogerlos.

Mi mano no era humana.

Yo no era humano.

Pero Mario sí...

—¡Mario!

Una vida después, la oscuridad se abrió y caí en la arena del desierto. En algún momento había amanecido y el sol iluminaba las dunas doradas. Y yo estaba allí, de nuevo con mi cuerpo humano, pero no había ni rastro de mi hijo.

—¿¡Mario!? —grité.

Pero nadie respondió.

***

Esta historia conecta con mis obras Hijos de la Noche y Noche Eterna, Dulce Muerte. Pueden ir al vínculo externo para leer.

Esther.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top