El juego de la bestia
Por: NaiiPhilpotts y uutopicaa
Bregenz, 1784
Si nos atrapan, seremos hombres muertos. Sin embargo, el riesgo vale la pena.
Sospechamos que los rumores que corren por el condado son ciertos, lo cual significaría que mañana a esta hora seremos ricos y que estaremos de camino al otro extremo del continente. Tengo fe en que lo lograremos. Este será nuestro último robo, obtendremos suficiente dinero como para vivir entre lujos hasta el final de nuestros días.
—¿Lo tienes? —pregunto a mi hermano, Aigan, en un susurro.
—Sí —responde él.
No puedo verlo a causa de la oscuridad del recinto en el que nos encontramos. Nuestros ojos recién comienzan a acostumbrarse a la negrura lo suficiente como para distinguir siluetas y no tropezar.
—¿Hay algo dentro? —insisto, preocupado. No podemos permitirnos cometer ningún error.
—Sí, eso creo. Es pesado y, cuando lo sacudo, escucho que algo se mueve en el interior.
Asiento con un movimiento de mi cabeza que Aigan probablemente no es capaz de distinguir. La función acaba de comenzar, tenemos los minutos contados. Los raros y deformes regresarán a este sector luego de los aplausos. Necesitamos salir de aquí antes de que nos atrapen y nos cuelguen por esto.
Camino hacia mi hermano y le coloco una mano en el hombro. El sudor recorre mi columna y la ansiedad entumece mis dedos.
—¿Quieres que abramos el cofre aquí, solo para estar seguros? —sugiero.
—No, tiene candado. Vamos a necesitar herramientas para romperlo. —Se lamenta él—. Podría pegarle un tiro, pero el ruido alertaría a todos. Y, por aquí, no veo nada más de valor. Quizás aquellos retratos —señala a un costado, creo divisarlos en la penumbra—, pero transportarlos con marcos no es práctico y quitar los lienzos para enrollarlos tomaría tiempo, además, podríamos arruinarlos.
—Más nos vale que entre tus manos tengas el collar de la duquesa y las otras joyas que nos dijeron que han sido obsequiadas al circo.
Los rumores de que en la última ciudad el carnaval fue altamente beneficiado por la realeza son de una fuente confiable, de lo contrario no nos hubiéramos arriesgado. Pero el miedo de que esto sea en vano está aquí.
—El cofre tiene el tamaño que dijeron en la taberna. Y un labrado idéntico al que describían los borrachos. No puedo ver los colores o las figuras, pero tiene que ser el correcto. Además, no hay otros —Aigan parece convencido de sus palabras.
—Bien, larguémonos de aquí entonces. Los carnavales me ponen los pelos en punta, no me agradan ni un poco. —Me giro y comienzo a caminar hacia la puerta. Pocos pasos después, siento que mi hermano pone su mano sobre mi hombro—. ¿Qué pasa?
—¿Mmm? Nada, ¿por?
—Me llamaste.
—No dije nada —asegura él.
—No, no. Me tocaste el... —Giro hacia él para responderle, y es ahí cuando noto que algo no está bien.
Aigan se encuentra a casi tres metros de mí. Sostiene el cofre con ambas manos. Y... y la habitación ya no está tan oscura como antes, o eso creo. Pareciera que toda la negrura se ha concentrado en la pared a mi derecha.
Una extraña neblina comienza a arremolinarse alrededor de nuestros pies, ¿qué ocurre?
Un rugido me hace estremecer. Siento el escalofrío recorrer mi espalda de un extremo al otro y, con cierta lentitud, poso la mirada en dirección a la oscuridad, que ahora ha comenzado a moverse. Es como si la sombra estuviese viva, crece y se transforma en una figura monstruosa. Los ojos y la boca son espacios en blanco del muro.
—¿Qué tenemos aquí? —pregunta una voz bestial y gruesa, tan profunda que se mete por debajo de mi piel y sacude mi interior—. Huele a ratas. Inmundas. Sucias. Desagradables. Pestes que hay que exterminar. —La sonrisa se expande y dibuja dientes afilados.
Estoy paralizado, contengo la respiración casi de forma involuntaria. El carnaval está maldito, ¡lo sabía! Esto solo puede ser obra del demonio y de sus secuaces del infierno.
Pasados algunos segundos, logro tragar saliva. Con la boca abierta, las palabras se niegan a salir. Mi hermano se encuentra en una situación similar, pero no soy capaz de girarme a verlo.
—¿Qué debería hacer con ustedes? Matarlos sin más sería aburrido. Y aquí, en Malabar, nos gustan los espectáculos y la diversión. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? —se burla la sombra—. ¡Ah, ya sé! Juguemos algo, ratas.
Retrocedo un paso, mis manos tiemblan. Quiero huir, pero mi cuerpo está entumecido por el terror.
—Estas son las reglas. —El monstruo continúa con su monólogo—. Tienen hasta que acabe la función para salir del carnaval. Si lo logran, podrán conservar el cofre y su contenido.
—¿Y... y si no? —logro articular—. ¿Nos matará?
—¿Matar? No —suelta una carcajada—. En ese caso, me pertenecerán para siempre. Serán mis juguetes, mis mascotas. Y haré con ustedes lo que considere apropiado. Hay destinos mucho peores que perder la vida, y estoy convencido de que hallaré un castigo ideal para lidiar con su osadía. —La sombra deja de moverse, hace una pausa larga antes de volver a hablar—. ¿Qué esperan? El tiempo se mueve aprisa, y lo están desperdiciando.
Sin más, la sombra se desvanece y la habitación vuelve a la normalidad en apenas un parpadeo. No quedan rastros de la endemoniada criatura ni tampoco de la neblina.
Noto que, por fin, puedo moverme. Voy hacia Aigan y lo sacudo varias veces para hacerlo reaccionar. Mi hermano menor está aterrado y varias lágrimas se arremolinan en sus mugrosas mejillas.
Una repentina peste ácida llama mi atención. Bajo mi vista en dirección a los tablones de madera y noto que se ha orinado.
—Vamos, ¡muévete! —pido.
Él trastabilla y casi deja caer el cofre, pero logra atajarlo antes de que alcance el suelo. Por un instante, intercambiamos una mirada llena de preocupación; sin decirnos nada, transmitimos aquello que nos embarga, y lo comprendemos. Dentro de nuestras almas hay solo terror.
—Démonos prisa, salgamos de este maldito lugar —ordeno mientras me persigno.
Mi hermano asiente, casi inaudible, antes de comenzar a trotar rumbo a la puerta.
Fuera, el carnaval está casi desierto. La noche ha caído sobre nosotros y solo hay algunos faroles de aceite que marcan los caminos principales del festival. Algunas tiendas siguen abiertas, el tenue brillo de las velas asoma desde el interior. El público se encuentra en la carpa central y disfruta del espectáculo sin sospechar el infierno que vivimos nosotros aquí fuera.
Nadie parece notar nuestras expresiones de pánico, la palidez en nuestros rostros ni el temblor que nos recorre las piernas. El carnaval sigue transcurriendo con su usual algarabía; cada quién está concentrado en su propia vivencia.
—¿Recuerdas por dónde llegamos? —pregunto a Aigan.
—Sí, pero...
—Pero ¿qué?
—Algo no está bien, Vincent. —Mi hermano gira su vista de un lado al otro con expresión de horror—. Es como... como si estuviéramos en otro sitio. Nunca atravesamos este sector, mira —señala la carpa principal en la distancia—. Nosotros fuimos hacia el oeste, pero ahora estamos al sur. Esto es magia negra, ¡que Dios nos salve! ¿En qué nos hemos metido?
Cuando me detengo a analizar el paisaje, noto que tiene toda la razón. ¡Maldita sea!
—Escucha, Aigan. —Lo sostengo por los hombros—. Vamos a salir de aquí. No importa lo que haya pasado, sabemos que la entrada está a unos trescientos metros de esa carpa. Solo debemos ir hasta ahí y rodearla, ¿sí? Cálmate. Necesitamos concentrarnos si deseamos salvarnos de la condena al infierno.
—Amén —responde él y me entrega el cofre—. Cárgalo tú, que temo que los nervios me traicionen.
—De acuerdo, vamos.
Corremos en zigzag a través de la multitud, nos vemos obligados a esquivar a las personas más distraídas. Tratamos de alejarnos del sector concurrido y hallar atajos, escogemos pasadizos angostos entre las distintas atracciones.
No nos detenemos por nada.
Sin embargo, a pesar de que corremos y corremos, la carpa central apenas si se ve un poco más cerca. Sí, estoy convencido de que nos aproximamos, pero a un paso escalofriantemente antinatural.
"Mierda, mierda, mierda". El sudor comienza a resbalar por mi nuca y por mi frente, recorre mis mejillas y se enreda con la barba oscura que adorna mi rostro.
Jadeantes, pasamos frente a un escenario vacío. También vemos jaulas que contienen animales feroces y humanos deformes. Mi piel se eriza ante lo desconocido. Leo carteles que rezan "Adivina", "Mentalista" y más.
—¡Ya casi estamos en la carpa! —grita mi hermano, que está varios metros por delante de mí.
Aigan es más joven que yo, y también muy ágil. Lo que le falta en personalidad y carácter le sobra en aptitudes físicas y músculos. Yo soy el cerebro, él es el cuerpo. Yo soy el jefe, él es la mano ejecutora. La dinámica nos acompaña desde la niñez. Siempre trabajamos en equipo y, hasta el momento, jamás hemos fallado. Necesito confiar en que hoy también saldremos victoriosos.
Mis hombros se relajan un poco ante la noción de que es posible vencer al demonio en su propio juego y escapar. Quizá no contaba con nuestro ingenio o con nuestra velocidad.
Corremos tan rápido como nuestros pies lo permiten. En varias ocasiones estoy a punto de tropezar, pero logro sostenerme de algún objeto que hay a mi alrededor y así seguir avanzando.
Cuando por fin alcanzamos la carpa principal, la rodeamos. Desde dentro nos llegan aplausos y gritos de asombro, también música y algunas risas. El público disfruta del espectáculo todavía, ¡hay tiempo! ¿Cuánto rato llevamos huyendo? Por momentos se siente como una eternidad, otras como un parpadeo. Mis músculos ya casi no pueden resistir, queman y se entumecen más con cada paso que doy.
—¡Ahí está la salida! ¡La veo! ¡La veo! —grita mi hermano, rebosante de alegría.
El alivio me invade. Respiro hondo y apresuro la marcha tanto como puedo. La adrenalina me ayuda a hacerlo.
Lo lograremos, ¡lo lograremos! ¡Lo...!
De repente, algo se aferra a mis tobillos. Bajo la mirada, aterrado, y vuelvo a ver a la sombra. Sus garras oscuras trepan por mis piernas casi hasta las rodillas y comienzan a empujar hacia abajo, como si quisieran enterrarme en la tierra.
—¡Aigan! —grito.
Él se gira, sin dejar de correr. Ve mi desesperación y luego el suelo. La sombra también comienza a extenderse en su dirección.
—¡Arrójame el cofre para que te suelte! —pide.
—¡No puedo moverme! —respondo, el pánico me ha paralizado otra vez—. ¡Ayúdame!
Las garras oscuras casi pasan mis muslos y comienzan a rodearme la cintura. Grito. Se sienten como arañazos, son como uñas afiladas que desgarran mi piel a medida que la cubren. No veo sangre, pero el dolor es insoportable.
Creo que me estoy hundiendo. La negrura bajo mis pies intenta tragarme y llevarme consigo al infierno.
Pronto, el cofre es tapado por la sombra. El metal de sus goznes se calienta y comienza a enterrarse en mi estómago con una lentitud abrumadora a causa de la fuerza generada por el agarre.
Mi hermano se ve incómodo. Abre la boca. Dice algo; no llego a escuchar qué, mis gritos acallan su voz. Creo que el movimiento de sus labios esbozan un "disculpa". Y, sin más, Aigan vuelve la vista al frente y continúa su camino hacia la libertad. No se voltea.
Espero que lo logre.
No, espero que falle, como castigo por dejarme atrás de esta forma y traicionarme.
"Que lo atrapen a él también", ruego, egoísta.
No llego a ver qué ocurre con él. Alguien se aproxima a mí cuando el suelo casi me ha tragado por completo; queda poco para que mi cuello quede totalmente cubierto bajo la tierra. Los zapatos y las piernas que veo son de mujer. Se ven jóvenes.
—Por favor... —suplico por su ayuda.
La muchacha suelta una carcajada cargada de maldad, levanta uno de sus altos tacones y pisa mi cabeza con fuerza. Duele. Duele como la mierda. Presiona tan fuerte que la piel cede y se corta de manera superficial, pero ardiente.
Aunque no llego a ver su rostro, sé que es otra hija del diablo porque ayuda a que la sombra me engulla por completo.
Grito. Mi voz resuena con eco y parece replicarse desde distintos rincones. ¿Estoy vivo? Abro los ojos y me encuentro con la nada misma. Es una negrura absoluta en la que no existe ni el cielo, o el techo, ni el suelo ni las paredes.
Miro mis manos: el cofre ha desaparecido. Perdí el juego.
—Bien, bien, se acabó la partida, rata —la voz del monstruo se hace presente. No llega a mis oídos, sino que resuena en el interior de mi cabeza—. Eres el perdedor.
—¿Y mi hermano?
—Nunca lo sabrás.
—¿Qué había en el cofre? —insisto. Al menos, quiero saber si el riesgo valía la pena.
—Es un secreto. Y ahora... —No termina la frase.
Escucho un ruido metálico, creo que son cadenas que se arrastran como serpientes por algún sitio que no logro divisar.
—¿Qué harás conmigo? —insisto.
—Lo que tenga ganas de hacer. Me perteneces ahora, Vincent Mayrhofer.
Cuando acaba de decir eso, siento una nueva punzada de dolor en mis muñecas y tobillos. Esta vez, es mucho más aguda que antes. Es como si las cadenas se estuvieran enterrando en mi cuerpo, atravesando la piel, la carne e, incluso, los huesos.
Es insoportable.
Quiero morir.
—Mátame —suplico—. ¡Mátame!
—No —se burla el demonio—. Tengo otros planes para ti. Prometo que el dolor durará solo algunas horas.
Mi cuerpo entero sufre la misma agonía. No entiendo qué ocurre, me es imposible describir la sensación que me embarga, pareciera que cada parte de mí estuviese siendo cambiada. Me es imposible dejar de gritar, desesperado, a causa del constante dolor.
"Déjenme morir... por favor", no tengo fuerzas para darle forma al ruego.
Mi espalda se dobla en un ángulo extraño, mi cuello también. Escucho que los huesos se parten y el chasquido de la quebradura resuena en mi interior. Es un proceso lento y tortuoso. El calor es insoportable. Sé que la criatura me está transformando como si yo fuera un trozo de metal caliente en una herrería. ¿Qué me hace? ¿En qué me convierte?
Grito otra vez. La sangre inunda mi boca y el sabor es lo único que me distrae. Mi voz se apaga de a poco, ya no tengo fuerzas. Mi garganta está seca y destruida por los alaridos que suelto de forma involuntaria. Incluso mi lengua cambia de forma.
Entonces, llega una punzada mucho más fuerte que las anteriores. Directo en el pecho. Con el poco aire que queda en mis pulmones, trato de exclamar una vez más. Sin embargo, el sonido que escapa de mi garganta es un rugido inhumano, bestial.
"Peor que la muerte...", repito las palabras del demonio en mi mente. Cierro los ojos y pierdo la consciencia.
Las sombras de Malabar es una novela escrita en conjunto por Naiara Philpotts (NaiiPhilpotts) y Nathalia Tórtora (). Puede encontrarse en el perfil de ambas autoras. Es una historia juvenil que transcurre en un carnaval que es liderado por un misterioso demonio. Misterio, acción, romance y un montón de sorpresas los esperan una vez que decidan asistir a la función.
Como pequeña nota curiosa, habrán notado que los personajes rezan y se persignan, esto es para reflejar un poco la sociedad europea de esa época.
En fin, gracias por leer el relato ❤
¡Los estarán esperando en Las sombras de Malabar!
Y, tengan cuidado, porque una vez que entren, no podrán salir.
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