El corazón en la mirada


Por: CamillaMora

Se dice que en la noche de Halloween las brujas salen a divertirse. Así era el caso de María Core, quien había sido acusada por su marido de practicar brujería, por lo que había sido sentenciada a la horca y su cuerpo, a ser quemado en la hoguera. Sin embargo, no habían tenido que arrastrarla al patíbulo, con el mentón en alto y la mirada ardiendo en un mensaje silencioso de que la venganza les aguardaba, había subido, escalón a escalón, y había permitido que le pusieran la soga al cuello. 

Tiempo después se supo que su acusador mantenía una amante y había elucubrado un endemoniado plan para quitarse de encima a su esposa al mejor estilo teatral de Arthur Miller. 

Solo que, sin sospecharlo, la mentira había adquirido veracidad. María era una bruja, muerta, pero una bruja al fin. El día del enjuiciamiento, no había rogado a un ser celestial, sino que se prometió a la oscuridad del inframundo, donde había aprendido las artes de la nigromancia. 

Desde entonces, cada noche de dulce o truco, ella salía a realizar travesuras al poner a prueba a una pareja de su elección. Y ya le había echado el ojo a la que tendría que pasar el examen aquella noche. Ninguna había aprobado hasta el momento, cada uno de sus juguetes vivientes había demostrado que el amor era tan frágil como un cristal astillado.  

Vivien se despertó en mitad de la noche y, al voltearse, no encontró a Nino a su lado. Extendió el brazo y se topó con el frío de la soledad. Se alzó, salió del lecho y se percató de que no reconocía el sitio en donde se hallaba. No era el apartamento en el que vivían ni sus muebles, ni siquiera el aire era el mismo. La calidez que la envolvía en su hogar había desaparecido como todo lo demás, hasta su aliento se tornaba visible por la frialdad que la apresaba. Se sentía extraña, distinta y le dolía la cabeza. 

Se acercó a un espejo que había sobre una cómoda y, al contemplarse, se le cerró la garganta, el corazón comenzó a palpitarle con frenesí y las palmas, a sudarles. Tenía el cabello cortado al ras como cuando era una adolescente y su padre la obligaba a mantenerlo de aquella manera. Además... ¡Se descubrió plana! Debido al tratamiento hormonal había ganado algo de curvas, pero estas estaban ausentes en la imagen que se reflejaba. Se tocó el rostro, era de nuevo el de un muchacho sin sutilezas y con ángulos demasiado marcados. 

Parpadeó con fuerza al tiempo que inspiraba hondo y exhalaba con lentitud y de manera larga. Se encontraba en una pesadilla, estaba segura o eso esperaba. Despertaría en cualquier momento en la cama de su apartamento con Saturnino a su lado. 

Solo que, a pesar de que se pellizcó las mejillas, no se despertaba y el mal sueño continuaba. 

A los tumbos, salió de aquella habitación y escapó por el corredor, luego por las escaleras hasta el recibidor. Giró el picaporte, la puerta estaba cerrada. Aferró el jarrón ubicado en una mesa alta y lo lanzó por el vitral que adornaba la entrada. Los cristales de colores saltaron hacia afuera. A Vivien poco le importó que anduviera descalza, solo ansiaba salir de allí y regresar a su normalidad, al abrazo cálido del hogar que había construido con Nino. 

Las astillas de vidrio se le clavaron en las plantas y rengueó a través de las calles desiertas por lo que le parecieron horas sin hallar a ningún otro ser. 

Nino no sintió frío porque una piel lo cubría, pero sí advirtió que las sábanas estaban húmedas. A pesar de que aún era preso del sueño, este hecho le pareció algo extraño en la mente adormilada. Abrió un ojo y luego el otro. Lo primero que divisó fueron unos arbustos y, más allá, un parque deshabitado como salido de una película de terror. Las hamacas chirriaban al ser mecidas por el viento, el que espantaba con aquel ulular. ¿Qué demonios? 

«¡Vivien!», gritó su mente, porque de la boca tan solo le salió un gruñido como de un animal herido. Bajó la mirada hacia sus brazos y lo que distinguió lo dejó estupefacto. 

Sus miembros estaban cubiertos de un pelaje pardo como el de un perro. Se irguió sobre los pies. No llevaba ropa, sino un mameluco peludo que por más que tirara de este, no lograba quitárselo. Trató de hablar de nuevo y solo emitió ruidos guturales. 

Se contempló los pies, en ese instante, deformes, así también, los tobillos, pantorrillas y muslos. Se había convertido en el personaje principal de una maldita película de horror. A pesar de la situación paranormal, solo había una preocupación que le invadía la mente: ¿dónde demonios estaba su novia? 

Corrió por aquel parque desconocido convertido en un maldito laberinto. Aquellos arbustos tan altos como muros se erigían delante de él cada vez que giraba en una bifurcación. 

Ante tanta frustración y desesperación, quiso gritar, sin embargo, lo que salió de entre sus fauces fue un aullido largo y agudo. Era una pesadilla, no había otra alternativa. Rugió una, dos, tres veces. Se estrelló la cabeza contra una de esas paredes verdes, pero no despertaba de ese mal sueño ni recuperaba el aspecto humano. 

Se observó las manos convertidas en garras. Como si fueran ganzúas, las usó para separar las ramas y traspasar cada muro hasta que se encontró en la calle. Corrió, volteando el rostro de un lado al otro, pero no hallaba a Vivien ni a ningún otro ser vivo. 

En los aires, María dejaba escapar una risotada tenebrosa ante la angustia de la pareja. Ella los sobrevolaba a uno y a otro y se deleitaba con su sufrimiento. Pero, más aún, lo haría cuando se hallaran. Deseaba que padecieran el mismo dolor que ella había vivenciado al ser traicionada por el hombre que ocupaba su corazón, el amor que no fue tal y que había le había resquebrajado el alma. 

Vivien advirtió al animal que corría hacia ella con ímpetu, erguido sobre las dos patas traseras. Clavó los pies ensangrentados y doloridos en la grava, petrificada y aterrada. ¿Qué era eso? ¿Una clase de jabalí gigante? ¡La comería entera de un solo bocado!

Abrió los ojos y se convirtió en una estatua peculiar, inmóvil, pero con una respiración agitada. 

El aire le entraba y salía a trompicones. No alcanzaba a llenarse los pulmones que ya exhalaba, se mareaba y perdería el conocimiento en cualquier segundo. 

La bestia se le acercó con pausa, la contemplaba con precaución como si esta estuviera más asustada de ella que al revés. Vivien se encomendó a permanecer quieta mientras el monstruo la olisqueaba, hasta que este profirió un gemido inarticulado. Abrió los ojos de par en par y una astilla se le clavó en el centro del pecho. Ella percibió en la bestia una angustia que emulaba la suya. 

Alzó la mirada a aquellos ojos pardos. Se decía que eran las ventanas al alma, no obstante, en aquel momento, Vivien comprobó que eran el reflejo del corazón. Se encontró dentro de ellos y comprendió. 

—¿Nino? 

Unos sonidos roncos abandonaron aquel hocico larguísimo repleto de dientes afilados que no lograban contenerse dentro. ¿Acaso él había conseguido reconocerla a pesar de aquel aspecto masculino? Lágrimas se le agolparon en los ojos y el físico se le convulsionó, producto del sollozo que desprendió desde el centro de sí. Lo que más odiaba en el universo era haberse mostrado con aquel envase frente a él que siempre la había tratado como a una chica. 

Nino le acercó la cabeza y le frotó la mejilla y el cuello con su perfil como si fuera un perro que recibe a su dueña. 

Vivien le pasó los brazos por detrás de la nuca y pegó el rostro al pecho lanudo. Poco le importaba que se hubiera convertido en otro ser, eso era solo su exterior. Dentro, aún existía su Nino y eso era lo único que importaba. 

Un gritó desgarrador cortó el firmamento como un trueno tras el resplandor, solo que no habría tempestad más que las internas, aniquilantes y sangrantes. A medida que se extendía el sonido atroz, las luces de las estrellas se apagaban y volvían a prenderse. Tanto Nino como Vivien alzaron la mirada al cielo oscuro. En uno de esos apagones fugaces, su transformación había retrocedido hasta regresar a sus aspectos habituales.  

Se zambulleron uno en los brazos del otro, desnudos y en medio de unas calles que no conocían. Poco les interesaba, lo único esencial era que se habían reencontrado a pesar de que las apariencias fueran otras, pero el interior, lo que guardaban y sentían por el otro, era inalterable. 

—¡Malditos! —chilló María Core, invisible e inaudible para los enamorados, mientras sobrevolaba encima de las cabezas unidas. La frustración, la furia, pero también el dolor, la invadían. 

Acto seguido, lanzó una risa histérica y un tanto tétrica, pero poco le duró. Las lágrimas le rodaron por las mejillas por el amor que había depositado en un hombre que poco valor le había dado. Frente a sus ojos le habían demostrado que ese sentimiento no era banal ni efímero, sino que no tenía condición y abarcaba más de lo que ella había experimentado jamás. 

***

Este relato es un extra de «Una mujer llamada Vivien». 


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