Capítulo uno.

Advertencias: Historia con contenido lésbico, descripciones sexuales explícitas y lenguaje vulgar.

Tags: Fetiches con cuchillos, relación dom-sub (implícita), dirty talking, fem! Aemond y fem! Lucerys.

Leer bajo su propio consentimiento.

Espero que lo disfruten.

***

Lucerys tiene un problema.

Tiene muchos problemas, en realidad.

El principal es que su tía la odia, y eso estaba bien porque a Lucerys tampoco le cae bien. Temas del pasado, ella le quitó el ojo en una pelea y su tía le rompió la nariz. Un ojo vale más que ese relieve en su tabique, lo entiende.

Lucerys sí debe admitir, solo para ella misma y en contadas ocasiones en las que el buen vino nubla su sano juicio, que una parte oscura y retorcida a veces burbujea en su interior al saber que ella estará rasgada en su piel hasta el final de sus días.

Pero ese no es el problema actual.

El problema es un:

»—El casamiento de tu hermano con Helaena será pronto, viajaremos a Desembarco del rey para celebrar.«

El problema es Vaemond poniendo trabas y trabas en su propia ascensión, interrumpiendo los preparativos de la boda más esperada por la ciudad.

»—Una mujer no será la señora de Mercaderiva".

El problema es, ciertamente, Vaemond tachándola de bastarda, e insultado a su madre.

En realidad ese no es el problema, porque estando Daemon con vida, no existiría cabeza ligada a su cuerpo capaz de maldecir dos veces a su esposa.

Un problema menos.

Un par de manos delgadas y anilladas golpean la mesa y provocan un temblor que logra estremecer el contenido de su propia copa.

—Un brindis final —Aemond declara, alzando una trago. Lucerys sabe lo que se avecina cuando recae en el brillo astuto en su único ojo; tiene ese aire desquiciado y salvaje que le revuelve el estómago—, por la salud de nuestros sobrinos.

Ahí está el otro problema.

Su tía, mayor que ella solo por unos pocos años, a varios metros justo delante suyo. Lucerys lo admite, se rió. Consideró hilarante cuán irónico era que justo frente a ella hubiesen situado un cerdo.

»—¡El terror rosado!«

Una sonrisa baja curvó su boca, algo burlón y descarado. Se deleitó admirando las facciones impolutas de Aemond tornándose rojizas por la indignación. Porque, los dioses la perdonen, su tía sonrojada es una situación que se le escapa de las manos.

Aegon la acompaña. Él levanta su copa, esta rebosa de vino que se derrama por las orillas debido al pésimo pulso que un ebrio posee.

Aemond la mira. Un único ojo lila porque el otro está escondido detrás de un parche de seda con incrustaciones de oro y suaves cuerdas de plata, las ligas plateadas se enredan con su cabello trenzado y casi minimizan el aspecto tosco y feo de la cicatriz que cruza su cara.

Su relación es rara, y Lucerys no puede decir que no entiende por qué su tía está tan enojada considerando que ahora tendrán que convivir por mucho tiempo.

—Jace —dice, y por un micro segundo deja de verla y se centra en su hermano mayor, que eleva una mirada altiva junto a su prometida, luego ella vuelve otra vez la mirada—. Lucerys y Joffrey. Cada uno de ellos atractivos, sabios. . .

Lucerys la reta sin decir palabras, pensando, ilusa, que su tía no se atreverá. Sus nudillos se tornan blancos ante la fuerza con la que aprieta la tela de su vestido

—Fuertes.

—Aemond —la reina murmura.

—Alcemos nuestras copas —ella dice, ignorándola—. Por estos tres jóvenes fuertes.

Sus manos se estampan contra la mesa con la misma fuerza que las de Aemond hace un minuto. Los cubiertos tiemblan. Su tía sonríe. Jace detiene su danza con Helaena, su ceño fruncido está directamente conectado al rostro pétreo de Aemond.

—Te reto a que lo digas otra vez —se escucha diciendo. Rodea la mesa, avanza. La silla de Daemon chilla a sus espaldas, y es la que anticipa que nada se salga de control.

Escucha a Aemond, su voz es suave, es burlona.

—¿Por qué? Solo fue un cumplido —siente la sangre hervir—. ¿No te consideras una chica fuerte?

Su palma extendida se estampa contra el rostro de Aemond, y le arde. Todos jadean. El semblante de su tía apenas tiembla ante su golpe. Ella relame su labio inferior, cortado por su mano, y sonríe. Todo en Lucerys se torna rojizo y nebuloso y caliente.

Aemond la empuja y Lucerys gruñe cuando cae de trasero al suelo. Jace ya se había adelantado cuando los guardias lo agarraron e hicieron lo mismo con ella. Dos manos que sostienen su cintura y la obligan a retroceder entre trompicones.

Todo en su campo de visión se vuelve esa bruma lilácea. Y Lucerys se descubre pensando durante ese microsegundo, en lo mucho que su tía ha crecido desde la última vez que se vieron. Y en que ser insultada por ella, de pronto, revoluciona demasiadas cosas en su sistema.

Aemond se marcha haciendo resonar sus zapatos. Su espalda recta es acariciada por los largos mechones albinos que posee, una mitad atrapada en preciosas trenzas con entramaciones, la otra mitad suelta y brillante. Las ondas dan pequeños brincos, algunas logran rozar su cintura estrecha, abrazada por un vestido verde que ondulea ante los movimientos fluidos de su anatomía.

Lucerys ya está al tanto de sus propias preferencias. No hay un nombre, pero no debe de ser tan poco común considerando las historias que cuentan sobre Ser Laenor Velaryon y sus peculiares inclinaciones.

Al parecer los deseos antinaturales corren por sus venas; Lucerys solo planea recibir castigo por sus depravados pensamientos el día de su muerte, cuando Los Siete decidan que lo que deseó en vida merecía un eterno castigo.

Ella avanza por los pasillos. Los bordes de su vestido provocaban un roce suave sobre el cemento. Es de noche, los sirvientes alistan sus aposentos. Perdió de vista a Jace hace unas horas y ahora está dando vueltas con un propósito fijo pero cuestionable. La última vez que visitó esos pasillos, un guardia tiraba de su muñeca y su ropa permanecía manchada de sangre.

En ese instante ella va sola, sus zapatos producen un eco sutil y la respiración se le escapa con tranquilidad.

La superficie rocosa de las paredes raspa las yemas de sus dedos cuando las desliza al avanzar. Piedra ligeramente húmeda, helada y oscura. Está perdida, más o menos. Solo anunció que iría a tomar aire, ella no dijo a dónde. Y en ese instante no está muy segura, en realidad, de su destino. Disfruta de la caminata, no podrá estirar las piernas hasta que Arrax y ella arriben otra vez en Rocadragón; le espera un viaje largo.

Lucerys está perdida.

Mentira.

Lucerys se miente a si misma y se dice. Como si de esa forma pudiese justificar el hecho de que se encuentra en ese instante delante de una puerta conocida, y la abre. Y entra. Y la cierra. Y la luz es leve y amarillenta, amenaza con apagarse en cualquier momento.

Su espalda se apoya en la madera con lentitud, creando un arco sugestivo. Alguien se mueve delante de ella.

Lucerys tiene unos segundos para apreciar a su tía vistiendo únicamente un camisón holgado de pijama. Su cabello no está suelto, sino que tomado en una trenza cuidadosa y floja que termina por debajo de su pecho. En lugar de una cubierta costosa, su ojo mutilado está escondido bajo un parche de tela blanca que no cumple otra función más que ser cómodo para dormir. Sostiene un libro grueso al que no le deben quedar más de un par de páginas para ser acabado.

Ella levanta apenas la mirada, su tono al hablar es plano.

—En cinco segundos tu visita dejará de ser algo pacífico, sobrina —Aemond murmura, aún ojeando su libro—. Vete por esa puerta ahora, tu presencia no es deseada.

Su vientre da una vuelta y se torna tibio. La voz de Aemond es una cosa sedosa y suave, que escurre por sus oídos como el más fino de los bálsamos.

—Vengo a disculparme por mi comportamiento, tía —anuncia.

—Mn.

—Fue indecoroso e inapropiado, completamente fuera de lugar —recita, recordando las palabras de su madre. Intenta ignorar las de Daemon porque él le dijo que si tenía la oportunidad, nunca estaba de más terminar el trabajo que dejó a medias cuando era niña—. Deseo recibir tu perdón, si estás dispuesta a concedérmelo.

—¿Y si no lo estoy?

Lucerys aprieta los dedos en puños.

—Vengo con buena disposición. . .

—¿Te dispones a mí para hacer lo que desee a cambio de mi perdón? —ella pregunta.

Las palabras dan vueltas en su cabeza, Lucerys las siente como un eco difuso. No está realmente enojada, no cuando tiene a su tía a pocos metros, sonriendo con una malicia ardiente que pone a prueba sus castos pensamientos.

Se tarda unos segundos en entender lo que Aemond acaba de preguntar, y cuando finalmente asiente, aún no está del todo segura de haberlo procesado correctamente.

—Si es lo que te place.

Aemond amplía su sonrisa.

Lucerys recuerda, vagamente, el instante hace algunos años cuando recibió un puñetazo. Ella defendía a su prima y a Jace, quienes la habían llevado al oír el rugido de Vhagar. Aemond antes de lanzar el primer golpe había sonreído con la misma malvada crueldad. Algo sádico y oscuro mientras se regocijaba sobre la muerte de la señora Laena.

—Desnúdate, sobrina —ordena, suave y cruel—, y repite tu perdón de rodillas.

Todo se detiene. Su corazón, su respiración, su sangre. Lucerys se toma un segundo para sopesar su petición.

Lucerys se encuentra bajo la mirada profunda y austera de su tía. Recostada en su enorme cama, Lucerys se atrevería a pelear con cualquiera que pusiese en duda la perfección innata que poseía. Ella debería ser esculpida, y su escultura exhibida como la encarnación misma de la belleza. Una belleza salvaje y fiera, difícil de admirar porque ante la mínima provocación Aemond Targaryen no duda. Jamás duda. Tiene el temperamento de su dragón, la fuerza de sus antepasados y la belleza pura de un Targaryen.

También tiene reputación cuando se trata de cortar lenguas.

—Si eres incapaz de algo tan básico, vete ahora —Aemond sentencia—. Interrumpes mi lectura.

Lucerys carraspea.

—No sabía que la princesa tuviese tanta prisa por verme desnuda —dice—. O interés. Se te cree más recatada, tía.

El único ojo de Aemond llamea, hace el ademán por ponerse de pie, probablemente para sacarla por las malas, pero entonces Lucerys lleva una mano hasta su propia cabeza y desata el intrincado peinado. Su cabello cae, repleto de rulos naturales que no llegan más allá de sus costillas.

Lucerys comienza a quitarse de a poco su ropa, su abrigo, sus joyas, sus zapatos. Se relentiza cuando sus dedos se dirigen hasta los primeros encajes de su conjunto.

Es un vestido complicado de una sola pieza, con entramaciones plateadas que escalan por su cintura y la abrazan como enredaderas hasta darse vueltas por sus brazos y anclarse en sus muñecas. Sus pechos están firmemente abrazados y moldeados para lucir un escote bonito, pero no revelador. Las faldas caen hasta rozar el suelo y se mecen ante cada movimiento; sus damas comentaron que se trataba de una analogía. El mar en un vestido, el mar calmo, el mar de noche. El mar azul, vuelto telas caras y delicados bordados hechos a mano.

Sus muñecas están rodeadas por perlas, su cuello lleva el emblema de los Velaryon y por una de sus orejas cuatro perforaciones en fila son la única evidencia de su conducta a veces cuestionable.

Lucerys prefería vestir de rojo y negro, pero esa noche se festejaba su reivindicación -innecesaria- como heredera de Mercaderiva, debía estar a la altura.

El bonito vestido cae provocando un susurro sordo. Escucha un jadeo sutil desde la boca de su tía. Lucerys no está desnuda, y eso dilata la única pupila que ella posee.

—Dime algo que te diferencie en este instante de cualquier puta que pueda trabajar en la calle de seda —ella dice.

Y no la insulta, pero Aemond podría entregarle el mejor de los cumplidos y aún así sonaría como una grosería cuando lo pronuncia empleando ese siseo mortal que tiene por voz. Bajo y suave, tan filoso como una daga correctamente trabajada.

Lucerys no consigue entender por qué su excitación aumenta ante la idea de ser la receptora de sus malas palabras. Quizás porque su tía posee un vocabulario ejemplar; escuchar algo tan vulgar como »puta« desde su boca suena incorrecto. Caliente.

—No trabajo por dinero.

—Vanidosa.

—Solo trabajo para una persona.

—Fácil.

Junta sus piernas para ignorar el calor latente. El viento invernal erecta sus pezones sensibles, la delgada y transparente tela que los cubre no la esconde del frío cruel que hace a esas horas.

Ella la observa otra vez. Lucerys se siente desnuda aunque lleve en realidad una delicada prenda de seda translúcida.

Sus rodillas tocan el suelo, una a la vez, y entonces repite.

—Ruego tu perdón, tía —susurra—. Por mi conducta de hoy.

La seda se mece gracias a una brisa ligera. Es de un verde suave, como el reflejo de las algas marinas durante un día soleado.

Fue un regalo de su prometido, pero Lucerys no pretende aún emplear algo más que gestos desdeñosos en Loreon Lannister. Se casarán eventualmente, Lucerys tendrá hijos aunque la idea de compartir cama con un hombre no le provoca un verdadero interés.

Hasta entonces, sus regalos solo son otra muestra de lo pretenciosa que puede llegar a ser esa familia.

Sus pechos provocan un relieve en la tela, porque tienen volúmen, y rozando apenas sus muslos desnudos se encuentra el final de aquella mezquina prenda.

—¿Es este otro tipo de insulto? ¿La cena no fue suficiente? —Aemond pregunta. Lucerys encuentra un deje sin aire entre palabras, y se siente bien sabiendo que logra ese tipo de reacciones en su tía.

Lucerys toca con el índice y pulgar el diminuto vestido y aprecia el tono verde claro. Le regala a su tía una sonrisita mordaz, desea poder expresar el calor que siente con su pura mirada.

—Me encuentro en tus aposentos, desnuda —murmura, dejando la tela para pasear sus dedos helados por arriba de su vientre en una caricia austera que eriza su piel—, vistiendo tus colores, rogando tu perdón. ¿Crees que pretendo insultarte?

—Creo que tu sola presencia es un insulto, y que debería echarte en este instante para que todos en el castillo puedan ver lo que realmente es la futura Señora de Mercaderiva.

El aire se atora en sus pulmones, sale entrecortado y difícil. Lucerys succiona su labio inferior y saborea el temor que provocan sus palabras. Cuando parpadea, lo hace lento, sus pestañas se baten.

—¿Lo harás? —pregunta, notando su voz débil.

El escrutinio no se detiene en sus piernas, baja por sus tobillos hasta sus pies descalzos. Sus dedos se mueven con nerviosismo, se expanden y contraen de una manera casi graciosa.

—Ven acá —termina por ordenar.

Lucerys siente su boca expandiéndose mientras avanza sin hacer ruido, rápida, casi emocionada. Se detiene delante de su tía, y ella entonces se mueve hasta quedar sentada en el borde de su cama. Bajo el calor de su mirada, está segura de que Aemond es capaz de analizar hasta el último despojo de su alma.

En su lugar, dos manos viajan hasta su cuerpo. Lucerys da un brinquito ante las extremidades heladas.
Una escala por debajo de la prenda y delinea su cintura, recorre su vientre y roza muy sutilmente alguna zona muy, muy peligrosamente cerca de ese lugar que palpita en ese instante por atención.

La otra mano es más aventurera, recorre desde su muslo hasta su trasero. Cinco uñas no lo suficientemente cortas se clavan con un poco más de fuerza de la necesaria en su piel blanda. Siguen la separación entre sus nalgas, las separa un poco. Lucerys se escucha tragando cuando el aire frío ataca sus zonas sensibles.

De pronto sus rodillas se sienten muy débiles, y es capaz de percibir una línea húmeda deslizándose por la zona interna de sus muslos. No necesita moverse para saber que todo allí está resbaloso y sensible, y necesitado.

Aemond ejerce presión y entonces ya no está de pie, sino que de costado sobre su regazo. Lucerys abraza su cuello y esconde la cabeza en su hombro, el rostro le arde. Su nariz pincha la piel suave, e inhala. Aemond huele a perfumes de baño, a lavanda y cítricos, y esa combinación la abraza. Se ve envuelta en ese aroma femenino, desea que se impregne en su propia piel y así poder recordar en sus noches de soledad ese instante de lujuria desbordada que está poniendo de cabeza cualquier pensamiento medianamente coherente.

—¿Quieres mi perdón? —su tía pregunta, deslizando una mano por el pliegue entre sus piernas hasta que las extremidades se conectan.

Lucerys traga, aguanta la respiración, se arquea. Dos dedos la rozan, ahí, justo ahí, y Lucerys ve estrellas coloridas, y formas y parpadeos.

Se retuerce un poco, arqueando su pelvis en busca de más contacto. Aemond no se lo da, y en su lugar cambia su cómoda posición; ya no está de costado, sino que dándole la espalda. Sus piernas abiertas sobre las de su tía, expuesta al aire que azota su intimidad caliente. Lucerys deja caer la nuca sobre su hombro y emite un sonidito bajo, inconforme.

Lucerys no entiende, hasta que lo hace, y lo que hace le arrebata el aire y las palabras.

—¡Oh, dioses!

Dos dedos detienen el roce tentativo por las orillas de su cavidad, y se introducen de golpe, y Lucerys grita. Desde su garganta un sollozo se entremezcla con el chapoteo que provocan esas dos falanges que escarban su interior con un conocimiento envidiable. Se giran de la manera correcta, atormentan los puntos exactos y la hacen lloriquear.

—Quieta —Aemond sisea, aumentando la velocidad—. Responde.

—Lo quiero —balbucea, parpadeando para intentar enfocar su mirada borrosa.

El pulgar de Aemond se suma a su tormento apretando el montículo erecto que comenzaba a palpitar por la falta de atención. Y Lucerys vuelve a arquearse, incapaz de permanecer quieta bajo esas bofetadas de placer. Los dedos se entierran más profundo, Lucerys se contrae. Su pulgar comienza a frotarla en círculos peligrosos que nublan su visión.

No puede quedarse quieta, no cuando sus piernas tiemblan y su interior palpita. No cuando Aemond ha apresado uno de sus senos y lo masajea en círculos, justo en la punta, pellizca su aureola y le saca lágrimas.

Los dedos de sus pies se contraen, pero cuando está por moverse otra vez recae en el ligero pinchazo sobre su pecho.

Sus ojos se entreabren, y con sorpresa descubre la punta de una daga presionando justo el sector de su pecho, donde su corazón late desbordado, como loco, frenético. El aire se le atora en los pulmones, y está dispuesta a pedir una explicación, cuando los dedos largos y delgados de su tía se clavan con ahínco en su interior.

—¿No es excitante? —curosea ella contra su oído—. ¿Fue tan fácil para ti dar el golpe?

Lucerys niega, la daga se aprieta un poco más fuerte, el pulgar la frota más rápido. Lucerys está segura de que en cualquier instante morirá.

—¿Qué quieres? —Aemond pregunta.

—Tu perdón —susurra, ahogada.

Mas fuerte, todo lo hace más fuerte. Una única gota de sangre se desliza por su cuerpo y ensucia la tela verde, y le saca un jadeo, y Aemond no encuentra nada mejor que hacer, que esconderse en su cuello y succionar, y lamer, y morder. Y Lucerys se vuelve algo maleable y blando entre sus brazos.

—¿Qué quieres? —repite. Lucerys no es capaz de responder.

Su estómago se hunde cuando lo siente, como miles de nudos formándose en su vientre, algo delicioso y brillante. Sus músculos se contraen, se pega a su pecho porque si se arquea, ella misma provocaría su muerte; la daga aún la amenaza, y es real, pincha su piel y mantiene la orden de Aemond.

Las lágrimas caen por sus mejillas. Los ojos se le cierran y ruedan hasta la parte trasera de su cabeza. Desea moverse, retorcerse de placer, sus piernas tiemblan, su boca duele por morderla en su intento de callar sus propios gemidos.

—¿Qué quieres? —ella pregunta otra vez, su voz en un siseo gutural contra sus oídos. Aprieta un poco más la daga, obligándola a responder.

Los dedos entran otra vez, profundo, crueles y veloces. La embisten, no lo suficientemente fuerte para provocarle daño, ni lo suficientemente despacio para dejarla insatisfecha.

—A ti —solloza, notando como la presión del cuchillo flaquea—. A ti. . . Te quiero a ti. . . Deseo cada fracción, anhelo cada porción de tu ser que tú estés dispuesta a darme. Por favor. . .

—Que buena chica —Aemond murmura, y la mera felicitación envía oleadas de placer por todo su extasiada anatomía.

Lucerys no puede aguantarlo más, y cuando finalmente ese cúmulo de sensaciones estalla en algo maravilloso, Aemond se encarga de extenderlo. El par de falanges se tuercen en su interior, se abren y se cierran, su pulgar la sigue frotando, esta vez deteniendo los veloces movimientos por algo lento y delicioso. Todo abajo está húmedo, y caliente, y su pecho sube y baja y sube y en ese instante Aemond podría perforar su corazón y a Lucerys no podría importarle menos.

Aemond, por suerte, no la asesina. La punta filosa recrea un camino por el centro de su pecho, el metal helado la eriza. Ladea ligeramente la cabeza y busca el único ojo de su tía, sus dedos tiemblan cuando la punta se aprieta otra vez en su vientre, un dolorcillo ligero la tensa, pero Lucerys no puede hacer algo más que aguantar la respiración y hundir su estómago.

Sus piernas están débiles, le tiemblan, esa sensación de vulnerabilidad frente a una amenaza tan brutal como lo es su tía solo logra encenderla otra vez. Aemond podría hacerle lo que quisiera y Lucerys no haría más que acatar. Pero Aemond no hace más que acariciar una de sus piernas y delinear su cuerpo con el filoso cuchillo.

La daga cae provocando un ruido helado, y Lucerys es capaz de sentir como su tía vuelve a moverla, solo que esta vez no está de costado, sino que a horcajadas. Sus dos manos la recorren por la cintura, es suave, Lucerys aprovecha y enreda los dedos entre los cabellos albinos, pero debe soltarla momentáneamente porque su tía sostiene los bordes de la provocativa prenda y la levanta por sobre su cabeza.

Lucerys está entonces desnuda, a horcajadas, y su tía no es lenta. Ella pronto atrapa la zona más sensible de su seno y lame, y después succiona, y cuando muerde, con cuidado, Lucerys se deshace. Su entrepierna está otra vez húmeda, el calor la invade en oleadas y sus dedos disfrutan la suavidad de su cabello mientras Aemond se divierte atormentando sus pezones. Ella deja marcas a su alrededor, su piel pronto está regada de moretones rojizos.

Sus piernas abrazan la cintura estrecha de Aemond, y pronto su trasero se encuentra apresado entre los dedos delgados de su tía, apegándola más a su cuerpo.

Lucerys inclina su cabeza y junta sus frentes, sus narices se rozan, la de Aemond es recta y elegante, con una diminuta protuberancia en su arco, una característica de la familia que Lucerys no posee porque no sacó rasgos Targaryen además de la eclosión del huevo que acomodaron en su cuna al nacer.

Arrax es la demostración de su sangre valyria, y Lucerys lo adora con cada centímetro de su ser, pero a veces se descubre deseando poseer esos ojos lilas o el blanco cabello de su madre. O la altura. O la gracia. O algo, lo que sea.

Aemond parece notar la línea de sus pensamientos, porque de pronto es capaz de sentir dos dedos deslizándose por los huesos de su columna hasta pellizcar un pliegue en su abdomen. Lucerys se pregunta si será muy soñador pensar que eso podría ser una caricia.

—No estás acá para pensar necedades —ella murmura.

Su voz suave es una brisa contra su rostro, está tan cerca que Lucerys es capaz de sentir su aliento tibio chocando contra su boca. Baja la mirada, los labios de Aemond brillan rojizos, carmesí como las gotas de sangre que aún ensucian su pecho. Y se pregunta, ¿podré? Y lo quiere. Ese contacto íntimo. Recuerda al último hombre que intentó algo con esta mujer, su lengua arrebatada con un corte de todo menos limpio.

Una de sus manos viaja por su rostro, desde el ojo vendado hasta su boca llena. Su índice deposita una caricia austera en la delgada capa de piel; cuando la vuelve a ver, nota el filo peligroso en ese único ojo violeta. Hay violencia y muerte en su pupila, fuego y sangre, cálculos tenebrosos. Lucerys ladea ligeramente su cabeza y es capaz de sentir su propio corazón golpeando su pecho de una manera escalofriante.

—Te daré mi lengua —susurra—, y cada extremidad que me ordenes para que cortes, rompas y quemes, si a cambio me concedes este deseo.

—¿Por qué no solo lo tomas? —ella pregunta, acercando su rostro de forma tentativa. Es Lucerys quien se aleja unos centímetros.

—Quiero tu permiso —dice, su tono es bajito, confidencial—, que sea recíproco. No deseo tomar de ti algo que tú no me has entregado, no otra vez.

—¿Y mereces tal cosa?

—No, pero te la imploro.

Aemond extiende su sonrisa, y por unos segundos Lucerys puede jurar que hay algo más que maldad ahí.

—Tomaré tu palabra —ella murmura—. Todo lo que quieras es tuyo, sobrina.

No necesita más, y no demora menos que un microsegundo en estampar sus bocas juntas con la necesidad que tiene un alcohólico por el vino. Sus dedos se enredan en la suave cabellera, siente las manos de Aemond apretando su cintura y de pronto Lucerys es consciente de que podría derretirse, porque ella le corresponde con la misma velocidad.

Es brutal, cálido, húmedo, escucha pequeños chasquidos, su estómago se retuerce como si miles de dragones emprendiesen el vuelo dentro de él. Sabe que su tía es perfectamente capaz de sentir su corazón acelerado con solo rozar su pecho, porque va tan rápido el aleteo de un colibrí, y se intensifica aún más cuando siente su sonrisa a través de sus labios.

Lucerys se separa para poder respirar, porque sino, está segura de que su propio corazón será incapaz de seguirle el ritmo.

Exhala un suspiro bajo, notando los ojos de su tía sobre ella, y entonces siente una presión ligera contra la piel de su mejilla. La boca blanda de su tía depositando un toque austero en esa zona. Su cerebro no procesa correctamente esa situación, no cuando todo lo que puede observar es el perfil de su tía depositando un breve beso allí.

El calor sube hasta su cara con una velocidad alarmante, y la vergüenza se apodera aún más de ella al descubrir que no solo es un rubor lo que la ataca, porque siente su rostro abrumadoramente caliente. Sabe que debe tener rojas hasta las orejas cuando el índice de Aemond sigue el arco de una de estas y la nota sonreír con diversión indisimulada.

—¿Eres capaz de vestir sin vergüenza como una prostituta, pero te sonrojas por un beso en la mejilla? —la escucha preguntar.

—Hace calor —balbucea como excusa—. No esperaba eso.

—¿Eso?

—Cariño.

Aemond emite una carcajada, y la melodía resuena en la recámara, en sus oídos, en su cerebro.

Es suave, una caricia en sus tímpanos. Lucerys disfruta de esos segundos, y cuando siente su rostro acalorándose de nuevo, hace esto de rodear sus hombros y esconderse en la curvatura de su cuello.
Aemond deja de reír, ella, de hecho, se tensa un poco, pero Lucerys no hace más que inhalar el aroma cítrico que desprende su cabello, y cuello, y cuando menos se da cuenta está dejando un camino de besos húmedos por la piel tibia. Para su sorpresa su tía termina ladeando la cabeza, y entonces Lucerys tiene absoluta libertad en la dermis pálida.

Su boca se encarga de succionar moretones, deja pequeñas marcas rojizas y liláceas que después repasa con besos. Sus dedos al mismo tiempo se entretienen deshaciendo los nudos del camisón, Aemond no se lo niega, por lo que pronto la holgada prenda se encuentra apenas sosteniéndose de su cuerpo. Cuando Lucerys está por quitarla, Aemond se tensa. Lucerys se detiene.

—Te prometí mi lengua —murmura, notando como su tía arquea una ceja.

—Y planeo cobrarla —ella dice—. La tomaré con el mismo cuchillo con el que saldaré tu deuda.

Lucerys exhala contra sus labios y es Aemond quien acorta la distancia para atrapar el inferior y dejar una mordida austera.

—Que desperdicio —susurra entre besos.

—¿Lo es?

—Puedes darle a mi lengua un mejor uso.

El silencio reemplaza cualquier cosa que ella vaya a decir. Lucerys nota como su único ojo baja momentáneamente hasta su boca, y no puede evitar una sonrisita. Aemond toca la hendidura en su mejilla con un dedo, Laenor no tiene esos agujeros. Su madre tampoco. El comandante de las capas doradas, curiosamente, sí los tiene.

—¿Cuál? —termina por preguntar.

—No lo diré —Aemond frunce el ceño y observa de reojo como sus dedos trazan un camino por la piel desnuda de su hombro—. Déjame mostrártelo.

Aemond parece reticente, al inicio. Ella la observa de arriba a abajo como si temiese que mantuviera oculta un arma para dañarla. Ella finalmente asiente poco convencida, y entonces nada detiene a Lucerys de quitar con una descarada velocidad el camisón que cubre a su tía de la desnudez.

Su cuerpo descubierto es magnífico, espectacular, bello, idóneo y apolineo. No tiene palabras suficientes para describir la perfección intrínseca en cada curva, marca y relieve. Cada fracción de piel lechosa, blanca y limpia, aromatizada, acariciada por los dioses para volverla una obra de genuina magnificencia.

Podría llegar cada fracción de su cuerpo con las joyas más finas y aún así quién brillaría más sería ella.

Sus senos son menos abultados en comparación a ella, pero eso solo le regala un aire estilizado. Casi fiero. Aemond no busca una belleza femenina, es una guerrera, disfruta las cotas de mallas y espadas afiladas. Ella posiblemente disfrute más esa clase de físico más dispuesto para la batalla.

Lucerys tiene un pecho un poco más prominente y es incómodo. Para moverse. Para montar. Para entrenar. Antes de tomar una espada suele envolverse con una tela algo más ajustada para así evitarse dolores.

—¿Vas a quedarte mirando como tonta? —su tía pregunta, pero hay un brillo casi divertido en su único ojo lila.

Lucerys no sabe en qué momento su boca se abrió, pero no demora en cerrarla y negar.

—¿No puedo contemplarte? Tengo una nueva diosa a la que rezaré cada noche.

—Blasfema.

Una risa baja escapa de sus labios, no se pierde el pálido carmín que colorea sus mejillas. Piensa que está bien. Que Aemond puede cortarle los dedos, las manos y la lengua, puede hacer lo que desee, y ella será feliz complaciéndola.

Si tuviese una cola, se agitaría feliz como la de un perro fiel cada vez que la tuviese delante.

—No cierres los ojos, tía —Lucerys pronuncia, empujándola hasta que su espalda toca la cama—. Deseo que recuerdes mi rostro cada vez que le des atención a este lugar.

Lucerys provoca agitación y gemidos, consigue que las dos manos de su tía revuelvan su cabello, se gana un gritito, jadeos, e insultos. Consigue su espalda arqueada y sus dedos acarician el vientre tenso y plano cuando este se contrae. Su lengua hace esto y aquello, marca y muerde el interior de sus muslos, lame cuánto desea y cuanto alcanza; es codiciosa, generosa y maliciosa.

Cuando su tía finalmente alcanza el punto más alto de su placer, y su cuerpo cae exhausto sobre la cama, Lucerys culmina depositando pequeños besitos desde su vientre hasta sus pechos, encaramándose otra vez sobre ella. Aemond la recibe con el rostro acalorado y el cabello vuelto un revoltijo albino, y Lucerys contempla su obra con una particular satisfacción.

—¿Logré salvar alguna extremidad? —pregunta contra sus labios, esbozando una sonrisita cuando es capaz de sentir sus manos apretando una de sus piernas.

—Solo dos dedos —Aemond susurra—. Tendrás que esforzarte más.

Y Lucerys así lo hace.

En algún punto de la noche las frazadas se tornan un desastre de telas. Su piel oscila entre el frío del invierno y el calor que posee el cuerpo de su tía, y solo cuando ambas finalmente caen entre suspiros satisfechos, Lucerys se permite disfrutar el temblor en sus piernas y las marcas en sus muslos, y el dolorcillo delicioso en sus músculos, y la sensación de tener el cabello suelto y despeinado, y de su tía, quien encuentra más cómodo su pecho que una de las múltiples almohadas de plumas que rebosan en su cama.

Sus piernas están enredadas y las manos de Aemond se anclan en su cintura, manteniéndola cerca, abrazándola.

Sus dedos reparten caricias sobre el cabello albino. Siguen la línea de su cuello delgado y descubren una pequeña cicatriz en su espalda. Otra más en su hombro. Una en su cintura. Delinea cada marca rosácea al alcance de su mano, sabiendo que Aemond está sintiéndolo todo porque no está más que disfrutando de sus atenciones. Ella no está dormida.

—¿Me gané tu perdón? —curosea, notando como su tía alza la mirada por una breve fracción de segundo antes de hundirse otra vez en su pecho.

—Solo por lo de esta noche —ella murmura.

Lo considera aceptable.

Siente los labios de Aemond dejando un toquecito sobre su nariz desviada. Lucerys se derrite, muere y revive unas cinco veces antes de esbozar una sonrisita y rodar por la cama aún abrazando a su tía.

—Mocosa —ella masculla, enjaulándola con su precioso cuerpo.

—Vieja.

Aemond emite un sonidito indignado.

—¿Cómo te atreves-. . .

Lucerys sostiene su rostro y estampa sus bocas. Aemond masculla algo, le corresponde. Se besan hasta que es la misma Aemond quien se aleja algunos centímetros.

—Malcriada —murmura, posiblemente debido a sus labios aún estirados buscando más besos.

—Estoy buscando tu perdón.

Aemond sostiene su mandíbula, manteniendo su rostro quieto. Lucerys piensa que debe hacer algo con esa personalidad tan dominante.

Pero eso será otra noche.

Esta noche se vuelve dócil bajo su cuerpo, maleable y dispuesta. Y cuando sus piernas abiertas rodean la cintura de su tía, sabe que dormir se volvió una idea lejana y difuminada.

Al menos logró resolver otro de sus problemas. Más o menos.

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