CAPÍTULO 4

DEJARON CLEVELAND DESPUÉS del mediodía. El viaje hasta la ciudad de Toledo era de dos horas y habían decidido no hacer paradas. Además, parecía que ni el tráfico ni el clima serían un impedimento, el cielo estaba despejado y no había pronóstico de lluvia. Todo auguraba un buen día.

Ce abrió Instagram y revisó el perfil de Aimee. Su última foto había sido subida hace una hora desde la playa de Toledo. Apenas le interesaron las demás fotografías, solo le importaba que Eli siguiera en el camino.

Antes, cuando se desviaron a Nueva York, Ce había creído que Aspen desistiría del viaje y regresaría a su mansión en Chicago. Sin embargo, no lo había hecho; se estaba divirtiendo con sus amigos, estaba fanfarroneando de su situación y parecía sentirse libre. Él se lo merecía. Estaba realizando el viaje que siempre había deseado hacer. Ce no lo interrumpiría.

O ladró desde el asiento trasero y la arrancó de la línea de sus pensamientos. Con una sonrisa, se volteó a mirar al cachorro y se estiró para acariciar sus orejas. Él ladró feliz y se acurrucó de nuevo contra su bufanda, en la que seguía envuelto. El movimiento del auto no parecía molestarle en absoluto. Ce lo acarició hasta que se durmió. Luego se acomodó en su asiento y sacó una de sus novelas antiguas para terminarla.

A su lado, Aspen se entretenía cambiando las emisoras. De vez en cuando, ella lo escuchaba quejarse o tararear canciones; él también parecía de buen humor. A Ce le sorprendía un poco que no estuviera intentando iniciar una conversación como la mayoría de las veces.

—¿Por qué no has intentado entablar una conversación? Es tu especialidad de las mañanas.

Él la miró de reojo.

—¿Por qué? ¿Acaso extrañas escuchar mi voz?

Ce puso los ojos en blanco y abrió su libro, pero antes de que pudiera levantarlo, Aspen colocó una de sus manos sobre las suyas y la detuvo. Ella lo miró y él le dedicó una débil sonrisa de disculpa.

Un segundo después, su celular empezó a sonar. Ce observó la pantalla y vio que era su madre. Hizo una mueca y lo tiró dentro del bolso que estaba a sus pies.

—¿Problemas con la familia? —se aventuró a preguntar él.

—Lo mismo podría preguntarte a ti.

Aspen sonrió.

Touché.

Ce dejó escapar una lenta respiración.

—No saben que estoy aquí —confesó.

Su mirada permaneció fija en la carretera. No necesitaba mirarlo para saber que Aspen la estaba observando.

—No te preocupes, no voy a delatarte con ellos.

—Ya me lo imaginaba —sentenció—. No tienes cara de ser un soplón.

—Vaya, eso casi parece un cumplido viniendo de ti.

—Que no se te suba a la cabeza.

Él le ofreció una de sus sonrisas de lado y ella le devolvió una pequeña sonrisa, casi inconscientemente.

—Pero... ¿no levantarás sospechas si no contestas?

—No lo creo, mis padres siempre están ocupados con sus propios asuntos. Además, cuando no contesto siempre se aburren y asumen que estoy ocupada estudiando.

—¿En serio? ¿Y si tuvieras una emergencia? ¿Un accidente? —El tono de Aspen se había endurecido, estaba entre molesto y preocupado.

Ce se encogió de hombros, indiferente; no le importaba. Desde que era una niña, sus padres nunca se habían encargado de sus asuntos. Si se metía en problemas en la escuela, si había alguna reunión especial para padres o si se realizaba algún musical o un concierto estudiantil, sus padres nunca acudían y siempre enviaban a alguien que los representara: su asistente, el abogado, el ama de llaves, algún miembro del equipo de seguridad... Siempre alguien más. Ce estaba acostumbrada a eso.

Si tenía una emergencia o sufría un accidente, prefería arreglárselas solas a tener que lidiar con algún peón de sus padres.

—Yo creí que tu madre era tan obsesiva que incluso llamaba a tus amigas de la universidad para saber de ti.

Ce volvió a encogerse de hombros.

—No soy realmente apegada a nadie, en especial dentro de la universidad —su voz fue seria.

Aspen la miró, irguiendo una ceja.

—No me sorprende que no tengas amigas.

—Lo prefiero así. Me limito a ser amable con aquellos que lo son conmigo y ayudo a quienes me ayudan.

—Parece una buena filosofía de vida —dijo, pensativo—, solo que un poco fría y solitaria.

Ce lo ignoró.

Sí, tal vez su vida estudiantil, su vida en general, era fría y solitaria, pero era tranquila. Nadie se metía con ella ni husmeaba en sus asuntos. Sin nadie a su alrededor, no tenía que decir mentiras para encajar, no tenía que cambiar quién era, no tenía que fingir que era perfecta.

Ce disfrutaba mucho de su soledad, en la que podía ser solo ella, con buenos y malos ratos. No sentía que se estaba perdiendo de nada por no tener amigos. Los pocos que había tenido solo la habían buscado por el dinero de su padre y las influencias y contactos que pudiera ofrecer.

No, Ce no los necesitaba. Ya había tenido suficiente de falsas amistades durante todo el colegio.

—Estoy bien —le aseguró y fue completamente sincera.

Aspen la miró de costado; parecía más bien inseguro que convencido, pero no insistió. En su lugar, cambió de tema:

—Bueno, ya sé que tus padres y tus abuelos no saben de tu viaje, pero ¿qué hay de tu hermana? ¿Qué piensa Rosie de todo esto?

La mención de Rosie la tomó desprevenida. Ce se congeló, incluso le pareció que dejaba de respirar. Los recuerdos la golpearon con violencia y tragó saliva para intentar disolver el apretado nudo en su garganta.

—No quiero hablar de Rosie —dijo. Su voz baja y contenida, como si le costara soltar cada palabra.

Aspen la miró de soslayo. Había sorpresa en sus rasgos masculinos.

—¿Qué sucede entre ustedes? ¿Acaso se pelearon?

Ce negó con firmeza. Sus manos sobre su regazo se habían vuelto puños apretados.

—Recuerdo que solían llevarse bien. ¿Acaso ella...?

—¡Deja de hablar de Rosie! —gritó. La sangre de Ce bullía en sus venas y su corazón golpeó con fuerza dentro de su pecho.

Aspen la miró perplejo ante su estallido. Luego, en el fondo de sus ojos azules ella reconoció un débil atisbo de arrepentimiento. Ce se sintió tan avergonzada, molesta e idiota, que se cruzó de brazos y miró la carretera en silencio.

—Lo siento —lo escuchó murmurar, pero no se atrevió a mirarlo.

Un silencio denso e incómodo se instaló entre ellos, sin muchas expectativas de desvanecerse pronto. Ce apoyó su frente contra el cristal de la ventana y dejó que su mirada se perdiera en el horizonte. Intentó olvidar la conversación, enterrar de nuevo los recuerdos, que su consciencia huyera muy muy lejos de ella, lejos de todo.

Entonces, el vértigo la golpeó.

Ce se inclinó hacia delante y se llevó una mano a la boca para intentar contener las náuseas repentinas. Su corazón se aceleró, su estómago dolió y su respiración se cortó. Le pareció escuchar que Aspen hablaba, pero no podía entenderle, sus palabras eran como un sonido distorsionado en sus oídos mientras intentaba controlarse. A pesar de todo, su cuerpo se rebeló. Su cabeza dio vueltas y sintió que el vómito quemaba su garganta.

—Detente, por favor.

Aspen la obedeció, orillándose a un lado de la carretera. Ce corrió fuera del auto y sus piernas cedieron cuando alcanzó un espacio lleno de tierra y mala hierba. Entonces vomitó, olvidándose de todo; las arcadas eran demasiado fuertes para intentar controlarlas. Odiaba eso, vomitar. Le aterraba la idea de quedar débil y aturdida y que eso pudiera provocarle un ataque de pánico.

«No pienses en eso. No pienses en eso. Han sido años...»Ce mantuvo el sentido y se obligó a calmarse. Poco después, escuchó ladridos inquietos, provenientes del auto, y los pasos de Aspen acercándose.

—Ce, ¿estás bien?

—Quédate ahí. —Ce se cubrió la boca y con su mano libre lo previno de acercarse.

Aspen obedeció, pero Ce podía asegurar, sin mirarlo, que no le gustó que lo mantuviera lejos. Su tono de voz había sido inquieto. Ella se apresuró a intentar calmarlo:

—Estoy bien. Solo debe ser algo que comí y...

Otra arcada la golpeó e inclinó la cabeza para vomitar.

—Ce, ¿quieres que te lleve a un hospital?

Pero ella no respondió.

Dos arcadas más provocaron que su estómago se retorciera. El único sonido que se escuchó fue el de ella vomitando, todo lo demás estaba nublado y distorsionado.

—¿Ce?

Ce se sacó el suéter que cargaba y se secó el sudor de la frente, luego se limpió los labios.

Cuando las náuseas cesaron, se dejó caer sentada hacia atrás. Sus piernas no podían sostenerla más y la espalda le dolía por la posición encorvada.

Dio un respingo cuando sintió las manos de Aspen sobre sus hombros. Iba a quejarse por su intervención, pero observó las líneas de preocupación que alteraban su semblante.

Aspen le alejó unos mechones de la cara y tocó su frente. Ella dejó caer sus párpados. Su caricia se sintió demasiado caliente contra su piel fría. Con todo, le pareció reconfortante.

—Voy a llevarte a un hospital.

Ce negó.

—Odio los hospitales. Sigamos hasta Toledo.

—Todavía falta una hora de camino.

—Puedo...

—No vas a soportar llegar hasta allí —la insistencia en su voz hizo que Ce abriera los ojos y lo mirara. Ahora no solo estaba preocupado, sino enojado.

Ella iba a decirle que se equivocaba, pero experimentó nuevas náuseas. Lo empujó y se inclinó para vomitar. A su lado, sintió a Aspen levantarse.

—Nos detendremos en Sandusky. Estamos a diez minutos —su voz era grave y autoritaria, sin espacio para reclamos—. No conduciré más y tú no podrás quejarte.

Regresó hacia Kiki.

Cuando Ce se detuvo, se limpió los labios y se quedó sentada con la mirada perdida por varios segundos. Cuando sintió que recuperaba un poco la fuerza en las piernas y su estómago se asentaba, se levantó y caminó al auto. O la esperaba en el asiento del copiloto y saltó a su regazo apenas la vio, él también parecía inquieto. Ce esbozó una débil sonrisa. Lo recogió y volvió a acomodarlo en el asiento trasero; acarició su cabeza para tranquilizarlo.

Ella y Aspen no intercambiaron más palabras durante el resto del camino.

Ce sabía que Aspen estaba molesto, lo notaba en la línea tensa de su mandíbula apretada con fuerza, aunque no estaba segura de por qué. En esos momentos, no podía pensar, ni le importaba. Le dolía el vientre y el mareo no cesaba. Su estado solo parecía empeorar con el movimiento del auto.

Ce se abrazó a sí misma y giró hacia la ventana, haciéndose un ovillo.

Como Aspen había dicho, solo les tomó diez minutos desviarse y entrar en Sandusky. Ella cerró los ojos cuando las náuseas regresaron y quiso apresurar el tiempo.

Finalmente, Aspen estacionó en un hostal y se encargó del registro. Ella esperó en el auto con O. Cuando él regresó con una llave, lo siguió hasta la habitación sin mediar palabras. A Ce poco le importaba a donde la había traído.

Apenas entraron, corrió al baño y cerró la puerta, dando por fin rienda suelta a las náuseas que había estado conteniendo.

~~*~~

ASPEN OBSERVÓ A Ce encerrarse en el baño. A su lado, O estaba sentado y observaba la puerta cerrada con curiosidad. Aspen, en cambio, la miraba enojado.

Estaba enojado porque ella era tan terca y descuidada con su salud. Estaba enojado porque ella se había rehusado a recibir su ayuda. Y estaba enojado porque se sentía culpable por no estar a su lado.

«¿Qué puedo hacer si no quiere mi ayuda?»

Sacudió la cabeza con frustración y recorrió la estancia con la mirada.

En la diminuta habitación hacía calor. El aire acondicionado que había en la ventana era más eficiente haciendo ruido que enfriando el aire.

Aspen se enjugó el sudor de la frente con el brazo y decidió ir a buscar el equipaje. Cuando regresó, encontró a O acostado más cerca de la puerta. Suspiró, dejó el equipaje junto a la cama y fue hacia el cachorro.

Al otro lado de la puerta, escuchó las arcadas violentas de Ce. Intentó ignorarla, diciéndose que ella no quería su ayuda y que no quería ser molestada, así que se alejó y colocó a O sobre la cama, acariciándole el lomo. El cachorro buscó su contacto y le lamió la mano.

Esperó. Luego esperó.

Aspen se paseó de un lado al otro de la habitación. El calor parecía aumentar, así que se sacó la camiseta y la lanzó sobre el sillón que estaba en una esquina. Entonces, por primera vez se dio cuenta de que las arcadas se habían detenido, solo se escuchaba silencio dentro del baño. Aspen no pudo evitar preocuparse más.

«¿Y si le sucedió algo malo?» El miedo cerró su garganta y supo que no podía fingir indiferencia por más tiempo.

Decidido, caminó hacia el baño y abrió la puerta muy despacio para no alterarla. Encontró a Ce sentada en el suelo, de espaldas a la puerta; sus piernas estaban a los lados del retrete y los brazos encima de la taza. Sus ojos estaban cerrados y tenía la cabeza apoyada en uno de sus brazos.

El baño era diminuto, pero Aspen logró hacerse espacio en él.

Advirtió que la blusa de Ce se transparentaba contra su espalda. Estaba empapada de sudor, así que recogió una toalla con una mano mientras abría el grifo con la otra. Luego la empapó de agua fría y la escurrió.

—Espera —dijo, arrodillándose detrás de ella para ponérsela en el cuello—, con esto te sentirás mejor.

Ce se irguió de un respingo. Parecía desorientada, cansada y muy frágil. Cuando lo miró, Aspen temió que volviera a alejarlo, pero suspiró y se apoyó contra su pecho.

—¿Te sientes un poco mejor?

Ella negó muy despacio. Aspen gruñó y volvió a mojar la toalla para ponérsela en la frente. Ce estaba pálida y un poco fría.

—Lo siento por haberte hecho enojar antes. Lo siento.

Aspen se sorprendió y el resto del malestar que quedaba en su pecho se desvaneció.

—Está bien, Ce. Todo estará bien —le dijo en un tono tranquilizador.

Ce dejó caer la cabeza hacia atrás, contra su hombro, y sus dedos empezaron a desabotonar su blusa. Aspen pensó en detenerla, pero ella parecía incómoda con la prenda sucia y empapada de sudor. Aspen la ayudó con cuidado y evitó quedarse mirando el contorno de sus pechos firmes contra la suavidad del encaje azul de su brasier.

Ella tuvo una nueva oleada de náuseas, y durante media hora los músculos de su espalda saltaron violentamente bajo su piel mientras hundía la cabeza en el retrete. Cada arcada iba seguida de otra más fuerte con cortos intervalos de calma, y Aspen estuvo viéndola vomitar hasta que no le quedó nada más en el estómago.

Cuando el vómito cesó, Ce volvió a desplomarse contra él. Aspen la limpió una vez más con la toalla fresca.

—Debería llevarte al hospital.

—No —Ce negó e hizo un mohín como si fuera una niñita—, no me gustan los hospitales.

—¿Y si es algo grave y te mueres?

Una perezosa sonrisa apareció en un lado de su boca. Ce lo miró a través de sus ojos entreabiertos.

—No voy a morirme —musitó, hundiéndose más contra su pecho como si el tacto de su piel la reconfortara—. Además, si llegara a morir, ya no tendrías que conducir para mí.

—Sí, claro —replicó Aspen con sarcasmo—. Me entusiasma la idea de explicarle a la policía la presencia de tu cadáver y de un arma.

Ella sonrió un poco más.

—No es momento de bromas, Ce. Si aún te duele, te llevaré a un hospital.

—Ya me siento mejor —masculló ella.

Aspen arrugó el entrecejo, sin creerle.

—Lo prometo —Ce insistió y le ofreció una mirada de un azul suave y honesto.

Aspen suspiró.

—De acuerdo. Entonces toma un baño y descansa.

Ella asintió despacio e intentó levantarse, pero se tambaleó. Aspen se levantó detrás de ella y la ayudó. Sus manos se demoraron en su fina cintura mientras observaba el contraste de su piel dorada contra la palidez de Ce.

Él la recorrió con la mirada, percatándose de lo delicada y grácil que lucía a su lado. Ce era alta, quizá llegaba al metro setenta, pero su figura era delgada, con curvas suaves y delicadas. No se podía usar la palabra «voluptuosa» para describirla; sin embargo, había una sensualidad inconsciente en ella, en la fina y atrayente columna de su cuello, en la piel de porcelana de su vientre y sus pechos.

Aspen tragó saliva y se alejó.

Ce salió del baño y rebuscó sus prendas en la maleta. Aspen observó sus movimientos; eran elegantes, a pesar del cansancio y la tensión que se reflejaba en sus hombros y en su rostro.

O se lanzó de la cama, tropezando, y se pegó a ella. Ce sonrió y lo acarició. Regresó al baño con el cachorro trotando a su lado.

Aspen se acercó a su propio equipaje. Buscó su celular en el fondo de la maleta y encontró más llamadas de su madre. También había un mensaje. Lo abrió y leyó: «Llámame. Quiero hablar contigo».

Él soltó un gruñido.

Iba a enterrar de nuevo el celular, pero su consciencia se removió y se sintió culpable. Le respondió el mensaje: «Cuando llegue. Estoy en camino».

Aspen no estaba mintiendo. Estaba en camino, aunque no sabía cuánto tardaría en llegar. Y hablarían, pero solo cuando llegara a San José. No iba a apresurar las cosas.

Él podía haber aceptado volver a casa, pero no iba a pretender que las cosas estaban bien o que todo volvería a ser como antes. No iba a actuar como si los últimos seis años no hubieran sucedido, no se iban a borrar de su memoria. Convivía con su pasado todos los días; los recuerdos dolorosamente vivos. No podía fingir que no se sentía traicionado por sus padres, que no lo habían abandonado.

Ce salió del baño y Aspen dejó caer el celular dentro de su maleta. Cuando volteó, ella lo observaba fijamente.

Había reemplazado la ropa sucia por un pantalón de pijama azul de puntitos blancos y una sencilla blusa blanca con tirantes finos. Las ondas húmedas de su cabello le rozaban el rostro y los hombros. Vestida así, con su pijama, el cabello mojado y el rostro sin maquillaje, Ce parecía más joven y vulnerable de lo que siempre aparentaba. A Aspen le costaba ver en ella a la joven que buscaba venganza; en ese momento, solo parecía una chica normal.

Ce fue la primera en apartar la mirada. Sacó un par de pastillas de su cartera y las engulló con un poco de agua. Luego caminó hacia la cama y se acostó. O se levantó en dos patas junto a la cama e intentó trepar, pero sus patitas eran cortas. Ladró varias veces, hasta que Aspen lo recogió y lo dejó junto a Ce.

—¿Te sientes mejor ahora? —preguntó, inclinándose junto a la cama para que sus rostros estuvieran a la misma altura.

Ce asintió.

No dijeron nada más, solo se miraron. Aspen no pensó en nada. Se concentró en sus ojos, en la forma peculiar en que el azul cálido se transformaba en un verde oscuro y tormentoso.

Cuando Ce habló, Aspen reaccionó; su voz fue apenas un susurro:

—¿Alguna vez has sentido tanta culpa que ni siquiera tienes fuerzas para levantarte por las mañanas?

Aspen la miró perplejo.

No solo por la pregunta repentina, sino porque, al escucharla, un sentimiento enjaulado se removió inquieto dentro de su pecho. Se sentía desconcertado porque podía verlo en sus ojos, aquel sentimiento de culpa, tan arraigado y espeso que Aspen no pudo evitar preguntarse qué la había empujado hasta ese punto.

—Ce... —comenzó. No sabía qué decir para reconfortarla.

Sus ojos se clavaron en los suyos.

—Respóndeme.

Antes de que él pudiera decir algo más, sintió sus dedos rozando la parte posterior de su cuello. Fue un contacto inesperado que lo atrapó en un tumulto de confusión mientras lo atraía más cerca. Su toque era un poco incómodo, raro, con evidente inexperiencia, pero también era dulce y gentil, como si intentara calmarlo lo suficiente para hacerle responder.

—Sí, lo he sentido —hubo una pausa—. Muchas veces.

Ce sonrió con amargura y guardó silencio. Sus párpados se cerraron y sus dedos aflojaron poco a poco su agarre, hasta que lo dejó ir. Aspen se encontró extrañando su cálida cercanía, pero solo la miró, sin perturbarla.

Creyó que se había dormido, pero ella dijo:

—A veces pienso que estoy tan rota que jamás encontraré todos los pedazos para volver a sentirme completa. Creo que se han perdido para siempre. Y está bien. Nunca podremos recuperar las astillas de todas las veces que nos rompemos en nuestra vida, ya lo he aceptado.

Y luego se durmió.

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