CAPÍTULO 19
ASPEN SUPO QUE ESTABA PERDIDO cuando Ce rozó sus labios. Apenas fue una caricia entre sus bocas, pero el placer se encendió en su cuerpo como una llamarada. No intentó tomar el control ni imponerse, porque le gustaba la forma en que Ce besaba. Primero con roces ligeros y lentos, como si estuviera aprendiendo su boca, y luego con movimientos profundos y llenos de ímpetu, como si hubiera decidido que sus labios le pertenecían.
Cuando Aspen correspondió y su lengua se unió a la suya, Ce gimió y aumentó la presión. Sus dedos se aferraron a su hombro y la mano en su cabello se apretó, obligándole a levantar el rostro hacia ella. Aspen se estremeció y Ce lo besó hasta dejarlos a ambos sin aliento. Cuando se apartó, tenía el rostro encendido, los ojos brillantes y sus pechos subían y bajaban con cada entrecortada respiración.
Aspen se tomó su tiempo para observarla. Disfrutó de la visión de ella, pura y sensual, con su camisa y el contraste de su piel contra la tela. Antes, al verla por primera vez usando su ropa, había sentido pura satisfacción masculina. Su mente se había llenado de instintos básicos como besarla, acariciarla, poseerla; y cuando ella se había desnudado frente a él, había comprendido que la necesitaba, no había podido pensar en otra cosa. La intensidad de su deseo lo había abrumado y por eso había intentado apartarla.
Sin embargo, ahora se sentía muy estúpido. No podía huir de Ce ni de lo que sentía por ella. Y no había nadie más que pudiera calmarlo; solo ella, en sus brazos.
Aspen sonrió y sus manos la buscaron; capturó sus caderas y la atrajo lentamente hacia el espacio entre sus piernas. Entonces, la abrazó. Apretó el rostro contra su vientre y se frotó contra cuerpo, como si quisiera impregnarse con su aroma, como si buscara consuelo en sus brazos. Ce volvió a acariciar su cabello y Aspen se deleitó en su calidez y en la simplicidad de poder tocarla.
—Grace... —susurró.
Aspen se irguió y sus ojos se encontraron, al mismo tiempo que sus dedos trazaban la forma de su cintura y descendían. Su piel estaba tibia bajo el dobladillo de su camisa; sus muslos, su trasero, sus caderas... Aspen la tocó despacio, como si tuvieran todo el tiempo del mundo y esa noche fuera infinita. Sus dedos ascendieron y acariciaron, revelando más y más piel. Ce suspiró agitada; su cuerpo cada vez más inquieto ante su exploración.
Se miraron todo el tiempo hasta que Aspen la levantó de las caderas y la acomodó sobre su regazo. Con sus rostros al mismo nivel, pudo observar con más precisión el nublado verde de su mirada. Despejó los mechones cortos de sus mejillas y tomó su rostro. Sus labios se encontraron a medio camino, ansiosos y desesperados. Esta vez, Aspen tomó control del beso: su boca la probó; sus labios se abrieron y sus lenguas se mezclaron en una danza sensual.
Cuando Ce se apartó para tomar aire, Aspen continuó besándola. Su boca esparció besos tiernos y suaves por la extensión de su cuello. Ella se tensó, pero luego su cabeza cayó hacia atrás, en una ofrenda silenciosa. Aspen usó la punta de su nariz y rozó su piel, ascendiendo y descendiendo lentamente; realizó aquel viaje, una y otra vez. Captó su aroma sutil a vainilla y lamió su piel para probarlo.
Ce gimió. Sus dedos se aferraron contra sus hombros y se apretó contra su torso. Aspen se maravilló con sus reacciones porque sabía que ella era muy sensible, incluso a los roces más sutiles. Cuando capturó el delicado lóbulo de su oreja y lo mordisqueó entre sus dientes, Ce se meció sobre sus muslos; sus caderas se agitaron instintivamente y se frotaron contra su sexo.
—Aspen... —su voz estaba cargada de deseo, tan crudo y real.
Aspen no lo resistió. Estaba decidido a darle todo el placer que pudiera.
Sus dedos rozaron la tela de su camisa, buscando los botones. Una pequeña porción de piel se asomaba a través de la tela, y Aspen la acarició con delicadeza, mientras sus dedos soltaban cada pequeño obstáculo. Sus nudillos ásperos la tocaron, al mismo tiempo que sus ojos captaron cada fragmento de piel que entrevía la prenda. Sintió cómo el corazón de Ce latía con fuerza; su respiración elevándose hasta un pequeño crescendo bajo sus manos.
Cuando apartó la tela, sus pezones estaban excitados; dos pequeños brotes rosa, duros y necesitados. Aspen no pudo apartar la mirada, y su cuerpo actuó por simple necesidad propia: sus manos tiraron de sus muslos para levantarla hasta que sus pechos rozaron su rostro. Entonces, la lamió. Su lengua se agitó sobre el pezón sensible y luego lo chupó con su boca con exquisita audacia.
Ce gimoteó. Un estremecimiento se deslizó por su cuerpo y Aspen lo intensificó, explorando su otro pecho con su mano libre; capturó su pezón, lo apretó y lo hizo girar entre sus dedos. Él midió su fuerza, estudió sus expresiones y aplicó la presión necesaria en sus caricias. Intercambió su atención entre sus pechos y, cuando se apartó, ambos estaban enrojecidos, hinchados y brillantes por su saliva.
Una de sus manos se deslizó hacia abajo, resbalando por su vientre, hacia su ropa interior. Aspen siguió el recorrido de sus dedos y su mirada se enfocó en la elegante prenda de encaje rosa, muy suave y casi transparente. Cuando la tocó a través de la tela, Ce estaba tan húmeda que ambos ahogaron un gemido. Los dedos de Aspen trazaron el borde y se deslizaron entre sus muslos. Ella separó las piernas y se apretó contra sus dedos. Sin dejar de mirarla, Aspen la tocó e invadió su cuerpo. Ce se mordió los labios.
—Eres demasiado estrecha —murmuró él, mientras sus dedos la penetraban gentil pero profundamente.
Ce lo miró con los párpados entreabiertos.
—¿Eso es malo?
Aspen se detuvo. Su boca estaba cerca de la unión de sus pechos y le dio un beso fugaz antes de responder:
—No. Eres perfecta.
Aspen la hizo descender hasta que sus labios se rozaron con los suyos, y volvió a besarla. Jugó con sus labios; probó su lengua, y se entregaron a ese beso tan carnal y crudo que no tenía nada de inocente o inseguro.
Ce retomó el dulce movimiento de sus caderas; esta vez, meciéndose contra la presión de sus dedos. Su cuerpo se arqueó contra el suyo y sus pequeños pezones se clavaron en su pecho mientras buscaba su propio placer. Aspen la dejó ser y se concentró en hacerla sentir bien. Siguió tocándola; la acarició y la besó. Sus dedos siguieron moviéndose en su interior mientras trazaba círculos con su pulgar contra aquel sensible punto de nervios. La escuchó gemir y estremecerse hasta que ahogó un grito y su cuerpo se tensó, antes de dejarse ir en una culminación que parecía llevar años conteniendo.
Aspen la contempló entre cautivado y excitado. El placer que experimentó se sentía tan bien, tan correcto, que se preguntó si ella no estaría hecha para él.
Ce se acomodó contra su hombro y Aspen besó su rostro, su garganta, y la sostuvo hasta que el placer se disipó de cada pulgada de su cuerpo agitado; solo entonces, retiró sus dedos. Sus brazos le rodearon la cintura, pero luego se apartó para poder quitarle la camisa. Deslizó la tela despacio por sus hombros y esparció un camino de besos por su piel. Después, cambió de posición y la acomodó sobre la cama. Ce observó su rostro y Aspen le sonrió, antes de inclinarse y besarla.
~~*~~
CE TEMBLÓ. Su cuerpo todavía estaba sensible por el orgasmo, pero aun así respondió a él. Sus labios rozaron los suyos mientras su lengua recorría la línea firme entre ellos. Lo besó, lo acarició. Atrapó su labio inferior entre los suyos, succionando por un momento antes de dejarlo ir.
Él gimió en su boca y sus manos recorrieron su cuerpo. Ce separó los muslos y Aspen se acomodó contra su cuerpo; su peso cálido y excitante. Sus músculos se rozaron contra sus pechos sensibles, contra sus curvas lisas. Ce rozó sus hombros; tocó su piel cálida, mientras se entregaba a aquel interludio de besos lentos y sensuales. Al mismo tiempo, sus cuerpos se rozaron en un ritmo embriagador y agonizante. Ella lo sintió excitado contra su vientre e introdujo su mano entre sus cuerpos para tocarlo sobre la tela de su pijama; Aspen estaba caliente y duro. Ce lo apretó en su mano y él dejó de besarla, soltando un gruñido.
—Quiero tocarte —dijo. Sus labios besaron su mandíbula firme y rasposa.
Aspen sostuvo su mirada y negó con la cabeza.
—Estoy en mi límite. Si me tocas ahora, no lo resistiré y quiero estar dentro de ti cuando eso suceda.
Aspen sonrió y sus labios trazaron la curva de su nariz; su contacto fue pura ternura, y Ce sintió cómo el corazón le golpeaba en la garganta. A pesar del efecto de sus palabras y sus besos, frunció el ceño.
—Entonces, ¿cuándo podré tocarte? —refutó.
Aspen la miró.
—¿Por qué insistes tanto en eso?
—Porque también quiero hacerte sentir bien. Quiero aprender, y que sea equitativo el placer que recibimos el uno del otro, porque una vez leí en una revista que...
—Grace... —la cortó Aspen—, estás desnuda debajo de mí; estoy tan excitado que me duele hasta respirar y me muero por hacerte el amor. ¿Crees que podamos hablar después de todo el tema equitativo, cariño?
Un brutal y delicioso escalofrío se movió hacia abajo por la espalda de Ce. No podía decidirse si lo había provocado el tono ronco, profundo y cargado de deseo en su voz, o si había sido su cruda declaración, o si se trataba de que la había llamado «cariño». Llegó a la conclusión de que era una mezcla de las tres posibilidades.
Asintió, pero luego se apresuró a decir:
—¿Puedo decir algo más? Porque...
Aspen la detuvo con su boca; sus palabras se perdieron entre sus labios y se transformaron en pequeños gemidos cuando él profundizó el beso. Ce se rindió; dejó que Aspen tomara el control. Él besó y acarició cada curva y fragmento de su piel y, cuando se detuvo, Ce se sintió vacía e incompleta; su cuerpo estaba demasiado excitado, sensible, y lo necesitaba.
Aspen se sentó para desnudarse y ella lo observó en la penumbra: su cuerpo poderoso, sus brazos fuertes, el tatuaje en su espalda. Ce quería tanto recorrer sus labios por la piel de colores y sentirlo estremecerse...
Él debió percibir su mirada, porque giró su cabeza y la buscó. Tal vez también debió percibir sus pensamientos sobre labios y piel porque, cuando regresó a ella, sus manos rozaron sus muslos; los separó, y se inclinó hasta que sus labios besaron su vientre casi con vehemencia. Su lengua danzó sobre su piel y ascendió hacia sus pechos.
Nunca dejaron de mirarse ni de tocarse.
Cuando Aspen se colocó sobre ella, Ce le rodeó la cintura con las piernas. Presionó su espalda baja con sus talones, y empujó sus caderas contra las suyas. Un débil gemido escapó entre sus labios al sentir su dureza, y el pulso entre sus piernas se agitó adolorido. Cuando volvió a levantar las caderas, Aspen soltó un gruñido bajo, que fue amortiguado por su piel. Ce tragó con fuerza.
—Aspen... —su nombre reflejaba tal intimidad y deseo que Ce se preguntó si realmente era la primera vez que iban a unir sus cuerpos—. Te necesito... ahora... Por favor...
Él la miró por un tiempo que pareció eterno y se perdió en esa mirada azul, intensa y oscurecida por el anhelo. Dejó que él buscara sus propias respuestas en su rostro porque ella no estaba acostumbrada a vivir sin barreras; porque no estaba acostumbrada a dejar que las personas vieran atrás de ella, pero Aspen... Él había conseguido lo imposible, lo improbable. No solo había derribado sus barreras, no solo veía a través de ella, sino que estaba tomando posesión de ella. Y a Ce le asustaba, pero también le intrigaba saber cuál sería el final.
Aspen se apartó para buscar un condón, pero Ce lo detuvo.
—Está bien. Solo... solo he estado con Markus, no ha habido nadie más. Además, me chequeo regularmente y tomo la píldora por un desajuste hormonal.
—¿Estás segura? —preguntó Aspen—. También estoy limpio; me hicieron exámenes antes de salir de prisión.
Ce asintió; sí, lo quería sin barreras. Estaba decidida a obtener todo lo que pudiera de él.
Se miraron durante otro par de segundos, como si él esperara que cambiara de opinión; pero cuando se dio cuenta de que no lo haría, respiró profundo y le besó la frente. Ce cerró los ojos; le pareció que sus labios quemaban sobre su piel, así como sus dedos quemaban caricias alrededor de sus caderas.
Aspen la atrapó y deslizó la prenda de encaje por sus piernas. Ce tembló bajo su cuerpo, pero buscó un contacto más íntimo. Se alzó y lo besó despacio, recorriendo con su lengua la unión de sus labios hasta que Aspen jadeó con lujuria, y la sostuvo del cabello para acercar más su boca. Sus labios y sus manos intentaron distraerla, embriagarla, pero, aun así, Ce fue consciente de cómo él entraba en su cuerpo. Se tensó; y Aspen debió percibirlo, porque se detuvo. Buscó sus manos y colocó una alrededor de su cuello mientras sus dedos se entrelazaban con la otra; luego la miró a los ojos y volvió a unir sus bocas. «Relájate», eso fue lo que le transmitió en ese beso; fue una caricia gentil, solo de labios, pero impetuosa y sensual. Ce deslizó sus dedos entre los cabellos de Aspen y tomó posesión de su boca como él estaba haciendo muy despacio con su cuerpo. Esperó sentir dolor, pero nunca llegó. Estaba preparada para él y sus cuerpos se acoplaron, hasta que ella lo aceptó por completo.
Ce se sorprendió. Nunca se había sentido tan bien o tan correcto. Experimentó la placentera sensación de sus cuerpos unidos; podía sentirlo caliente y palpitante dentro de ella y cómo su cuerpo se contraía contra él, apretándolo seductoramente. Aspen gruñó como si también pudiera sentirlo. Todo su cuerpo estaba en tensión; su rostro concentrado en mantener el control y una fina capa de sudor cubría su frente.
De pronto, Ce sintió una inesperada ola de ternura hacia ese hombre y no se reprochó sus sentimientos. Levantó el rostro y le dio pequeños mordiscos en la barbilla, como queriendo decirle que también se relajara; que ella estaba bien, que todo era perfecto. Sus dedos dejaron ir su cabello y se deslizaron por sus hombros, trazando las líneas que había memorizado del fénix que marcaba su piel. Luego esparció más besos por su cuello, ascendiendo y descendiendo, con ligeras caricias. Y, ante todo pronóstico desfavorable, la tensión en Aspen cedió un poco. Giró su rostro para interceptar su boca y empezó a moverse dentro de ella; el ritmo que marcó fue pausado, como dándole la oportunidad de acoplarse a él y a sus movimientos. Sin embargo, Ce se sintió torpe y muy consciente de sí misma; todo se sentía tan nuevo y diferente desde la última vez que había estado con Markus... No quería arruinarlo, no quería equivocarse, pero... ¿Y si lo estaba haciendo? ¿Y si estaba arruinándolo y pensando demasiado? Quizá Markus siempre había tenido razón y el problema era ella porque era frígida, patosa y aburrida...
—No te distraigas, cariño —susurró Aspen contra su oído, como si hubiera podido escuchar sus pensamientos.
Ce reaccionó y lo miró. Sus ojos estaban oscuros, pero eran cálidos y muy hermosos. Sus labios se arrastraron por su mejilla y su aliento le rozó los labios.
—Estás conmigo ahora. No pienses en nadie más; solo mírame.
Aspen la besó y Ce sintió tanto placer solo con sus labios que le pareció casi una idiotez estar pensando en Markus en aquel momento. Lo besó hasta que solo pudo pensar en él, sentirlo a él. Aspen también se relajó; tomó sus caderas y le mostró cómo moverse. Ce se acopló y se movió en armonía; el placer construyéndose en su cuerpo con cada nuevo empuje y caricia.
Aspen mordió y lamió su cuello. Ce gimió con cada mordisco y succión de su boca; le pareció que su piel se sentía demasiado sofocante y tensa contra sus huesos. Sus muslos se apretaron contra sus caderas, buscando alivio, y se dio cuenta de que su ritmo marcado ya no la satisfacía. Quería más. Necesitaba más antes de que su piel se consumiera. Era como si Aspen fuera aire y ella lo necesitara para vivir otro segundo.
—Más... —susurró.
—¿Más?
Aspen despejó su rostro y sus labios se suspendieron sobre los suyos. Ce asintió. Y, de pronto, sus manos estaban deslizándose por sus muslos, desenredando sus piernas de su cintura y enganchando sus tobillos contra sus hombros. Sus músculos protestaron un poco ante el estiramiento, pero, cuando Aspen volvió a penetrarla, todo su cuerpo vibró.
—Dime si te hago daño.
Ce negó casi desesperada. No había dolor, nada; solo podía sentir placer. Cada nueva embestida la hacía querer salirse de su piel. Sus manos se convirtieron en puños, aferrando las sábanas, y se dejó llevar.
La sangre retumbó en sus oídos y su piel se tensó sobre su cuerpo, sensibilizado hasta el extremo por un ansia desesperada, casi dolorosa. No podía pensar, ni contenerse; solo podía sentirlo a él, entrando y saliendo de su cuerpo. Su boca alrededor de sus pechos. Sus dedos descendiendo por su vientre y tocándola a consciencia.
Aspen le entregó placer en aquel ritmo que la torturó y la liberó. Se aferró a su cintura, aturdida por las sensaciones que estaba creando en ella, mientras astillas de electricidad irradiaban hacia todas las partes de su cuerpo y convergían entre sus piernas.
Ce no lo resistió por mucho tiempo. La combinación del perverso placer de su boca contra sus pechos sensibles, la caricia de sus dedos presionando el punto más honesto de cuerpo y sus embestidas la arrojaron al abismo. Su espalda se arqueó contra su torso y explotó en pequeños fragmentos de gozo infinito. El placer escapando de sus labios y llenando el silencio.
Sintió que el tiempo se detenía. Quizá sí se había detenido realmente, porque pudo ver y sentir todo lo que Aspen le estaba haciendo con perfecta claridad. Él continuó moviéndose dentro de su cuerpo, su ritmo impetuoso y placentero, hasta que cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, dejándose ir con un gruñido desde lo profundo de su pecho.
Su propio placer también la arrastró y la hizo estremecer. Ce lo sostuvo hasta que se detuvo. Los dos se sostuvieron, aferrándose a la piel del otro. Cayeron aún enredados sobre la cama. Aspen bajó sobre ella con la respiración aún alterada. Sus antebrazos lo sostenían, mientras su cabeza se inclinaba hacia adelante y el sudor caía de su piel sobre sus pechos.
Ce lo contempló en silencio. Embebió cada detalle de esta versión de él y se aseguró de guardarlo en lo más profundo de su cuerpo.
Aspen rodó hasta quedar tendido sobre su espalda. Ella se acomodó contra él; sus pechos contra su torso, sus brazos aún alrededor de él y su aliento contra su cuello. Sus corazones calmándose al unísono. Sintió que su cuerpo se derretía contra la tibieza del suyo y suspiró satisfecha.
Y yacieron así por un largo tiempo. Ninguno de los dos dijo una sola palabra, hasta que Aspen levantó la cabeza y la besó por última vez.
~~*~~
ASPEN SE DESPERTÓ esa mañana con la extraña idea de haberle hecho el amor a Grace Carlson. Se hubiera reído de sus pensamientos. Habría pensado que estaba loco si no pudiera sentir, en ese mismo instante, su cuerpo desnudo enredado al suyo. Sus ojos la estudiaron en silencio: su rostro estaba plácidamente dormido; su respiración era lenta y profunda; su corazón estaba en calma.
Sí, le había hecho el amor a Grace Carlson. Y no solo una vez, sino dos antes del amanecer.
Ella se movió en sueños y se alejó de él. Aspen la dejó ir para poder mirarla con más detenimiento; quería recordar aquella escena cada vez que cerrara los ojos. Ce era un espectáculo para la vista. Estaba dormida sobre su vientre. Su cabello corto esparcido sobre la almohada; su rostro descansando sobre sus delicadas manos; su espalda desnuda; sus piernas entrelazadas con las sábanas.
Aspen la miró cautivado, pero, al mismo tiempo, como si estuviera viendo algo inalcanzable. Quizá por eso la tocó, para comprobar que no era un sueño. Sus nudillos descendieron lentamente por su espalda y luego se inclinó, sin poder resistirse, para probarla. Su boca se detuvo en la base de su columna y la besó. Empezó un ascenso lento y agónico, rozando sus labios, lamiendo su piel. Ce se agitó, pero Aspen sostuvo sus caderas para que no pudiera escapar de su boca.
Cuando llegó hasta arriba, ella estaba mirándolo sobre su hombro. Tenía el rostro somnoliento, pero sus ojos eran serios. Aspen creyó que volvería a dormirse, pero giró hacia él y se acomodó bajo su cuerpo, con sus curvas acoplándose a sus músculos.
Entonces, la besó con intención.
Esta vez, hicieron el amor con calma. Con movimientos suaves y pausados, con besos sensuales y profundos, y con caricias lentas y tortuosas. Se sintió embriagado de ella, y la escuchó deshacerse en sus brazos, entre besos y gemidos murmurados contra sus labios.
Aspen rozó sus labios contra la suavidad de su frente y suspiró.
—Dime algo que no sepa —pidió Ce, cuando sus cuerpos se calmaron.
Estaban acostados de lado, uno frente al otro, mirándose y compartiendo la misma almohada. Aspen meditó su respuesta por unos segundos.
—Mi segundo nombre es Gavriel, soy alérgico al maní y me dan miedo los payasos.
Ce rio. Fue un sonido honesto, dulce e inocente que se deslizó suavemente por su piel.
—¿Payasos? ¿En serio?
—Si, se llama coulrofobia.
—Ya sé cómo se llama —se quejó Ce.
—Por supuesto, sabelotodo —bromeó él.
Ella volvió a sonreír. Se miraron en silencio por varios segundos. No había incomodidad entre ellos, ni arrepentimiento o rechazo en sus ojos. Su mirada estaba brillante, azul y preciosa.
—Madeleine —murmuró Ce— es mi segundo nombre.
—¿Madeleine? —Aspen saboreó cada sílaba—. Es lindo.
Sus mejillas se sonrojaron ligeramente y bajó la mirada, escondiendo un poco el rostro en la almohada. Sin embargo, levantó una de sus manos y la colocó sobre su abdomen. Aspen siguió sus movimientos, hasta que rozó las puntas de sus dedos sobre la cicatriz más reciente; parecía insignificante comparada con sus heridas pasadas, apenas si había dejado marca. Él casi lo había olvidado; pero, al mirarla, sus ojos no mentían.
—No hagas eso —dijo, atrapando sus dedos con los suyos—. No te culpes por esto.
Ce lo miró. Sus ojos estaban oscurecidos. Sus dedos se apretaron alrededor de los suyos.
—No deberías ser tan bueno conmigo.
—¿Por qué no?
Había palabras tácitas en su mirada, en el silencio tenso, en el leve espacio que los separaba. Aspen solo podía imaginar miles de respuestas: «Porque no podré olvidarte». «Porque no podré marcharme». «Porque te quiero»...
Quería que todas sus repuestas fueran reales, pero ninguna palabra traspasó los labios de Ce.
La conexión se rompió cuando llamaron a la puerta. O ladró desde la sala. A su lado, Ce se levantó y buscó su camisa. Aspen también se levantó y dejó escapar un lento suspiro mientras se vestía.
Cuando abrió la puerta, Virginia le devolvió la mirada, pero su semblante era inquieto. De inmediato, Aspen supo que algo estaba mal. Y su amiga debió percibir la inquietud de su rostro, porque se apresuró a decir:
—Aspen, es tu madre.
—¿Qué?
—Llamó preguntando por ti. Quería saber si estabas aquí o me habías visitado.
Aspen frunció el ceño, sintiéndose confundido, sorprendido e incrédulo, todo al mismo tiempo.
—¿Qué le dijiste?
—Que nos habíamos visto, pero nada más. No sabía qué decirle.
Él tampoco sabía qué decir, ni qué pensar. Estaba consciente de que el contacto con sus padres había sido casi inexistente luego de salir de la prisión; mentiría si dijera que no había estado evitándolo a consciencia. Sin embargo, si su madre había llegado al punto de contactar a Virginia era porque realmente quería encontrarlo.
Aspen miró a su amiga y forzó una pequeña sonrisa tranquilizadora.
—Gracias. Yo lo arreglaré.
Virginia empezó a alejarse, pero se detuvo y lo miró fijamente.
—Aspen, deberías llamarla. Sonaba un poco nerviosa.
Su corazón latió muy deprisa.
—Está bien, la llamaré —contestó él, y no me mentía.
Aspen cerró la puerta y permaneció inmóvil. Su mente se volvió un caos de pensamientos y no pudo evitar la sensación de preocupación que se deslizó por su piel.
—¿Era Virginia?
Aspen se alejó de la puerta y la miró. Ce estaba en el pasillo con O en sus brazos. Él tragó el nudo en la garganta antes de hablar:
—Sí, mi madre la llamó, preguntando por mí. Parece que hay algún tipo de emergencia. No lo sé. Voy a llamarla.
Ce asintió.
Aspen regresó a la habitación y buscó su celular dentro de la maleta. La pantalla estaba oscura. Intentó encenderlo, pero estaba completamente descargado. Maldijo. Ni siquiera recordaba la última vez que había encendido su celular; quizá había sido para el cumpleaños de Ce cuando le había enviado un mensaje de felicitación a su madre, porque no se había atrevido a llamar.
—Puedes usar mi celular. —Ce se acercó y se lo ofreció.
Él le correspondió la leve sonrisa que Ce le brindó y respiró profundo. No recordaba exactamente el número de su madre, pero sabía el de su padre. Aspen marcó y esperó en la línea.
—¿Papá?
—¿Aspen? —respondió, pero no era su padre.
Aspen se estremeció. No había escuchado la voz de su madre en seis años; sin embargo, sonaba tal como la recordaba.
—¡Por Dios, Aspen, he intentado contactarte desde hace varios días! —su tono era firme y, quizá, hasta un poco molesto—. ¿Dónde estás?
—En Provo. Virginia me avisó de tu llamada —dijo, sintiéndose como un niño siendo reprendido—. ¿Qué ocurre? ¿Sucedió algo malo?
—Es... es... tu padre —hizo una breve pausa y su tono perdió un poco de intensidad—. Tuvo un preinfarto.
Aspen apretó con fuerza el teléfono. No dijo nada, pero sintió que su corazón latía cada vez más rápido. Su madre continuó:
—Sucedió inesperadamente. Aún está en el hospital; querían tenerlo en observación por unos días. También le han hecho varios exámenes. Habrá que tomar ciertas medidas preventivas.
—¿Él está bien?
—Sí, su condición mejoró. Ahora está más tranquilo, pero pregunta por ti.
Ambos se quedaron en silencio. Solo el sonido de sus débiles respiraciones cruzó entre ellos. Era un poco incómodo; Aspen ya había esperado que fuera así, pero la realidad era peor porque ahora también se sentía confundido, preocupado y asustado, pero sobre todo inseguro. No quería decir algo incorrecto, arruinarlo todo y ser juzgado. Por eso, le pareció más sabio mantener la boca cerrada.
—Aspen..., vas a venir, ¿verdad?
«¿Realmente me quieres allí? ¿Realmente estamos listos para esto?»
Si tenía que ser sincero, él no lo estaba. Hubiera preferido seguir posponiendo lo inevitable, pero ya no había marcha atrás; se había quedado sin puertas de huida. Además, su padre podría haber muerto. Él necesitaba verlo una vez más antes de que fuera muy tarde, antes de que se arrepintiera para siempre.
—Estaré allí mañana en la tarde.
—Bien —dijo su madre, después de una breve pausa. Y luego colgó.
Aspen dejó de contener la respiración.
—¿Tenemos que irnos? —Ce lo sorprendió. Había olvidado que ella seguía allí.
Aspen giró el rostro y la observó. Estaba sentada en el filo de la cama; su rostro era tranquilo, pero su mirada era oscura y seria.
—Mi padre tuvo un preinfarto y está en el hospital.
El silencio se alargó mientras se escrutaban. Aspen se preguntó en qué estaría pensando Ce. ¿Estaría buscando algo en su rostro?
—Lo siento —dijo ella finalmente, en voz baja.
Aspen también lo sentía, y quiso pensar que sus palabras contenían más que una disculpa por lo que estaba sucediendo con su padre; porque su tiempo se estaba acabando; que lo que sentía porque aún tenía que cobrar su venganza. Quiso creer todo eso que ninguno de los dos se atrevía a decir en voz alta.
Sin embargo, era tiempo de aceptar la verdad: todo estaba llegando a su final.
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