CAPÍTULO 16
CE HABÍA CONSEGUIDO conciliar el sueño, cuando escuchó los ladridos, seguidos por unos golpes fuertes en la puerta de su habitación.
«¿Aspen?»
Los golpes no se detuvieron; eran cada vez más violentos. Ce se sentó y contempló la puerta con temor. ¿Aquel hombre los había encontrado de nuevo? ¿Dónde estaba Aspen? ¿Le habría sucedido algo malo?
Ce se levantó temblorosa. O ladraba sin cesar y se lanzó hacia ella, al mismo tiempo que la puerta se abría de un portazo con un sonido atronador. Un hombre apareció en la entrada; estaba vestido con ropas oscuras y un pasamontaña que le cubría todo el rostro.
Ella sintió que se le helaba la sangre, pero su mente se movió rápido. Empujó a O al interior del baño y lo encerró, antes de correr e intentar alcanzar su bolso; ahí estaba su arma. Sin embargo, el hombre se movió con agilidad. La atrapó y la empujó contra la pared. Ce gritó; él le cubrió la boca con una mano enguantada.
Ce se retorció, luchó y logró golpearlo en la entrepierna. Su agarre se aflojó y ella quedó libre. Corrió hacia la puerta; sabía que, si llegaba al ascensor, podría avisarles a Jules y a Virginia. Sin embargo, antes de que pudiera salir, el hombre la agarró del cabello y la hizo caer.
Ella intentó patear, golpear, morder, pero sus esfuerzos fueron en vano. Gritó de nuevo, pidiendo ayuda, pero él la sostuvo contra el piso y la golpeó. Ce sintió que el rostro le iba a explotar. Quedó aturdida; sus ojos se nublaron y no comprendía sus palabras.
—¿Dónde están? —le gritó, sosteniéndola del pijama—. ¡¿Dónde están?!
Ella no dijo nada y él volvió a golpearla. Se estremeció. Sintió cómo sus labios se desgarraban, cómo se abría su piel bajo sus puños.
«¿Voy a morir aquí? ¿De esta forma?»
El hombre se levantó y empezó a rebuscar por toda la habitación; mientras Ce se quedaba allí, tirada, observando impotente cómo aquel sujeto rebuscaba cada vez más cerca de su maleta, de lo que necesitaba proteger.
Ce intentó moverse; tenía que detenerlo, pero no podía. Los ladridos desenfrenados de O la alcanzaban desde el baño y quiso correr hacia él y tranquilizarlo, pero no podía; estaba demasiado débil. Probablemente el hombre la mataría cuando encontrara lo que buscaba. Eli habría ganado y se saldría con la suya, y ella habría muerto en vano.
Cuando el hombre regresó a su lado, tenía el paquete envuelto en tela en una de sus manos mientras que le apuntaba su arma con la otra. Ce cerró los ojos, gritó y se retorció desesperada contra el suelo. Entonces...
Cayó de la cama.
Y otro nuevo ataque la golpeó.
Ce se mareó. Intentó sentarse, pero todo su cuerpo temblaba. Sus palpitaciones estaban aceleradas; su respiración, entrecortada. Le dolía el pecho. Otra vez no podía respirar, se estaba asfixiando.
A su lado, O gruñó y empezó a ladrar desesperado. Ce estiró una mano hacia él. Quería tocarlo, pero su cuerpo no obedecía. Entonces, el cachorro salió corriendo y ladrando de la habitación mientras ella se retorcía junto a la cama.
No lograba calmarse. No podía recordar lo que los doctores le habían dicho. No podía salvarse a sí misma. La pesadilla aún estaba nublando su mente, aferrándose al miedo. Sí, tenía mucho miedo de no ser capaz de detenerse esta vez.
De pronto, escuchó los ladridos de O más cerca y, luego, pasos presurosos.
—¡Ce!
Aspen apareció a su lado y, de pronto, estaba llorando. Ce no recordaba la última vez que había llorado, pero, en ese momento, un tumulto de sentimientos la inundaron. El miedo, la agonía, el dolor, el alivio y la seguridad de que Aspen no dejaría que nada le sucediera.
Él la ayudó a sentarse y la apoyó contra su pecho. Ce se retorció contra él. Quiso decirle.
—Calma, ya estoy aquí. Calma —su voz era firme y cálida, y Ce le creyó.
Ella se llevó una mano alrededor del cuello y lo miró desesperada. Más lágrimas cayeron por su rostro.
—No puedes respirar, lo sé. No llores o será peor —le dijo Aspen, pero Ce lloró más. Él le secó las mejillas—. No llores.
Aspen la levantó del piso y la cargó en brazos. Ce no estaba segura de adónde la llevaba hasta que se dirigió a las puertas del balcón. Allí, se sentó en uno de los sillones, la acomodó en su regazo y empezó a mecerla muy despacio.
—Todo estará bien —murmuró contra su cabello—. Intenta respirar lentamente.
Ce lo hizo. Se aferró a él hasta que el miedo fue desapareciendo y pudo respirar. Su cuerpo seguía temblando, pero su pecho dejó de doler y las palpitaciones recobraron su ritmo normal. El aire de la noche le ayudó a respirar y calmó su piel caliente y sudorosa.
Los segundos se alargaron y, aunque todo volvió a la normalidad, ya nada era igual.
Aspen continuó meciéndola y acariciándole la espalda. Luego le despejó los mechones húmedos del rostro y le besó la frente con cariño. Sus brazos la apretaron con más fuerza. Ce lloró en silencio.
—No llores...
—Lo siento —su voz sonó mal; baja y rasposa.
Ella ocultó su rostro contra su pecho. Aspen le acarició la espalda con paciencia.
—¿Desde cuándo sufres ataques de pánico?
Era justo que él preguntara, así que le respondió, aunque una parte de ella aún se negara a hablar del pasado:
—Comenzaron cuando era una niña, pero hace años que había dejado de tenerlos.
Era cierto. Los ataques repentinos se habían detenido cuando ella tenía once o doce años, cuando sus padres les habían permitido ser libres por primera vez. Ce había pensado que podría vivir con normalidad, sin miedo. Pero ahora que habían vuelto, sentía que volvía a perder el control de su vida y a aquello que había logrado mantener intacto por tantos años, se estaba agrietando, y la asustaba; quizá por eso había vuelto a llorar, al darse cuenta de que estaba dejando de ser ella misma otra vez.
Ce giró en los brazos de Aspen y se apoyó contra su pecho, mientras contemplaba cómo la noche iba yéndose.
—Aspen, empecé este viaje para cobrar una venganza, pero me está destruyendo —dijo con amargura—. ¿Es karma? ¿Es ahora cuando empiezo a pagar por mis pecados?
—¿De qué estás hablando?
Ella bajó la mirada y miró los brazos de Aspen a su alrededor. La sostenían, se aferraban a ella, la mantenían segura; y Ce sintió que podía permitirse ese momento, que podía dejar salir todas las palabras que la asfixiaban.
Sintió que era su última oportunidad.
—¿Recuerdas aquella pesadilla en la que alguien intentaba ahogarme?
Aspen asintió.
—Era Rosie... —Ce hizo una pausa—. Una noche, cuando éramos niñas, intentó ahogarme en la piscina de nuestra casa. Los sirvientes escucharon mis gritos, pero casi no llegaron a tiempo. Los doctores dijeron que morí por dos minutos.
Él la miró consternado.
—¿Por qué? ¿Por qué Rosie te haría algo así?
Ce dejó de contener la respiración.
—Estoy segura de que alguna vez escuchaste los rumores sobre sus episodios de depresión, sobre su locura... Eran ciertos. La diagnosticaron cuando apenas era una niña. Comenzó con un simple deseo de no querer ir a la escuela, de no querer levantarse de la cama, hasta que empeoró y se convirtió en un trastorno de depresión.
Ce regresó al pasado que tanto odiaba; que la había construido y destruido al mismo tiempo.
—Mis padres nunca lo aceptaron. No podían permitir que algo así manchara el nombre de nuestra familia. Imagínate, ¡una hija loca! No podían tratar con eso, así que la encerraron. Los médicos iban y venían de nuestra casa. Pagaron mucho para encontrar un tratamiento que la curara, pero nada funcionó. Mis padres no querían entender que no había forma de curarla; que ella estaba enferma, pero seguía siendo una persona normal que necesitaba cariño y amor para poder luchar con los demonios de su cabeza.
Ce se encogió de hombros.
—Había semanas en las que Rosie estaba bien; se mantenía lúcida y feliz. Entonces, podríamos tener un par de días juntas y en calma. Sin embargo, otras veces empeoraba; yo podía escucharla desde mi cuarto. En ese momento, no lo entendía. No sabía por qué no la dejaban salir. No entendía por qué la obligaban a tomar medicamentos que no funcionaban; por qué ella estaba enferma y yo no.
Ce contempló sus manos.
—Luego... Rosie intentó ahogarme. Estuve dos semanas en el hospital. Y los ataques de pánico empezaron. Mis padres estaban molestos. Los médicos me enseñaron a controlarlos. Al inicio, no fue fácil; podían llegar en cualquier momento y eran muy dolorosos. También me obligaban a tomar medicamentos; y, poco a poco, me fui acostumbrando.
Ella jugó con sus dedos, nerviosa.
—Cuando volví a casa, las cosas cambiaron por completo. Mis padres decidieron que no podían permitirnos estar juntas; creían que mi estado empeoraría como el de Rosie si me dejaban cerca de mi hermana. Así que, desde ese momento, nos separaron. Nos criaron en pequeñas burbujas alejadas del mundo. Me criaron con el temor de que algún día podría enfermar como Rosie; de que mi enfermedad podía lastimar a otros; de que tenía ser perfecta y muy correcta para que la sociedad no me rechazara por estar enferma.
Aspen detuvo sus dedos.
—Entonces, crecimos. El tiempo pasó y crecimos distanciadas, pero las personas empezaron a hablar. Hubo rumores sobre nosotras, y mis padres no tuvieron más opción que dejarnos libres. Nos permitieron ir a diferentes colegios y pasar las vacaciones con nuestros abuelos. Nunca supe cómo ellos lo consiguieron, pero creo que mi abuela amenazó a mi madre con demandarla. Mis padres no podían exponerse aún más, así que accedieron.
Él entrelazó sus manos con fuerza.
—Cuando Rosie y yo volvimos a encontrarnos, éramos como dos extrañas con escasos recuerdos compartidos. Nuestras actitudes eran diferentes. Ambas habíamos cambiado, pero seguíamos siendo hermanas; así que seguimos actuando como tal. Acordamos tácitamente no volver a hablar del pasado y nos acostumbramos al presente. Era extraño, pero se acercaba a lo más feliz que habíamos sido.
Ce se quedó en silencio. Aspen apretó su mano.
—¿Qué sucedió?
—Eli —masculló Ce.
Nunca olvidaría el día que lo conocieron, cuando entró en la habitación de la mansión en que ellas lo esperaban con su actitud arrogante y presuntuosa.
—Eli era el hijo de otra familia adinerada en Chicago. Era solo un joven. Lo expulsaban de los colegios, consumía drogas, bebía alcohol y varias veces la policía lo arrestó en clubs nocturnos. Entonces, Eli se relacionó con unos traficantes de drogas y los rumores empezaron. La familia estaba desesperada y lo encerró en rehabilitación. Sin embargo, sabían que, cuando saliera, necesitaría una coartada; algo que lo hiciera lucir como si hubiera cambiado y fuera un nuevo hombre. Mis padres querían afianzar sus lados con ellos, así que ofrecieron a Rosie; yo era aún muy joven. Rosie era perfecta para unir ambas familias y desviar la atención y los rumores hacia otro lado.
Ce miró sus manos unidas.
—Yo me opuse. Rosie no dijo nada; creo que se sentía demasiado sola para rehusarse a la compañía de otra persona. Además, cuando conoció a Eli fue como amor a primera vista; era como si hubiera encontrado la otra parte que le faltaba en él. Creo que vio en Eli a alguien tan roto e imperfecto como ella, así que empezaron a salir y todos apoyaron el romance. Era una buena inversión; llegado el momento, tendrían poderosos herederos y se convertirían en la familia perfecta. Yo era la única que me oponía al plan.
Ella apretó la mano de Aspen.
—Siempre hubo algo en Eli que no me gustaba; mi madre dijo que eran celos. Rosie me decía que lo entendería cuando me enamorara. Sin embargo, el tiempo pasó y la relación entre ellos era tóxica. Eli a veces le gritaba y la hacía llorar, aunque siempre aparentaba frente a los demás. Sin embargo, Rosie nunca se quejó, porque lo amaba perdidamente. Le advertí, pero nunca quiso abrir los ojos. Me molestaba que confiara más en él que en mí; así que, cuando anunciaron el compromiso y se mudaron juntos, me alejé. Decidí que no iba a interferir en sus decisiones ni en su vida; y volvimos a distanciarnos.
Ce miró a Aspen. Sus hermosos ojos azules le devolvieron una mirada firme.
—No supe nada de ella hasta aquel día en que mi padre me llamó y me dijo que Rosie se había suicidado. Cuando escuché la noticia, fue como si despertara de un sueño; como si hubiera estado viviendo en una fantasía, pretendiendo que todo estaba bien. Pero no era así. Cuando llegué al hospital y me entregaron la carta, supe que algo estaba mal. En la carta, Rosie confesaba que se había suicidado con cianuro y nos pedía perdón. Mis padres lo creyeron y no pidieron una autopsia porque querían resolver el asunto rápidamente. Pero yo estaba segura: Rosie no había escrito esa carta ni se había suicidado.
Aspen frunció el ceño.
—¿Cómo?
Ella tragó con fuerza. Podía revivir aquel breve minuto leyendo sus falsas palabras con la respiración contenida.
—No era su letra; sí, era sumamente parecida, pero no era de Rosie. Eli había sido quien había encontrado su cuerpo. Él había llamado a la ambulancia. Él era la víctima; estaba «destrozado» por la muerte de su prometida, la inesperada partida del amor de su vida. Mientras todos le creían, yo tomé las llaves de Rosie que nos habían entregado y entré en el departamento.
Ce bajó la mirada.
—Rosie tenía varios trastornos; uno de ellos era la paranoia. Así que a sus objetos más preciados siempre los escondía en un lugar muy secreto. Ni siquiera Eli lo sabía, pero yo sí. Entonces, encontré las pruebas; Rosie lo había dejado todo preparado para mí. Me llevé todo aquel día y lo oculté. Cuando Eli me enfrentó en el funeral y me preguntó si había entrado en el departamento, lo negué. Él sabía que debía haberme llevado algo, pero no estaba seguro.
Ella se detuvo. Se dio cuenta de que los latidos de su corazón estaban acelerados de nuevo, y sabía por qué: era un mecanismo de autoconservación; su corazón intentaba protegerse contra el recuerdo de aquella noche en que había sido destrozado con la verdad.
Aspen debió percibir que algo estaba mal, porque rompió el silencio y dijo:
—Creo que es suficiente por hoy. Debes descansar.
Ce negó. Sabía que, si se detenía ahora, el resto de las palabras morirían con ella. Le parecía que nunca más iba a sentirse lo suficientemente valiente y segura para terminar aquella historia.
Aspen la escrutó, inseguro, pero no la detuvo. Ce continuó:
—Después del funeral, regresé a la universidad y estudié las pruebas: había un diario, una memoria USB, un frasco de pastillas y un sobre con documentos. No me costó mucho descubrir la verdad. En el sobre había documentos, certificados médicos falsos, recetas de un doctor ficticio y análisis sobre la droga; y en la USB, había fragmentos de las cámaras de seguridad. Sin embargo, lo más importante estaba en el diario, la auténtica verdad: Eli la había estado envenenando con una droga experimental que supuestamente la haría sentir mejor y la ayudaría con sus trastornos.
Ce sintió que Aspen se tensaba a su lado.
—Pero todo era mentira. Rosie describió en su diario el proceso de degeneración y cómo la droga le hacía sufrir alusiones en lugar de ayudarla, cómo la volvía más débil. Ella decía que quería dejar de ir al doctor, cómo se lo pidió a Eli, pero él insistía en que le haría bien. En las últimas páginas, me escribió una carta, donde decía que sabía que Eli estaba matándola porque nunca la había amado. Me pedía que la perdonara porque no confió en mí; decía que se arrepentía, porque ya era demasiado tarde para salvarse.
Ce se dio cuenta de que había lágrimas cayendo por sus mejillas cuando Aspen empezó a secarlas.
—Cuando terminé de leer el diario, decidí que iba a hacer que Eli pagara por todo. Juré que haría que se arrepintiera por nunca haber querido a mi hermana, por haberla lastimado. Las pruebas eran suficientes para condenarlo, pero sabía que su familia lo protegería. Por eso decidí tomar la justicia en mis manos. Aunque sé que está mal, aunque sé que lastimaré a muchas personas, tengo que hacerlo; porque se lo prometí, porque me lo prometí a mí misma.
Ce lo miró a los ojos. Sus ojos tristes, sus mejillas brillantes.
—¿Ahora lo entiendes? Si no lo hago, la culpa que siento me consumirá por dentro. El peso de todas las promesas que rompí no me dejará vivir en paz. Le prometí que siempre estaríamos juntas, pero mentí; le di la espalda cuando más me necesitaba. Debí haber estado allí, debí protegerla de Eli. Debí haberla cuidado mejor, pero... Pero...
Ella lloró con más fuerza. Sintió que se ahogaba en sus palabras, en la verdad.
—Tenía miedo. En el fondo, tenía miedo de ella, porque me había lastimado. Tenía miedo de ser como ella y ser rechazada por todos. Dime, Aspen, ¿qué clase de persona le tiene miedo a su propia hermana? —Bajó el rostro, avergonzada—. Solo un monstruo —susurró—. Y, a pesar de todo, la amaba. Era mi hermana y solo deseaba que pudiéramos ser felices. La amaba más de lo que le temía; debí decírselo más seguido, que no la odiaba ni la culpaba por haberme lastimado. Debí haberle dicho que también lo sentía y que me perdonara. ¡Me faltó decirle tantas cosas...!
Sus propias palabras la hacían sufrir, la estaban lastimando, pero quiso aferrarse a ese dolor porque Rosie estaba viva en esa tortura.
—Por eso me rehusaba a hablar sobre Rosie. Porque cada vez que acepto en voz alta que ya no está, siento que en mi corazón se vuelve más real. Siento que, al hablar de ella, se escapa de mí con cada palabra; un fragmento más que me deja. Temo que, si el dolor se va, también ella se marchite de mi memoria.
Aspen la abrazó, la apretó contra su pecho y la sostuvo mientras lloraba desconsoladamente. Ce no recordaba la última vez que había llorado tanto ni de aquella forma; ni siquiera lo había hecho durante el funeral ni la noche que había leído el diario de Rosie. Sin embargo, en ese momento, las lágrimas no se detenían; era como si su corazón roto estuviera intentando sanar con lágrimas, como si su alma pudiera ser libre para hablar y ser escuchada.
Aspen la consoló todo el tiempo; susurró palabras tranquilizadoras en su oído y la abrazó con más fuerza. Eso también fue nuevo para ella; nadie la había consolado antes. Le habían enseñado a ser fría e indiferente, a jamás mostrarse débil frente a alguien. Sin embargo, había sido una estúpida. No se sentía vulnerable en ese momento, sino ligera, libre.
—Regresemos dentro —dijo Aspen, luego de varios minutos—. Tienes que dormir y recuperarte.
Ella asintió despacio. Aspen le secó las mejillas, la cargó y la llevó de vuelta a su habitación. Ce suspiró. Cuando él la dejó en el suelo, se sentía frágil y cansada; el reciente episodio le había dejado los músculos tensos y adoloridos. Aspen fue a buscarle medicina mientras ella se duchaba y se cambiaba el pijama.
Cuando salió, Aspen estaba ahí, esperando por ella. Ce bebió la pastilla con un sorbo de agua y se metió en la cama. O intentó trepar y Aspen lo ayudó; después, apagó la luz de la mesita y caminó hacia la salida.
—Quédate —susurró Ce.
Aspen se detuvo y la miró. Lo que sea que vio en su rostro, lo hizo regresar y acercarse a ella.
—Me quedaré —respondió.
Ce le hizo un espacio y ambos se acomodaron bajo las sábanas. Sus cuerpos estaban acostados de lado; sus cabezas compartían la misma almohada y sus rostros estaban frente a frente. Aspen la contempló y ella le sostuvo la mirada por largos segundos, hasta que Ce suspiró. Un recuerdo invadió su mente.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Aspen, curioso.
Ce tardó en responder:
—La primera vez que te vi, pensé que Rosie debía haberse enamorado de ti. Así, las cosas hubieran sido diferentes; nadie habría sufrido. Sin embargo, ahora sé que hubiera sido un error —hizo una breve pausa. Su voz débil y amarga—. Si ella te hubiera tenido, yo no habría podido tenerte, y me habría odiado por eso.
Ninguna palabra salió de los labios de Aspen, pero sus ojos eran brillantes y sus brazos la buscaron. Ce cerró los ojos y se relajó. Dejó que el cansancio la arrastrara y se sumergió en sueños sin pesadillas.
~~*~~
CE NO ESTABA en la cama cuando Aspen despertó; tampoco O. Se hubiera preocupado, pero podía escuchar sonidos que venían de la cocina, así que se relajó y se quedó mirando el techo. Pensó en todo lo que Ce le había dicho la noche anterior; la impotencia que había sentido al verla llorar, rota, desconsolada; la rabia que ardía en su pecho porque la habían lastimado y ahora no era capaz de cargar su dolor.
¿Qué se suponía que debía hacer ahora? ¿Apoyarla? ¿Detenerla? ¿Quererla? ¿Alejarla? ¿Protegerla?
Aspen suspiró. Se sentó en la cama, inseguro y confundido. Unos minutos después, entró en el baño y se duchó. Luego se vistió y salió de la habitación. Encontró a Ce en la cocina con O. Él se detuvo y la miró, un poco sorprendido, al ver que llevaba puesto un vestido. Era una prenda sencilla; azul, con tirantes finos y botones delanteros.
—Hola —dijo Ce, cuando descubrió su presencia.
—Hola.
—Estaba haciendo el desayuno. No es gran cosa, pero quería intentarlo.
Aspen sonrió. Podía actuar indiferente, pero la tensión en sus hombros le decía que sí le importaba. Él se acercó, saludó a O y la ayudó con los platos. Ella había preparado una especie de omelet en pan de almendras.
—Huele bien.
Ce se ruborizó.
—Gracias.
Desayunaron viendo la televisión. Aspen dejó el canal de cartoons y Ce sonrió varias veces con el programa. Aspen le lanzó miradas de soslayo. Había esperado encontrarla taciturna y melancólica; que su actitud fuera esquiva y fría; que volviera a intentar dejarlo afuera. Sin embargo, Ce estaba tranquila; su rostro brillante y sus labios convertidos en una pequeña sonrisa. «Es fuerte», se dijo él. «Puede enfrentar sus propias sombras».
Cuando terminaron de comer, se dividieron las tareas; Aspen limpió la mesa y Ce se encargó de los platos. La observó lavar los platos; observó sus manos elegantes, las curvas de su cuerpo, su rostro... No podía dejar de mirarla. Había algo cautivador en la cotidianeidad de ese momento. Había algo inocentemente atrayente en ella.
—¿Sucede algo? —dijo Ce al notar su mirada.
Aspen negó con la cabeza y le mostró una ligera sonrisa. Caminó hacia ella y volvió a abrazarla. Esta vez, Ce no se sorprendió; aceptó su toque, como si ya estuviera acostumbrada a él, y Aspen no pudo evitar sentirse satisfecho.
—¿Dormiste bien? —murmuró él, acomodando la mejilla contra su hombro.
Ce asintió. Su cabello corto se agitó contra su mejilla y Aspen percibió un sutil aroma a flores. Movió su rostro y también percibió el perfume de su piel, una esencia entre lavanda y algo más que no podía detectar. Pero insistió; su nariz rozó la línea de su clavícula y sus labios persiguieron la piel de su cuello. Él la respiró, la probó con su lengua y la acarició con su boca.
Ce se estremeció, pero no lo detuvo. Entonces, Aspen siguió besándola. Empezó a tocarla a través de la ropa. La apretó contra su cuerpo y la encimera. Ce se moldeó contra él y echó la cabeza hacia un lado para darle un mejor acceso. Y Aspen lo tomó. Tomó lo que ella quería ofrecerle y le entregó placer a cambio.
En unos segundos, el ambiente se volvió electrizante entre ellos. Sus manos la acariciaron a consciencia. Las caderas, los costados, los pechos... Aspen los tomó en sus manos y los provocó. Sus pezones se endurecieron y los apretó. Siguió torturándolos a través de la tela y, cuando eso no fue suficiente, le soltó los pequeños botones del vestido y la tocó; esta vez, sin barreras. Sintió su piel sensible y caliente.
Y luego, cuando eso tampoco fue suficiente, dejó caer los tirantes por sus hombros y observó cómo la prenda se deslizaba sensualmente hasta sus caderas. Aspen contempló maravillado toda esa piel de porcelana. Contempló la curva de su columna, las líneas de su silueta. La aferró de las caderas y se agachó. Su boca comenzó un ascenso lento y sinuoso desde la base de su espalda. La acarició, la besó, la lamió, intentó morderla y siguió hasta que volvió a quedarse de pie detrás de ella.
—Aspen... —susurró Ce. Estaba temblando y tenía el rostro sonrojado.
Él miró su rostro. Su boca estaba hinchada, como si se hubiera mordido los labios con fuerza. Su mirada era de un verde oscuro, brillante y necesitado. Él le acarició el vientre y sintió sus músculos tensos, pero no opuso resistencia cuando él tomó su rostro y lo giró hacia él para poder besarla.
Aspen había evitado besarla en los labios hasta ese momento porque sabía que, una vez que su boca tocara la de ella, no podría detenerse. La tomaría allí, le daría placer y la sostendría hasta que se deshiciera una y otra vez con su nombre en los labios.
Entonces, se inclinó despacio. Miró su boca, suave y ligeramente abierta. Luego encontró sus miradas mientras los últimos centímetros se desvanecían entre ellos. Y luego...
Llamaron a la puerta.
A Aspen se le escapó una maldición y Ce se tensó entre sus brazos. El sonrojo de Ce se volvió más intenso mientras se acomodaba el vestido. Intentó apartarse, pero Aspen aún estaba aferrado a ella. Solo la dejó ir cuando volvieron a llamar a la puerta.
—Ve tú —murmuró contra su cabello.
Ce asintió y él la observó irse. Después se lavó la cara y respiró profundo. Su cuerpo estaba demasiado tenso y excitado. Su mente no podía dejar de convocar imágenes de Ce: su piel de porcelana, sus curvas suaves, sus pechos firmes...
Suspiró frustrado. Se pasó la mano por el cabello y se sentó en la mesa. Escuchó que Virginia se acercaba.
—Hola —lo saludó cuando lo vio—. Espero que no hayamos interrumpido nada.
Virginia le devolvió una sonrisa demasiado alegre con un brillo divertido en su mirada. Jules, por otro lado, pareció entender mejor la situación. Le ofreció una mirada de disculpa, pero también sonrió. Aspen gruñó.
—Espero que tengas una buena razón —soltó, mirando a su amiga.
Ella le sacó la lengua, antes de responder:
—Mis padres están en la ciudad y nos invitaron a un día de picnic con la familia. Sin querer, les dije que estabas aquí y ahora también quieren verte.
Aspen solo atinó a mirarla sorprendido.
—¿Tus padres quieren verme?
Virginia asintió y se acercó a Ce, quien había regresado a su puesto detrás de la encimera.
—Grace también puede venir junto con O, no hay ningún problema. ¿Qué dices?
Aspen no supo qué decir. Hacía mucho tiempo que no veía a los señores Clarence, pero siempre habían sido buenos con él. Aspen recordaba las tardes que solía pasar con Virginia en su casa; su madre les hacía spaghettis. O las noches en que se escabullían a escondidas por el gimnasio de su padre para ver los enfrentamientos en el ring. Recordaba la sonrisa cálida de la señora Clarence. Los regaños y castigos con cariño del señor Clarence... Los recordaba preocupados por él. Los recordaba siendo mejores padres que los suyos.
—Me encantaría ir —contestó, luego miró a Ce—. Ven conmigo.
Ella estaba observándolo. Aspen se preguntó qué expresión debía tener en ese momento, porque su mirada se suavizó.
—Iré.
Virginia sonrió.
Antes de despedirse, decidieron encontrarse en el vestíbulo dentro de quince minutos. Aspen sostuvo el brazo de Ce cuando cruzó frente a él para ir a su habitación. Ella lo miró.
—No tienes que venir si no quieres.
—Está bien. Puedo ver que es importante para ti. —Ce bajó la mirada y observó su mano, que la sostenía.
Aspen la dejó ir.
—Gracias.
Ce sonrió. Aspen se quedó mirándola. Sus ojos habían recuperado el azul suave, pero sus mejillas seguían un poco sonrojadas. Le pareció que ella quería decirle algo más, pero se contuvo y siguió su camino.
Él no la detuvo.
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