CAPÍTULO 14
PODÍA HABER PERDIDO la consciencia cinco minutos o una hora. Ce no estaba segura, pero todo volvió a ella muy rápido. Sus sentidos estaban agudizados y alerta. Estaba un poco mareada, pero su respiración era calmada y su corazón latía con normalidad.
—¡Ce! —escuchó que Aspen gritaba y sostenía su rostro—. ¡Ce!
Ella abrió los ojos y lo observó. Estaba arrodillado junto a su asiento; su rostro inclinado sobre ella y su mirada azul desesperada. Parecía tan asustado y preocupado que Ce alzó una mano y le acarició la mandíbula con calma.
—¿Estás bien?
—Sí... Sí, estoy bien —contestó. Le dolía la cabeza, pero el resto de su cuerpo se sentía bien.
Aspen se relajó. Su cuerpo cayó hacia ella y Ce lo sostuvo. Estaba temblando.
—¡Dios, Ce, creí que te perdería también! —murmuró contra su frente—. Perdóname.
Luego atrajo su rostro y la besó.
Este beso fue diferente a todos los besos que él le había entregado antes. Fue desesperado, pero no teñido de necesidad, sino de miedo, angustia y preocupación. Y a Ce le dolió, se le clavó en el pecho; pero se lo devolvió, para probarle que estaba viva y para que también pudiera probar los mismos sentimientos de sus labios.
Cuando Aspen la dejó ir, Ce se tomó unos segundos para pensar con más calma. Entonces, lo recordó. Sus ojos se abrieron desmesuradamente.
—¿Qué sucedió? ¿Y el Sedán?
—No se detuvo.
Ce frunció el ceño.
—Pero...
Aspen volvió a sostener su rostro y la obligó a mirarlo. Sus ojos estaban muy serios. Ella tragó.
—Ce, tienes que decirme qué está sucediendo, y tiene que ser ahora.
Ce quiso desviar la mirada, pero no podía, así como sabía que no podía seguir alargando por más tiempo ese momento. Por eso, dijo, por primera vez, las palabras que no había podido decir antes en voz alta:
—Rosie está muerta y Eli la mató.
~~*~~
CE NO QUERÍA DETENERSE, pero Aspen insistió. Así que pararon en un motel de Coalville para que él pudiera revisar la herida que ella tenía a un costado de su cabeza. Sangraba un poco y era la responsable de su dolor de cabeza, pero, aparte de eso, Ce se sentía bien.
O también estaba bien, lo cual era un alivio. Ce había estado preocupada por él, pero el cachorro se había recuperado del susto y ahora jugaba con su juguete de goma.
Ce estaba de pie junto a la ventana, viendo el atardecer. Aspen había ido a la farmacia. Ce le hubiera dicho que no era necesario porque ya tenía un botiquín, pero ambos parecían necesitar ese breve tiempo a solas. Aunque él no lo hubiera dicho en voz alta, Ce sabía que le había afectado la noticia sobre Rosie. Ninguno de los dos había hablado mucho después de eso, y ella podía entenderlo; recordar a una persona viva, y de pronto enterarse de que ya no estaba y no podrías despedirte jamás... eso dejaba un vacío en el alma. Ce lo sabía muy bien.
Aspen no tardó en regresar. Su mirada se detuvo sobre ella y Ce lo sintió. Se miraron a través de la habitación, hasta que Aspen apartó el rostro. Los ojos de Ce lo siguieron mientras sostenía a O y le abría una lata de comida para cachorros. Luego, lo observó arrastrar una silla junto a la cama para sentarse. Muy despacio, desempacó las medicinas y las colocó sobre las sábanas.
—Ven aquí —le dijo, y señaló un lugar sobre la cama.
Ella lo obedeció y se sentó frente a él. Aspen apartó su cabello y la tocó con delicadeza, como si temiera lastimarla solo con su tacto. Ce estudió cada uno de sus movimientos, aunque él no la mirara; toda su atención estaba puesta en la pequeña porción de piel sobre su ceja.
Ce lo dejó. Aspen limpió la herida y usó una gasa para cubrirla. Después le dio dos aspirinas, que Ce se tragó con un sorbo de agua. Entonces, ambos se quedaron sin más que hacer. El silencio se volvió tenso e incierto. Aspen empezó a recoger las cosas, pero hizo una pausa y sus ojos la buscaron.
—Lamento lo de Rosie... —susurró.
Ce bajó la mirada y contempló sus manos unidas sobre su regazo.
—Debiste habérmelo dicho antes.
Sí, tal vez Ce debió hacerlo, pero había dos cosas que ella no hacía desde que Rosie había muerto: la primera era llorar y la segunda era hablar de Rosie. Sentía que cada palabra que decía sobre su hermana agrandaba el vacío en su alma, y Ce no quería eso. Temía agotar las palabras sobre Rosie y, al final, quedarse sin nada. Sin embargo, sentía que estaba en deuda con Aspen, que le debía trozos de su verdad, aunque se guardara los más dolorosos.
—Ocurrió hace ocho meses —la voz de Ce estaba desprovista de emoción—. Llamaron a mis padres en la noche y les reportaron la noticia. Dijeron que Rosie se había suicidado en el departamento que compartía con su prometido y que había dejado una carta para nosotros.
Ce hizo una breve pausa. Los recuerdos se ordenaron en su mente y pesaron en su corazón.
—Yo estaba en la universidad cuando recibí la noticia. Regresé a casa para el funeral y mis padres me dieron su carta. Al inicio, no quería leerla; no podía creer lo que estaba sucediendo. Pero lo hice, leí la carta. Y, entonces, supe que ella no lo había hecho. Mis padres se negaron a creerme. Ni siquiera la policía me creyó. Con el historial médico de Rosie, nadie dudaba de las causas de su muerte. Mis padres ni siquiera pidieron una autopsia. Era el plan perfecto. Todo tenía sentido... menos para mí.
—¿Y tú crees que el tal Eli fue el responsable? —inquirió Aspen.
—¡Yo sé que fue Eli! —espetó Ce, enojada. Sus manos se convirtieron en puños apretados—. ¡Fue Eli, y él sabe que lo sé, por eso está haciendo esto! !Por eso está intentando atraparme!
Aspen se cruzó de brazos y la estudió por varios segundos.
—Pero... ¿por qué ahora? ¿Qué podrías saber tú? ¿Qué podrías tener en su contra?
—Unos objetos se perdieron del departamento donde él vivía con Rosie, unos que podrían probar su culpabilidad —le explicó ella.
—¿Y qué? ¿Él cree que tú los robaste? ¿Por eso intenta atacarte? ¿Por qué no le dices que no los tienes? ¿Por qué...?
Ce apartó la mirada. No fueron necesarias más palabras, Aspen lo entendió.
—¡Qué idiota! —él rio con amargura—. ¡Tú los tienes! ¡Los has tenido todo este tiempo!
Ella ignoró el aguijón de culpa que se clavó en su pecho y el sentimiento de traición que descubrió en el rostro de Aspen. Ce intentó ignorar todo y siguió hablando:
—Ahora Eli lo sabe. Hace ocho meses no podía estar seguro, pero ahora está convencido. Sabe que no estoy en la universidad y que estoy tramando algo, pero «guardará mi secreto».
—¿Cómo puedes estar segura?
—Hablé con él esta mañana.
Aspen frunció el ceño.
—¿Hablaste con él?
Ce no podía decidir si su tono era molesto o incrédulo. Quizá era una mezcla de ambos, porque su mirada empezaba a encenderse; el azul oscurecía con cada nueva palabra que ella decía.
—No sabía que era él cuando contesté. Quería acorralarme porque sabe que no estoy en Brown, porque sabe dónde estoy y con quién estoy, y porque sabe que mis padres no lo saben. Probablemente me ha estado siguiendo desde hace meses, esperando que realizara algún movimiento en su contra.
Aspen se levantó de la silla y se paseó de un lado a otro. Parecía un perro enjaulado y Ce supo que estaba perdiendo la paciencia.
—Obviamente no se lo va a decir a tus padres. Le conviene que estés en medio de la nada —teorizó él—. Si consigue matarte, no podrán relacionarlo con tu muerte.
—¿Y crees que no lo sé?
Aspen la miró perplejo.
—Eli y yo estamos jugando un juego muy peligroso en el que ninguno de los dos vamos a delatarnos porque perderíamos mucho. Este plan lo incluye a él y a mí, solo los dos, hasta el final.
El ambiente estaba cada vez más tenso.
—Dime que no hablas en serio. —Los ojos de Aspen eran recriminadores—. ¡Él podría matarte! ¡Pudo matarnos hoy! Si es tan poderoso como dices, podría acabar contigo, incluso antes de que pudieras acercarte a él. Deberíamos ir a la policía, es lo más razonable.
—No voy a ir a la policía.
—¿Y prefieres poner tu vida en riesgo?
Cuando Ce se rehusó a hablar, Aspen se inclinó y la sostuvo de los hombros.
—Ce, la policía podría ayudarte. Ellos sabrán qué hacer con las pruebas que tienes. Esta situación se volvió demasiado peligrosa para ti, ¿acaso no lo entiendes?
Ella sintió que su paciencia también se acababa. Frunció el ceño y apartó sus manos.
—No, tú no lo entiendes. Si voy a la policía y les entrego las pruebas, ellos no harán nada. Esas pruebas no valdrán nada. Eli encontrará una manera de destruirlas y de salirse con la suya. Ni siquiera llegaría a un juzgado. Nada. Nunca. Y todo porque proviene de una familia de abogados muy poderosa en Chicago. ¿Crees que lo dejarán ir a prisión? ¿Crees que dejarán que algo así arruine la reputación de todo un legado familiar? ¿Crees que les importa la muerte de una pobre chica? ¿Crees que las personas como ellos tienen consciencia? —su voz cortaba como un cuchillo, pero no le importó. Estaba demasiado molesta, estresada y cansada de escuchar palabras que no la ayudaban a encontrar una salida.
—Tú nunca has estado en mi mundo. Nunca has presenciado cómo las personas se pisotean por poder. Personas como Eli, su familia y todos en ese mundo no tienen consciencia; primero me destruirían antes de dejar que ensucie el nombre de su familia. Mi propia familia me destruiría si intentara perjudicar los lazos de poder que los unen con los Thomas. Esa es la realidad para mí, y lo he aceptado. Por eso estoy aquí, porque nadie va a resolver mi vida por mí. Porque hice una promesa y voy a cumplirla. Y porque si tengo que matar a Eli con mis propias manos, voy a hacerlo.
Aspen la miró fijamente. Su expresión era incierta, como si ella se estuviera transformando frente a sus ojos.
—Ce, no puedes... No puedes ir y vengarte y creer que es justicia.
—Sí, sí puedo, y lo haré. ¿Sabes por qué? Porque la única justicia que conozco es mala y corrupta y está manchada de poder, dinero y mentiras veladas. ¿En qué justicia crees tú? ¿En la que te envió a prisión cuando eras inocente? ¿En la que dejó morir a Ben y a Noah sin atrapar a un culpable? ¿Esa es la justicia en la que debería confiar? ¿Esa es la justicia en la que tú crees?
Aspen vaciló. Su semblante lo traicionó y Ce supo que había ido demasiado lejos. Ahora ya no había forma de retractarse.
—Cobraré mi venganza, Aspen, aunque me cueste la vida —sentenció—. La justicia no hará nada por Rosie; a nadie le importó cuando estaba viva. Al menos debo hacer esto por ella ahora que está muerta.
El cuerpo de Aspen estaba tenso; su rostro, desprovisto de emociones. Ce dejó escapar un lento suspiro; el peso de cada una de sus palabras era demasiado para sus hombros. En silencio, se levantó de la cama y caminó al lado de él.
—Yo jamás debí involucrarte en esto —murmuró. No era una disculpa, pero era lo que podía ofrecer.
Luego, se encerró en el baño. Unos segundos después, escuchó la puerta de la habitación cerrarse. No le sorprendió; no había esperado que Aspen se quedara después de eso, pero tampoco había esperado...
No había imaginado...
Ce se desmoronó. Su cuerpo tembló y se abrazó a sí misma, convirtiéndose en un pequeño ovillo sobre el piso frío. Su respiración se aceleró. Su corazón latió desbocado. Empezó a sudar.
«¡No! ¡No! ¡No otro episodio!»
Se llevó una mano a la garganta e intentó respirar una, dos veces, pero no podía. Se estaba ahogando. Se estaba ahogando. «¡No!»
Ce intentó no entrar en pánico. Se calmó. Se abrazó con más fuerza. Respiró lentamente y contó en su mente como le habían enseñado los doctores, como había leído en los libros. Cuando contar no funcionó, tarareó una canción. Mantuvo su respiración uniforme, su mente ocupada, y, poco a poco, la presión en su garganta se aflojó, los temblores se convirtieron en leves sacudidas y su corazón recuperó el ritmo normal.
Se quedó allí tumbada, aferrándose a sí misma. Había pasado mucho tiempo desde su último episodio. Años. Ce casi había olvidado la sensación, que tenía que tener cuidado.
Nunca lo había aceptado en voz alta, pero había dos tipos de días en su vida: los días buenos y brillantes, como el día anterior, cuando había ido al autocinema, había jugado en la feria, había bailado con Aspen y había sido feliz; y días malos y oscuros, como los días de su infancia, como aquel día en que leyó la carta de Rosie, como los días que estaba con sus padres.
Como ese día.
Y eran los días malos los que la hacían preguntarse si en realidad no era más parecida a su hermana de lo que creía. Quizá estaba enferma como Rosie. Tal vez toda su vida había vivido intentando sostener algo que estaba destinado a romperse y quizá estaba empezando a romperse finalmente. Una espiral de locura hacia al fondo para siempre.
—Una espiral de locura... —susurró, contemplando los azulejos.
Ce se durmió, pero la despertaron los golpes en la puerta.
~~*~~
ASPEN DEJÓ EL MOTEL detrás y caminó sin rumbo por la ciudad. Su cuerpo estaba tenso y había una tormenta en su cabeza.
Cuando vio la taberna, no dudó en entrar. La bulla del pequeño local lo distrajo, y cuando se sentó en la barra y bebió un trago, sintió que podía volver a respirar.
A través de la música escandalosa, la conversación con Ce giraba una y otra vez en su cabeza. Cada una de sus palabras. Cada gesto.
«No voy a ir a la policía».
Aspen apretó las manos en puños. Enojado con ella, con él, con su negativa de buscar ayuda, con su indiferencia a arriesgar su vida. Él quería sujetarla y sacudirla hasta que abriera los ojos y viera la realidad; y al mismo, quería aferrarse a ella y protegerla, darle alternativas, ayudarla.
«¿Crees que lo dejarán ir a prisión? ¿Crees que dejarán que algo así arruine la reputación de todo un legado familiar? ¿En qué justicia crees tú?, ¿en la que te envió a prisión cuando eras inocente?»
Cerró los ojos, contrariado. Una parte de él se oponía por completo a su plan, mientras que otra parte no podía negar que Ce tenía razón. Si ese hombre, Eli, era tan poderoso como Ce decía, entonces la justicia no haría nada en su contra. Su familia intervendría y sería declarado inocente. Ninguna prueba sería lo suficientemente buena, ninguna palabra sería convincente. Ce, tenía razón: la destruirían.
Su única salida era su plan: «Si tengo que matar a Eli con mis propias manos, voy a hacerlo. Cobraré mi venganza, Aspen. Aunque me cueste la vida».
Aspen bebió otro trago.
Ce no había cambiado y él no podría hacerla cambiar de opinión. No podía ir en contra de la Ce vengativa, no podía razonar con ella. Esa Ce había visto y sabía demasiado. Había sufrido demasiado. Y no iba a detenerse; estaba determinada a ganar aquel juego con ese hombre, solo los dos hasta el final.
De lo único que se arrepentía era de él.
«Yo jamás debí involucrarte en esto».
Sí. Y, quizá, él nunca debió detenerse en esa carretera aquella noche.
Entonces todo sería diferente. Él no estaría allí, sintiéndose como un idiota, preguntándose por qué ella seguía sin confiar en él. Sintiéndose impotente y frustrado.
Ce no le había dicho que los seguían. No le había hablado sobre Rosie. No le había contado de las pruebas. No le había dado ningún detalle. Solo había dicho lo necesario y nada más; apenas fragmentos de la verdad mientras ella seguía dejándolo fuera de sus secretos. Tal vez nunca hablaría con él. A lo mejor, jamás le compartiría su dolor y su culpa; y, entonces, quizás él la perdería para siempre.
Sin embargo, Aspen supo que no la dejaría, incluso si ella no podía hablarle, si no estaba de acuerdo con sus decisiones y si ella no lo quería. Él no podía abandonarla. No a su Ce, la mujer cuyos ojos habían brillado con emoción al estar por primera vez en una feria; la que se ruborizaba cada vez que se acercaba; la que se había metido bajo su piel aquella noche en la posada.
Pensar en dejarla hacía que se sintiera vacío y adolorido. Pensar en Ce en ese momento lo hacía pensar en Rosie. Perdidas, solas, rotas, con una mirada demasiado llena de tristeza y culpa.
«Rosie...»
No podía creer que estuviera muerta; no era el destino que había imaginado para ella ni el destino que alguien así merecía. Rosie debía haberse casado con un buen hombre que la amara profundamente y le diera muchos niños adorables. No debería haber muerto tan joven. Él no podía creer que se hubiera quitado la vida voluntariamente, era impensable.
Aspen guardó silencio. Bebió un último trago y abandonó el bar. Luego sacó un cigarrillo y empezó a fumar lentamente. Se detuvo en una esquina y sus ojos vagaron por la calle vacía. Entonces, su mirada se detuvo en la vereda, al otro lado de la calle. De repente, pensó en Rosie.
La recordó en aquel atardecer lento, de pie frente a la heladería del pueblo. Su largo cabello rubio agitándose en el aire junto con los pliegues de su vestido blanco.
Aspen estaba en la vereda de enfrente, esperando el semáforo. Cuando la luz cambió, siguió caminando. La dejó atrás, pero un par de pasos después se detuvo.
Quizá fue una corazonada. O la expresión perdida en su rostro. O la desolación en su mirada.
—Rosie... —la llamó con suavidad para no asustarla.
Ella lo miró.
—¡Oh, eres tú! —dijo y le mostró una pequeña sonrisa. Sin embargo, en lugar de tranquilizarlo, lo inquietó.
De pronto, se le ocurrió mirarla. Era como observar algo hermoso, pero frágil, que tarde o temprano se quebraría en mil pedazos.
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien. Solo... Solo estaba... Yo...
Empezó a dar vueltas y a mirar a su alrededor, como si no pudiera encontrar lo que había perdido. Aspen la observó en silencio hasta que paró y lo miró con una sonrisa radiante.
—Yo... Creo que olvidé cómo ir a casa —dijo.
Y, de pronto, muchas lágrimas cayeron por su rostro. Aspen se acercó inseguro. Las personas se quedaban mirándolos cuando caminaban junto a ellos.
—Rosie, no te preocupes —se apresuró a decir—, yo sé dónde está tu casa.
Ella lo miró a través de sus grandes ojos azules, brillantes por las lágrimas.
—¿En serio? Eso es bueno, ¿no? Entonces debería dejar de llorar, ¿verdad?
Pero no lo hizo. Parecía no ser capaz de dejar de llorar y Aspen se conmovió. Se acercó y la abrazó, fue lo único que se le ocurrió. Él no estaba acostumbrado a confortar a las personas ni a ser afectuoso. Ni siquiera tenía una relación estrecha con Rosie, apenas había hablado con ella un par de veces y su hermana menor lo odiaba.
Sin embargo, ahí estaba, y la sostenía porque, si ella fuera su hermana, le gustaría que alguien más le brindara su ayuda.
Cuando Rosie dejó de llorar, le secó las lágrimas y la llevó a casa de sus abuelos. Ella no dijo mucho a lo largo del camino, pero parecía más tranquila.
—Gracias —dijo cuando se detuvieron en la entrada y se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla.
Aspen no supo qué decir. Él la vio alejarse, pero antes de entrar a la casa, se detuvo y lo miró sobre su hombro.
—¿Sabes, Aspen? Tienes un aura muy poderosa. Creo que por eso eres capaz de encontrar almas perdidas. Por favor, no dejes de mostrarles la luz.
Aspen nunca había olvidado aquel encuentro. Tampoco se lo había contado a nadie porque había sentido que había presenciado un lado muy personal sobre Rosie, una mitad que ella siempre ocultaba. Porque todos conocían a Rosie, al menos su parte delicada, alegre, cariñosa y gentil. Y luego estaba esa parte que él había presenciado; aquella Rosie solitaria, rota y perdida.
Lo había sorprendido, sí, pero quizá siempre había esperado que ella fuera más de la mitad que mostraba a todos. Y ahora que conocía a Ce, podía decir que ambas eran más parecidas de lo que había imaginado. Eran igual que un misterio complejo y cautivador. Eran polos opuestos en un mismo cuerpo. Dos mitades viviendo en una sola vida.
Poco a poco, Aspen dejó ir los recuerdos. Miró alrededor en esa esquina vacía y suspiró, luego cruzó la calle. El motel donde se estaban hospedando no estaba lejos, pero él mantuvo su paso lento y despreocupado. Por eso, no fue difícil darse cuenta de que lo estaban siguiendo. Tampoco le sorprendió; había percibido su presencia por primera vez al salir del bar. En ese momento no había estado seguro, pero ahora era claro.
Aspen no se detuvo. Una pareja cruzó por su lado, riendo, un poco borrachos, pero él no intentó pedir ayuda. Tampoco intentó despistarlo. No podía estar seguro de si conocía el paradero de Ce, pero no quería arriesgarse a que fuera por ella cuando estuviera sola. Quizá el sujeto lo seguía porque quería deshacerse primero de él, antes de ir por ella. No podía arriesgarse.
Caminó por una calle con los faroles de luz apagados y entró en una calle estrecha, un callejón sin salida entre dos edificios. Por un segundo, Aspen pensó que estaba cometiendo una estupidez. Y sí, probablemente era cierto; se estaba comportando como su yo adolescente: impaciente, en busca de una pelea, sin importarle el peligro. Era bueno sentirse así de nuevo: la adrenalina, cómo su corazón latía deprisa... Solo sentir.
Se paró en la mitad del callejón y esperó. Al inicio no escuchó ningún sonido. Luego llegaron las pisadas, y una figura apareció en la entrada y lo observó. Aspen también lo hizo; era un hombre alto y con un cuerpo sólido revestido con un elegante traje oscuro. Su cabeza tenía un corte militar y un lado de su cara estaba marcado con un tatuaje. Parecía un matón con clase, de esos que la gente rica contrata para resolver sus pequeños asuntos sucios.
—Imagino que tú eres el hombre del Sedán —dijo Aspen y soltó una bocanada de humo muy despacio.
El hombre se paró a escasos metros, bloqueando la salida. Su mirada oscura lo estudió en silencio. Aspen se cruzó de brazos.
—¿Vamos a hacer esto por las buenas o por las malas? —No hubo respuesta. Suspiró y apagó el cigarrillo—. Por las malas será.
Antes acostumbraba a iniciar las peleas y a lanzar golpe tras otro sin pensar, pero estar en prisión le había enseñado, así que Aspen esperó hasta que el matón se lanzó contra él.
No fue una pelea agradable. El tipo era un poco lento, pero fuerte. Aspen intentó esquivar los golpes, pero aquellos que lo alcanzaban eran duros y le quitaban el aliento. No tenía una técnica, más bien usaba la fuerza bruta, y Aspen aprovechó eso. Lo alcanzó entre los espacios libres y lo atacó, un golpe tras otro, hasta que se separaron.
Ambos respiraban con fuerza y el sudor caía por sus rostros. A pesar de la adrenalina, Aspen podía sentir punzadas de dolor donde los golpes lo habían marcado. El sujeto volvió a atacar primero; sus golpes eran erráticos y buscaban derribarlo. Aspen se resistió. Era consciente de que su fuerte no eran las peleas en tierra; había perdido muchos enfrentamientos así en prisión y casi le habían costado la vida.
Aspen se mantuvo firme; se defendió y atacó. Era más rápido que el matón y sus golpes eran más precisos. Aspen le rompió la nariz. El hombre partió sus labios. Aspen le dio un puñetazo en el rostro y otro en el estómago. El sujeto retrocedió, desorientado. Aspen sentía que su fuerza disminuía, así que se lanzó contra él, lo agarró del cuello y lo golpeó contra la pared del callejón. El matón luchó, gruñó y se retorció. Aspen apretó con más fuerza.
La navaja apareció de la nada.
Aspen sintió cómo cortaba la piel de su costado y maldijo. La adrenalina contuvo el dolor a raya, pero podía sentir cómo la herida sangraba. El hombre volvió a atacar; esta vez, iba a apuñalarlo, pero Aspen fue más ágil: lo esquivó y pateó su mano con fuerza, arrojando la navaja en la oscuridad. El matón cayó hacia atrás por el golpe y Aspen volvió a atraparlo. Cerró sus manos sin piedad alrededor de su cuello y lo miró fijamente hasta que se derrumbó en el callejón.
Aspen retrocedió y se apoyó en la pared contraria mientras intentaba recuperar la respiración. Se llevó una mano al costado derecho donde la navaja había perforado su piel. Bajó la mirada y se levantó la camisa; la herida no era profunda, pero sangraba y necesitaría unos puntos. Aspen gruñó cuando la adrenalina empezó a evaporarse y el dolor lo golpeó.
Sabía que tenía que marcharse, regresar con Ce y salir de ese lugar mientras tuvieran ventaja. Sin embargo, no se apuró. Observó al matón inconsciente en el suelo y se acercó. Buscó en sus bolsillos y sacó una billetera, un celular y las llaves de un auto. Luego se marchó sin mirar atrás.
Botó la billetera entre unas fundas de basura y arrojó las llaves dentro de una alcantarilla. Solo conservó el móvil. Lo apagó y se lo guardó en el bolsillo del pantalón antes de emprender el camino de vuelta al motel; sus músculos adoloridos no le permitían moverse con tanta agilidad, pero Aspen hizo su mejor esfuerzo.
Cuando llegó al motel, su respiración volvía a ser agitada y le dolía el costado. Buscó la habitación y llamó a la puerta. Escuchó a O ladrar al otro lado. Esperó, pero cuando los segundos se alargaron y Ce no apareció, Aspen se preocupó.
Miles de conclusiones distintas invadieron su mente. ¿Y si el hombre había venido antes por ella? ¿Y si alguien más la había encontrado? ¿Y si se había marchado sola? ¿Y si...? ¿Y si...?
Estaba a punto de intentar derribar la puerta cuando esta se abrió y Ce apareció al otro lado. Aspen la miró, pero en lugar de tranquilizarse, se preocupó aún más; ella lucía terrible, muy pálida y cansada, como si hubiera luchado su propia pelea. Sin embargo, estaba viva, y eso era suficiente; lo demás podía esperar.
—¡Aspen! —soltó alarmada, cuando percibió su estado con golpes y todo.
Él se tambaleó hacia ella y se apoyó contra su cuerpo. Ce lo sostuvo y sus brazos lo rodearon. Aspen se relajó; se ahogó en el sentimiento de alivio y en la esencia de su piel. Le arrebató su calidez y se deleitó con el latido firme de su corazón.
—Estoy bien —susurró.
—¿Qué sucedió?
—Nuestro amigo del Sedán.
Ella se tensó, pero lo ayudó a entrar y a llegar a la cama. Aspen se sentó. Como un reflejo, sus manos fueron a su herida y Ce lo notó. Sus ojos se abrieron desesperados.
—¡Estás sangrando!
—Estoy bien, no es una herida grave —intentó tranquilizarla—. Pero no podemos perder el tiempo. Tenemos que irnos ya, así que tendrás que...
—Yo conduciré —concluyó ella.
Buscó el botiquín y regresó a su lado. Mientras Ce trataba su herida, Aspen la contempló en silencio: su rostro preocupado; sus manos temblorosas; sus ojos brillantes. Todavía estaba pálida y más callada de lo normal. Aspen quería preguntarle qué le había sucedido, pero presentía su respuesta, así que guardó sus palabras y la miró.
«Creo que por eso eres capaz de encontrar almas perdidas. Por favor, no dejes de mostrarles la luz».
Entonces comprendió que no podría dejarla jamás, incluso aunque tuvieran opiniones diferentes, aunque Ce tomara malas decisiones. Necesitaba estar ahí y protegerla, aunque ella no lo quisiera. Por eso necesitaba sacarla de allí y llevarla a un lugar seguro.
Aspen sacó su celular y buscó un número entre los contactos. Marcó y esperó. Habían pasado años, pero esperaba que el número siguiera siendo el mismo. Cuando una voz suave y melodiosa respondió, suspiró.
—Virginia, necesito tu ayuda.
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