CAPÍTULO 11

CE SIEMPRE HABÍA sido buena con las palabras. Tal vez no para decirlas, pero sí para escribirlas.

Rosie también lo había sido, y quizá era una de las pocas cosas que habían compartido durante muchos años. Siempre había pensado que escribir había sido algo innato en ellas, como un superpoder de nacimiento.

Sin embargo, al pasar los años, Ce se había dado cuenta de que no era un superpoder, sino el resultado de la soledad. Estar solas, encerradas en pequeñas burbujas aisladas, les había permitido desarrollar una habilidad con las palabras, una sensibilidad hacia ellas, un amor profundo para transformarlas y plasmarlas en las páginas. Sus más fieles compañeras, sus leales guías.

Y, a pesar de todo, ya no podía escribir.

La habilidad se había marchitado, aunque jamás lo aceptaría en voz alta. Su carrera dependía de eso, su vida dependía de eso. Pero no podía negarlo por más tiempo, no podía engañarse a sí misma. Algo se había roto dentro de ella y había fracturado su habilidad para siempre.

Ahora solo le quedaban meses sin palabras, meses sin sentirse en casa. Las ideas estaban en su mente, insistiendo en salir, queriendo vivir; pero cada vez que intentaba plasmarlas, escapaban de ella. Había olvidado la sensibilidad de las palabras. Había perdido la pasión de hacer sentir. Otra página en blanco que afrontar. Otro sentimiento de culpa que soportar.

Ella contempló el cursor parpadeante sobre el documento en blanco. Nada había cambiado.

Ce suspiró.

Y llamaron a la puerta.

Giró en la silla, al mismo tiempo que Aspen entraba. Él le ofreció una ligera sonrisa.

—Sarah me dijo que estarías aquí.

Ce contempló el ático. Esa mañana, los Patterson le habían prestado a Ce ese lugar para que intentara escribir, pero ni siquiera aquel espacio apartado, tranquilo y silencioso había conseguido que ella superara su bloqueo.

Aspen se acercó hasta el pequeño escritorio que Ce estaba utilizando y le dirigió una rápida mirada al documento abierto.

—¿Estás escribiendo?

Ce contempló la página en blanco.

—Quería intentarlo, pero... —Se encogió de hombros—. Es difícil cuando tienes muchas cosas en la mente.

Aspen la miró fijamente.

—Entonces salgamos de aquí.

Ce lo observó confundida, aunque no le pasó desapercibido el brillo emocionado en sus ojos.

—¿Ir a dónde?

—Los Patterson me comentaron que habrá una feria en el pueblo. Incluso colocarán un autocinema de películas clásicas durante todo el día. Podríamos ir. Podrías distraerte y despejar tu mente por unas horas. Nunca haces algo lindo o divertido por ti.

Ella no supo qué decir.

De cierta forma, Aspen tenía razón. Desde que habían iniciado el viaje, Ce nunca se había tomado ni un minuto para hacer algo que quisiera. Al contrario, Eli siempre estaba divirtiéndose. Eso era lo que Ce siempre había esperado de él. Ellos eran muy diferentes: Eli había iniciado ese viaje como una frivolidad, como una burla; Ce, para cobrar su venganza. Sin embargo....

—Puedes quedarte, si no quieres venir. Es solo una feria y películas viejas, nada especial.

«Mientes», pensó Ce mientras se miraban a los ojos.

—Iré.

Ce percibió cómo el cuerpo de Aspen se relajaba y sus labios se estiraron en una sonrisa que iluminó su atractivo rostro. El corazón de Ce latió con fuerza y se permitió mirarlo.

—Te esperaré en la entrada. Usa ropa cómoda. —Le guiñó un ojo y luego se marchó.

Ce volvió a enfrentar la pantalla.

Con un suspiro, apagó la laptop y cerró los ojos.

El peso en sus hombros se sentía demasiado agotador, pero estaba segura de que, cuando ese viaje terminara, su vida sería diferente. Quizá entonces, podría volver a escribir igual que antes.

Su celular empezó a vibrar sobre el escritorio y Ce lo observó durante varios segundos sin moverse. Cuando no se detuvo, se inclinó sobre él y miró la pantalla. Entonces, una sonrisa apareció en su rostro y la tensión se disipó un poco.

—Abuela —dijo.

—¡Ce, qué bueno que contestaste, cariño! Sé que debes estar ocupada en la universidad, pero tenía que decírtelo... —Hubo una breve pausa que cargó el aire con expectación—. ¡Feliz cumpleaños, cielo!

Ce se quedó perpleja. Apartó el celular y comprobó el calendario. Era cierto: era su cumpleaños y lo había olvidado por completo.

—Sé que no te gusta celebrar tu cumpleaños, pero no todos los días se cumplen veinte años. No te quedes encerrada estudiando, coméntales a tus amigas y sal a divertirte un rato. ¿Estás escuchando?

Tragó con fuerza, todavía sorprendida por no haberlo recordado.

—Sí, abuela, lo sé... Le diré a un par de compañeras para salir a comer —mintió—. No te preocupes.

—¡Oh, me alegro! —La mujer rio y Ce experimentó una sensación agradable en el pecho—. Tu abuelo salió al mercado, pero dijo que te llamará luego. Te queremos, Ce. Ten mucho cuidado. 

~~*~~

ASPEN ESTABA APOYADO contra la puerta del copiloto, mirando cómo O jugaba con un osito de goma a sus pies, cuando Ce salió de la posada. Él la siguió con la mirada, estudiando su andar estilizado y el movimiento sutil y seductor de sus caderas.

Como le había sugerido, Ce estaba usando ropa cómoda: una bomber jacket con parches, una camiseta blanca y unos jeans ajustados que envolvían sus piernas largas a la perfección.

Cuando se detuvo frente a él, levantó el rostro y lo miró.

Lo primero que Aspen advirtió fueron sus ojos, grandes, del azul más claro y brillante. Luego advirtió que sus mejillas estaban ligeramente sonrojadas. Y, al final, sus labios entreabiertos de un color natural. Aun sin maquillaje, a Aspen le parecía una mujer muy hermosa. Y quizá esa era la razón por la que le costaba tanto dejar de mirarla.

—¿Todo bien? —preguntó Ce, mientras levantaba a O en sus brazos.

Aspen reaccionó. Murmuró una rápida respuesta y le abrió la puerta del copiloto. Ella observó la puerta abierta y después a él, como si estuviera asombrada por el gesto.

—¿Qué? ¿Acaso ningún hombre te ha abierto la puerta de un auto antes?

Ce guardó silencio, pero algo en su mirada la delató, y de pronto Aspen se sintió de muy buen humor.

—¡Y yo que creía que la caballerosidad se había extinguido! —murmuró ella, subiéndose al Camaro.

—Hay un par de cosas que mi abuelo me enseñó bien. Podría sorprenderte.

Ce esbozó una ligera sonrisa y Aspen sonrió con ella.

Cuando ambos estuvieron acomodados, él arrancó a Kiki y condujo por el pueblo, recordando las indicaciones de los Patterson. A su lado, Ce acariciaba la cabecita de O, quien se rehusaba a separarse de su juguete más reciente.

—¿Qué prefieres hacer primero? ¿El autocinema o la feria?

Ce lo pensó por unos segundos.

—El autocinema.

—¿Alguna vez has estado en uno?

Ce negó con la cabeza. Sus ojos se oscurecieron un poco y bajó la mirada.

—Hay muchas cosas que no pude hacer cuando era una niña... —susurró.

Aspen quiso saber qué otras cosas ella había perdido y por qué, qué se escondía detrás de esa mirada triste. Quería entenderla y mitigar un poco su culpa y su dolor. Él quería muchas cosas, pero había descubierto que no presionarla parecía acercarlo más a ella. Además, no quería que Ce estuviera triste aquel día, su único día para divertirse; no le parecía justo, así que guardó sus palabras.

—Te encantará. Mi abuelo me llevó en algunas ocasiones cuando era niño.

Como el señor Patterson había dicho, el autocinema y la feria estaban ubicados en una gran planicie a la salida del pueblo; el autocine, a la derecha y la feria, a la izquierda. Aspen tomó la calle de la derecha y se colocó detrás de la fila de carros que esperaban su turno en la boletería.

Cuando pagó las entradas, Ce le ofreció el dinero de su parte, pero él negó. Ella frunció el ceño.

—Déjalo. Yo te invité, así que todo lo de hoy corre por mi cuenta.

Ce tenía una o dos cosas que decirle, pero Aspen se limitó a sonreírle. Ella le había dejado más que claro que le gustaba ser independiente y pagar por su propia cuenta, así podría controlarlo todo. Sin embargo, Aspen no se sentía tan benevolente aquel día para dejarla tener el control.

Aspen siguió a los demás carros.

Había una pantalla enorme con un proyector en la parte delantera y varias filas de carros estacionados. Aspen buscó un espacio libre con buena vista y se detuvo. A su lado, Ce se desabrochó el cinturón y colocó a O, quien se había quedado dormido, en el asiento trasero.

—¿Qué película es? —preguntó, mirando la pantalla con interés.

Casablanca. Lleva solo un par de minutos, no te has perdido de nada.

—¿La has visto antes?

—Era una de las favoritas de mi abuelo. Le gustaba el drama romántico. Decía que esta película era el ejemplo indicado de la lucha de un hombre entre el amor y lo que es correcto.

—Parece complicado —dijo Ce. Sus ojos fijos, escudriñando los suyos.

Aspen esbozó una lenta sonrisa.

—Es una buena película.

Ce se acomodó contra el asiento y se concentró en la pantalla. Aspen la miró por unos segundos, satisfecho por haberla convencido y tenerla allí. Se relajó y también se concentró en la película.

De vez en cuando, compartían uno o dos comentarios, pero volvían a quedarse en silencio. Y así, poco a poco, la película fue avanzando hasta que llegó al conflicto final.

Aspen había visto la icónica escena entre Rick e Ilsa muchas veces con su abuelo. Sin embargo, por primera vez, al escuchar la inolvidable frase «Siempre nos quedará París», se preguntó si el final no podría haber sido distinto. Quizá, así Rick no tendría que haber dejado ir a Ilsa y habría podido amarla para siempre. ¿Se habría sentido Rick tan impotente por amarla, pero no poder tenerla? ¿Qué habría pensado al dejarla ir? ¿Cómo podía haber seguido viviendo?

—Te lo dije... demasiado complicado —murmuró Ce, interrumpiendo sus pensamientos y sin apartar los ojos de la pantalla.

Él sonrió. «Quizá tienes razón».

La siguiente película, La ventana indiscreta, comenzó después de un corto receso.

El cambio de género les sentó bien a los dos. Ce se enganchó desde el inicio y apenas dijo unas palabras. Aspen, al contrario, se distrajo a la mitad y comenzó a lanzar miradas de soslayo hacia Ce.

Durante las escenas de suspenso, ella se mordía los labios de forma inconsciente, una y otra vez, y Aspen estaba empezando a preguntarse si realmente había sido una buena idea llevar a Ce al autocinema y tener que compartir ese pequeño espacio con ella por horas. Él estaba más que consciente de su inocente gesto. No podía dejar de mirar su labio inferior brillante e hinchado y no podía no preguntarse cómo sería sentir su labio entre sus dientes, tampoco podía dejar de imaginar su boca mordiendo su piel, alrededor de su...

Aspen se aclaró la garganta y se agitó en su asiento.

—Te compraré algo de comer —dijo, escapando.

Salió del Camaro y se dirigió hacia los puestos de comida ubicados al fondo del autocinema. No se apresuró. Sacó un cigarrillo y empezó a fumar con calma en una esquina apartada. La tensión se descargó un poco de sus hombros. Su mente se fue despejando de los pensamientos sobre Ce, dejándola ir entre una neblina de lujuria y reproche.

Había límites que él debía mantener porque ninguno de los dos era una buena opción para el otro, porque se estaban quedando sin tiempo, porque su venganza se interponía entre ellos. Y, aun así, no podía dejar de sentirse atraído por ella; por el gran enigma que representaba, por la inocencia que desprendía. ¿Realmente quería traspasar sus límites y reclamarla, aun sabiendo que todo sería efímero y terminaría en desastre?

Aspen suspiró, se pasó una mano por la barba áspera y apagó el cigarrillo. Luego hizo la fila en uno de los puestos de comida y compró una gaseosa, una funda grande de palomitas de maíz y un par de fundas de chocolates y caramelos.

Cuando regresó, la película se había terminado y estaban en el receso. Aspen encontró a Ce riendo y jugando con O.

—Hueles a cigarrillo.

Él se congeló, como si hubiera sido descubierto haciendo algo indebido.

—¿Te molesta? —preguntó, mientras dejaba la gaseosa en el portavaso.

—No, pero me hace preguntarme cuál fue la razón específica esta vez para hacerlo.

Aspen la miró.

—¿A qué te refieres?

Ce suspiró y se giró en el asiento para encararlo.

—Las personas fuman por diferentes motivos, como cuestiones psicológicas, hábitos, presiones sociales o dependencia a la nicotina. Tú fumas en situaciones de estrés o de tensión, lo sé. Te he observado desde que era una niña.

—¿Cómo sabes eso? —Aspen frunció el ceño, sorprendido.

—Solía leer libros de psicología sobre trastornos y enfermedades mentales.

Lo dijo de forma muy natural, como si fuera algo muy común, pero Aspen sabía que había mucho más. Algo que ella no estaba diciendo, algo que haría que todo empezara a encajar en su sitio. Sin embargo, antes de que él pudiera seguir ahondando en el asunto, Ce cambió de tema:

—De cualquier forma, deberías dejarlo. —Se encogió de hombros—. Es la primera causa de muerte prematura en el mundo.

Aspen suspiró y supo que había perdido su oportunidad. Lo dejaría por ahora, se dijo, y, en su lugar, se concentró en sus palabras. Meditó unos segundos y se dio cuenta, casi perplejo, de que estaba siendo reprendido.

—¿Estás... regañándome?

Ce se ruborizó y, sin agregar nada más, se apoderó de las palomitas.

—Gracias por preocuparte.

Ce no lo miró, pero Aspen se encontró sonriendo. Sostuvo a O cuando el cachorro intentó cruzar entre ambos asientos y lo acomodó sobre su pecho. Ce les dirigió una mirada de soslayo, pero apartó la mirada cuando sus ojos se encontraron. Él se relajó y disfrutó de la simpleza del momento.

La tarde se fue yendo poco a poco y vieron Desayuno con diamantes y Charada antes de que Ce anunciara que estaba lista para ir a la feria.

Salieron del autocinema y Aspen tomó el camino hacia las carpas. Cuando dejaron a Kiki en el parqueadero, Ce le adelantó con O, perdiéndose entre la gente y los puestos de juegos.

La feria estaba llena de familias y parejas. El ambiente estaba encendido y lleno de ruido y color. Niños corriendo, globos y cometas flotando, música de fondo, murmullos de conversaciones, los estridentes sonidos de los juegos...

Aspen encontró a Ce, inmóvil, entre la multitud, mientras sus ojos abarcaban todo a su alrededor. No necesitaba preguntarle si era su primera vez en una feria porque todo estaba escrito en su rostro, en el brillo de sus ojos y en la curva de su sonrisa.

Ella continuó caminando y él la siguió hasta que se detuvo junto a un puesto de globos, sombreros y diademas decoradas. Aspen se acercó y vio cómo ella estudiaba los accesorios.

—Estoy segura de que a Mina le encantarían —murmuró.

Aspen contempló las diademas y eligió una con orejas de perro. Hizo girar a Ce y la probó en su cabeza.

—¡No, lucen mal en mí! —se quejó e intentó sacarla, pero Aspen la detuvo.

—Yo creo que es perfecta.

Ce se ruborizó y Aspen estuvo seguro, aunque a ella el accesorio no le gustara, de que lucía hermosa y adorable.

Aprovechando su vacilación, le probó un par más hasta que encontró una diadema con orejas de gato decorada con flores rojas que le sentaba demasiado bien a su rostro sonrojado.

Ce se miró en un pequeño espejo y sonrió. Aspen supo que no se sentía tan mortificada, sino que le parecía divertido.

—Espera, tomémonos una selfie. —Las palabras le salieron a Aspen sin pensar.

Ce lo miró insegura. Sin embargo, al final, suspiró.

—Está bien, pero si la usas para chantajearme, te mataré.

Antes de que pudiera arrepentirse, Aspen le rodeó los hombros con un brazo y la acercó, juntó sus rostros y enfocó la cámara hasta que aparecieron ambos, Ce sosteniendo a O contra su pecho. Luego la dejó ir, pero se quedó contemplando la foto.

—A Mina le gustara la diadema —comentó. Intentó removerse la diadema, pero Aspen lo impidió.

—No, esa es tuya —dijo él con firmeza para que supiera que no estaba jugando—. A Mina le llevaremos otra.

Ce lo observó, sorprendida por su obstinación, pero lo que sea que Aspen vio en su mirada la hizo entender que no tenía más opciones, así que se limitó a encogerse de hombros y eligió otra para la niña.

Aspen pagó y siguieron su camino.

Ce lo observaba todo con curiosidad. Unas veces se adelantaba para mirar los juegos más de cerca y otras observaba a las personas, como si estuviera estudiando sus comportamientos y actitudes.

—¿Quieres probar algún juego? —le preguntó Aspen.

Sus ojos se iluminaron y asintió. Le tendió a O y se acercó al puesto de lanzar dardos.

No era buena. De hecho, parecía tener cero experiencia y habilidad en cualquier juego. Sin embargo, eso no la detuvo. Probó un juego tras otro. Lo intentaba una o dos veces, incluso aunque perdiera, y luego seguía.

Aspen la siguió en silencio; sus ojos estuvieron sobre ella todo el tiempo. Y, de pronto, Aspen sintió que el tiempo iba más lento en ese pequeño instante mientras Ce corría de un juego a otro, sonriendo, con los mechones de cabello golpeando sus mejillas y el rostro radiante. Supo que el recuerdo de ese momento lo perseguiría hasta el final de sus días y que cada vez que lo recordara, su respiración se detendría como en ese instante.

Después de un par de juegos más, Ce se detuvo frente a él y se acomodó la diadema.

—Ahora deberías intentarlo tú. Yo no he ganado nada.

Esta vez fue el turno de Aspen de mostrarse inseguro.

—No será divertido si yo lo hago.

—¿Tan seguro estás de poder ganar? —lo desafió—. No te creo.

Ella cogió a O de sus brazos y caminó hasta el puesto de derribar botellas con una pelota de béisbol.

—Solo pude derribar tres de los cinco bloques de botellas. —Apuntó a un enorme unicornio rosado—. Ese es el premio mayor.

Aspen enarcó una ceja y se cruzó de brazos. Ella le sostuvo la mirada. Estaba más que decidida a hacerlo perder, y Aspen estaba más que decidido a sacar provecho de eso.

—Está bien, jugaré. Pero por cada juego que gane, me dejarás tomarte una foto con el premio.

Ce frunció el ceño.

Por segunda ocasión, parecía tener una o dos cosas que decirle, pero Aspen sabía que era demasiado orgullosa para retractarse.

—Tenemos un trato.

Aspen sonrió y le pagó al encargado. Acarició la pelota de béisbol en su mano y se colocó en posición antes de hacer el primer disparo. El impacto fue tan potente que no solo derribó el primer bloque de botellas, también el segundo. Los demás objetivos fueron igual de sencillos.

En menos de cinco minutos, Aspen reclamó el unicornio rosa.

Ce lo hizo probar todos los juegos y Aspen ganó en cada uno de ellos.

Ce estaba perpleja, las personas que observaban su participación estaban perplejas; incluso Aspen lo estaba... Solo un poco, porque, después de tanto tiempo, habría pensado que perdería la habilidad. Sin embargo, como su padre le había dicho alguna vez, lo que era innato, era innato.

Al final, Aspen y Ce tenían el mismo número de fotos y peluches. Los habían guardado en una funda negra, la cual arrastraban entre ellos.

Caminaron en silencio hasta que Aspen supo que a Ce le había ganado la curiosidad.

—¿Cómo lo hiciste?

Esperaba la pregunta, pero se encontró pensando durante un largo rato antes de responder:

—Practicaba un par de deportes en el colegio de vez en cuando.

Ce entrecerró los ojos.

—No seas modesto, eres realmente bueno.

Aspen se encogió de hombros. Intentó lucir despreocupado, pero su cuerpo estaba demasiado tenso para aparentar.

—Mis padres lo intentaron todo para corregir mi actitud rebelde: desde deportes en el colegio hasta campamentos especializados en béisbol, fútbol americano, básquet y hockey.

—¿Hablas en serio?

Aspen asintió.

—Al final, desarrollé múltiples habilidades en los deportes, sobre todo en fútbol. Era innato en mí, como en mi padre, quien era capitán y quarterback de un equipo del norte. Sin embargo, aceptar ese destino me habría dejado bajo el control de mis padres y no quería hacer eso.

—No sabía que tu padre fuera deportista. ¿Tu madre en qué trabajaba?

Aspen levantó la mirada y contempló el atardecer lento.

—Era profesora de Mecánica Cuántica en la Universidad de Providence. Cuando era pequeño, solía llevarme a clases de matemáticas avanzadas o me inscribía en talleres de desarrollo mental. Tenía la esperanza de que siguiera sus pasos, pero... creo que nada salió como debería.

Ambos guardaron silencio y Aspen se permitió pensar en el pasado. Recordó a sus padres, las discusiones, las acusaciones veladas... Ambos eran tan autoritarios que siempre habían intentado imponerse al otro y tomar el control. Ninguno había escuchado ni dado opciones y, al final, todo había ardido en un caos feroz e imparable.

—Ya sé qué estás pensando... —dijo él con una sonrisa amarga—. ¿Cómo alguien con padres tan brillantes y con un futuro prometedor termina como yo?

Ce se detuvo y levantó el rostro. Su mirada era muy clara y serena.

—¿Acaso ahora puedes leer mis pensamientos? ¿Cómo sabes en qué estoy pensando cuando te miro? —dijo, utilizando las mismas palabras que él alguna vez le había dicho.

Aspen esperó.

—No te estoy juzgando, y no creo que deberías pensar menos por ser quien eres. Ya sabes lo que creo de ti: eres un buen hombre, con un gran corazón, que cometió errores. Y... aún tienes un futuro brillante. Estoy segura de que serás un buen mecánico. Aunque no estoy segura de que alguna vez tenga un auto propio que necesite reparación. —La última parte lo dijo tan seria que Aspen no pudo evitar reírse por su lógica. Ce también rio y sus músculos poco a poco se relajaron con el sonido de su risa.

—Vamos, te llevaré a comer antes de regresar.

Aspen siguió a Ce hasta Kiki y acomodó la funda de peluches en el asiento trasero. Luego dejaron la feria y se adentraron en el pueblo.

Encontraron un restaurante en el centro que permitía mascotas, un lugar tranquilo con una combinación de estilo entre rústico y bohemio. La iluminación era baja y había una banda tocando en vivo. También había una pequeña pista de baile en el centro del local.

La camarera los llevó hasta una mesa para dos y les tomó el pedido.

Mientras esperaban, Aspen observó a Ce a través de la mesa, pero ella estaba distraída mirando a las parejas que se movían en la pista. Él siguió su mirada y también estudió la danza lenta y calmada.

Cuando les sirvieron, comieron sin prisas e intercambiaron comentarios sobre las películas.

El tiempo fluyó y ambos se relajaron. Aspen bebió una cerveza y Ce una copa de vino. Él había visto a otras personas, a otras mujeres beber vino, pero a nadie como ella. Estaba embelesado, capturando cada movimiento elegante de sus largos dedos mientras levantaba el cristal y bebía. «Tan diferente. Tan inalcanzable...».

Cuando Ce volvió a desviar la mirada hacia la pista de baile, Aspen se levantó. Se acercó a su silla y le ofreció su mano.

—Bailemos, o no dejarás de preguntarte cómo habría sido.

Ce lo miró como si hubiera perdido la cabeza, pero él estaba convencido de que eso era lo que ella quería, así como estaba muy seguro de que se moría por volver a tenerla en sus brazos como aquella noche en el balcón de la posada.

No esperó una respuesta. Tomó su mano y la apretó con fuerza mientras la llevaba con las demás parejas. Ce se quedó inmóvil, su semblante incierto. Miró a su alrededor, a las otras parejas, y dio un paso hacia atrás, pero Aspen no la dejó escapar. Sostuvo sus hombros y se inclinó hacia su oído.

—Es solo un baile —susurró—. Mírame.

Las palabras se apagaron, pero las miradas se trabaron y encendieron.

Aspen dejó caer las manos desde sus hombros y agradeció que Ce se hubiera quitado la chaqueta, porque sus dedos fueron capaces de probar su piel hasta atrapar sus manos y guiarlas hacia sus hombros. Él deslizó las manos por sus caderas y la acercó hasta que sus pechos se rozaron y cada respiración se volvió un suplicio y una bendición. Sus dedos se sintieron inquietos al sostener su piel y Aspen se preguntó si sería mejor dejarla ir o aferrarse con fuerza.

Una nueva canción comenzó, suave y profunda, y Aspen se movió. Sintió que Ce todavía estaba rígida en sus brazos, con la mirada esquiva; pero, mientras la música se disolvía en notas suaves, su cuerpo también se relajó, se acopló al suyo y se aferró a sus hombros. Aspen la guio, pero ella impuso su propio ritmo, uno grácil y sensual, que tenía a sus cuerpos rozándose en las zonas correctas; un ritmo peligroso que estaba alterando sus respiraciones y despertando sus deseos.

Aspen se acercó más.

Su barbilla rozó la sien de Ce y sus labios encontraron la suave piel de su frente. Por un momento, pensó que Ce se apartaría, pero ella se fundió más en su abrazo; y Aspen se fundió más en ella: en su calidez, en su aroma, en el latido agitado de su corazón...

La música continuó.

Sus cuerpos continuaron moviéndose. Él levantó su rostro y Aspen supo que lo que vio en él también lo perseguiría hasta el final de sus días. Aquella imagen de sus mejillas sonrojadas y de su boca tan plena y suave. Aquella mirada de un hermoso verde oscurecido. Y aquel brillo de anhelo y necesidad.

Aspen se inclinó despacio, lo suficiente para que ella supiera lo que le estaba pidiendo, lo que le estaba rogando, con esa mirada.

Ce cerró los ojos y Aspen anticipó el beso antes de que sus labios se rozaran.

Ella estaba allí, ofreciéndole esa pequeña concesión y él iba a tomarla porque solo tenían un corto tiempo. Y porque la respuesta a su pregunta era sí. Estaba dispuesto a tenerla, aunque sabía que todo terminaría en desastre.

Entonces, sonó un celular.

El sonido le pareció demasiado estridente para la música sutil que los rodeaba.

Aspen se detuvo. Ce se agitó en sus brazos.

—Es... mi teléfono —dijo nerviosa, tragando saliva y lamiéndose los labios.

Aspen asintió y se maldijo a sí mismo, intentando tragarse la frustración.

—Ve.

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