CAPÍTULO 10

LA PESADILLA COMENZÓ como cualquier sueño: Ce y Rosie eran solo unas niñas, en una etapa de su vida que parecía demasiado lejana e inocente.

Grace estaba pintando en un libro para colorear cuando llamaron a la puerta. Se sorprendió porque, a través de su ventana, ya se podía ver la luna. Sin embargo, la voz al otro lado la animó a abrir la puerta.

Era Rosie, libre. Parecía bien y sonreía.

Ce también se sintió feliz.

—¡Vamos! —dijo su hermana.

—¿A dónde? —Ce tuvo que preguntar.

A sus padres no les gustaba que salieran de sus habitaciones en la noche; ni siquiera les gustaba que estuvieran juntas por mucho tiempo. Sin embargo, Ce no podía decirle eso a Rosie. Era su hermana, no quería lastimarla; menos aún cuando había estado tan enferma.

—A mirar las estrellas.

—Creí que seguías encerrada.

—Me dejaron salir en la tarde. Quería verte, por eso esperé hasta esta hora. Te extrañaba.

Ce sonrió.

—Yo también te extrañé, pero... ¿No se enojarán si salimos solas?

—Papá y mamá ya están dormidos. Además, no tardaremos mucho.

Sus palabras y la seguridad en su voz terminaron convenciendo a Grace y ambas se aventuraron como ratoncitos silenciosos por la casa hasta el patio de la mansión. La noche era fría y muy silenciosa, pero Ce no quiso estropear el ánimo de su hermana por su incomodidad. Así que se sentaron sobre el césped, a unos metros de la piscina.

—¡Wow! ¡Hay muchas estrellas! —exclamó Ce, levantando la mirada al cielo oscuro repleto de diminutos puntos resplandecientes.

—Son hermosas.

Ce asintió y sonrió animada. Estaba feliz y en paz.

Sus ojos buscaron a su hermana. Rosie tenía la mirada puesta en las estrellas, pero parecía perdida en un lugar mucho más lejano e inalcanzable que el cielo. Tampoco había una sonrisa en sus labios, mucho menos paz ni felicidad. Ce era solo una niña, pero sabía que algo estaba mal. A su hermana siempre le había gustado reír, pero esta Rosie parecía demasiado encerrada en sí misma como para sonreír o ser feliz.

—¿Qué sucede, Rosie?

—Tengo miedo —respondió luego de varios segundos.

—¿Porque estás enferma?

Ella asintió vagamente y luego sus miradas se encontraron. Ce supo que era cierto: había temor en sus ojos, también tristeza y algo más que Ce no podía comprender, pero que la preocupó.

—¿Y si no logro curarme, Ce? ¿Y si tengo que estar encerrada por siempre? ¿Y si no puedo ser libre y tener una familia? ¿Y si...? ¿Y si...? —Sus ojos se agrandaron—. ¿Y si tú también estás enferma?

Ce pestañeó perpleja y bajó la mirada hacia sus manos, sus brazos y el resto de su cuerpo, como si pudiera distinguir la enfermedad grabada en su piel.

—¿Yo? No me siento enferma.

El rostro de Rosie se ensombreció. El débil atisbo de esperanza que había aparecido en sus ojos se apagó y, de inmediato, Ce se arrepintió. Le habría gustado mentir, decirle a su hermana que también estaba enferma para que no se sintiera sola, pero no era cierto. Sin embargo, ella había escuchado murmuraciones de los médicos; decían que la enfermedad de Rosie no era visible, que no estaba en su cuerpo, sino en su cabeza. Ce no lo entendía bien, pero quizá ella también estaba enferma. Tal vez podría preguntarles a los doctores, o a sus padres. Y entonces podría hacer a Rosie feliz de nuevo.

Iba a compartir sus pensamientos con Rosie, cuando su hermana se le adelantó y dijo:

—A veces, cuando estoy sola, siento que voy a morir.

Ce se congeló. «¡No! ¡No! ¡No! ¡No puedes!»

Se quedó en silencio hasta que reaccionó y sus manos apretaron con fuerza las de Rosie.

—¡No pienses en eso! ¡No pienses en eso nunca! —dijo Ce con desesperación mientras agitaba la cabeza de un lado al otro—. Te recuperarás muy pronto y podremos volver a jugar todos los días.

Ce miró a su hermana y esta vez había una pequeña sonrisa en sus labios. Era honesta y tranquilizadora.

—¿Sabes, Ce? A veces me gustaría que también estuvieras enferma. Así podrías entenderme y estaríamos siempre juntas.

—Pero siempre estaré contigo, Rosie, lo prometo —dijo Ce y luego la abrazó muy fuerte, como si con eso pudiera atar su vida a la suya y salvarla.

Rosie le devolvió el abrazo mientras le acariciaba el cabello, y le susurró al oído.

—¿Quieres nadar? —De pronto, su voz ya no era triste, sino efusiva y alegre—. Creo que deberíamos nadar, ya que estamos aquí.

Ce contempló a su hermana casi perpleja mientras se levantaba y se lanzaba a la piscina con una sonrisa y la ropa puesta.

—No, Rose...

Ce se acercó rápidamente al filo de la piscina y observó a su hermana nadar de un lado al otro. Ce pestañeó confundida.

El cambio en la actitud de Rosie fue tan brusco que Ce no estaba segura si estaba burlándose de ella. La Rosie que le había dicho unos minutos atrás que tenía miedo se había evaporado por completo; ahora su hermana estaba feliz y nadando despreocupada, pero Ce no pudo relajarse.

Estaba meditando la idea de buscar a sus padres, cuando se percató de que Rosie había desaparecido. Ce buscó por los rincones de la piscina, pero su hermana no apareció.

—¿Rosie? —su voz cada vez más cargada de pánico—. ¿Rosie?

El agua estaba inmóvil y oscura.

Ce se acercó más a la orilla e intentó buscar en las profundidades de la piscina, pero no podía ver nada. La llamó varias veces, pero no obtuvo respuesta. Entonces, cuando estaba a punto de salir corriendo para avisarle a sus padres, una mano se apretó alrededor de su tobillo y la empujó dentro la piscina.

Su grito se perdió al caer en el agua fría mientras era arrastrada hacia el fondo. Ce se agitó desesperada, intentando regresar a la superficie, pero Rosie no la dejaba ir. Pataleó con fuerza y la golpeó, y quedó libre. Ce sacó la cabeza del agua y gritó.

Sus pulmones dolían. No podía respirar, no podía escapar. Ce lloró. Sintió que Rosie se movía detrás de ella, pero no consiguió alejarse cuando la sujetó por los hombros y volvió a hundirla.

—¡Mentiste, Ce! —escuchó la voz de Rosie, pero le sonaba diferente, más madura—. ¡Nos convertimos en extrañas!

Sus manos apretaron su cuello. Ce se estaba ahogando. Sostuvo los brazos de Rosie, pero el agarre no cedió.

«Voy a morir. ¡Voy a morir!»

Por unos segundos, se logró impulsar y sacar el rostro del agua.

Se percató de que una Rosie distinta le devolvía la mirada, una Rosie madura y mortalmente bella. Su rostro estaba vacío, pero su mirada ardía.

—¡Te necesitaba, Grace, cada día, pero nunca estuviste allí!

—Rosie... —logró articular. No podía moverse, no podía respirar.

—¿Cómo pudiste?

Había lágrimas en los ojos de su hermana, pero eso no las detuvo a ninguna de las dos.

«¡Rosie, detente! ¡Voy a morir! ¡Rosie, voy a morir!».

—¿¡Cómo pudiste!?

—¡Rosie!

Entonces, se ahogó...

Y despertó.

—¡Ce! ¡Ce!

Había una voz gritando, pero Ce no entendía las palabras. No era consciente de lo que ocurría a su alrededor, pero sí de las manos que la aferraban y contra las que intentaba luchar.

—¡No! ¡No! ¡Suéltame!

Intentó zafarse, pelear, y cerró los ojos con fuerza para que la pesadilla se alejara.

—Ce, soy yo. Mírame. Soy Aspen. —Él buscó su rostro y lo sostuvo entre sus manos. Su tacto era familiar y cálido y Ce abrió los ojos—. Todo está bien. Mírame.

Ella lo hizo.

Aspen estaba recostado a su lado, su rostro a escasos centímetros. Sus ojos hermosos azules brillaban con preocupación, pero le devolvieron la mirada con firmeza.

—Eso es... —susurró. Debió encontrar reconocimiento en su mirada, porque le sonrió con cariño—. Solo fue una pesadilla. Ya despertaste, ahora todo está bien.

Aspen le acarició las mejillas con delicadeza y Ce empezó a relajarse. Su respiración fue volviéndose lenta y calmada mientras su corazón perdía el miedo y se adaptada a la cálida cercanía de él.

—¿Mejor? —preguntó, y le acomodó varios cabellos detrás de la oreja.

Ce asintió.

No confiaba en su voz para hablar. Además, ya era suficientemente vergonzoso que Aspen la hubiera encontrado así, asustada por una pesadilla como si fuera una niña pequeña.

—¿Quieres que me quede contigo?

Antes esa pregunta hubiera estado de más, pero ahora habían decidido dormir en habitaciones separadas de la posada. Hacía tres noches que no compartían la misma cama.

Si Aspen estaba allí, era porque debía haberla escuchado. Y, si seguía allí, era porque aún estaba preocupado por ella. Quería quedarse. Podía quedarse. Y, sin embargo, no era una buena idea, Ce lo sabía, aunque sus brazos se sintieran como el lugar más seguro y confortable para olvidar todo. Aunque no quisiera volver a estar sola, Ce sabía que era mejor no involucrar a Aspen más de lo que ya lo había hecho.

—Gracias, pero quiero estar sola.

Él no intentó ocultar cómo lo lastimó su rechazo y Ce se sintió como una ingrata. Estúpida y culpable.

El silencio los envolvió, denso e incómodo. Aspen desvió el rostro y se aclaró la garganta.

—Bien —murmuró mientras se levantaba—. Entonces nos vemos después.

Luego se marchó por la entrada que conectaba sus habitaciones. Ce se quedó mirando la puerta y después el espacio vacío donde él había estado.

«Es mejor así», pensó, mientras se levantaba de la cama. Se acercó a la ventana y vio la noche silenciosa.

En su mesita de noche, el reloj marcaba las cuatro de la madrugada.

Otra noche sin dormir bien, otra noche de pesadillas. Pero aquella había sido la peor. Ce había tenido muchas variaciones de ese sueño a lo largo de su vida, pero esa noche se había sentido demasiado real y doloroso.

Rosie se había sentido real.

Ce se estremeció.

Un sentimiento de tristeza y desesperación se instaló en su pecho y se llevó una mano alrededor de la garganta, en donde Rosie la había sujetado.

—Tienes razón, nos volvimos extraños —susurró al viento—. Pero voy a compensarlo, lo prometo.

Se alejó de la ventana y caminó hacia su equipaje. Allí, abrió su maleta y revolvió el contenido, hasta que encontró un paquete envuelto en una tela oscura. Lo estudió por unos segundos y después vació su contenido. Eran varios objetos: un frasco naranja de pastillas blancas, un diario encuadernado con cuero, una memoria USB, un sobre con documentos y un par de llaves unidas con una cinta rosa y una inicial, la «R».

Ce los apretó contra su pecho.

Podían parecer objetos mundanos, escondidos al fondo de una maleta, sin importancia, pero para Ce eran la razón por la que había iniciado ese viaje y serían la razón por la que cobraría su venganza.

~~*~~

CE NO SABÍA bien por qué, pero le gustaba aquella posada en Saratoga.

Aunque sus noches no fueran muy buenas, a Ce le gustaba despertar allí cada mañana, tanto como le gustaba convivir con los Patterson, tomar largas caminatas por el pueblo o leer sentada en una banca del parque bajo el refugio de los árboles.

Sí, era extraño. Ella no estaba acostumbrada a apegarse a un sitio con tanta rapidez.

Quizá la razón era el pueblo; era muy lindo, tranquilo y pintoresco. O tal vez no era lugar, sino las personas, los Patterson: la familia estaba resultando ser una sorpresa; además, eran amables, preocupados y divertidos. O a lo mejor era Aspen, quien, a pesar de todos los silencios incómodos, la tensión y las evasivas, seguía allí.

Cualquiera que fuera la razón, a Ce no le importaba, no cuando estaba comenzando a sentirse más normal de lo que se había sentido en mucho tiempo. Irónicamente, tenía que agradecerle eso a Eli.

De forma indirecta, su retraso estaba resultando ser favorable para Ce. En ese mismo momento, Eli se hallaba en Cheyenne con su grupo de amigos, detenidos, porque uno de ellos había sufrido un accidente en una carrera de autos. Ce había conseguido enterarse de todo a través de las redes de Aimee. La chica jamás parecía detenerse o desconectarse.

A Ce le había sorprendido que Eli detuviera su viaje por uno de sus compañeros; ella sabía muy bien que él no era así, no era tan buen amigo, pero, quizás, a veces se necesitaba pretender más de lo necesario. Sea cual fuera el caso, todos estaban detenidos.

Era un tiempo libre inesperado, pero que les venía bien; a ella para lidiar con sus pesadillas y a Aspen para intentar reconciliarse con el pasado.

La estadía allí también le había sentado bien a Aspen. Ya no parecía tan atormentado y herido como antes, ahora estaba más relajado y reía durante las conversaciones. Sus ojos ya no ocultaban sombras y culpa. En su lugar, había un brillo resplandeciente en aquel azul precioso y parecía más feliz. Al menos cuando no estaba cerca de ella.

Ce dejó escapar sus pensamientos cuando entró en la pequeña cafetería de la posada para desayunar.

Había varias mesas distribuidas por el salón. Un par estaban ocupadas por turistas, a quienes saludó mientras caminaba a su mesa habitual en una esquina.

Aspen ya estaba allí, de espaldas, con Mina sentada a su lado. Sus cabezas estaban juntas y cuchicheaban, como si estuvieran compartiendo secretos. Ce se detuvo enfrente e intentó sonreír, ignorando la incomodidad entre ellos.

—Hola —murmuró y, de inmediato, se vio acorralada por ambas miradas.

Primero, sostuvo la mirada curiosa y risueña de Mina. Luego la de Aspen, intensa y escrutadora. Ce se estremeció; estaba segura de que nunca podría acostumbrarse a aquella forma en que Aspen la miraba ahora.

—Hola —respondió él; su voz grave y profunda.

No hubo más plática entre ellos, aparte de un par de frases triviales y sin importancia. Mina estaba mostrándole un libro de dibujos a Aspen y toda la atención de él estaba puesta en la niña. Luego cuchichearon y rieron más. Juntos.

Un sentimiento muy parecido a los celos se instaló en su estómago y Ce sabía que estaba siendo ridícula, pero no pudo evitarlo. Aspen la estaba ignorando deliberadamente y, lo peor de todo, es que era su culpa. Ella lo había rechazado antes y lo había estado evitando.

Luego de la noche en el balcón, se había comportado cortante e indiferente, incluso cuando él solo era amable. No lo podía culpar, solo estaba defendiéndose.

Al poco rato, la señora Patterson se les unió y el ambiente tenso se alegró un poco. Ce entabló una conversación con Sarah e intentó relajarse, pero su mirada volvía disimuladamente, una y otra vez, a Aspen. Él nunca la miró; Ce estaba segura de eso porque lo habría sentido en su piel.

—Llevaré a O al parque. Mina nos acompañará —él rompió el silencio.

—Está bien. —Sonrió Sarah mientras la niña guardaba sus colores y su libro de pintura —. Mina, cariño, no te alejes mucho de Aspen.

Mina asintió.

Ce buscó su mirada, pero Aspen no agregó nada más, ni siquiera esperó una respuesta de su parte. Simplemente se levantó y se marchó, sosteniendo la mano de la pequeña, quien brincaba feliz a su lado. Ella lo observó marcharse y, nuevamente, lo dejó ir.

Cuando estuvieron solas, la señora Patterson dejó escapar un largo y lento suspiro.

—¿Sabes, mi niña? A veces las personas necesitan más que miradas, necesitan palabras dichas en voz alta y clara.

Ce la miró casi perpleja.

Su respiración se redujo lentamente. Su corazón se agitó. Se preguntó qué expresión debía tener su semblante, porque el rostro de Sarah se suavizó y estiró su mano para apretar una de las suyas a través de la mesa.

—Es tan visible como el cristal que hay algo pendiente entre ustedes. No huyas más, deberías ir con él.

~~*~~

ASPEN AFERRÓ LA pequeña mano de Mina en la suya mientras caminaban hacia el parque. O marchaba frente a ellos, agitando su cuerpito.

Aspen lo observó con detenimiento; el cachorro estaba creciendo y era feliz. Nadie podría adivinar que Ce lo había recogido de una caja abandonada. Ella le había dado una nueva oportunidad, lo había salvado.

Ce era capaz de hacer eso. De una forma indirecta, lo había hecho con él: lo había afrontado, lo había ayudado, le había permitido afrontar un capítulo de su pasado... Y, sin embargo, cuando intentaba acercarse, ella lo dejaba fuera.

No solo dolía su rechazo, no solo le molestaban sus evasivas, sino que lo preocupaban cada vez más. Se sentía impotente cuando pensaba en eso. Si Ce no lo dejaba acercarse a ella para ayudarla, si no podía tocarla, mucho menos le iba a permitir entrar en sus secretos. Estaba destinado a fallar con ella, Ce no iba aceptarlo jamás.

—¿La señorita Grace y tú ya no son amigos?

La pregunta fue tan repentina que Aspen se detuvo y bajó la mirada hacia la niña. Sus grandes ojos cafés lo escudriñaban muy atentos.

—¿Por qué crees eso?

—Apenas se han hablado.

«¡Qué niña tan particular y observadora!», pensó Aspen con una débil sonrisa.

Él no se apresuró a responder. Esperó hasta que estuvieran sentados en el parque para meditar su respuesta.

—Aún somos amigos, Mina, pero incluso los amigos tienen problemas de vez en cuando —dijo mientras pensaba en Ce—. El problema con la señorita Grace Carlson es que es una cabeza dura a quien no le gusta aceptar cuando necesita a alguien. Además, a pesar de que le gusta que las personas la traten como un adulto, ella prefiere huir de las conversaciones serias.

Aspen no pudo evitar el tono enojado en su voz y Mina tampoco lo pasó por alto.

—¿Entonces sí estás molesto con ella? —lo acusó.

Aspen se sintió casi culpable.

—No estoy molesto. —Se pasó una mano por el cabello para peinarlo hacia atrás —. Solo estoy...agotado.

Y era cierto, estaba agotado de intentar acercarse, de ser rechazado, de pensar en ella todo el día y la noche, de desear cosas que sería mejor no desear, de no poder hablarle, tocarla o volver a besarla, de no poder tenerla.

«¡Maldición! ¡Estoy volviéndome loco!»

—Bueno... —Mina reanudó la conversación—, pero deberían arreglarse pronto, porque obviamente tienen muchas cosas que decirse. Mamá suele decir que las miradas no siempre transportan las palabras correctas, que a veces es necesario decir lo que quieres en voz alta.

Cada una de sus palabras lo golpearon y Aspen la miró fijamente, como si fuera la primera vez que la veía. Ella le devolvía una mirada serena y confiada, segura de su consejo.

Muy despacio, Aspen esbozó otra sonrisa y le acarició el cabello.

—Tus padres son personas muy sabias, Mina. Cuando crezcas, escúchalos, por favor, incluso cuando no quieras. Aunque parezca irreal, ellos realmente saben lo que es mejor para ti. ¿Lo prometes?

La niña pareció confundida unos segundos, pero luego sonrió radiante.

—Lo prometo.

Aspen le indicó que fuera a jugar y Mina salió corriendo con O, pisándole los talones. Él se recostó contra la banca y se relajó, sin perderlos de vista.

A su alrededor, el ambiente era tranquilo y familiar. Se escuchaban las risas de los niños, los murmullos de las conversaciones lejanas, el ruido de los pájaros y el sonido de las ramas de los árboles agitándose. No había nadie ocupando las bancas cercanas. Todo era perfecto.

—¿Puedo sentarme?

Su cuerpo se tensó.

Levantó la mirada. Ce estaba allí, con una sonrisa incierta en su rostro y un libro en las manos. El viento agitaba algunos mechones de su cabello corto contra sus mejillas. Sus ojos eran de un tierno azul claro.

Aspen asintió y apartó la mirada. Ce se sentó a su lado y abrió el libro sobre su regazo. Cuando volvió a mirarla, aquella escena le pareció a Aspen dolorosamente familiar.

—Como en los viejos tiempos... —murmuró.

—Todo parece demasiado lejano ahora.

—Tienes razón, ninguno de los dos somos lo que solíamos ser.

La conversación murió y el silencio los inundó.

Aspen miró al frente, buscando a Mina. Ce enterró la mirada en su libro, pretendiendo leer. Aspen esperó y esperó. Cuando le pareció que Ce no iba a dar el primer paso, sus ojos volvieron a encontrarla. Deseó quitarle el libro y arrojarlo muy lejos para que ella no pudiera esconderse.

—¿Por qué estás aquí? —Se giró hacia ella—. Y, por favor, no me respondas que tiene que ver con que la luz del ambiente es ideal para tu lectura o que esta banca es tu favorita entre todas. —A Aspen no le pasó desapercibido el tono defensivo y cortante en su voz, pero esta vez no se sintió culpable. Era sincero.

Una sonrisa se formó en los labios de Ce.

—¿Quiere decir que no quieres hablar conmigo?

—Quiere decir que me cansé de tus evasivas. Si vamos a hablar, entonces que sea una conversación entre adultos.

—¿Y cómo comienza una conversación entre adultos?

Aspen la miró fijamente, como si a través de sus ojos pudiera desvelar sus secretos. Pero no era tan sencillo.

—Tu pesadilla... ¿Quieres hablar de eso?

Ce no respondió.

Bajó la mirada hacia su libro y su semblante se volvió serio.

Aspen se sintió culpable. Quería conocer más sobre ella, pero no iba a presionarla. No quería que Ce sintiera responsabilidad de hablar con él. Quería que ella quisiera hablar con él, confiar en él. Y se lo dijo.

—Puedes confiar en mí.

—Lo sé. Si no confiara en ti, no seguiría aquí —la voz de Ce fue firme, sus palabras honestas—. Simplemente creo que hay cosas que uno tiene que sobrellevar solo, me enseñaron a ser así. Hay rasgos familiares que son difíciles de romper.

—¿Entonces qué esperas de mí?

Sus ojos se encontraron. El semblante de Ce era confundido. En su mirada, el azul puro dio paso a un verde incierto.

—Si no puedes hablar conmigo, si no puedes apoyarte en mí y no puedo protegerte, ¿entonces qué soy para ti?

Ce no respondió. Estaba perpleja, como si no hubiera esperado aquella pregunta tan directa. Aspen se encontró sonriendo con amargura.

—¿Soy otro acto de rebeldía contra tus padres? ¿Soy una salida fácil para tu viaje? ¿Soy tu amigo? ¿Soy un extraño? ¿Soy...?

—¿Por qué me besaste?

Esta vez, fue el semblante de Aspen el que se volvió perplejo y la razón no fue lo inesperada que fue la pregunta de Ce.

—¿Por qué lo dices como si fuera mi culpa? —le reclamó, frunciendo el ceño—. Tú me devolviste el beso.

Ce también frunció el ceño y lo encaró.

—Eso fue... fue un reflejo. Estaba sorprendida.

—Sí, claro, eso definitivamente se sintió como un reflejo —replicó Aspen, sarcástico.

Ce se sonrojó. Sus mejillas se pintaron de un hermoso color rosa y, por unos segundos, Aspen perdió la coherencia de sus pensamientos. Ella lo miró, insegura, y él quiso estirar su mano y tocarla. De pronto, sintió la urgencia de saber si su sonrojo se volvería más profundo mientras más la tocara.

—Aspen...

—¿Realmente necesitas una respuesta, sabelotodo?

—No me llames sabelotodo.

Aspen le mostró una media sonrisa. Él suavizó su expresión y su voz se volvió más cálida. Se inclinó hacia ella, sin romper el contacto de sus miradas.

—Ce, ¿no puedes discernir por qué te besé? ¿O por qué me respondiste el beso? ¿O por qué aún quiero besarte?

Ce se quedó inmóvil. Su mirada perpleja. Su respiración cada vez más lenta. Por su rostro pasaron muchas preguntas, quizá las mismas que inundaban la mente de Aspen: «¿Aún quieres besarme? ¿Por qué? ¿Me gustas? ¿Te gusto? ¿Qué quieres de mí? ¿Qué eres realmente para mí?»

A pesar de todas las preguntas, ninguna traspasó la barrera de sus labios. Ce se limitó a desviar el rostro.

—No soy una buena opción.

El tono amargo de su voz no se le escapó a Aspen.

—¿Y tú crees que yo soy una buena opción?

Ella lo miró. Sus ojos estaban encendidos.

—Aspen...

Iba a dejarlo afuera de nuevo, Aspen lo sabía. Y también sabía que aquella sería su última oportunidad de poder hablar con ella y hacerle entender.

—No, no, escucha —pidió, aferrando su mirada—, al menos por esta vez.

Ce lo dejó continuar.

—Aquella noche, cuando dije que tenía muchas razones para no besarte, era cierto. En este momento, las tengo. Porque sé que sólo estarás conmigo durante este viaje. Porque sé que lo que sea que estés pensando, que lo que sea que estés sintiendo, no vas a aceptarlo en voz alta. Y porque estoy seguro de que el día en que nos despidamos, volveremos a ser extraños, quizá para siempre.

Aspen suspiró.

Quería detenerse. Debía detenerse, pero las palabras seguían saliendo:

—Sin embargo, también era cierto cuando dije que estoy feliz por haberte reencontrado en esta vida. En estos pocos días, haz hecho que me dé cuenta de muchas cosas que no pude comprender solo en los últimos seis años. Me ayudaste, aunque sé que luchabas por ser indiferente, así que quizá, no solo eres una buena opción... Quizá, eres la mejor. La única opción.

Aspen esperó. Ce esperó.

—No puedo saber tus secretos, saber lo que sientes, quién te ha herido o cuánto te han herido. No puedo saber qué es mentira y qué es verdad cuando estoy contigo. Pero, a pesar de todo, quiero ayudarte. No quiero estar en deuda contigo luego de separarnos. No quiero que haya palabras no dichas entre nosotros o acciones que pudieron ser más. Solo tenemos este corto tiempo y no quiero que nos arrepintamos cuando se nos acabe.

Ce cerró el libro que sostenía en sus manos y estudió la portada. Su semblante era inescrutable, como si estuviera lidiando con el peso de sus palabras. Pero cuando anclaron miradas, había determinación en sus ojos.

—Estoy ahogándome en la pesadilla. Dentro de una piscina, alguien está intentando ahogarme. Y peleo, quiero que se detenga, pero... no puedo. Es más fuerte. Y luego... muero.

Aspen frunció el ceño y la miró preocupado. Todo lo demás quedó olvidado.

—¿Has tenido ese sueño antes?

Ella asintió.

—No es ni la primera vez, ni será la última. Pero últimamente, no se va.

Hubo una larga pausa y Ce dejó escapar un lento suspiro.

—Aún no creo que sea una buena opción, pero tienes razón: todo termina con este viaje. Solo tenemos este corto tiempo.

Ambos se miraron en silencio.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top