Capítulo 8
Las fuertes ráfagas de viento le decían a Olaya que cerrara las ventanas. Una tormenta se avecinaba. El cielo encapotado estaba alicaído. La mujer quería que el silencio se fuera porque abría la posibilidad de volver al pasado y sus ojos se pondrían vidriosos. No había razón para rememorar emotivos recuerdos: aquellos alimentaban la melancolía y podían arruinar su día. Era otra mañana que se levantaba con el mismo semblante: uno animoso que era susceptible a cambiar. Su espíritu inquebrantable caminaba por una cuerda floja, que, en cualquier momento, caería al vacío.
Le parecía extraño ver a su esposo a las nueve de la mañana abrazando sus cobijas. Roncaba como si fueran las dos de la mañana y solo sus ronquidos lo podían despertar. Ya no había forma de regresar a la cama, porque Wolfango ya se había estirado. El hombre dormía y la mujer quería tender la cama. Ni dormido el marido podía desprenderse de ese rostro desfigurado por el mal humor. No era grato verlo así. La mujer se sentía desbordada por el tufo de su presencia y la ausencia del micro ahuyentaba el poco ánimo que tenía.
Olaya no se acercó más a la cama y, en cambio, fue al baño a buscar el aseo que su cuerpo requería. El baño necesitaba más aseo que ella. Dentro, ya no veía a su esposo, pero sus palabras la perseguían a todas partes. Se asomó al lavamanos y solo vio un envase vacío de champú en el lugar de siempre, como si aún hubiera. Además, la pasta dental estaba próxima a terminarse, porque le faltaba la tapa. Olaya no había advertido la presencia de pelo en el drenaje y un inodoro bien tapado. Prácticamente, Wolfango había arrasado con el baño. La mujer también descubrió que el agua escapaba del váter y el culpable tenía nombre y apellido. Anoche, el peso, del enojo de su esposo, cayó sobre el retrete.
Olaya salió del baño y de su boca no salió queja alguna.
Volvió a la cocina a preparar el desayuno para su familia, que consistía en café hecho con aire. Mientras Olaya pensaba, Wolfango seguía durmiendo como un koala, sin importar que la hora corriera lentamente con el fin de ejecutarlo. Ese hombre no tenía mucha prisa por abrir los ojos. No encontraba la llave para salir de sus sueños. Su panza parecía una montaña de colchas y la sábana tocaba el piso, probando el sabor de la suciedad.
La reina de la casa tenía electrodomésticos abandonados: la última vez que los oyó funcionar, ella era feliz. Sus deseos por cocinar se apagaron de repente porque el dinero no había llegado a interpretar su papel principal. No había muchos abarrotes o estos se escondían, porque la última vez que estos se reunieron en un olla todo acabó mal. Pero el hambre podía acechar a la familia. Sus ganas por cocinar ya no iban a volver. Y más ahora que su brazo le dolía. Lejos de ser un alivio para sus sacrificadas manos, era un problema, especialmente para una mujer hacendosa como Olaya.
De repente, Wolfango despertó de golpe y se desorientó y por poco estuvo a punto de decir una incoherencia, pero se calló a tiempo. Había un desastre en su cama y, al parecer, la jeta lo había seguido. Sin emitir palabra, Wolfango le dijo a Olaya que tenía mucho por ordenar. Pero eso era lo de menos, ahora que la preocupación había puesto la semilla de la incertidumbre en la mujer. El ayuno inesperado marcó un antes y un después en la dieta de Wolfango.
—Buenos días, amor, ¿cómo dormiste? —preguntó Olaya poniendo agua a hervir en la tetera.
—¿Mi celular? ¿Qué hora es? —preguntó el hombre con la voz desajustada y desdeñosa.
—Creo que lo dejaste cargando... Son las nueve.
Wolfango se puso en pie casi cayéndose.
—¡Ah! ¡Maldito USB! ¡No cargó nada! —protestó contra él.
—Ay, debiste conectar el otro extremo —Olaya soltó una risita.
—¡Maldita suerte!
—Tranquilízate.
Olaya se volvió a reír por su cómica reacción.
—¿Hay pan? Me muero de hambre —preguntó el hombre con los ojos lagañosos.
—No hay nada de pan, amor.
—Entonces ve a la tienda a fiarte pan y algo más.
—¿El micro dónde lo dejaste?
—Es una larga historia, que no tengo ganas de contar. Solo quiero comer algo antes de salir.
Olaya fue por enésima vez a la tienda a fiarse, pero la casera ya no tenía pan para ella. Wolfango tuvo que conformarse con unas galletas caducadas que Olaya había guardado. Y Abigail tuvo que tomar manzanilla en su biberón. Pero aún faltaba que alguien se sintiera saciada. Su mujer no podía quedarse con la duda, así que fue de nuevo a buscar la manera de derribar la muralla de la interrogante. Debía saciar su intriga cuanto antes. La verdad tocaba la puerta y Wolfango no quería abrir.
—¿Ahora me puedes contar qué pasó? —preguntó la mujer con ruego.
—Qué más da... —dijo Wolfango masticando una galleta—. Cuando estaba por volver a casa, por mi derecha, vi que venía un auto. Me pareció conocido porque la última vez lo vi dirigirse al mercado… Bueno, ese maldito auto rojo de pacotilla me chocó.
—¡Dios mío!
—Pero eso no es nada —continuó—. Me enojé, me bajé del micro y fui a buscarlo para destrozarlo, porque sabes que cuando tocan mis cosas yo me enojo bien feo —se rascó la nariz—. Para mi asombro, el sujeto era el mismo hijo del demonio que casi me choca la última vez. Nos peleamos delante de todos y terminamos en la comisaría: estuve en la carceleta una hora.
—¡Qué horrible!
—El micro está en la unidad de tránsito y ahorita debo ir para allá y luego donde el mecánico para evaluar los daños y el costo de reparación.
—Así que no ganaste nada...
—¿Qué acabas de oír, mujer?
—Lo siento, amor, pero ¿de dónde vas a conseguir plata?
—Tú sabes de dónde.
—¿Qué quieres decir?
—De tus padres.
—¿Qué? No, esta vez no.
—No quiero discutir, solo ve a prestarte.
—No, amor, lo siento.
—¿Te atreves a decir no en esta situación? ¿Quién trabaja? ¿Quién mantiene a esta familia? ¿Acaso quieres que me vaya?
—No, amor, pero ahora no puedo hacerlo.
—¡Pero solo una vez más! —dijo Wolfango con tono de ruego—. Si mis padres estuvieran vivos, les pediría a ellos... Mis dos hermanos se largaron al extranjero y me dejaron botado como a un perro.
—Ay, no sé...
—Ve de una vez, que las horas pasan volando.
—Bueno, pero ¿cuánto hace falta?
—500ms más o menos.
—Es mucho, pero haré el intento.
Olaya no tuvo más opción que ir de nuevo a prestarse plata a sus padres, por temor a perder a su esposo. Wolfango se quedó en casa intercambiado mensajes cariñosos con Lorena. Aún podía reír en una situación de esa naturaleza.
Al cabo de una hora, Olaya volvió a casa con las manos ocupadas. Ella solo había podido conseguir cuatrocientos, que eran suficientes para cambiar a su esposo cascarrabias. Wolfango solo cogió el dinero y lo puso en su bolsillo; pero detrás de ese dinero hubo mucho ruego, antes de que la plata llegara a las manos de Olaya. La mujer se había demorado mucho, pero el dinero, con Wolfango presente, se iba a ir antes del primer segundo.
—Amor, ¿puedo ir contigo? —preguntó Olaya.
—No, tú cuida a Abigail.
—Pero puedo llevarla conmigo.
—¡Te dije que no!
De inmediato, Wolfango agarró el dinero y salió apurado de la casa, porque en su semblante se hallaba la verdad que suplicaba por salir: la razón quedó de lado.
Ante su negativa, Olaya ponía en entredicho lo sucedido con el micro.
Sola en casa, la mujer buscó compañía en su risueña hija. Después comenzó a ordenar la casa, viendo de reojo las baratijas que se apilaban en un rincón. El polvo había marcado territorio en los recovecos, plagados de antigüedad y suciedad. Con un brazo adolorido le dijo adiós a sus cachivaches que ya llevaban buen tiempo conviviendo con la familia.
Mientras tanto, Wolfango, con plata en mano, era un hombre que perdía el control y el sentido de responsabilidad. En ese momento, no estaba pensando con la cabeza, sino con el hígado. Wolfango tenía dos caminos expeditos, pero el hombre escogió el más peligroso. Así que esperó la llegada de un taxi, porque la plata, contante y sonante, lo incitaba a tomar decisiones precipitadas: se dejó seducir por el derroche. Wolfango paró un coche algo destartalado y se subió antes de que el arrepentimiento germinara. El automóvil partió con rumbo a la casa de Lorena.
Al llegar a la dirección, Wolfango se bajó y se paró en la puerta de una casa arrendada de una planta. Sacó el móvil y la llamó durante unos segundos. Al cabo de unos minutos, salió la chica que lo esperaba ansiosa y con una sonrisa que parecía haber hecho un trato con el engaño. El hombre entró dichoso y no volvió a salir hasta que se acordara que tenía un micro en el taller.
En casa, Olaya arrinconó los enseres y recogió todas las cosas que se habían convertido en bagatelas y ya no tenían el visto bueno de la mujer. Con una bolsa negra se fue despidiendo de todos ellos. Afuera, apiló los cachivaches para malbaratarlos al próximo buhonero que viera. De ese modo, la tarde se fue rápido y ella no pudo hacer los quehaceres que hubiera querido.
Casi al anochecer, un chamarilero, con aspecto de buhonero, moraba cerca de ahí. Se detuvo en seco, atraído por los trastos que lo llamaban. Había un tesoro que se hallaba en la basura y el tipo era incapaz de seguir adelante o ignorarlo. Era una gran oportunidad para el desharrapado, pero su suerte zangoloteaba como un pez recién capturado. Y, en cualquier momento, podría resbalarse si el precio atentaba contra su bolsillo de espantapájaros.
Olaya puso el precio y dibujó una sonrisa en aquel hombre. La mujer hizo negocios con el chamarilero y vendió todos los cachivaches que, en los papeles previos, eran inquilinos que no pagaban renta. El dinero debía entrar y Olaya no iba a ponerle obstáculos. Wolfango llegaría en cualquier momento, así que cerró el trato. Conociéndolo, su esposo podía malinterpretar la situación. La mujer le tenía respeto a la fidelidad y el hombre lo interpretaba como una invitación a ser infiel.
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