Capítulo 6

Si Olaya recibía mil palabras ofensivas y una sola buena de su esposo, ella ya sabía a quién darle relevancia. Una actitud cariñosa sometía al odio que su esposo alimentaba. En una noche de éxtasis, solo hubo un ápice de amor de alguien que solo propagaba su mal carácter. Ella solo esperaba un poco de afecto y terminó recibiendo un torrente de placer repetible solo en un ensueño.  

La experiencia deliciosa pasó, pero el recuerdo estaba fresca aún. Anoche, Olaya volvió al pasado, volvió a sentir. Ella pensaba que sería otra noche parecida a las demás, porque tenía sus sospechas. El malhumor del hombre fue un indicio, pero no imaginó ser presa de la fogosidad en la misma cama donde había discrepancias. Aquel encuentro íntimo dejó la puerta abierta a un clímax que se había hecho esperar. Ella recordó lo que sintió anoche y su corazón se desbocó.  

El encanto de hace unas horas se disipó, el bello carruaje volvió a ser una ordinaria calabaza y la discordia entró sin su consentimiento. Wolfango se fue a trabajar, dejando plata en la mesa, pero llevándose el beso de despedida y algún gesto afectuoso que dibujara una sonrisa en su rostro. Sus ademanes tenían más valor que sus palabras y ordenaban sin tener voz. Wolfango desapareció, pero dejó la puerta abierta para la invasión de la indeseable melancolía.  

En alguna parte de la ciudad de Minddey, Wolfango manejaba su micro como de costumbre, buscando apagar aquel incendio que las deudas prendían a cada momento. Detrás de ese semblante desfigurado había lujuria y promiscuidad. Prácticamente su vida era de conocimiento público, si tenían una naturaleza perversa. En sus ojos había alguien delatando sus aventuras y desventuras: era como si el mundo ya supiera que Wolfango le sonreía a una mujer que no era su esposa. El hombre era un mitómano que sabía ordenar bien sus mentiras.  

El amor recibido en casa no era suficiente para el corazón de un hombre ingrato. Dentro de su micro, Wolfango tenía compañía a solo unos centímetros de su asiento. Su acompañante era una pelinegra de belleza cuestionable, seguramente para su mujer, pero de un cuerpazo alucinante para él. Aquel asiento era reservado para los pasajeros, pero lo ocupaba una mujer que lucía una terrible minifalda, cuyas piernas blanquísimas ponían inquieto al chófer. 

Aquel acto de infidelidad pudría aún más ese amor agusanado por el orgullo y la falta de amor.  

Ella viajaba callada y él conducía taciturno. El sonido del motor se anticipaba a cualquier arranque de conversación. Pero detrás de ese mutismo había una relación clandestina, había un romance en tan poco tiempo. Bajo el nombre de Lorena se escondía una mujer despampanante por fuera, que dejaba ver, mediante sus ojos, el secretismo y la incorregible celotipia que alimentaba con sus actos. 

Cuando llegaron a la parada de la línea 65, Lorena apagó la mudez y miró a Wolfango con el ceño fruncido, una vez que todos los pasajeros se bajaron.  

—¿Por qué mirabas a esa mujer? —dijo Lorena con acritud.  

—¿A quién? —preguntó Wolfango mientras miraba su plata.  

—Una tipa que cruzó la calle.  

—¡Bah! Yo no he mirado a nadie —dijo Wolfango con cara de sorpresa—. ¿Quieres discutir otra vez?  

—No, solo quiero que tengas ojos para mí.  

—Tú sabes que eso es cierto. Solo te quiero a ti.  

—¿En serio mi gordo? —dijo Lorena cambiando el tono—. Sabes, no me gusta que discutamos.  

—A mí tampoco, mi flaca, mejor hablemos de cosas agradables. 

Sellaron la paz con un pico efímero.  

—Sabes, mi gordo, no tengo ropa bonita para el fin de semana —dijo Lorena mientras tamborileaba su teléfono. 

—¿Y lo que te compré hace poco?  

—Se rasgó ayer, pero en el shopping vi un vestido precioso.  

—¿Cuánto cuesta ese vestido?  

—Hum, no pregunté, lo que tu desees... aunque quisiera unos 200 mindenses por si acaso.  

—¿Tanto?  

—Lo vale, mi gordo… Además, tengo que estar linda para ti.  

—Tú ya eres linda… No necesitas esa ropa cara.  

—¿Eso piensas? Bueno, entonces me bajo... Nos vemos otro día.  

—No, no te vayas... Mira, ahora mismo te vas a comprar ropa bonita para el fin de semana.  

—¡Te quiero tanto, mi gordo!  

Mientras tanto en su domicilio, Olaya preparaba el almuerzo para su hermosa bebé y para un hombre que solo tenía lengua para darle tareas en la casa. Pero debía alejar esos pensamientos que llamaban a la discordia.  

Su comida tenía un sabor que vociferaba la exquisitez que emanaba de una gran olla. Cuando tenía ganas, el deseo por cocinar llegaba sin que lo llamara.  

Aproximadamente a la una de la tarde, Wolfango llegó a casa como un animal huyendo del peligro. De la puerta, pasó directo a la mesa, cautivado por el olor. Eludiendo el saludo, que parecía una obligación, se puso a merendar su comida.  

De la mesa del comedor, Wolfango pasó a la cama. De la cama a la ducha. De la ducha no salió hasta que la obligación por pagar su deuda lo sacara de sus orejas. Olaya dio a su bebé su sabroso caldo de pollo y luego fue el turno del biberón, porque la siesta estaba cerca.  

Al salir de la ducha, el rechinido de la puerta habló antes que Wolfango, que tenía la toalla tratando de escapar de sus manos. El hombre llegó a la cama sin nada encima.  

—Vas a lavar mi camisa verde y mi pantalón favorito —dijo Wolfango sin mirarla, porque buscaba algo para cubrir su denudez.  

—Mañana, mañana lavo, amor...  

—No, dije ahora, Olaya —protestó él buscando sus calzoncillos.  

Wolfango se vistió rápido y su ropa no estuvo a la altura de su apremio. Se secó el cabello con una toalla mojada. Su peine lo despeinaba por los nervios de la urgencia. El hombre greñudo sustituyó su peine por sus manos, que parecían eficaces. Se miró al espejo como si estuviera yendo a recibir al presidente y luego dijo con voz sosegada:  

—Ya estoy yendo a trabajar, vuelvo en la noche.  

—Amor, ¿solo vienes a comer y te vas?  

—Tengo que trabajar, mujer. 

—¿Y toda la plata que ganas?  

—Tengo que pagar deudas, mujer.  

—Hum, está bien, amor... Que te vaya bien.  

—Chau, quiero algo bueno para la cena. 

—Está bien, amor. 

Olaya pensó que para Wolfango ella era su empleada doméstica y la casa su restaurante particular. Había preparado algo tan rico para el paladar equivocado. La ingratitud fue más certera que el reconocimiento. No había rastro de aquel amor que Wolfango había dejado ayer en su cama. Ni un ápice de interés por saber cómo se sentía ella. Pero él era el centro de su mundo.  

Wolfango dejó el eco de sus palabras y Olaya comenzó a sentir que el silencio pestífero quería flirtear con ella y no le gustaba. Adondequiera que iba sentía su presencia, así que subió el volumen de la televisión para ahuyentar las preocupaciones y hacer un llamado a la alegría. 

Más tarde, la mujer lavó la ropa holgada de su esposo, pero su mente estaba lejos de aquella lavandería con agua sucia. Sus pensamientos aterrizaron sobre su cabeza para vulnerar su tranquilidad.  

Al ocaso, Olaya recibió la visita de su vecina y amiga Tanya, que venía a interrumpir el silencio con una plática.  

—¿Y esas ojeras, amiga? ¿Qué pasó ayer? —preguntó Tanya escondiendo una bolsa de plástico entre sus manos.  

—¿Por qué?, ¿se notan?  

—Resaltan… ¿Te desvelaste acaso?  

—Ya que quieres saber…  

Olaya bajó la cabeza.  

—No me digas que, ¿hicieron el amor? —preguntó Tanya con admiración.  

—Sí.  

—¡Uy! Cuenta, amiga.  

—Me da pena ser explícita, pero fue maravilloso.  

—¿Viste estrellas o algo así?  

—No sé si eran estrellas o aviones.  

—¿Hubo pasión? ¿Cuánto duró él?  

—Sí, y resistió lo más que pudo, pero...  

—¿Qué le pasa a ese? Mi esposo no es tan egoísta en la cama.  

—Amiga, lo que valoro es que haya venido cariñoso, ya que no esperaba que lo hiciéramos ayer.  

—Vaya, si tú lo dices. 

—Así que estoy feliz por eso, amiga.  

—Esperemos que siga comportándose así de cariñoso.  

—Yo creo que sí, aunque... 

—¿Y lo hicieron sin protección? ¿O quieren tener otro hijo?  

—Me olvidé de ese detalle —dijo Olaya con picardía—. Pero no tengo problema si viene otro hijo al mundo.  

—¡Oh! Corres el riesgo de un segundo embarazo… Cuando tengas los primeros síntomas me avisas, eh. 

—Mi ciclo es irregular, así que es probable que me confunda.  

Olaya y su amiga no dejaron que la charla tuviera fecha de caducidad. La oscuridad fue el opositor de aquel parloteo ameno que no tenía fin. Con la luz prendida, la reina de la casa comenzó a preparar algo sabroso para un insípido corazón.  

Wolfango llegó a casa con el semblante adusto y la mirada de culebra. Después de devorar su cena, el hombre sintió el llamado de su lecho. Una vez acostado era difícil verlo de pie. Se sacó la camisa cargada de fatiga y pidió ayuda a Olaya.  

—No puedo agacharme… Sácame los zapatos y los calcetines.  

—Estoy ocupada, amor. 

Al poco rato, el celular de su esposo clamó atención en su cama. Olaya, curiosa, se acercó para ver, pero las manos nerviosas de Wolfango saltaron sobre el dispositivo y no dejaron que su mujer contestara aquel teléfono, plagado de secretismo.  

—Amor, ¿quién era?  —preguntó Olaya.

—Qué te importa —respondió Wolfango y se fue al baño.

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