Capítulo 5

Al día siguiente, Wolfango se fue a trabajar muy tarde, pero regresó muy temprano. Era como si el propio micro lo hubiera traído de vuelta. El mecánico estaba involucrado en este contratiempo que olía a dinero y que se había engrosado ante sus ojos, y él no encontraba la puerta de salida. Para Wolfango, todos sus problemas tenían sabor a dinero y la única salida que encontraba era la bebida o el malhumor. Sin dinero y micro no era más que un hombre con muchos defectos incorregibles.  

A las diez de la mañana, el esposo irrumpió en sus aposentos con la intención de hallar sosiego, porque los problemas lo perseguían sin descanso. Wolfango tenía hambre, pero solo quería devorar dinero y era capaz de cualquier cosa, hasta de sacar crédito de una vaca sagrada. El hombre pensó que en vez de ir a su casa, debería ir a un banco. Pero la burocracia bancaria era más pavorosa que ver a don Basilio. Wolfango era un hombre necesitado que iba a entrar al banco con las manos llenas e iba a salir con los bolsillos vacíos.  

A Olaya le sorprendió que su esposo llegara tan temprano a la casa, como si su trabajo se hubiera aliado con el tedio. La mujer pensó que el ruido idéntico del motor era de otro micro y de otro Wolfango. Dicho motorizado quedó aparcado, con las llantas enterradas en el lodo. Wolfango entró cabizbajo y en sus ojos había un clamor por conseguir dinero en efectivo. Tenía el rostro fúnebre, como si trajera consigo oscuridad a un día soleado.  

—Malas noticias, mujer —dijo él y suspiró de frustración.  

Por poco no entra a su casa, porque el desánimo lo empujaba hacia fuera. En esos momentos, sus pensamientos eran sus verdugos y el silencio era la herramienta de ejecución.  

En ese preciso instante, Olaya cocinaba, pero ni el olor de la comida levantó ese rostro derrumbado por la tempestad.  

—Amor, ¿qué pasó? —preguntó Olaya con preocupación.  

—¡Puaj! El micro se averió y debo plata al mecánico —dijo pausadamente—. El micro sale en la tarde y debo conseguir dinero… ¿¡En dónde voy a conseguirlo!?  

—Ay, Dios.  

—¿Qué vamos a hacer ahora, Olaya?  

Wolfango dijo eso y se entregó a la suavidad de su cama.  

—¿Don Basilio no puede prestarte?  

—¡Eres tonta, mujer! —vociferó Wolfango—. Aún le debo 6.000 dólares.  

—Pensé que le debías poco. 

—Mejor piensa en quién nos puede prestar, mujer.  

—Yo podría haber trabajado...  

—Tú no consigues trabajo ni con una manifestación divina —afirmó Wolfango con un gesto de desprecio—. ¡Además, necesito la plata para hoy, mujer!  

—Ya lo sé.  

—¿La vieja de los abarrotes tendrá algo de dinero que no le sirva? 

—Ya le debemos, amor.  

—¡Carajo! —gruñó Wolfango y golpeó el colchón—. ¿Y tu mamá no tiene?  

—No creo que tenga el monto que necesitas.  

—Ve y pregúntale si tiene 300 mindenses o más.  

—No creo que tenga.  

—¡No seas agorera! ¡Tú pregúntale y punto! Sin ese micro nos hundiremos en la miseria. 

—Está bien, le preguntaré.

Wolfango, avasallado por el hambre, hurgó una bolsa con panes y se llevó dos a la cama. La flojera tenía las puertas abiertas ante la pasividad del hombre.  

Olaya chistó y acudió a la casa de sus padres. La mujer anduvo por un atajo estrecho que conducía a dicha vivienda. Había más arbustos que casas a los alrededores. Su esposo se quedó en casa cuidando a Abigail, aunque el sueño podía llegar en cualquier momento. El hogar de los padres de Olaya quedaba a tres manzanas de la suya.  

Al llegar, la mujer tocó con insistencia, pero no abrían aquella puerta enrejada que ya extrañaba palpar. Era una casa sencilla de dos plantas, que tenía habitantes con el corazón de oro. Sabina era una mujer que se hacía más joven conforme pasaban los años.  

—¡Mamá! —volvió a gritar.  

De pronto, Sabina abrió la puerta y su rostro se iluminó al ver a Olaya. Con rapidez caminó hacia la puerta enrejada.

—Hija, qué milagro por acá a esta hora.  

—Hola, mamá, y ¿mi papá?  

—Está durmiendo, está algo cansado después de atender hasta tarde el local —dijo Sabina abriendo la puerta—. Como aquella vez que se bebió con los clientes, ¿ya te conté?  

—Sí, mamá, pero hoy venía a pedirte un favor.  

—¿Plata? —preguntó de inmediato.

—Sí, es para... —Olaya se interrumpió y luego continuó—. Es para los abarrotes, pero si no tienes no importa. Mi esposo lo entenderá.  

—Espera, Olaya... ¿Cuánto necesitas?  

—300ms.  

—¿300?  

—Sí.  

—Mamá, de verdad, me da mucha pena pedirte plata.  

—No digas eso, que soy supersticiosa con el dinero.  

Sabina entró a su habitación y sacó de su cartera la plata para solventar temporalmente los problemas que aquejaban a su hija. Sabina y Renán se hacían más opulentos ayudando que recibiendo. Todo pasaba inadvertido de los ojos vigilantes de Renán que roncaba en su herrumbroso catre. Si no fuera para su hija, probablemente el hombre de la casa se habría opuesto a un préstamo de esa naturaleza. Él no hubiera podido acercarse a su billetera, porque sería extraño ver a un tacaño despilfarrando el dinero. Pero el negocio del restaurante los hacía más feliz que la plata.  

—Esto lo hago por ti y tu bebé.  

—¡Gracias, mamá! ¡Te amo! ¡Te lo devolveré!  

—Descuida, hija.  

Olaya se encaminó rumbo a la casa con el dinero en sus manos. El viento enojado se desquitaba con su cabello castaño rojizo y parecía gritarle al oído con sus ráfagas, aliadas del mal clima.  

En casa, Wolfango mataba el tiempo viendo naderías en la televisión, mientras cargaba su viejo celular. De pronto, la bebé empezó a pedir atención. Wolfango se puso de pie y le preguntó qué quería, pero la bebé balbuceó algo que no entendió. Si le hubiera dicho papá tampoco entendería.  

Wolfango vio con detenimiento a su bebé de ojos marrones y con escaso cabello castaño, tan hermosa como su mamá. Pero el hombre no pensaba igual. La alzó y dijo:  

—Tú te pareces a mí, ¿no? No a tu madre.  

A solo una cuadra de su casa, Olaya se apuró, pero un billete escurridizo se despidió de sus manos en busca del candor del viento. Olaya soltó un grito y fue tras de él, ya que la plata jugaba con ella sin que alguien lo hubiera iniciado.  

En la calle había maleza y charcos de barro por doquier. El viento le dijo al dinero que fuera hacia ellos, pero Olaya corrió hasta él y, antes de perderlo, lo atrapó con una mano a fin de que no cumpliera su propósito. Olaya se ensució, pero salvó el billete temerario.  

Cuando Olaya regresó, Wolfango se sobresaltó: su rostro era inexpresivo. Una buena noticia apenas le había cambiado el semblante. Pero en alguna parte de su cara estaba escondido el regocijo. Se halló más amable cuando vio el dinero muy cerca de él. Estaba a solo un metro de sus manos.  

Wolfango se adueñó de la plata sin emitir palabra y salió presuroso. 

—¿A qué hora vuelves? —preguntó Olaya en la puerta.  

—Más tarde.  

El dinero desapareció junto a Wolfango. Este no regresó hasta que la oscuridad cayera o se acordara de su familia.  

Al caer la noche, Olaya ya tenía la comida lista para zampar. Ella estaba con apetito, pero vio un plato repleto que nunca terminaba. Su bebé parecía que nunca se cansaba de jugar y la bulla dentro era reconfortante para Olaya. Al poco rato el sueño se apoderó de una de las dos.  

Wolfango llegó a casa pasadas las diez de la noche. Tenía un rostro alegremente malhumorado. Solo buscaba algo de alegría en su hogar, porque su bolsillo estaba triste. Hoy había trabajado, pero se había peleado con el dinero. Por un día tenía un trabajo que no le pagaba y un micro en óptimas condiciones y sin pasajeros.  

Olaya corrió a recibirle con alegría. Ella le dio un pico en la mejilla, pero el hombre cambió el pico por un beso en la boca. Ella lo miró con asombro y él la empujó a la cama con benigna malignidad. Su libido lo sometió y, por consiguiente, se desabrochó la bragueta, que era la antesala al acto sexual que no estaba planificado; pero las ganas encendieron la chispa que pronto se convirtió en un incendio incontrolable. Ambos se repartieron manoseos y besos, y, de inmediato, la cama rechinante tomó protagonismo para el acto de amor desenfrenado que iba a presenciar.  

Olaya, dichosa, cedió al deseo carnal de su esposo y se acomodó de cuatro para ver cuánto amor sentía por ella. Ya no tendría que soñar para hacer el amor, porque la realidad era más voluptuosa y sublime. Wolfango tenía prisa por arribar a aquel añejo clímax que no veía hace tiempo, pero Olaya pensó diferente: no por tener prisa iba a llegar antes. Ella no quería llegar antes, quería que la parsimonia fuera la tónica del coito. 

Olaya se despidió de su ropa interior negra y saludó su desnudez de la cintura para abajo. Ambos hicieron a un lado las caricias y el varón solo buscó el camino del placer dejando a la mujer en un terreno escabroso, muy alejada de aquel orgasmo, el cual deseaba con ansias volver a reencontrarse con él después de mucho. La cama chilló al ritmo de la fogosa pareja envuelta en una excitación sin parangón.  

En la cama, el hombre era el rey y ella la reina. Y si el rey ordenaba el fin del acto coital, se cumplía aunque la mujer dijera con quejidos progresivos que veía una constelación no tan lejos de ella. Parecía que el lecho se iba a desbaratar porque decidieron hacerlo sin previo aviso, ya que ese lugar fue testigo de la ausencia de intimidad. En aquella cama solo había un hombre dominado por una excitación repentina y una mujer enamorada, gimiendo con angustia como la primera vez.

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