Capítulo 4
El cielo amaneció con nubarrones y el Sol se negaba a salir. En la casa de la familia Barajas dormían Wolfango y Olaya juntos, porque solo había una cama. A pesar de dormir en el mismo lecho, Wolfango dormía en la orilla y su mujer no se acercaba más porque no quería que su esposo se lastimara. Hacía frío y nadie se cubría. Las bajas temperaturas y en viento habían pactado de mutuo acuerdo y por la mañana no se asomaba el buen tiempo. El canto del gallo resquebrajaba la tranquilidad, que daba luz verde para seguir durmiendo. No obstante, el aire gélido se filtraba por las rendijas de la casa.
El despertador del celular malogró el sueño de Wolfango, y este lo recibió refunfuñando, por lo que se cubrió otra vez del azote del frío. El hombre no podía convertirse en el prófugo de sus ensueños comatosos. Cambió de posición en la cama buscando comodidad y calor, como si el despertador formara parte de sus pesadillas. Al poco rato, el hombre apareció sentado, porque el llamado del deber era muy puntual. Pero su gusto por manejar su vehículo se apartaba del trabajo agotador. Así que nunca trabajaba, hacía lo que le gustaba. Lástima que su vida olía a tentaciones y él caía en ellas por voluntad propia.
Así que corrió al baño como un hombre poseído por el frenesí. Eran las seis de la mañana y aún no había puesto un pie fuera de la casa: el bullicio que hacía daba lugar a quejidos de la bebé, por ende, Wolfango debía hacer dos cosas al mismo tiempo. El trabajo lo llamaba y las deudas lo asediaban: no podían estar separados. Enfrente del tocador se puso la camisa verde, se peinó y coqueteó con el espejo, como si fuera a ir a una juerga.
Olaya seguía acostada, pero ya no podía regresar a ese sueño voluptuoso, porque Wolfango también tenía acceso a él y entraba cuando se le antojaba. Sin querer abrió los ojos y vio que estaba sola en la cama: se cubrió con el edredón para someter al frío impertinente. Wolfango estaba desesperado por cruzar la puerta para ir a trabajar. El micro desocupado ya lo extrañaba y la hora le apretaba el pescuezo.
El hombre dejó plata que, para su infortunio, había encontrado en su ropaje. El dinero tocó la mesa del comedor con un sonido metálico. Había más monedas que billetes. Su tacañería no le permitía más.
—Espero que te alcance para el desayuno y para cocinar... Que tu cocina sirva para algo —dijo Wolfango con voz serena y poniéndose su abrigo.
—¡Que te vaya bien, amor! —dijo Olaya enviándole un beso.
El hombre encendió el micro y, al parecer, fue el primer estruendo de la mañana. La gente en el vecindario ya se había acostumbrado al encendido del motorizado que traspasaba sus muros. Los perros se unían al festín ruidoso. Ya había mucho flujo vehicular a esa hora. Así que Wolfango salió apurado a ganarse el pan. El humo del micro se disipó y el silencio volvió a recomponerse.
Minutos después, Olaya se levantó para alimentar a su bebé que se encontraba destapada y hambrienta. A pesar del lánguido bolsillo de su esposo, los alimentos nutritivos para su hija nunca habían faltado en su casa. Wolfango no había participado en la compra de los abarrotes, porque la plata prestada había reemplazado a la plata ganada. Pero aquella leche instantánea en polvo no iba a durar para siempre y los abarrotes se iban antes de haber llegado.
La mujer dobló los edredones, borrando los vestigios que quedaban de Wolfango y se alistó para cocinar. Debía convertir ese misero dinero en algo sabroso. No era difícil porque se llamaba Olaya y sus manos parecían mágicas. Ella debía obedecer el mandato de su esposo a rajatabla. En el fondo no le gustaba, pero luego no podía hacer nada ante la sumisión enraizada. El hombre se iba y las palabras quedaban.
Al promediar la una de la tarde, Olaya tenía la comida casi lista. El sabor del caldo era inigualable y difícil de superar. El olor llamaba a merendar, pero no había nadie hambriento en la mesa. Wolfango no tenía un horario fijo y, muchas veces, la comida y él no coincidían y el hambre siempre salía apabullada.
Olaya esperó para comer con su esposo, pero este nunca llegó. Siquiera llegó a alcanzar el teléfono para una llamada. Así que Olaya se quedó esperando con ansias que su celular la espantara de alegría. Ese ansiado tono de llamada cruzó la línea de la incertidumbre. La decepción llegó en lugar de Wolfango, aunque no estaba invitada. Hizo tanta comida para nada. Su bebé ya estaba saciada y Olaya no podía pasar del primer plato. Su apetito se extinguió al pensar en la ausencia de su esposo.
Entre tanto, Wolfango trabajaba normal como todos los días. No llamaba, no contestaba, a menos que hubiera un motivo para hacerlo, ya que el hambre estaba lejos de su alcance. Vio la hora: eran las dos de la tarde, pero él seguía pensando que eran las diez de la mañana. La impuntualidad se había vuelto algo cercano a él y le empezó a gustar. Manejar, poner música y tener un hervidero de pasajeros; qué más podía pedir. Pero su deuda amargaba su fiesta, donde él era el anfitrión y sus pasajeros eran los invitados, siempre y cuando, no se pasaran de vivos con el pasaje. Pero estando lejos de don Basilio, la fiesta no tenía porqué malograrse.
Lastimosamente el infortunio era parte de la vida de Wolfango, porque se había casado con él antes de conocer a Olaya. Un pinchazo desbarató el jolgorio. En un tris su alegría se desbarató. El micro se sacudió, avanzó un poco y se detuvo ante la dificultad que significaba una llanta pinchada. Los pasajeros se enojaron y Wolfango tenía un problema que no quería afrontar.
El hombre, malhumorado, tomó una decisión drástica. Se levantó de su asiento de conductor y ordenó a todos que se bajaran. Los pasajeros comprendieron y se bajaron del micro, algunos protestando y otros pidiendo la devolución de su dinero. Wolfango se quedó solo con su problema que ahora tenía un tamaño preocupante. Pero las consecuencias de ese neumático eran desmedidas. Este desliz puso en jaque su bolsillo. No tenía cara para ver a su jefe en el espejo.
Cuando veía una luz de esperanza para contrarrestar su situación, una persona ingresó al micro. Wolfango volteó y lo miró. Ambos se miraron fijamente: alguien quería huir o desgañitarse, ese alguien era Wolfango al ver a don Basilio dentro. Era como presenciar a un león y a un conejo en la misma jaula. No podía explicarse cómo un día tan hermoso de repente se convertía en un día terrorífico. Pensó tal vez que era un sueño, pero no podía despertar. Algo estaba fallando. Sus latidos eran un tamborilero que parecían llegar a los oídos de don Basilio. Ver esa barriga más prominente que la suya, le provocaba escalofríos.
No tenía escapatoria estando a una distancia peligrosa de don Basilio. De cerca se veía más gordo y no tan diminuto. Ya había tenido malos sueños con esa camisa a rayas, y esa barba no era muy amistosa. Don Basilio era bueno cuando le pagaban y malo cuando su bolsillo gimoteaba. Pero hasta el corazón más frío podía quemar.
Don Basilio solo quería transporte y se encontró con un hombre hundido por su deuda. Un micro le iba a cobrar más que un taxi.
—¡Wolfango! ¿Cuándo me vas a pagar? —atacó don Basilio con voz rígida.
—Don Basilio, qué gusto verlo —dijo Wolfango con la voz endeble.
—Te hice una pregunta, Wolfango.
—Mire, don Basilio, lo que pasa...
—¡No me vengas con excusas! —interrumpió don Basilio con desaire—. Yo también tengo que pagar deudas, tengo que pagar mis impuestos y mantener a mi familia.
—Deme un tiempo, don Basilio.
—¡Claro que no! Ya me dijiste eso y no voy a caer en eso.
—Le prometo que mañana o pasado mañana le daré una parte.
—¿Tienes palabra o no? No me gusta que no me paguen —Don Basilio se dio la vuelta—. Si no cumples voy a tener que ir a tu casa a hacer escándalo.
Don Basilio salió del micro molesto y Wolfango lo celebró con un gesto cohibido, ya que no tenía palabras nuevas para don Basilio. De inmediato, el hombre fue a parchar su llanta.
En casa, Olaya guardó la comida en el refrigerador y luego cerró el termo, probó la leche del biberón y buscó un pañal.
—Mi bebé preciosa... Es hora de cambiarse el pañal —dijo ella con alegría.
Olaya le puso el pañal nuevo y, al verla sonreír, descubrió que su hija ya tenía su primer diente de leche. La mujer se sorprendió y lo celebró con euforia.
—¡Ay, mi amor! ¡Ya tienes tu primer diente! ¡Qué emoción!
Todo fue júbilo para su madre, que tenía un motivo para estar feliz. Luego de la algarabía dijo:
—Ay, mi amor. Tú eres mi única compañía ahora... Y sabes, cuando tu papá llegue vamos a darle la gran noticia, ¿ya?
La bebé quedó lista para jugar en su andador y Olaya lavó las vajillas y después fue a comprar pan de trigo para la hora sagrada del té. La tarde se fue volando y las obligaciones se negaron a irse. La oscuridad se moría por llegar.
La noche pronto llegó y Olaya prendió la luz porque las tinieblas desentonaban con su alegría. Olaya sacó la comida del refrigerador y la calentó nuevamente.
Aproximadamente a las nueve de la noche, su esposo llegó hambriento y con un semblante que parecía una granada.
Wolfango tenía la llanta arreglada, pero el bolsillo destruido.
—¡Olaya, abre! —dijo Wolfango con golpeteos en su puerta.
Su mujer le abrió a los pocos segundos.
—Hola, amor, te extrañé —dijo Olaya con un beso a punto de ser rechazado.
—¡A ver!, cierra la puerta que hace frío.
Olaya la cerró con calma y luego se acercó a él.
—No sabes, amor, a nuestra bebé le salió su primer diente. ¿No es maravilloso?
—Me alegro, ¿cocinaste?
Wolfango buscó la cama para alejarse de ella y se deshizo de sus zapatos inmundos. El hombre tenía zapatudos y sus pies no eran los mismos de hace unas horas. El talón de su calcetín, manchado con mugre, tocó la reluciente cubrecama.
—Amor, estás ensuciando la cama… Bueno, no importa, ¿ya comiste?
—¿¡Parezco que he comido!? ¡Sírveme ya!
Olaya le sirvió y, cuando se dio la vuelta,
Wolfango ya había terminado de comer. Luego el hombre se acostó en la cama, con la cabeza encima de varias almohadas. Gruñó e hizo zapeo con el control remoto.
—¿Te gustó, amor? —preguntó Olaya.
Wolfango no escuchó.
—¿Amor, te gustó la comida?
—¡No molestes!
—¿No te gustó verdad? Lo siento, es que me dejaste muy poco...
—Excusas nunca te faltan.
—Te prometo que mañana cocino lo que te gusta.
Olaya, cariñosa, se acercó a su esposo, lo besó en la mejilla y buscó el calor que sus brazos podían darle, aunque no consiguiera un beso de vuelta.
—Olaya, déjame ver la tele.
—Yo solo quería darte un beso y...
—No ahora, quiero ver mi película.
Olaya se apartó frustrada.
—Es que últimamente ya ni me tocas...
—No empieces, estoy tranquilo viendo la televisión.
—Hace tiempo que no hacemos el amor...
—¡No me dejas escuchar!
—¡Ay, está bien!
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