Capítulo 3
Wolfango salió nuevamente a trabajar y dejó a su esposa en compañía de un fúnebre silencio. La Soledad miraba de reojo. Su bebé acababa de dormirse, pero Olaya ya extrañaba sus balbuceos, como también su llanto. En ese momento de completa calma, la sonrisa de Olaya se había extraviado en alguna parte. Así que las labores domésticas parecían ser su única distracción y su escoba ruinosa quería ser su nueva amiga. La silueta de su esposo parecía vagar por la casa. Su hogar ya estaba infestado por el odio que Wolfango repartía y este se negaba a abrirle las puertas a la armonía.
La mujer no supo qué hacer primero, porque había un griterío en su cabeza que no podía callar con extraordinarios recuerdos. Había silencio que sonaba en el atardecer dorado y solo se oía en su hogar. El sosiego se prolongó y, por ende, se tornó extraño y melancólico. No estaba Wolfango, pero su ausencia hacía más bulla que de costumbre. El ruido le parecía más tranquilizante en ciertos momentos.
Olaya hacía mucho en casa, pero se sentía una inútil. Ella sentía que la voz de su esposo salía de todas partes y era difícil escapar de ella. En su corazón no había rastro de aquel amor que alguna vez recibió de lo que quedaba de su marido. El bienestar que anhelaba ya no tenía sitio en sus pensamientos. Pero, al mismo tiempo, había un lugar para el odio y la inseguridad. Debía reconstruir su tranquilidad destruida por el desamor.
Esa era la vida de Olaya Barajas. Su media naranja era una fruta rancia. Ya no había un atisbo de las caricias y los besos que una vez llegaron y se fueron demasiado rápido. Esa relación amorosa, prácticamente agonizaba y olía a podredumbre.
Mientras tanto, en otro punto de la ciudad, Wolfango llegó a la parada de chóferes de la línea 65. Era un amplio parqueadero de tierra, donde descansaban varias hileras micros: en la zona también había restaurantes y tiendas de abarrotes. El hombre ya había hecho cinco viajes y ya estaba deshecho. Al bajar del motorizado se encontró con su buen amigo y chivo expiatorio, que solía llevarlo a increíbles e interminables juergas en algún sitio olvidado de Dios. De vez en cuando el alcohol lo llamaba e iba corriendo porque beber era más fácil que trabajar. En ese sentido, Wolfango y su amigo Jairo, apodado el General, se entendían muy bien. Hablaban el mismo idioma siempre y cuando una botella irrumpiera la conversación.
—Camarada, tengo sed, ¿Más tarde vamos a tomar una cerveza? O que es lo mismo, una caja —preguntó Jairo como culpándole de su sobriedad —. ¿O tu mujer te gobierna?
—No pues, general, qué tonterías estás diciendo —dijo Wolfango con una carcajada —. Yo salgo cuando quiero; no tengo dueño.
La risotada irrumpió la charla.
—Yo te llamo —dijo Wolfango y se alejó de él luego de un apretón de manos.
Concluida la charla breve, que parecía tener un precinto de clausura antes de empezar, Wolfango regresó al micro, ya que sus deudas estaban por estironearle de las orejas. Pero también tenía sed; hablando especialmente de alcohol. Y ya se encontraba con las manos en el volante; pero su mente estaba en otra parte: un lugar que olía a cerveza. Contó la plata que había ganado con el sudor de su frente y luego balanceó la caja de cambios.
Wolfango encendió el motor, provocando un estruendo que asustó a los perros callejeros que husmeaban por el lugar. Cuando estaba por irse, por el retrovisor, vio a una persona que le desagradaba su presencia, solo porque había dinero de por medio. Ahora se arrepentía de haber encendido su micro. El hombre indeseable era don Basilio, un empresario aficionado a la usura que no le dejaba dormir por las noches. Dicha persona no conocía el fin de su preciado dinero, pero podía oler a los morosos y era implacables con ellos. El señor, de barriga prominente y zapatos finos, se hallaba conversando con otro individuo, sin que el tiempo se tornara incómodo para su bolsillo.
Wolfango lo vio y se espantó como si hubiera visto al diablo. Mientras se apartaba de sus ojos maldijo entre dientes, ya que esa figura era muy aterradora para su situación económica: la mala suerte se paseaba por ahí. Su rostro sereno se esfumó por completo y no encontró sosiego. Así que hizo lo primero que le susurró su corazón gobernado por la cobardía. No tenía suficiente dinero para enfrentar a ese hombre: la plata era su bastión y no lo tenía. Pero Wolfango era un deudor moroso que siempre salía airoso de situaciones embarazosas.
Wolfango se agachó para no ser visto, pero su falta de palabra era grande y pesada. Por ende, su irresponsabilidad podía ser vista a cualquier distancia. No sabía si le tenía más pavor al hombre o al interés de su deuda. Por último, se acurrucó en el asiento de atrás hasta que su peor pesadilla se fuera bien lejos. Pero era difícil y el miedo a quedarse ahí el resto de su vida era algo latente.
Todos los micros partieron y el único que quedó fue el Toyota Coaster en compañía de don Basilio. La presencia de un micro sin dueño levantó sospechas en un lugar casi desértico. De pronto, unos pasajeros con apuro ingresaron sin saber que había un hombre escondido por un problema monetario. Por una deuda estaba dando una pésima imagen en su clientela. Tarde o temprano iba a recoger su dignidad del suelo.
Al poco rato, don Basilio abandonó el parloteo que parecía no tener fecha de caducidad. Tomó el primer taxi que apareció y se fue del lugar, justo cuando la desesperación comenzaba a consumir a Wolfango. El hombre lo celebró, encendió el micro y salió disparado del lugar, porque la hora lo acechaba.
Mientras tanto, en la casa de Olaya había quietud: demasiada y no le gustaba a su corazón, acostumbrado al estrépito. Su comida no sabía igual que en compañía de su esposo. Wolfango se había llevado su apetito y seguramente se había llevado hasta el sabor de su sopa, porque carecía de él en su paladar. Pero para no desperdiciar la comida tuvo que comer de mala gana como un bidón, cuya única finalidad es contener agua. El hambre quería llegar, pero no tenía recibimiento.
Olaya pensaba y pensaba y la hora volaba. Un vago pensamiento llegó a ella. Pensó que con un hijo más, su esposo podría cambiar y volverse más amoroso: si quería al bebé, también a ella. No tendría ojos para ninguna mujer, porque en el fondo tenía miedo de perderlo. Lo amaba, pese a estar intoxicada de su odio y desprecio. Entonces Olaya pensó que el propio venero tenía la cura para ese marchito amor.
Abigail seguía durmiendo feliz en su cuna. Olaya esperaba con ansias que ella despertara para disipar el silencio melancólico.
Fue al tocador y vio su rostro junto a una rebosante seriedad y estaba lejos de la alegría. Se acomodó su cabello castaño para nadie. Tenía ojeras visibles y sus lunares tenían un lugar privilegiado. Había dormido más, pero para nada. Era una mujer guapa, para alguien que no tenía ojos para ella. Aún había una pizca de felicidad en su semblante que se negaba a perecer.
Hace tiempo que esos ojos marrones no veían estrellas, hace tiempo que no escuchaba los rechinidos de su cama, hace tiempo que no disfrutaba la fogosidad que le ofrecía la intimidad. Después de un parto natural se sentía como una jovencita, pero aún no había hecho las paces con el placer. Olaya no debía soltar a su esposo, porque cuando salía a la calle ya no volvía, o volvía cuando se acordaba que tenía una mujer insatisfecha.
Al caer la tarde, recibió la visita inesperada de sus padres. Sus progenitores venían a ver a su hija, porque el nombre Wolfango sembraba muchas dudas y su amada hija era una niña para ellos.
La señora Sabina era una mujer de cincuenta y seis años. Con muchas arrugas encima, pero con una actitud jovial. No tenía buena memoria para recordar los años que tenía, pero sí las experiencias vividas. Le faltaba estatura, pero le sobraba primor. Su ropaje era sobrio y ordinario, pero hablaba un lenguaje sofisticado.
El señor Renán era un hombre de sesenta años. Aquel semblante no hablaba cosas buenas de la vejez y el malhumor lo acompañaba siempre. Prefería morir antes que envejecer. Su camisa gris destacaba en ese cuerpo enjuto y con mucha historia detrás. Era más añoso por dentro que por fuera. Sus recuerdos eran más viejos que él. Tenía un carácter duro y casi inexpresivo. Nunca se despegaba de su sombrero vaquero y siempre lucía un rostro de piedra y una voz grave y tenaz. No era un hombre que abriera la boca con regularidad, pero cuando tenía algo que decir, las paredes temblaban. Las palabras se iban y el eco se quedaba.
—¿A qué hora llega tu marido? —preguntó Sabina tomando asiento.
—¿A qué hora se recoge de las cantinas? —protestó Renán con tono elevado y semblante de piedra.
—¡Viejo, no hables así! —le dijo Sabina avergonzada.
Olaya sonrió.
—Mamá, papá, me alegra verlos. Ya estaba por llamarles —respondió Olaya con la voz acompasada.
—Ay, mi hija, ese hombre te deja solita, ¿no?
—Ese cojudo te deja encerrada como un animal salvaje —intervino Renán.
—¡Renán, compórtate!
—Wolfango llega recién a las diez de la noche… A veces más tarde.
—Debe llegar cansado de tanto trabajar. Debes comprenderlo.
Renán gruñó.
—Cansado de abrir botellas —afirmó Renán—. Cuando era joven, los hombres llegábamos cuando la cena aún estaba caliente.
—A ver, viejo, modérate.
Olaya miró a sus padres con alegría.
—No he tenido tiempo para visitarlos —dijo Olaya cabizbaja—. Un día de estos iré con Abigail.
—Ya, hija. Y, si quieres trabajar, puedes ayudarme en el restaurante.
Los ojos de Olaya no podían ocultar que algo no estaba bien.
—Mi esposo se enojará si descuido a mi bebé.
—Si esa bestia —empezó a decir su papá— no te trata como a una dama, traeré mi cinturón viejo y mi sombrero y lo azotaré como no lo hicieron sus padres.
—No le hagas caso, hija, no habla en serio.
—Cómo crees, papá, Wolfango jamás me levantaría la mano —dijo Olaya con una risita.
—Lo sabemos, hija. Espero que puedan salir adelante y que él se porte bien —concluyó Sabina.
—Ya sabes, hija, enséñale a ahorrar a ese troglodita.
—¡Viejo!
La estancia de sus padres se prolongó, hasta que el frío llegó antes de que su marido lo hiciera. Sin embargo, en cualquier momento llegaría Wolfango a descansar o a soltar a la bestia indomable y cascarrabias. Olaya se despidió de sus padres y preparó la cena para al menos mantener contenta la panza de su marido.
Así pues, la mujer hizo un platillo capaz de abrir el apetito a cualquiera: su propósito era saciar a un hombre barrigudo. Olaya tenía una buena sazón y conocía lo que quería la barriga de Wolfango. Podía sentir su hambre desde lejos. Solo esperaba que no se comiera hasta el plato.
El sabroso guiso de Olaya dio un último hervor y quedó listo para enamorar.
La comida se enfrió cuando llegó su esposo a las once de la noche. El hombre salió de su vehículo sin golpear la puerta: al menos no estaba ebrio. Entró a la casa con un regalo en sus manos. Su entrada fue ruidosa, por ende, despertó a su hija.
—¿Saben quién acaba de llegar? —preguntó Wolfango con media sonrisa—El rey de la casa.
Su actitud le planteaba a Olaya una emboscada en vez de un camino con un rumbo determinado.
—¡Amor, llegaste! —dijo Olaya acercándose a él para recibirlo.
—¡Qué frío hace!
—Me imagino, amor… La comida se acaba de enfriar.
—Seguro hiciste comida para dos días...
Olaya salió ilesa de aquellas palabras.
—¡Abrígate, calurosa!
—Ay, mi amor, se preocupa por mí —Olaya le dio un beso.
—¿Y qué hace mi bebé? Tengo algo especial para ella.
—Estaba viendo la tele en su cunita y se durmió.
Wolfango fue hasta la cuna y saludó a su hija, que lo justo lo miraba.
—¡Mira lo que te traje! —dijo Wolfango revelando el obsequio—. ¿Te gusta?
Wolfango le alcanzó la muñeca a sus manos. La bebé se lo metió a la boca y luego botó la muñeca.
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