Capítulo 26
La pereza había germinado en Emerson y, en consecuencia, este seguía recostado en su cama de una plaza, cuyo colchón parecía ser de arcilla. El muchacho estaba adherido a su cama. Aunque era día de clases, el muchacho no quería abandonar su lecho, el cuál le tenía mucho aprecio. Sin embargo, los rechinidos parecían difíciles de ensordecer. Además, no tenía motivación para ir a clases si no tenía cerca a su novia, pero no quería pasar por el colegio para poder ver aquel rostro angelical que le gustaba y esas piernas que lo excitaban. De modo que en su cabeza empezó a funcionar la fábrica del embuste que tantas alegrías le había traído, porque había un mutuo acuerdo entre ambos.
Mientras tanto, en su casa, Abigail se levantó de súbito de su cama una vez que la alarma de su teléfono apagó su sueño en su mejor momento. Se despidió de sus colchas, fue al guardarropa y extrajo su uniforme con un gran bostezo que se prolongó hasta llegar al espejo. Pero antes de desdoblar su falda, tuvo la imperiosa necesidad de hacer una escala en el cuarto de aseo. Cuando salió de su habitación, comenzó a sonar su celular, con el último tono de llamada que había puesto. Una llamada que cayó con todo su peso sobre su teléfono, cuyo sonido no logró atravesar las paredes.
Toda la atención se hallaba en su ruidosa habitación, no en el baño ocupado por su abuela. Finalmente pudo entrar y, minutos después, Abigail regresó del baño. Estando en bragas, se dispuso a buscar el teléfono endiablado que estaba cubierto por la sábana. Lo encontró y apagó el escándalo con una sola mano. Luego se lo llevó a la oreja.
—¡Abigail, pasó algo grave! —dijo Emerson con la voz agitada.
—¿Algo grave? Dime qué ocurrió —preguntó Abigail con latente preocupación.
—Estoy enfermo. Tengo una gripe atroz —afirmó él cambiando la voz a último momento. Una voz que no tenía el afán de emular una garganta irritada.
—Emerson, ¿qué te pasa? Solo tienes una gripe. Me asustaste.
—Esta gripe está fuerte y no podré ir al colegio.
—Hum, vale, me parece razonable. Toma un antigripal o un ibuprofeno.
—Amor, estoy solo y desamparado. Por eso quiero que me acompañes este día —rogó Emerson que no se esforzaba mucho por convencer.
—Amor, espera... —dijo ella poniendo el celular en la cama.
Abigail terminó de ponerse el uniforme y alzó un peine para desenredar un mechón rebelde.
—Hola... ¿Abigail? ¿A dónde te fuiste?
—Aquí estoy.
—Cómo te decía... quiero que vengas aquí. Quiero tener a mi novia junto a mí.
Abigail volvió a agarrar el teléfono.
—Está bien, iré a hacerte compañía.
—¡Eso me pone muy feliz! Ahora te mando la ubicación por mensaje.
Abigail cambió sus obligaciones cotidianas por su novio agripado. Puso su cargador en su mochila, unas golosinas y salió de casa, sin llamar la atención de su abuela que roncaba en su habitación.
El plan de Emerson marchó a la perfección. Tendría a su novia en su casa y en día de clases. Algo impensado en principio para alguien como él. Aunque se acordó que tenía evaluación de religión, pero hace mucho que no se congraciaba con sus textos. Pero Abigail y Emerson compartían ese hábito de faltar a clases por razones banales. En ese sentido, Emerson llevaba ventaja: siempre tenía ases bajo la manga. En su casa navegaba sobre un mar de mentiras y no se vislumbraba un naufragio. Sentía que era hora de desatar su voraz libido. Así que una cámara de video apareció en su cabeza y atesoró la idea, que caminaba por una cornisa peligrosa.
Media hora después, Abigail llegó a la casa de Emerson. Tocó el timbre y por la rendija de madera vio al susodicho, que venía a abrir después de ser impulsado por el deseo libidinoso que se hacía incontrolable, como un monstruo que no podía ver, pero que lo atormentaba con cada pensamiento.
—Gracias por venir, amor —dijo Emerson con un beso forzado.
—No tienes nada que agradecer, ¿y tienes fiebre?
—Creo que un poco, amor.
Emerson la condujo hasta su habitación.
—Es increíble que estés en mi casa a estas horas.
—¿Y tus papás?
—Mi papá llega hasta la noche. De eso no te preocupes.
—Ah, vale, pero no me molesta —dijo Abigail sentándose en la cama—. ¿Y tu mamá?
—Ella murió hace unos años por una enfermedad.
—Ay, lo siento, mucho, amor.
—No pasa nada... Ahora que estás aquí, ¿podrías prepararme un té caliente?
—Claro que sí. Dime cómo lo preparo... Estoy bromeando.
—Ah, qué graciosa.
Abigail salió del cuarto y con diez pasos llegó a la impecable cocina que se hallaba en total sosiego. Había agua hervida en una caldera y, en otra, agua sin hervir. Abigail eligió el segundo. Recogió una taza de porcelana de la repisa de madera y puso una bolsa de té, muy frágil que terminó convirtiéndose en dos piezas. En el azucarero, el azúcar escaseaba, así que abrió una bolsa nueva.
Luego del desastre provocado en la cocina, ella regresó al cuarto con la taza y la bolsa de té encima. Emerson cerró una gaveta con fuerza cuando la oyó entrar de súbito.
—Vaya, creo que ya estás mejorando, ¿no?
—No, solo estaba buscando un mentisan o un paracetamol —dijo rascándose el cuello.
Emerson levantó la taza sin asa y sorbió un poco de té y luego dijo con desagrado:
—Está muy azucarado y frío...
—Ay, lo siento. Pocas veces preparo el té para mí.
Abigail volvió a la cocina y Emerson aprovechó para poner la cámara en su ropero, con los textos del colegio que se llenaban de polvo. Sintió mucha calentura en su cuerpo, cuando dentro la temperatura era baja. Para su mala fortuna, la cámara de video no quedó como quería. Es más, Abigail lo podía ver y echar por tierra su plan de grabar su encuentro sexual con ella.
Desafortunadamente, el tiempo fue su verdugo. No tuvo tiempo ni para tragar saliva, solo rogó que su cámara no se encontrara con los ojos de ella. La puerta, con un rechinido, acompañó a Abigail que entraba con el té y con un semblante risueño.
Emerson se llevó la taza a la boca, pero sus labios no tocaron la infusión.
—¿Ya estás mejor? —preguntó ella sentándose en la cama.
—No, amor, aún no... ¿Será que puedes prepararme un sándwich de mortadela con queso?
—¿Un sándwich? ¿Yo? Bueno, pero no te quejes si lo que te traigo no se parece a un sándwich.
—No te preocupes, amor, que en la cocina hay todo lo que necesitas para prepararlo.
—Está bien.
—Tómate tu tiempo.
Abigail volvió a la cocina y abrió el refrigerador, pero sintió que no estaba sola en ese momento. En efecto, la puerta de la entrada principal se cerró y apareció don Basilio de sorpresa en el vestíbulo: su principal preocupación, era saber el paradero de su travieso hijo. Una llamada del director lo había traído de vuelta, aunque no quería. Abigail lo vio y le saludó cortésmente, pero don Basilio solo asintió; su mirada era un bramido que esperaba el momento para salir. El hombre propagó el silencio por la casa y se dirigió al cuarto de su primogénito, preparando las palabras más puntiagudas para la situación.
Emerson se acordó de Chester y se llevó el porro a la boca. No había alguien que le dijera que aquello se estaba volviendo costumbre. El muchacho tenía una relación muy cercana con la clandestinidad. Así que se quitó la polera y todo lo demás: se quedó en calzoncillos. Mientras esperaba, vio que el celular de Abigail se prendía a cada momento, saturado por las notificaciones. Fue hacia él y vio algo que no le agradó.
Emerson vio una catarata de comentarios para su novia: comentarios masculinos que crean inseguridades. El joven recordó el fallo de seguridad que tenían esa clase de teléfonos. Su curiosidad morbosa lo empujó a desbloquear el celular mediante una combinación de números. Es así que revisó el celular de su novia sin una pizca de arrepentimiento, viendo mensajes y comentarios, donde él no aparecía.
Al poco rato, la puerta rechinó, se abrió y Emerson creyó que era Abiagil, pero esa pisada inconfundible de su padre fue lo que no quería escuchar en ese instante. Vapuleado por la desesperación, Emerson se metió debajo de su cama, junto a sus olorosos calcetines que llevaban una semana ahí.
—¡Emerson! —vociferó su padre con la cólera rondando por su garganta—. ¿Dónde diablos se metió este zoquete?
Al no encontrar a su endiablado hijo, cerró la puerta con violencia y, minutos después, Abigail entró para apagar los nervios de un primogénito aterrado por mostrar su sentido del ridículo al mundo. Fuera de peligro, Emerson salió de su refugio y Abigail se sorprendió al conocer su torso desnudo. Ella quiso bajar la mirada porque no era el momento y la vergüenza miraba de reojo.
—Nena, te extrañé —dijo Emerson acercándose a su novia.
—¿Nena? ¿Me extrañaste? —dijo una Abigail feliz.
Abigail esperó un beso de su galán, pero lo que recibió fue un toqueteo en sus muslos, que custodiaba la tela de su falda. Emerson impactó de lleno contra su enojo y sus oídos escucharon una cachetada que, para su desgracia, era para su rostro. Eso fue todo lo que su cámara pudo registrar.
Mientras tanto, en el colegio, su amiga Tania sintió una incipiente preocupación por la ausencia de Abigail. Le faltaba su amiga para redibujar esa felicidad que parecía indeleble cuando se sentaba junto a ella. Tania se preguntaba porqué no le contestaba los mensajes del celular, cuando antes respondía al instante hasta el mensaje más trivial.
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