Capítulo 18

Era un lunes diferente, porque las clases tomaron el lugar de las vacaciones. El pronóstico del tiempo ofrecía un buen clima para los próximos días. Los colegios abrían sus puertas después del receso y los salones recreativos inauguraron la diversión en un día laboral. Las atractivas máquinas expendedoras alientaban a los estudiantes a llegar tarde. También, en la casa de la familia Egurquiza, había mucho movimiento de cara a las obligaciones matutinas: el apuro tocaba la puerta. Sabina y Renán debían ir a abrir el restaurante.

Una estudiante ansiosa se hallaba enfrente de una puerta enrejada, mirando hacia el segundo piso, como esperando que alguien saliera antes de que perdiera la última pizca de paciencia. El sol acordó con el viento golpear su cabellera, negra y larga, hasta cubrir sus ojos. Se hizo una coleta, mientras la ventolera invitaba a bailar a su falda azul a cuadros y su corbata quería abandonarle. La chica movía las piernas en señal de impaciencia.   

—¿Ya estás lista? ¡Apúrate! Se hace tarde —dijo Tania con la voz temblorosa.   

—¡Ya casi, espera! —dijo su compañera.

Abigail Barajas ya tenía puesta la camisa con el escudo del colegio bordado en el pecho. Solo le faltaba ponerse los calzados para tranquilidad de su amiga que tenía ganas de miccionar. Frente a su espejo tallado en madera, terminó de desenredar su cabello para ponerse el broche. Luego, guardó su teléfono inteligente en su mochila y cerró la cremallera. Antes de salir, se miró otra vez en el espejo, para que le confirmara que iba al colegio impecable. Aún quedaba un ápice del recuerdo de aquel desastroso cumpleaños. A pesar de haber sido un día aburrido, la adolescente ya había cumplido dieciséis. Era el primer día de clases o el primer día de travesuras.  

Abigail destrabó la puerta con fuerza y esta se cerró con tal estrépito que estremeció las paredes. La muchacha salió de casa pasando por alto aquel atisbo de saludo o despedida que aún quedaba en el hogar. Ella no necesitaba una despedida para salir a la calle, así lo pensó. Era esclava y reina de sus pensamientos. Sus abuelos ya se habían acostumbrado a esa actitud y no era nada bueno. La permisividad se salió de control: era como una anaconda difícil de capturar.   

—Es lunes, Abigail —dijo Tania con preocupación.   

—Lo sé y me importa un cuerno...  

—Ay, ¿así vas a empezar el primer trimestre?   

—Sabes, me da flojera de solo pensar en las clases.   

—A mi no tanto —dijo Tania—. El año pasado aprobamos el curso de pura carambola, después de haber empezado bien. No quiero que me pase lo mismo este año.   

—Tranquila, solo no veas tus notas y ya.

—No quisiera dar más dolores de cabeza a mi mamá. Suficiente tiene con su interminable tratamiento psicológico. 

Ambas llegaron a tiempo al colegio: un módulo imponente con dos canchas de fútbol y aulas amplias. Las chicas estudiaban en una escuela fiscal que sonreía cuando había alumnos y se ponía triste cuando había paro de maestros. Dentro del módulo educativo, los alumnos entraron atropelladamente y el griterío y el desorden, que sofocaban la disciplina, cesaron cuando el timbre rugió y dieron paso a un mutismo obligatorio. Los estudiantes se formaron en el patio en filas de cinco, pero como era lunes el orden tardó en llegar. De inmediato, se entonaron las sagradas notas del himno nacional y el himno del colegio; pero las ganas de cantar no llegaron a cubrir todo el segundo himno.   

Luego de la entonación, hubo murmullos y luego volvió la calma, cuando vieron al director de la escuela. Todos escucharon las palabras de bienvenida del director, un hombre de fuerte carácter, pero, como era lunes, su rigurosidad tenía fecha de caducidad. Era hora de entrar a las aulas por orden y en fila. A Tania y a Abigail les tocaba el Tercero "F" del segundo piso. Pero a Tania le preocupaba subir por las escaleras y a Abigail le daba pereza subir peldaños. Una vez en el aula, las chicas se sentaron en los pupitres de adelante. Había nuevos estudiantes que tardaron en salir a la palestra.   

Las clases no habían comenzado, pero Abigail ya estaba aburrida. Minutos después, llegó el profesor de lenguaje y las clases iniciaron, pero Abigail se aburrió aún más. La palabra vacaciones aún conservaba todas sus letras en su cabeza.   

—Espero que las clases terminen pronto, tengo un tiktok que subir y acá el punto wifi es una tortuga —susurró Abigail y luego bostezó.  

—Pero el video que estaba en tendencia ya está pasando de moda —arguyó Tania.   

—No me importa, quiero ver mi tiktok ya publicado. 

El maestro dejó atrás los prolegómenos y dio a los alumnos el nuevo horario y recomendaciones para forrar las carpetas con papel de periódico. Era un lunes pesado y la clase no iba a ir a ningún lado. Recién mañana comenzaría la guerra, porque vendría una profesora con una jeta de piedra directo a comerse a los alumnos. Ese aviso salió de la boca del profesor, pero sonó como una amenaza. Los alumnos sintieron temor de solo imaginar a la maestra revisando las tareas. Abigail no le tomó importancia. La falta de diversión era peor que cualquier profesora estricta.  

El maestro cerró la boca y dejó que su ausencia lo reemplazara. Con premura, salió del aula dejando a los alumnos a merced del desorden y el barullo. El curso estaba a una chispa del griterío. También fue la oportunidad perfecta para matar el aburrimiento y traer la diversión de las orejas. Hacía falta en el curso algo interesante para mantener a Abigail en su pupitre. Hasta eso ya se iba a aburrir más.   

—Tania, tengo una idea —dijo Abigail con animosidad. 

—Ay, no...  

—Sígueme. Estoy harta de los lunes —propuso Abigail levantándose del pupitre.   

—Está bien, pero perderemos nuestros asientos...   

—Qué importa.   

Tania siguió a Abigail por el oscuro pasillo hasta que vieron la luz del patio y de las canchas, pero eso no significaba que podían salir tan fácilmente de la escuela. Aquel portero tenía ojos en todo su cuerpo. Pero cerca de la portería de la cancha había un muro bajo. Abigail no quería pensar en cómo trepar, sino quería hacerlo y salir corriendo con su amiga. Estaba a unos pasos de zafar de la tediosa clase. El lunes podría mejorar si lograba escapar.   

Abigail fue la primera en subir, aunque la forma de trepar el muro no fue muy ortodoxa para su amiga Tania.

—¡La falda, Abigail, es una regla que no debes olvidar!   

—Me da igual si alguien llega a verme. Solo quiero alejarme de esta clase aburrida.   

—Hay muchos chicos, espero que nadie se de cuenta de lo que estamos haciendo.   

—No hay problema, yo ni los conozco.   

—Aunque se ven guapos...   

—No, se ven feos.   

Abigail y Tania caminaron y caminaron por una acera poco concurrida. A los pocos transeúntes les daba igual ver a dos chicas uniformadas, parloteando por la calle y sin intenciones de ir a casa. Ambas siguieron caminando y luego corrieron hasta una esquina, cuando oyeron los ladridos de un perro feroz y agresivo. Después, cruzaron la calle en dirección al salón recreativo Gakusei: un lugar ideal para matar el tiempo jugando en máquinas de arcade, máquinas expendedoras de peluches o comer bocadillos. 

De momento, no había nadie en el amplio salón, más que el perro labrador que solía rondar por el lugar. La alegre música las sedujo y se entregaron al divertimento. Abigail no pudo ganar el peluche de la expendedora: Tania se quedó con las ganas de abrazar uno. Al parecer, la suerte no era amiga de los lunes. 

Cuando la diversión y el tiempo no se llevaban, había un problema. Antes de salir, una motocicleta apareció en el lugar. De inmediato, se bajó un tipo de gorra y de mala traza. Las chicas volvieron a entrar al salón recreativo, mientras veían cómo se desarrollaba un asalto a plena luz del día. El facineroso golpeó a un joven y le arrebató el teléfono de las manos. Acto seguido, el ladrón huyó en su motocicleta dejando un ruido ensordecedor.  

Abigail salió a ver primero y detrás de ella salió Tania asustada. Ellas no querían irse, pero el escaso dinero tenía una segunda opinión.   

A la media hora, Abigail se aburrió de lo divertido y se acordó que tenía una casa y abuelos que ver. Se despidió de Tania y caminó rumbo a su hogar, que le faltaba bullicio, el silencio era el enemigo recurrente de Abigail. El ruido era sosiego para ella y ahí no había. 

Al ver el reloj de cuco una vez que abrió la puerta se dio cuenta que ya estaba en casa. 

—¡Ya llegué, abuela, abuelo! —exclamó ella subiendo las escaleras.   

—¡Abigail, no hagas bulla, que tu abuelo está durmiendo! —protestó Sabina.  

—Ay, está bien. No debí avisarles. 

—¿Por qué llega a esta hora, señorita? Tu abuelo estaba molesto —dijo Sabina con enfado.   

—Pensé que era más temprano... —dijo Abigail—. Está bien, no lo volveré a hacer. Ahora estoy cansada, debo hacer un montón de tarea.   

La mentira no podía huir de la verdad. Su rostro de sinceridad no era muy convincente para Sabina. La adolescente solo quería entrar a su alcoba o huir del sermón soporífero de su abuela.   

—Ya, ¿pero no vas a comer? —preguntó Sabina.   

—Ya comí algo.   

—Pero Abigail... 

Cuando Sabina quiso decir algo más, su nieta ya estaba arriba, muy lejos de sus palabras y al amparo de su cuarto con conexión a internet. La adolescente abrió la puerta de su alcoba y entró con celeridad. Debía cambiarse de ropa, pero antes prefirió grabar el tiktok que tanto ansiaba. Ese momento no fue tan satisfactorio por la ardua coreografía que debía aprenderse. Se veía mejor en su imaginación.

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