Capítulo 16

Días después, Olaya aseguró su puerta rugosa y un golpe de viento se regocijó con su cabello castaño. Después se desplazó por el camino de tierra rumbo a la casa de su amiga Tanya, que cada vez le quedaba más lejos cuando tenía prisa. Con respecto a su esposo, no conocía su paradero. Solo sabía que había salido de casa muy temprano, supuestamente a trabajar, aunque su ausencia no tenía buenos argumentos. Escuchaba el eco de unos murmullos en una calle desolada. Una voz tenía el timbre de Wolfango y llegó a pensar que era él. 

Al llegar a la reja de metal, Olaya tocó el timbre con insistencia. Esperó un momento, mientras imaginaba la reacción que pondría su amiga, cuando abriera la boca. Algunos minutos después, salió Tanya arrastrando sus sandalias por el concreto. Su expresión no podía encontrar la sonrisa que aguardaba detrás de su dentadura. La mujer de Efrén tuvo que dejar en mínimo la cocina, ya que estaba preparando el almuerzo para su familia y la niñera. Olaya tenía una cara más radiante que el propio astro rey.   

—Olaya, ¿qué pasó? ¿Por qué no llamaste? —dijo Tanya abriendo la puerta enrejada—. ¿Te arrepentiste?

—Amiga... Voy a abandonar a Wolfango para siempre —afirmó Olaya, aunque sus labios temblaban.   

—Me hiciste caso. Eso es muy bueno, amiga... Ahora toca poner la denuncia para que ese animal se pudra en la cárcel.   

—¡No...! —Olaya tuvo un exabrupto por sus palabras—. Solo decía que lo voy a hacer mañana, seguro.   

—Sabes que cuentas con todo mi apoyo.   

—Y te lo agradezco de todo corazón —replicó Olaya—. También quería decirte que ya tengo trabajo como cocinera a tiempo completo. 

—No inventes... ¿De verdad? —Una sonrisa se dibujó en su rostro.   

—Mañana comienzo a trabajar.   

—¡Eso es buenísimo! Me alegro mucho por ti, Olaya. Trabajo es trabajo —No le cabía la alegría en el rostro—. Creo que deberíamos celebrarlo en el cumpleaños de la niñera de mi hija.  

—¿Tú crees? Hace mucho que no vamos a una fiesta.   

—¡Sí, amiga! No importa, debes darle una lección a tu marido. Ahora tienes que reírte en su cara.   

—Creo que tienes razón, es mi momento —Olaya sonrió.   

—Te paso a buscar más tarde, ¿bueno?  

—Vale, y buen provecho, amiga —concluyó Olaya.   

Olaya regresó a su casa y no se sintió intimidada por las obligaciones que tenía por delante. Había mucho qué hacer y su esposo se hallaba fuera de casa. Wolfango se había llevado un pedazo de alegría y sus ganas de cumplir con las labores del hogar. Pero las tareas domésticas no iban a empañar su felicidad por el nuevo trabajo.

Olaya buscó su celular por todas partes hasta que lo encontró debajo de su ropa sin lavar. Teniendo poca batería disponible, marcó al número de su madre. El teléfono comenzó a sonar hasta que su madre contestó, pero Olaya fue más rápida que ella.   

—Hola, mamá, ¿cómo están? ¿Cómo está mi hija?   

—Hola, hija, ¿ya estás alistando tus maletas para dejar a ese desgraciado?   

—Sí, mamá... En la noche vengo a la casa.   

—Ya, hija, te espero. Voy a cocinar para todos. 

—Está bien, mamá, y, ¿cómo está Abigail? 

—Mi nieta alegra esta casa con su sonrisa. Tu papá pasa más tiempo con ella. Creo que se está encariñando con Abigail. 

—Me alegra mucho. Bueno, mamá, nos vemos en la noche.   

—Te quiero, hija.   

—Yo igual, mamá.   

Terminada la llamada con su madre, Olaya buscó el cargador porque su celular se lo estaba rogando. Pero solo halló el viejo adaptador en el piso pulverulento. Lo alzó y empezó a buscar el cable de cabo a rabo, hasta que encontró uno en mal estado. De igual forma lo conectó a la tomacorriente y el celular fue feliz. En el ropero se hallaba la ropa que había usado el día que Wolfango la golpeó.   

La batería estaba totalmente agotada cuando su cable llegó a su celular. Eran las dos de la tarde y la mujer se sintió tentada a limpiar, porque la mugre cubría casi todos sus muebles.   

En cambio, Wolfango debería estar conduciendo su micro, pero a esa hora el hombre estaba sentado y no en su asiento de conductor. Delante de él había una botella semivacía, no un parabrisas. El chófer estaba bebiendo solo, por culpa del desamor que llegaba en un momento clave de su vida. Ahí estaba, tomando para olvidar las penas en un local de mala muerte y por una mujer que no era su esposa. Tenía otro camino, uno más despejado, pero se conformó con la botella que no le ofrecía ningún camino.   

De pronto, un fortachón, barbado y adusto, pasó por su lado y lo miró con menosprecio, sin tener en cuenta que le miraba a Wolfango, no a cualquiera. El despechado no se lo tomó con mucha madurez y dejó de beber para buscar la confrontación que el fortachón no había venido a buscar.   

—¿A quién estás mirando así? —preguntó Wolfango con tono arisco y provocador.   

—Piérdase, hombre —atacó el tipo de polera blanca.

—¡A mí me respetas! —contraatacó Wolfango y su hombría se fortaleció.   

Wolfango lo empujó con ambas manos y el fortachón le devolvió, no un empujón, sino un golpe recio en el hígado y en la cara, que lo mandó de vuelta a la mesa. Antes de que se consolidara una verdadera batalla campal, el dueño del local apareció providencialmente para apaciguar los ánimos caldeados de los dos clientes.   

—¡O se calman o se van de aquí! —gritó el dueño que pudo calmar a las dos bestias.  

Aproximadamente a las tres de la tarde, Tanya vino a buscar a su amiga. Había un motivo para celebrar y también había un lugar donde convertir ese motivo en diversión. Olaya abrió la puerta y su amiga le dijo:   

—Olaya, ya está todo listo. Ponte la ropa más bonita. 

—Sí, ya me alisto.   

Luego de bañarse, Olaya fue rumbo al ropero y después al tocador. Al poco rato, se hallaba ataviada con una blusa y un pantalón de tubo. 

Luego de unos minutos, Tanya regresó luciendo un hermoso vestido turquesa ideal para la fiesta. Así que cuando vio a su amiga le dijo con tono disconforme:   

—¿Pantalón, Olaya? ¿No tienes otra ropa más bonita?   

—¿Vestido?   

—Sí, amiga, apúrate.   

Olaya se desvistió y se puso el vestido más bonito que encontró en su armario. Era perfecto, salvo el tamaño, ya que enseñaba mucha piel. Se peinó para la ocasión, se pintó los labios y luego partió con su amiga a la fiesta, donde el jolgorio había iniciado antes de que llegaran los invitados.  

En el cumpleaños de la niñera, Olaya y Tanya tomaron asiento y bebieron vino en copas elegantes. La poca gente presente ya se estaba divirtiendo en un lugar pequeño, pero suficiente para la milonga. La música no se iba a apagar hasta la madrugada o hasta que hubiera un corte de energía.  

Más invitados llegaron y la música sonó más fuerte. Olaya olió la embriaguez de cerca y recordó que había dejado el celular cargando hasta el infinito. Pero su amiga, también embriagada, se opuso y no cedió tan fácilmente.   

—Quédate un rato más —dijo Tanya moviéndose al ritmo de la música.   

—Ya no puedo, es que debo visitar a mi mamá.   

—Mira —dijo Tanya moviendo la cabeza hacia la derecha—. Allá hay un hombre apuesto que no despegó sus ojos de ti. ¡Háblale!   

—No, amiga, debe tener novia... Es mejor que me vaya. 

—Está bien, pero tómate una copa más conmigo y luego te dejo ir. No pienso dejarte ir sobria.   

—Bueno, está bien.

Olaya salió de la fiesta una hora después de haber tomado la última copa. La mujer caminó un buen tramo por una calle desierta y sin asfaltar. Cuando vio el pavimento, también vio los faros de un vehículo que se detuvo al verla caminar sola. El conductor de gafas era Efrén.  

—¿Olaya? ¿A dónde vas? —dijo con preocupación. 

El hombre se sacó las gafas de los 70 con desconcierto.   

—¿Eres Efren? Oye, qué casualidad, ¿a dónde estás yendo? —dijo Olaya con la voz suave y acompasada por los efectos del alcohol.   

—Voy a la fiesta de nuestra niñera... Han tomado vino, ¿no?   

—¿Por qué esa formalidad? Mejor tuteame, ¿sí?

Efrén sonrió.

—De acuerdo, señorita.   

—Dime Olaya, por favor... Señorita no suena bien.  

—De acuerdo, ¿y ya empezó la fiesta, Olaya?   

—¡Uff! Hace bastante, y yo estoy de ida a mi casa porque Tanya me dio mucho vino.   

—¿Te llevo a tu casa? La calle está oscura.   

—No, no quiero gastar su gasolina, caballero.   

—No, nada de eso. No puedo dejar a la amiga de mi esposa vagar sola por estas calles. 

—¡Oh, qué caballeroso! Ojalá hubiera más hombres así... Yo no tuve suerte en el amor, sabes. Para mí todos los hombres son una basura... Pero tú eres una excepción —Olaya sonrió entrecerrando los ojos.   

Efrén sonrió, pero con timidez.   

—Ay, te debo plata y hasta ahora no te lo he pagado... Mañana te lo pagaré. Dame un plazo más, ¿sí?   

—No tienes que devolverlo. 

Efrén le abrió la puerta y Olaya subió a su auto, despreocupada por su vestido corto.   

El hombre encendió el auto y ella lo miró sonriente y no dudó en saturar de palabras su vehículo rojo escarlata. Efrén le devolvió la sonrisa.   

Olaya lo miró de nuevo y dijo:   

—Sabes, tu mano estaría mejor en mis muslos que en tu volante. Porque noto que no paras de mirarme las piernas...  

—No, cómo vas a pensar eso. Usted, digo... Ese vestido te queda muy bien, resalta tu figura. 

Olaya soltó una risita.

—Solo estoy bromeando. Sabes, hace tiempo que nadie me toca. Mi esposo lo hace muy brusco. A mí me gustan las caricias suaves y que sean atentos conmigo. ¿Es mucho pedir?   

Efrén quedó a merced del silencio incómodo y su sonrisa cohibida sostuvo una situación embarazosa. 

—Ay, perdón por decirte todo esto... Tengo mucha presión de todos lados. 

—Comprendo —respondió Efrén. 

—Sabes, jamás le he sido infiel a mi esposo. Por más que sea una basura conmigo, yo nunca me enamoraría de otro. Esa bestia lo es todo para mí.   

Mientras tanto, en el local, Wolfango se bebía otro vaso de cerveza. La mesa estaba vacía, faltaba alguien para unirse a la fiesta de la desdicha. Faltaba su camarada para que la cerveza supiera mejor.

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