Capítulo 12

Wolfango no era feliz; qué bestia lo era. Había combatido con el dinero y había perdido de forma contundente y, encima, sus celos depositaban sustancias inflamables a su chamuscado corazón. El hombre tenía que aplacar la falta de felicidad con una bebida de alto grado alcohólico, con el fin de olvidar sus problemas. Había demasiado trecho del regocijo a la tristeza. Wolfango debió gimotear a moco tendido; sin embargo, las lágrimas no se presentaron. La sobriedad no se lo permitía. Donde tendría que manar lágrimas, solo había unos ojos rojos y cansados. El hombre solo lloraba cuando se remontaba al pasado. Al menos le quedaba un pedazo de lógica en su cabeza.  

Wolfango giró el timón, dio un bocinazo y dobló a la derecha y su cara se acercó a una sonrisa, que aguardaba con impaciencia. El altercado con Lorena le había quitado el apetito, salvo la sed. Su amigo del alma se hallaba sentado en una silla plástica, en compañía de una botella que estaba encima de una mesa roja, bautizada con cerveza. Jairo no recordaba cómo había llegado a un local de expendio de bebidas alcohólicas. En cambio, Wolfango oyó el llamado de la diversión y este acudió sin pensarlo. Cualquier otro llamado era aplazado. Wolfango no era capaz de evadir las botellas, pero con facilidad podía evadir las dificultades.  

Con su camarada inseparable bebieron y bebieron hasta sentir el hedor vómico de la embriaguez. Había muchas sillas plásticas apiladas, aguardando a unos clientes que nunca iban a llegar. Wolfango se percató de que el alcoholizado tenía el vientre más grueso en relación a la última vez que se vieron. Otro tintineo de vasos y Wolfango terminó beodo. Parecía una máquina abundante en palabras y su irritabilidad estaba a un paso de despertar. Las palabrotas fueron las invitadas de la noche. El hombre embriagado lanzaba afirmaciones injuriosas que en sobriedad no tendría los pantalones para sacarlos a dar una vuelta.  

Las camareras eran muy campechanas. A veces se unían a la fiesta para confraternizar con los clientes, porque atraían billeteras. La docilidad dependía de las propinas. Otras chicas se sentían más cómodas encima de algún regazo masculino y no les importaba llevar falda y delantal, como parte del uniforme. Una de ellas, risueña y diligente, caminó a la mesa de Wolfango y Jairo, y dejó otra botella. La cerveza tenía un gustillo especial gracias a las camareras. 

—Oye, ¿ya supiste que don Basilio está enfermo? Creo que del corazón —dijo Jairo con la voz aflautada.  

El ebrio comenzó a hipar.  

—Jairo, me importa un cuerno, sabes —replicó Wolfango con una sonrisa desdibujada.  

—Oye, me dijeron también que lo van a llevar a otro hospital...  

—Perfecto, y ojalá que esa ambulancia se estrelle —respondió Wolfango descascarillado por el alcohol.  

—Tú eres capaz de cualquier cosa con tal de no pagar tus deudas, hasta de desearle la muerte a tu prestamista.  

—Tú y ese viejo panzón se pueden ir al carajo.  

—La próxima vez no te voy a contar nada...  

—A ver, Jairo, quiero que demuestres tu verdadera amistad con otra caja.  

—Claro, pero mañana me lo pagas.  

Dentro de poco, las luces se fueron apagando y la oscuridad reinó. Ya era muy tarde en la cantina, pero el aviso aún no llegaba a los oídos de Wolfango. Ya no quedaba ningún beodo en el local y las camareras alegres, ya no estaban. En su lugar, solo unas chicas ariscas que apiñaban las sillas plásticas. En aquel sitio, infestado de alcohol, solo había dos borrachos en una mesa, esperando que alguien los sacara a patadas. A Wolfango, la música alta no le dejaba levantarse de su silla. Debía pararse porque tenía una familia que ver, aunque la noche tuviera otras propuestas más interesantes y tentadoras.  

Al promediar las dos de la mañana, el hombre alcoholizado abandonó la cantina, porque halló un atisbo de responsabilidad. También porque su lánguida billetera se entrometió en la conversación con Jairo y apagó la fiesta. Las botellas vacías se apoderaron de la mesa. Wolfango no halló más conversación ni aunque buscara debajo de la mesa: la embriaguez austera ahogó su palabrería. Otra cerveza más y ya no hubiera llegado a dormir.   

Por calles vacías y oscuras, Wolfango condujo su microbús, oyendo el motor ruidoso de su vehículo en el temible silencio nocturno. Cuando manejaba, la embriaguez se tomaba un respiro, ya que conducía mejor que estando sobrio, pero no lo sabían los policías.

Finalmente llegó a su dulce hogar y tardó mucho en encontrar la salida del micro. La borrachera reclamó lo que era suyo. Una vez en la puerta, Wolfango tocó varias veces y Olaya se levantó a abrirle de malagana. Los ánimos no eran los mejores para su esposo: se hallaban rugosos ante la jovial incertidumbre. Había una bebé que cuidar, pero más ruido hacía cuando no quería. Para su tranquilidad, Abigail no se despertó.  

Cuando la puerta rechinante se abrió, el beodo entró a la casa tambaleándose y desafiando aquella baldosa resbaladiza. El borracho fue al reluciente baño y luego salió de un asqueroso lugar, que ahora olía a vómito. La locura había llegado y Olaya no fue hospitalaria con él. Su incómoda presencia despedazó su tranquilidad hasta hacerla polvo. Su fétido aliento a bebida se impregnó en el aire.  

—¿Dónde estuviste, Wolfango? —le preguntó Olaya, ya que había un incendio que apagar en su corazón.  

El hombre gruñó, se rascó la tetilla y su ira permaneció ahí, aunque él se movió de lugar.  

—Era el cumpleaños de un amigo... Tenía que ir —respondió Wolfango, pero esa afirmación estaba empapada de mentiras.  

Wolfango no solo mentía, también enseñaba a mentir, porque la pudicia no gobernaba sus palabras. A veces, el hombre hablaba y después pensaba, cuando debería ser al revés.  

—¿Y por qué no me llevaste? ¿Había mujeres en esa fiesta? 

A Olaya jamás le habían roto el corazón. Pero Wolfango creyó que era hora de que ese corazón se vaya acostumbrando.  

—Y si fuera así, a ti qué diablos te importa, tarada.  

Aquellas palabras prendieron fuego en un corazón que Olaya pretendía sofocar.  

—¿Solo viniste a decirme eso? Modérate por tu hija.  

—Peor es que no te dirija la palabra... No sería un buen esposo, ¿no?  

La mujer guardó silencio y se dio cuenta de que su marido había llegado solo, pues el dinero no estaba con él.  

—¿Y la plata que ganaste? —preguntó Olaya viendo a un hombre abandonado por el dinero.  

—No te metas en mis asuntos.  

—¡Lo gastaste todo en alcohol! 

Aquella pregunta molestó a Wolfango, que adoptó otro tono más rígido. Sacó su teléfono y lo tiró al piso. El hombre había perdido los estribos y ya no conocía su paradero.  

—A mí no me vas a cuestionar nada, perra.  

Wolfango no le dio tiempo de apagar el fuego interior, pues ya estaba chamuscado.  

A continuación, el beodo se levantó de su lecho, pero ya no era el mismo borracho torpe que había entrado. El disgusto irrefrenable lo había domado y ahora era obediente a sus impulsos. En su cabeza había una pugna con el raciocinio que ya había terminado. El orgullo guio a Wolfango hacia el camino violento y Olaya se vio acorralada por él, cuando ya se hallaba en una encrucijada que su esposo había construido. En el corazón de la mujer se agazapó el temor.  

Esta vez, Olaya no pudo cerrar las ventanas y la brisa indiscreta y cizañera se filtró por la rendija. Dentro, el ambiente sosegado murió. En su lugar, había un feroz animal que andaba suelto y era difícil amarrarlo. Segundos después, hubo un estropicio que acabó con el espejo de la mujer y algunos utensilios del tocador. De repente, la casa se convirtió en un campo de batalla y alguien fue invitada a ser parte de él.  

La bebé Abigail abrió los ojos y se chupó el pulgar, ante el escándalo que acontecía.

. . .  

Al día siguiente, Olaya puso a Abigail en el portabebés y salió a la tienda de abarrotes a fiarse otra vez víveres para cocinar. En el camino, percibió un olor a cizaña: extrañaba la apatía. La poca gente a su alrededor la miraba con ojos de incredulidad y Olaya no entendía el porqué. Ella no estaba acostumbrada a ver esas caras. La vendedora, con semblante preocupado, también cayó en el lodo de la extrañeza. Había algo diferente en Olaya, pero en sus ojos había algo escrito y que nadie debía enterarse.  

Olaya no le prestó atención a las miradas y a las máscaras que algunos usaban, porque nadie salía a la calle sin una. En casa, la mujer cogió agua de una cubeta y la trasvasó a la tetera. Luego fue al tocador y alzó el peine para desenmarañar su pelo. Después buscó su espejo y recordó el incidente de anoche e imaginó el estado en el que podía estar. Se miró en lo que quedaba del espejo que pasó de ser un objeto para reflejarse a algo punzante y peligroso. Olaya quería mirar su rostro para mitigar su intranquilidad, pero solo veía a una mujer afeada en un vidrio roto. De pronto, el pitido de la tetera alertó a la mujer y ella apagó la hornalla.  

Cuando Olaya estaba preparando la leche de Abigail, se percató de que le faltaba un arete. De inmediato, lo buscó y no halló nada. Dejó a su bebé unos segundos con algunos juguetes y salió afuera a buscarlo, sin alejarse mucho de la puerta.  

Entretanto, su amiga Tanya abrió la reja de su casa y salió a la calle y, a pocos pasos, sonrió al ver a Olaya, pero esa sonrisa se apagó, al ver aquella cara compungida. Pero aún había un pedazo de alegría en su semblante, que se negaba a salir. Aquella alegría era rehén de la tristeza. En otras palabras, aquel rostro no era el mismo de antes. Tanya no pudo dejar de examinarla. «¿Cómo llegó eso ahí?», se preguntó. En ese instante, un sinnúmero de conjeturas se consolidaron en su mente.  

—Olaya, buenos días —dijo su amiga tratando de no sonar alterada. 

—Tanya, se me perdió el arete… Hablamos luego, mi hija está sola —respondió Olaya nerviosa.  

—Espera... ¿Dime qué te pasó en la cara?  

—Es una espinilla, nada grave.

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