Capítulo 10
Los días pasaron y la bebida sedujo a Wolfango. Por ende, este padre de familia se dio a la bebida de la noche a la mañana. La lujuria y el alcohol iba de la mano. El hombre ya no encontró el camino de vuelta y solo siguió hacia adelante, como si más allá hubiera aquello que buscaba. Lastimosamente, Wolfango solo buscó su felicidad, fue asediado por el egoísmo y su esposa se vio afectada.
Olaya estaba sola aguantando el peso bestial de un matrimonio sin amor, el cual, su esposo había abandonado hace mucho. El amor de Wolfango no se hallaba ni lejos. Abrazada por la Soledad, en ese momento, la mujer recordó al Wolfango bueno: aquel que no la miraba como una sirvienta, sino como su princesa. Su corazón se estremeció al abrir la puerta de la cruda realidad: no quería volver. La falta de amor provocó una herida en la relación, que ya no sanaría más. Ya no sonreía como antes. La alegría huía de ella, aunque Olaya no la buscara.
Hace mucho que no cenaba con su esposo. El banquete estaba listo para alguien que no estaba presente. Tenía la mejor cara para alguien que no la miraba. Aquella sabrosa comida miraba a Olaya, pero ella no correspondía. De modo que había mucha comida para la escasa hambre que tenía. Su marido sofocaba su ardiente apetito y no era lo mismo comer sola que comer junto a él.
Olaya esperaba la llegada de su esposo. No exactamente con buena cara ahora que Wolfango atentaba contra la hora sagrada de la comida. No quería enojarse, pero las circunstancias eran propicias. No había tranquilidad en su cabeza. La incertidumbre era como un toro desamarrado, pero debía controlarse por el bienestar de su hija, ya que la última vez que se había enojado no había sido un día para rememorar. Ese enojo había venido con lágrimas por algo que Wolfango no había hecho.
Al menos una llamada apagaría las llamas de la inseguridad y su añejo teléfono bailaría de felicidad. Olaya se estaba quemando por dentro y ese hombre frío y malhumorado no lo sabía aún. Ella no quería meter a su amiga en sus problemas, aunque veía su felicidad de forma negativa; era como si echara más leña al fuego. La mujer ya estaba con los ánimos sobrecargados.
Pasadas las once de la noche, Wolfango por fin llegó a la casa, pero ya no era el mismo, del cual había salido a trabajar. Olaya sabía que iba estar ebrio, pero esta vez fue más allá. De aquel bailongo bullicioso, había salido un hombre sin piernas para caminar ni siquiera distancias cortas. Apenas pudo atravesar la puerta, pero a lo bestia. No era la mejor manera de entrar a su hogar. El vinolento había dejado más que dinero en aquella juerga con Jairo y algunas féminas. Se le había olvidado el juicio en alguna mesa atestada de alcohol.
El hombre no podía entrar sin antes golpear o estropear algún objeto que, si tuviera vida propia, habría huido hace tiempo. Wolfango encendió la luz antes de impactar con algo firme que lo lesionara. Estaba tan lejos de su lecho que prefería acostarse en el suelo, suave como un alambre de púas. No era bueno acercarse a un edificio a punto de desmoronarse. Olaya decidió no interrumpir su dilatado trayecto hacia la cama.
Wolfango hizo una escala en la mesa del comedor. Un atisbo de hambre se posó sobre aquel zoofago. Olaya estaba convencida de que ese hombre embriagado, podría descubrir una faceta de ella menos amigable. Recordar al Wolfango de antes y compararlo con el de ahora abría una herida antes de sanar otra. Aquel hombre del que se enamoró ya no existía. Ahora estaba soñoliento y embriagado de alcohol. Le gustaba más aquel Wolfango embriagado de amor.
Si estando sobrio era enojadizo, embriagado podía hasta enojarse de cualquier bagatela. Un solo carraspeo era capaz de encender su cólera, cual si esta fuera un objeto inflamable. La situación le planteó a Olaya un problema donde no se vislumbraba una salida.
—¡Cáspita! Conque aún sigue despierta la bella durmiente... —dijo Wolfango con tono zorronglón, pero luego apagó sus gruñidos.
—¿Por qué llegas tan tarde? —preguntó Olaya de brazos cruzados.
Su marido se levantó y fue hacia su cama y, con un resoplido, no midió el calibre de sus palabras. Todos esos pesados vocablos salían sin paliativos.
—No tengo que responder a eso… No porque vivamos juntos tengo que deberte algo —El respondón de Wolfango se sentó meditabundo en la orilla de la cama, con sus dedos titilando por el candor de la sábana.
—Estamos casados, Wolfango.
El hombre se rio burlescamente.
—En cualquier momento te pido el divorcio y ya no me verás en esta casa. Tú no me vas a atar para siempre. ¡Yo nací para ser libre! ¿Entiendes?
—¿Por qué me dices todo eso? —preguntó Olaya enfadada.
—¡Porque eres una mujerzuela…! ¡Una mujerzuela!
El alcohol le mostraba a Olaya la verdadera cara de su esposo.
—¡Oye, cállate! ¡Modérate, Wolfango! —dijo ella con tono de enojo—. Te va a escuchar toda la calle. No hagas escándalo.
—¡Me importa un cuerno esa gentuza impertinente! —gritó el hombre sin verla a los ojos—. ¡Que escuchen que eres una golfa! Me voy a trabajar mientras tú coqueteas con otros hombres.
—Eso no es cierto, Wolfango.
—¡Cállate, ramera!
—¡Vas a despertar a Abigail!
—Pero eres una maldita mujerzuela —dijo Wolfango—, que no puede estar sin un hombre. No te aferres a mí porque en cualquier momento agarro mis maletas y me largo para siempre.
—No hablas en serio —dijo Olaya con la voz fatigada.
—¡Sin mí no eres nada! ¡Ramera!
—¡Wolfango, cállate!
Wolfango se calló finalmente, pero, al parecer, era el comienzo de las habladurías. Lastimosamente, Olaya había oído demasiadas palabras del borracho que ahora dormía con la culpa esperando paciente. El hombre ya había hecho y dicho suficiente en una sola noche. Olaya no pudo salir ilesa de todo esa confrontación. Había una herida que suturar dentro de ella. Las palabras del hombre que amaba desgarraban; no obstante, el olvido era la panacea contra todo su mal. Debía acallar las voces del desconsuelo y encomendarse a la calma, capaz de borrar de su mente hasta el combate más cruento.
Wolfango se apagó y los ronquidos fueron los voceros del odio. Era la única casa con la luz encendida y la vergüenza era la única compañía de Olaya. La mujer solo podía oír los ladridos frenéticos de los perros callejeros que moraban por los alrededores. El recuerdo abría heridas: Olaya no salió tan indemne de aquel pleito. Aquellos insultos fueron un varetazo para su corazón indefenso. Era inconcebible verlo dormir feliz, mientras que ella se desangraba por dentro. De todos modos, Olaya aún no borraba aquel sacrosanto recuerdo de su pedida de mano: llegaba en el peor momento.
El día había aclarado en un pestañeo. Ya había sol, mucho brillo para alguien con el semblante anímicamente apesadumbrado. Dentro de la casa alguien había dormido poco y luego estaba Olaya que no había dormido prácticamente nada, porque el sosiego traía tumulto. En la madrugada, el borracho acomodadizo tenía un lugar reservado en el piso. Ahora un Wolfango sobrio abrió los ojos y despegó las asentaderas de la cama como si no debiera dar explicaciones a nadie.
El hombre salió de casa como lo hace un hombre soltero.
A las diez de la mañana, Olaya abandonó la cama de piedra, la cual no había podido encontrar paz, gracias a un hombre que había aplastado la última pizca de tranquilidad. La mujer no tenía muchos ánimos de recibir a nadie y tenía unas ojeras que no la iban a abandonar. En ese instante, alguien llamó a su puerta, ese rechinido era malo nada más comenzar el día.
—Amiga, quería preguntarte si no quieres ir conmigo al supermercado —dijo Tanya con una bolsa reutilizable.
—¡Amiga, qué sorpresa! Pues no creo que vaya —dijo Olaya con una sonrisa poco auténtica.
—¿Qué tienes, amiga?
—¿Yo? Nada.
—Tienes ojeras.
—Pues... ¿Anoche no escuchaste algo extraño?
—Ah, solo a dos personas discutiendo.
—Éramos Wolfango y yo —dijo Olaya aligerada por la verdad.
—¿Y por qué discutían, amiga? En serio, pensé que era otra familia.
—Pues él llegó tarde y empezó a decirme cosas muy feas y no me aguanté y discutimos.
—¿Cómo? No puede tratarte así... ¿qué se ha creído ese tipo?
—Ahora ya olvidó todo lo que pasó. Yo también debería hacer lo mismo, ¿no?
Olaya se sintió encumbrada por el silencio sombrío, aliado de Wolfango.
—No amiga... —replicó Tanya con el ceño fruncido—. Él no puede hacerte sentir mal. Eres su esposa y te debe respeto.
—Es que tengo miedo de que un día se vaya. No quiero ni imaginarlo.
—Mejor déjalo tú.
Olaya negó con la cabeza.
—Tanya, ¿no tenías que ir al mercado?
—Al súper.
De un momento a otro, la calma cesó porque Wolfango volvió como un espíritu. Cuando nadie lo esperaba, el hombre se hacía presente, independientemente del momento. En sus ojos podía verse la razón de su llegada repentina. La ropa sucia le incomodaba.
Un fragor silencioso acudió al lugar cuando Wolfango ingresó a la casa como si no hubiera nadie dentro. Olaya sintió vergüenza y Tanya miró al hombre con ojos inyectados de odio. Wolfango la miró con rostro inexpresivo y su mirada fue efímera, pero decía mucho.
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